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El Catoblepas, número 58, diciembre 2006
  El Catoblepasnúmero 58 • diciembre 2006 • página 3
Guía de Perplejos

Sobre la decepción

Alfonso Fernández Tresguerres

Breve apología del desengaño

Es obvio (la propia etimología lo indica) el lazo que vincula a la esperanza con la desesperación. No lo es menos el que liga a ambas con la decepción. Y yo quisiera apuntar en estas líneas el aspecto positivo (y pudiera ser que hasta alegre y gozoso) que adquiere ésta última cuando, dando un paso más allá de sí misma, deja de ser simple decepción y se convierte en desengaño.

Mas comencemos por despojar a la esperanza, en cuanto tal, de cualquier resonancia cristiana. No hablaremos aquí de la esperanza como virtud, y menos como virtud teologal, que tiene por objeto a Dios y a su Reino, sino como estado de ánimo esencialmente ligado al futuro, en la medida en que supone siempre un trascender el momento presente para vivir con la vista puesta en lo que aún no es, anticipándolo o previéndolo, pero acaso principalmente anhelando que se conforme a nuestro deseo. La esperanza, pues, en tanto que estado de ánimo, es siempre un estado de expectación y de proyección al futuro; es, en definitiva, una expectativa, y aún mejor –como enseguida veremos–, una espera.

Por eso, aunque sin duda resultaría excesivo negar al animal toda previsión de futuro, al menos de un futuro inmediato, seguramente existen motivos para sospechar que su conocimiento de él queda limitado a la anticipación de un efecto que se seguirá o no de una causa ya dada y puesta, mas no un saber que exista el futuro como tal, es decir, un futuro, en ocasiones, absoluto y abstracto, esto es, desligado y exento de cualquier indicio dado en el presente, y que podría apuntar a lo que todavía no es o a lo que será capaz de provocarlo; o de un futuro, otras veces, que, aunque entrevisto –y hasta previsto– en el momento actual, en el que se procura, incluso, poner los medios capaces, tal vez, de propiciarlo, conlleva, sin embargo, una demora inevitable y más o menos pronunciada, pero muy lejos, en cualquier caso, de toda inmediatez. Mas si esto fuese así, entonces forzoso resultaría despojar al animal también de la esperanza, por lo menos de una esperanza remota y cuyo cumplimiento o no, en modo alguno habrá de resolverse de una forma inmediata; y si conviniésemos en designar a esta última (la inmediata) con el nombre de expectativa y a la primera (la remota) con el de espera, cabría sostener que el animal es un ser que vive a la expectativa, en tanto que sólo el hombre es un animal esperanzado, esto es, un animal de esperanzas (en sentido estricto), un animal que vive, pues, en y con esperanzas (y a veces –justo es reconocerlo– sólo de ellas): un ser, en suna, que vive a la espera.

El término «expectativa» se presta, en efecto, a ser interpretado como un estado de «alerta», de tensa expectación difícil de mantener durante un largo tiempo, aunque no más sea que por el alto grado de activación y excitación orgánica que comporta. Y, a su vez, «espera» refleja mejor esa expectación que se dilata en el tiempo, que no confía en una resolución inmediata de aquello de lo que es espera, y que, por tanto, en lugar de singularizarse por una actitud de alerta y tensión, lo hace por su carácter paciente y su asunción de la demora. El animal vive a la expectativa sólo por breves periodos de tiempo, y por motivos relacionados generalmente con necesidades biológicas o primarias, y raramente lo hace (si es cierto lo que decimos) a la espera. Por contra, el ser humano vive también a la expectativa (cuando forzosamente ha de hacerlo), mas lo hace, principalmente, a la espera. Vivir en un estado de permanente expectativa no es sino vivir en un estado de permanente ansiedad. Es lo que le sucede al individuo que padece un trastorno de ansiedad generalizada (los ataques de pánico suelen ser breves): vive no a la espera (de un bien o un mal, esperanzado o temeroso, en consecuencia), sino a la expectativa, esto es, en alerta constante.

