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El Catoblepas, número 57, noviembre 2006
  El Catoblepasnúmero 57 • noviembre 2006 • página 2
Rasguños

Sobre un futurible en forma de prólogo

Gustavo Bueno

Este rasguño ofrece algunas consideraciones sobre los efectos que la ausencia de Prólogo (como causa deficiente) pudo haber tenido en algunos críticos del libro Zapatero y el Pensamiento Alicia, Madrid 2006, y esboza algunas líneas que podrían haber figurado en este prólogo futurible

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Gustavo Bueno, Zapatero y el Pensamiento Alicia, Temas de Hoy, Madrid 2006, 357 páginasEl libro Zapatero y el Pensamiento Alicia. Un presidente en el País de las Maravillas apareció sin Prólogo del autor, no sólo en su primera edición (Madrid, octubre de 2006), sino tampoco en la segunda y tercera que hasta el día de la fecha ha publicado la editorial Temas de Hoy. El libro tiene, eso sí, una Introducción; pero una introducción no es un prólogo (aunque hay que reconocer que ambas instituciones literarias intercambian muchas veces su nombre, es decir, se confunden). Por nuestra parte entendemos que la Introducción a una obra tiene un papel similar al que corresponde a la Obertura en una Ópera: el papel de anunciar algunos motivos o presupuestos que más tarde recibirán desarrollo, el papel de establecer la tesitura del cuerpo de la obra, de algún modo, su programa o planteamiento. En suma, la Introducción, o la Obertura, se establecen en función del contenido mismo de la obra y, por decirlo así, se conciben «desde dentro de ella», esbozando sus coordenadas implícitas y específicas. Una Introducción o una Obertura son, en cierto modo, exposición de los autologismos del autor referidos a la obra que presenta al público. La Introducción tiene mucho de «Proemio», es decir, de reflexión objetiva proemial sobre la propia obra, en relación con otras alternativas posibles. Está situada, por tanto, en una plataforma diferente a aquella en la que la obra va a discurrir. Como sabemos por Píndaro, el Proemio era el cántico que precedía al concierto de los citaristas, a modo de preludio o de obertura.

Pero el Prólogo no es tanto un autologismo que el autor lleva a cabo en el momento de presentar su obra al público, sino un dialogismo que el autor ensaya con el público lector. En el Prólogo, el autor trata básicamente de delimitar las coordenadas en las cuales calcula pueden estar implantados sus virtuales lectores, a fin de situar, respecto de estas coordenadas genéricas o comunes, su propia obra. Según esto, un Prólogo es una reflexión dialogística mediante la cual el autor expone al lector, entre otras cosas, sus fines, expresados desde coordenadas genéricas. Por ejemplo, si el Prólogo es de los llamados «galeatos», veremos cómo el autor intenta defenderse de los ataques que espera recibir de algunos lectores o de todos; si se prefiere, procede a ponerse la venda antes de recibir la herida. En el Prólogo-antílogo (generalmente no escrito por el autor) el prologuista refuta algunas tesis contrarias al libro que prologa, casi siempre desde coordenadas diferentes a aquellas que asume el autor.

¿Y por qué esta obra sobre el Pensamiento Alicia de Zapatero (o, si se quiere, sobre el Pensamiento Zapatero) no lleva Prólogo? Como autor de la obra confieso que no sabría responder de modo preciso. Acaso porque lo juzgaba superfluo, dando por supuesto que los lectores podrían captar inmediatamente sus objetivos, atendiendo tan solo al título y al índice de la obra. Acaso porque juzgaba imposible escribir un Prólogo al lector cuando –según esperaba, y la esperanza se cumplió sobradamente– los lectores, al menos del prólogo y del índice, iban a ser de filiaciones muy heterogéneas. Acaso porque el autor creía saber que muchos lectores (no todos) iban a juzgar definitivamente el libro después de haber leído solamente el título (ni siquiera el índice, menos aún el texto); por lo que, en consecuencia, un Prólogo dirigido a estos lectores –tanto si estos lectores se decidieran a exponer su juicio en público, como si se decidieran a atenerse al «reflejo del muerto»– equivalía a arar en el mar, a predicar en el desierto.

Sin embargo, a la vista de las abundantes y heterogéneas reacciones publicadas que el libro ha suscitado en su primer mes de vida, me he preguntado sobre la influencia que la ausencia de un Prólogo explicativo de intenciones podría haber tenido en los comentarios al libro, e incluso en los comentarios al autor. Los comentarios al autor han sido por lo general violentos e insultantes contra su persona, y de ningún modo pueden considerarse comentarios al libro. En efecto, los autores de estos comentarios o bien no han leído el libro (y así lo confiesan algunos), o bien lo han hojeado (y así lo reconocen), pero no han emitido comentarios críticos (análisis, refutaciones) sobre los argumentos de la obra, sino que se han limitado (una vez «encapsulados» estos argumentos bajo la etiqueta «libro de Gustavo Bueno») a comentar la biografía del autor; naturalmente, una biografía inventada ad hoc, a medida de los «conjuros» que contra el libro parece quisieron lanzar a fin de evitar su difusión entre las filas de sus compañeros, amigos o camaradas («no vaya a ser que se entere la servidumbre»).