Pero si la esperanza es primordialmente una espera, habría que añadir que es siempre la espera de un bien, o de lo que pensamos que es tal, es decir, de algo bueno, ya sea agradable, útil o placentero. En otro caso, es decir, cuando lo que se espera no es un bien, sino un mal, no hablaríamos, por supuesto, de esperanza, sino de temor; temor, desde luego, que puede suscitarse no únicamente por la previsión de algo malo, sino igualmente ante la duda de si nos será factible alcanzar el bien que queremos. Mas no decimos entonces que se espera algo, sino que se teme. Y tampoco hablamos de esperanza a no ser que existan ciertas probabilidades de lograr aquello que se desea. De otro modo nuestro anhelo no pasaría de ser un simple deseo: se puede, en efecto, desear ya no sólo lo improbable, sino también lo imposible, pero sólo se espera aquello que, además de posible, resulta, asimismo, probable.

«Basta pensar –escribe Descartes– que la adquisición de un bien o el apartarse de un mal es posible para verse movido a desearlo. Pero cuando se considera, además, que hay muchas o pocas probabilidades de conseguir lo que se desea, aquello que nos hace ver que hay muchas produce en nosotros la esperanza, y lo que nos hace ver que hay pocas provoca el temor […] Cuando la esperanza es muy grande, cambia de naturaleza y se llama seguridad o certidumbre, y, al contrario, el extremado temor se convierte en desesperación» [Las pasiones del alma, art. 58].

De la desesperación nos ocuparemos más adelante. Por el momento es suficiente con observar que, salvo por lo que se refiere al deseo, «el cual –dice Descartes– se dirige únicamente a las cosas posibles» [Las pasiones del alma, art. 166], reafirmándose, así, en lo insinuado en el texto anterior; deseo que, al contrario, entiendo yo, no conoce, es cierto, los límites de lo improbable, mas tampoco los de lo imposible (¿acaso, por poner un solo ejemplo, es incongruente hablar de un deseo de inmortalidad?); salvo en esa cuestión (digo), no parece haber mayor dificultad para mostrarse de acuerdo con el filósofo francés en la forma de concebir la esperanza, y también el temor (siquiera sea en uno de los aspectos o manifestaciones de éste). Espinosa, por su parte, la vincula más a la duda que a la probabilidad de alcanzar aquello que deseamos, aunque, de todos modos, tampoco hay ninguna contradicción en decir que la esperanza se alimenta de las dos: no tenemos la plena certeza de que se produzca lo que queremos (porque si la tuviéramos, nuestra espera no tendría otro sentido que el meramente temporal, y no consistiría más que en aguardar a que llegue el momento en que acontezca lo que sabemos que va a acontecer), pero, al mismo tiempo, por más que la esperanza sea inseparable de la duda, debe existir alguna probabilidad de que se dé lo que esperamos (porque si no, nuestra esperanza no sería más que un puro deseo). Lo que resulta más extraño es que, asociándola a la duda, Espinosa la entienda referida no sólo al futuro, sino también al pasado, sobre el que (me parece a mí) ninguna duda cabe:

«la esperanza no es sino una alegría inconstante, surgida de la imagen de una cosa futura o pasada, de cuya realización dudamos. El miedo, por el contrario, es una tristeza inconstante, surgida de la imagen de una cosa igualmente dudosa. Si de estos afectos se suprime la duda, de la esperanza resulta la seguridad, y del miedo, la desesperación, esto es, la alegría o la tristeza surgida de la imagen de una cosa que hemos temido o esperado. La grata sorpresa [gaudium], por su parte, es la alegría surgida de la imagen de una cosa pasada de cuya realización hemos dudado. Finalmente, la decepción [conscientiae morsus] es una tristeza opuesta a la grata sorpresa» [Ethica, III, 18, es. 2].

Concepciones similares pueden hallarse en los grandes nombres del empirismo (Locke o Hume). Así, como dice Hume:

«Según la probabilidad se torne hacia el bien o el mal, predominará en la composición la pasión de la alegría o de la tristeza. Y estas pasiones, al estar entremezcladas por medio de las perspectivas de la imaginación, producen por esta unión la pasión de la esperanza o la del miedo» [Disertación sobre las pasiones, sección I, 3].

Y aún añadirá, con profundo acierto, que cuando no se da una clara ventaja ni por parte de la esperanza ni por la del miedo, las pasiones resultantes son las más fuertes, puesto que es mayor la incertidumbre.

Concluyamos, pues, que la esperanza consiste, en efecto, en la espera, hasta cierto punto confiada, aunque no exenta de duda, de un bien que es posible y probable alcanzar. (Se puede, por supuesto, desear lo imposible, mas no esperarlo; y tampoco tiene demasiado sentido esperar aquello que presenta un alto grado de improbabilidad.) Y a medida que aumenta la duda o entendemos que disminuyen las probabilidades de alcanzar lo que se desea, o cuando lo que se espera es, precisamente, un mal, surge el temor. Pero entre esperanza y temor existe una relación mucho más estrecha de lo que pueda entreverse en lo que hasta aquí hemos dicho: porque sucede que toda esperanza nace siempre preñada del temor a no verse cumplida, y, al tiempo, en cualquiera de nuestros temores, sean grandes o pequeños, alienta y anida, siquiera tímidamente, la esperanza de que no lleguen a término nuestros malos presagios.

Mas si la esperanza es afecto consustancial a nuestro diario vivir; si estar vivo conlleva siempre de modo inevitable, y hasta involuntario, alguna esperanza, aunque no sea otra que la de continuar estándolo, es preciso no prestar demasiada credibilidad a quien dice haberla perdido por completo; pero debemos alejarnos también del extremo opuesto a éste: y es el de aquél que vive sólo de ella, lo que no es sino, a fuerza de retrasarlo, una forma de no vivir en absoluto.

«Así nosotros no vivimos nunca, sino esperamos vivir, y disponiéndonos siempre para ser dichosos, es inevitable que no lo seamos jamás» [Pascal, Pensamientos, 168].

Doloroso tiene que ser atisbar el final de nuestra existencia y comprender, cuando ya no hay remedio, que la vida se nos ha ido en vanas esperas y proyectos nunca llevados a término.

Quisquam, uiuere cum sciat, moratur?
«¿Quién, si sabe vivir, lo demora?» [Marcial, V, 20-14.]

No menos triste, sin embargo, resultaría una vida de la que hubiera desaparecido toda esperanza. Y si ello fuera posible, ¡pobre de quien nada espera o de quien nada tiene que esperar! Y por eso, tampoco debemos pedir que todas nuestras esperanzas se vean colmadas y todos nuestros deseos satisfechos, porque, como señalaba Séneca:

«hay que contar entre los placeres el que quede algo que esperar»
[De Ira, III, 31, 3.]

Y no hablo de grandes dádivas o beneficios, porque no esperarlos, antes es señal de lucidez que de desesperación.

*

Pero, ¿y la propia desesperación? ¿Será, como sugiere Descartes, un extremado temor, que nace de la constatación de las escasísimas o nulas probabilidades que tenemos de alcanzar lo que deseamos? ¿El miedo, como sostiene Espinosa, que, despojado de cualquier duda, se ha trocado en certeza ante una cosa temida?

«La desesperación es la tristeza surgida de la idea de una cosa futura o pasada, cuya causa de duda ha desaparecido» [Ethica, III, af. 15].