Ahora bien: las reacciones (críticas, comentarios, análisis) que este libro ha merecido hasta la fecha no se reducen, por supuesto, a la condición de críticas o comentarios al autor. Hay también críticas abundantes y comentarios a la obra. Y es preciso subrayar que estos comentarios a la obra (y no al autor) no sólo han sido también muy abundantes, sino en general muy favorables a sus planteamientos; muchos de ellos han profundizado en ellos mucho más de lo que el libro habría hecho (por ejemplo, me refiero al análisis de Marcelino Suárez Ardura, «Análisis de un pensamiento febril», El Catoblepas, nº 56:17, sobre las «perspectivas de izquierda» que cabe reconocer en el libro).

No quiero decir con esto que no puedan aparecer en lo sucesivo comentarios críticos demoledores de la obra, como los que sin duda esperan muchos que han visto con simpatía los «comentarios críticos demoledores del autor», confiando de buena fe que detrás de estas descalificaciones estarán actuando argumentos sólidos, que en su momento aparecerán. Pero lo cierto es que hasta la fecha los «intelectuales orgánicos» de la socialdemocracia que detenta el Gobierno (por ejemplo, los intelectuales orgánicos que publican regularmente en El País) no han dicho esta boca es mía. Seguramente porque prefieren hacer el reflejo del muerto a tener que meterse en los berenjenales de la Alianza de las Civilizaciones (berenjenales en los que parece que el propio presidente Zapatero está consciente de haberse metido al lamentar los primeros resultados que al cabo de un año le ha presentado la comisión de veinte sabios del GAN que fue nombrada al efecto).

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Dejaré de lado, por el momento, la clasificación de las críticas, recién expuesta, en críticas al autor y críticas a la obra. Clasificación que sin embargo alcanza el mayor interés sociológico y político, dada la manera sorprendentemente dicotómica según la cual esta clasificación se manifiesta aplicada al caso: las críticas al autor no contienen prácticamente nada que pueda parecerse a una crítica positiva o negativa a la obra; las críticas a la obra no contienen prácticamente nada que pueda parecerse a una crítica positiva o negativa al autor. Y esta dicotomía dice mucho, sin duda, sobre la estructura de la sociedad española actual, sobre la relativamente abundante presencia en esta sociedad de individuos que están dispuestos a enfrentarse cuerpo a cuerpo con un autor que ven como un enemigo de sus posiciones («no es partidario») sin atender a lo que el autor está diciendo; disposición favorecida por la impunidad que les otorga la «libertad de expresión» de nuestra democracia, y la consideración de la «judicialización» como solución a los problemas que tal libertad pudiera suscitar: «Si un crítico de los que usted llama ‘crítico de autor’ ha insultado a su persona, puede usted ir a un Juzgado de guardia para demandar al crítico.»

Pero no se trata de esto. Muchas veces las críticas al autor no serán tipificadas por un juez como delitos o faltas, y si lo son, será tras una sentencia que no llegará hasta después de dos o tres años, y esto sin contar con la mínima seguridad jurídica respecto al sentido de la sentencia, que dependerá del juez de turno. Pero, ¿qué juez puede condenar el hecho mismo de la dicotomía de la que hablamos? ¿Qué juez puede dar una sentencia condenatoria contra un «crítico literario» que en lugar de la crítica a la obra hace crítica al autor, independientemente de que la crítica al autor sea o no tipificable en el Código Penal? La judicialización no puede por tanto considerarse como un mecanismo capaz de resolver el desajuste que se produce en nuestra «sociedad democrática». En nuestro caso, cuando la práctica de sustituir las críticas a una obra por las críticas a su autor está suficientemente arraigada, podemos asegurar que nos encontramos ante una «democracia ficción», porque en ella viven impunemente unos ciudadanos que se manifiestan dispuestos a no escuchar lo que dice otro ciudadano, pero sí están dispuestos a conjurar con insultos, más o menos graves, sus palabras, a fin de que ellas no vayan muy lejos «del cerco de sus dientes».

¿Dónde queda el diálogo democrático? En una parodia de diálogo, en un género de respuestas a argumentos dialécticos que tienen que ver mucho, como hemos dicho, con la práctica de los rituales del conjuro. Un ritual que no sólo tiene lugar entre los críticos del libro, sino también entre quienes responden, en el Parlamento, a las críticas de la oposición. También aquí la norma de los parlamentarios en el poder parece ser la de «encapsular» los argumentos de la oposición y tratar de explicar psicológicamente su origen y destino. En el libro sobre el Pensamiento Alicia se ofrecen varios ejemplos de este género de contraargumentación sofística, que es la expresión misma de la mala fe (páginas 352-357). Se puede concluir, por tanto, que los críticos al autor de mi obra no han leído estas páginas del libro, y si las han leído, no han querido entenderlas.

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Me atendré a una clasificación de las reacciones a mi libro que hasta la fecha he podido conocer más ajustada al objetivo general de este rasguño en cuanto «futurible en forma de Prólogo». La clasificación comienza también siendo binaria (aunque no es dicotómica) y agrupa las reacciones en tres rúbricas:

A. Las que demuestran que la obra puede ser entendida críticamente (es decir, clasificada, diagnosticada con precisión) sin necesidad de Prólogo.