Pues sí, seguramente, en efecto, ésa es una de sus modalidades: aquélla que describe una situación en la que es un hecho constatado que ya no hay nada que esperar. Mas esto mismo, el que, desaparecida la duda, carezca de sentido la espera, indica (creo yo) que el objeto de la desesperación (como el de la propia esperanza) es siempre futuro: desesperamos al comprender que algo no va a poder ser conforme a nuestros deseos, y no tanto al constatar que no lo fue, porque la tristeza surgida de una cosa pasada, sobre la que, como es natural, ninguna duda existe, entiendo que, contrariamente a lo que sostiene Espinosa, tiene más que ver con la decepción que con la desesperación propiamente dicha. Como quiera que sea, es obvio que hablar de desesperación sólo tiene sentido en relación con una esperanza previa, que únicamente ha podido perderse si existía con anterioridad. Y por eso la desesperación no puede ir referida más que a una situación dada o a un hecho concreto. Entenderla, en cambio (y ésa es otra de sus modalidades), en términos absolutos, como ausencia completa de cualquier esperanza, a la manera de una suerte de componente estructural de la propia existencia, es un mero sinsentido; adecuado, tal vez, para la producción de literatura existencialista, pero algo inconsistente en sí mismo. No es que no se pueda vivir sin esperanza alguna, y, por tanto, desesperado: es que resulta imposible hacerlo, porque nadie vive sin esperar, siquiera, que las cosas cambien o continúen estando como están. Y cuando se dice, en efecto, que ya no existe ninguna esperanza (y así es, desde luego, en ocasiones), hay que especificar inmediatamente de qué: porque la desesperación (al igual que dicen de la conciencia) es siempre desesperación de algo. Y cualquier otro uso que se haga del término no es más que simplemente metafórico, para apuntar a un grado extremo de molestia, de tristeza o también de decepción. ¿Acaso no se advierte la paradoja que encierra el decir que alguien está desesperado porque no ya nada espera? Si en verdad nos fuese dado no esperar nada, jamás conoceríamos la desesperación, porque quien nada espera no puede estar desesperado, no puede, hablando en rigor, des-esperar, del mismo modo que no hay des-esperanza allí donde no ha habido una esperanza previa de la que nos hemos visto obligados a desprendernos. Y por eso es perfectamente posible una desesperación plena respecto a algo concreto, con una vida repleta de esperanzas respecto a otras cosas. Incluso ante la desesperación extrema provocada por el conocimiento de su fin inminente, puede el individuo ver alumbrarse la esperanza de dejar de penar.

Mas si es verdad (y yo no dudo que lo es) que sólo puede estar desesperado quien espera, entonces el camino más corto para huir de la desesperación consiste en alimentar el menor número posible de esperanzas, porque no es cierto que quien menos esperanzas tiene más desesperado está, sino al revés: menos. La des-esperación completa (en el supuesto de que tal cosa fuese factible) sería lo absolutamente opuesto a la desesperación tal como habitualmente es entendida. Téngase la completa seguridad de que cuanto más desesperado dice hallarse un individuo, tanto mayor es el número de cosas que espera. Conformémonos, pues, con ese puñado de goces cotidianos y, acaso por eso mismo, sorprendentes y maravillosos. (Eludo los ejemplos para huir de la cursilería y el melodrama.) La espera confiada en su renovación (a ser posible, siempre un día más), es esperanza suficiente con que apuntalar la vida, al tiempo que un procedimiento bastante seguro para mantenernos alejados de la desesperación.

Es ésta, asimismo, una forma de decepción; mas una decepción (así se la entiende) no sólo extrema, sino también continuada. Cada decepción, en cambio, es nueva y única, por más que sea provocada por lo mismo. Y, a diferencia de lo que sucede con la desesperación, cuyo motivo, como decíamos, seguramente se halla siempre en el futuro, el de la decepción se encuentra sólo en el pasado. Espinosa ha reparado en este matiz con pleno acierto:

«La decepción es la tristeza de una cosa pasada que sucedió contra lo esperado» [Ethica, III, af. 17],

y por eso resulta tanto más chocante que en la definición de la desesperación –que recogíamos antes– no deje a ésta limitada al futuro, haciendo del pasado (como entiendo yo que así es, en efecto) el alimento propio de la decepción. Porque podemos, sin duda, desesperar del futuro, y desesperarnos ante lo que no será, o no será conforme a lo que quisiéramos, pero únicamente nos decepciona lo que fue o no fue, o sucedió (como dice Espinosa) en contra de lo que esperábamos. Resulta, en cambio, completamente absurdo decir que nos sentimos decepcionados por lo que todavía no ha sido o por lo que no será. Y esto coloca a ambos afectos en una relación distinta con la esperanza misma: porque si la desesperación –como decíamos– presupone siempre una esperanza; si el estar desesperado indica, en el fondo, que, de algún modo, se continúa esperando, la decepción, al contrario, sólo se produce cuando nada hay ya que esperar, porque aquello que esperábamos o bien, irremediablemente, no ha sucedido (por lo menos no en esa ocasión dada) o bien ha tenido lugar contrariando nuestras expectativas. La genuina desesperación, que lo es siempre de algo futuro, si es desesperación lo es, precisamente, porque, en el fondo, aún no se ha abandonado plenamente toda esperanza, o si se quiere decir tal vez de forma más precisa, porque, aunque se sepa que ya es inútil cualquier espera, aun no se ha terminado por asumir plenamente que, en efecto, ya no hay nada que esperar. Vistas así las cosas, es la decepción afecto más despegado de la esperanza, y, seguramente por eso, también disposición anímica más lúcida y menos ingenua que la propia desesperación, porque sólo está desesperado quien, en último término, aún no ha dejado de esperar, y quien, de forma tan ciega como inocente, todavía no ha acabado por comprender que, independientemente de cuáles sean sus deseos, la realidad es, inevitablemente, de una forma determinada y quizá también definitiva. Por el contrario, la decepción se produce, precisamente, tras tomar conciencia de que la realidad es como es, y si no siempre tal conocimiento se ve acompañado por una aceptación resignada, es indudable, al menos, que conlleva el asumir que, al margen de lo que hubiéramos deseado, las cosas son como son, o han sido como han sido. Estar decepcionado significa, en definitiva, asumir (no digo aceptar) lo irremediable como irremediable. Y por eso, a diferencia, asimismo, de lo que pudiera llegar a suceder con la desesperación, no es nunca la decepción (no puede serlo) un estado anímico permanente, sino transitorio, por más que, si no continuo, pueda ser continuado, es decir, por mas que, periódicamente, podamos volver a ser decepcionados por lo mismo o por los mismos.

Como quiera que sea, resulta obvio, desde luego, que la decepción se halla íntimamente vinculada a la esperanza, y que ninguna decepción es posible más que allí donde existió una esperanza previa: sólo donde se dio una espera o una confianza (una duda, siquiera) puede brotar una decepción; únicamente quien ha esperado o confiado (o dudado, al menos) puede ser y sentirse decepcionado. La decepción, pues, nace siempre de una esperanza frustrada, pero al revés de lo que sucede con la desesperación (que no es más que una forma de inútil pataleo), supone, como aspecto esencial, no sólo comprender (como hace la desesperación), sino también asumir que ya no hay más que esperar (por lo menos en este momento y en esta situación dada). Quien está decepcionado, lo está porque la realidad ha puesto de manifiesto su verdadero rostro y él se ha atrevido a mirarla a la cara. Pero sólo está desesperado quien, paradójicamente, aún no ha perdido la esperanza de que acaso las cosas no sean como son.

Nos decepcionan las cosas o nos decepcionan los otros. La decepción es siempre causada por algo o por alguien. Su objeto es muy concreto. (El de la desesperación, como hemos dicho, en sentido estricto debería serlo igualmente, pero también es verdad que a veces, no digo que siempre, puede ser más vago y difuso, o siquiera ser interpretado como tal.) Nos decepciona, en definitiva, la realidad: el que algo no haya acontecido conforme a nuestras expectativas o el que alguien haya tenido un comportamiento distinto al que esperábamos. Mas no toda decepción nace de una esperanza frustrada: a veces lo hace también de una esperanza plenamente satisfecha, de una espera que, por fin, se ha realizado, pero cuyo resultado, llegada su consumación, se encuentra muy alejado de las que habían sido nuestras expectativas al respecto. Desde esta óptica, la decepción puede adoptar ahora la forma de hartazgo o hastío, de desencanto –si se quiere–, porque aquello que esperábamos carece del encanto y la magia que habíamos supuesto. Uno, en consecuencia, no sólo se decepciona por lo que no fue, o fue de manera distinta a lo esperado, sino igualmente por lo que ha sido como se deseaba que fuese, pero que, pese a ello, ha resultado insuficiente: lo hemos ansiado, y, ahora que lo tenemos, descubrimos que no merecía la pena tenerlo, que tanto anhelo y tanta espera, se ha resuelto, al fin, en nada o... quién sabe si en algo peor. Podría pensarse, sobre este particular, que también la desesperación puede manar de fuentes similares: uno –se dirá– puede desesperar no sólo por lo que no tiene, sino, asimismo, por aquello que, tras haberlo esperado, tiene al fin. Pero yo creo que en este caso, lo que en rigor ha sucedido una vez más es que la desesperanza consumada se ha resuelto en decepción. En cualquier caso, no es mal consejo aquel viejo dicho oriental, según el cual es preciso tener mucho cuidado con lo que se pide, no vaya a suceder que nos sea concedido.

*

Mas a la decepción, que no es, desde luego, sentimiento gozoso, sólo le resta ir un poco más allá de sí misma para, quizás, acabar siéndolo, o siquiera para tomar un aspecto enteramente positivo: lo hará cuando además de asumir lo irremediable como irremediable, lo acepte como tal, porque entonces la pesadumbre y la tristeza (¿qué duda cabe, en efecto, que la decepción es una forma de tristeza?) habrán dejado paso al puro conocimiento, y la decepción se habrá trocado en desengaño, esto es, en dejar de vivir en el engaño para comenzar a hacerlo des-engañado.

Ni la desesperación ni la decepción llegan a tanto. Porque si nuestras pesquisas son correctas, tenemos que en la primera, referida, en sentido estricto, al futuro, aun cuando se haya alcanzado la comprensión de que resulta vano esperar, y alcanzado, por tanto, el conocimiento de que es inútil confiar en que vayan a cumplirse nuestros anhelos, todavía no se ha llegado, sin embargo, a asumir el hecho como tal, y menos aún se ha acabado por aceptar el fracaso como fracaso, y por eso, como decíamos (y aunque pueda resultar paradójico), quien desespera es porque, en el fondo, no ha dejado de esperar, porque continúa, irracionalmente, esperando, y por eso la desesperación es, en este sentido, una forma de continuar engañado y engañándose. Y si la decepción, que lo es siempre de algo pasado, asume, no obstante, que las cosas no hayan sucedido conforme a lo que se esperaba, siendo, por ello, afecto más sereno y racional que la desesperación, no por fuerza conlleva, al mismo tiempo, la plena aceptación de la realidad, y es por eso, con frecuencia, una forma de tristeza que no resulta incompatible con el continuar esperando, incluso erróneamente, lo mismo en el futuro. Sólo el desengaño supone el comprender, asumir y aceptar, tanto en lo que fue como en lo porvenir, que las cosas son como son y serán como son; y sólo con él, en consecuencia, abandonamos definitivamente toda esperanza infundada y el resquemor que la frustración provoca, para arribar desde el engaño a la lucidez.

Mas la superación del engaño, nos coloca siempre por encima de la realidad que nos ha negado su gracia o por encima de quien ha sido para nosotros motivo de dolor, y nos presta la lucidez suficiente para no creer más en cantos de sirenas ni ser víctimas de los espejismos provocados por las vanas esperanzas que nosotros abrigamos o nos hacen abrigar:

«cuanto más nos esforzamos –escribe Espinosa– en vivir bajo la guía de la razón, más nos esforzamos en depender menos de la esperanza y librarnos del miedo, y en dominar, en cuanto podemos, a la fortuna, y en dirigir nuestras acciones con el consejo seguro de la razón» [Ethica, IV, 47, es.].

Y es que el des-engaño, digámoslo de una vez, no es únicamente una manifestación de lucidez, sino asimismo de sabiduría y racionalidad, y por eso (no ocultaré mi filiación espinosista a este respecto) a menudo resulta gozoso y placentero, y es, incluso, una forma de felicidad. Porque acaso no exista otra felicidad que la generada por la serena aceptación surgida del comprender que casi nada tiene la importancia que le atribuimos; que, como dice Marco Aurelio:

«Todo es efímero: el recuerdo y la cosa recordada» [IV, 35].

Y también, podríamos añadir nosotros, el deseo y lo que se desea; la esperanza y la cosa esperada:

«Todo es lo mismo» [IX, 14].

 

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