B. Las que demuestran que no es necesario un Prólogo, pero ni siquiera la obra, para «clasificarla y diagnosticarla» burda e irresponsablemente como obra de un autor a quien se tiene ya «clasificado y diagnosticado» a la manera como el vasco del sermón diagnosticaba y clasificaba al predicador.

C. Los que participan de algún modo peculiar e interno de las características de los críticos A y B.

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Entre los comentarios críticos que tengo a mano y que sin duda habría que poner bajo la primera rúbrica citaré, a título de prueba de existencia, orientada a demostrar –ante un numeroso conjunto de ciudadanos que «no quiere saber nada» porque se atiene, a lo sumo, al resonido de los críticos B– que ésta rúbrica A no es la clase vacía, las siguientes, a sabiendas de que quedan otra por citar.

Abriendo camino, la información que apareció en La Razón en los días en los cuales el libro se presentaba en Madrid. Asimismo la columna de Francisco Umbral en El Mundo («Zapatero y Alicia») del día 25 de octubre pasado, y el comentario de Miquel Porta en ABC del día 28 de octubre («La blancura de la estupidez»). También el comentario de Carmelo López-Arias en El Semanal Digital («El ‘pensamiento Alicia’ de Zapatero, desmenuzado por un filósofo»), o la crítica de Justino Sinova en el semanario El Cultural («Zapatero y el pensamiento Alicia»). Por supuesto, los amplios análisis en El Catoblepas de octubre de Antonio Sánchez («Zapatero en el País de las Maravillas»), Felipe Giménez («El presidente Zapatero, fiel exponente del Pensamiento Alicia») y Marcelino Suárez Ardura («Análisis de un pensamiento febril»). Así también los amplios comentarios publicados en La Nueva España debidos a Javier Neira y a Silverio Sánchez Corredera («El pensamiento Alicia»); o el comentario de Santiago Abascal en Libertad Digital («Zapatero, el Simple»), o el análisis preciso y sobrio que Tomás García («Al presentarse en Oviedo...») ofreció con motivo de la presentación del libro en el Club de Prensa Asturiana, de La Nueva España (por cierto, abarrotado de público, entre el que se encontraba una profesora de latín, vieja amiga, que tras confesar que no había leído todavía el libro tenía ya formada su opinión sobre él; opinión que intentó exponer y no en forma problemática, sino dogmática, apoyada por un burócrata de los rituales de conferencias que daba más importancia a la formalidad del «derecho democrático a hablar en su turno» que a los requisitos materiales que todo hablante ha de cumplir, en este caso, el requisito de haber leído el libro).

Todos estos comentarios, análisis y críticas, junto con otros no publicados pero que han llegado en forma epistolar, procedentes de personas tan diversas, constituyen la mejor demostración de un hecho objetivo (es decir, no de un mero deseo subjetivo del autor): que el libro es plenamente inteligible, y sin necesidad de Prólogo. Y estas críticas destruyen también la idea, tan arraigada, de quienes niegan o dudan de la existencia en España de personas capaces de mantener un diálogo filosófico al nivel de aquel en el que se mantiene la argumentación del libro de referencia.

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Sin embargo el análisis de las críticas y comentarios que hemos clasificado en la rúbrica B demuestra que no es necesario el Prólogo, y a veces ni siquiera el libro, para que muchas personas se formen un juicio indirecto sobre él, a través de una crítica al autor. Y este análisis tienen mucho más interés general, incluso, desde el punto de vista sociológico y político, que el análisis de las críticas o comentarios que hemos reseñado bajo la rúbrica A.

En efecto, el análisis de los críticos y comentaristas del grupo B es, en cierto modo, independiente de la obra que se supone comentada o criticada por ellos. En consecuencia, los críticos y comentaristas incluidos en esta rúbrica B tienen un significado político y sociológico mucho más general, porque se refieren a cualquier libro, y no sólo al presente, y constituyen un síntoma muy significativo para medir el estado de nuestra sociedad dialogante, siempre que demos por supuesto, sobre fundamentos no gratuitos, que éste género de críticas sirven de pauta para formar su juicio sobre la obra argumentada a miles de ciudadanos que no sólo están capacitados para votar en las elecciones parlamentarias, sino también para formar juicios que pretenden ser «respetados» por el mero hecho de haber salido de las bocas de tales ciudadanos, dotados del derecho de voto democrático. A este género de ciudadanos, en su mayoría ágrafos o en todo caso no lectores de libros, van sin duda dirigidas las críticas y comentarios al autor, que hemos clasificado en el grupo B. Que son el equivalente, en el mundo de la letra escrita, de la institución del abucheo o sabotaje dell conferenciante por parte de quienes no quieren siquiera oír ni dejar oír la exposición de sus argumentos. La diferencia es esta: que el abucheo o el sabotaje a un conferenciante (por parte de un público muchas veces compuesto por estudiantes universitarios, por artistas o por «creadores») suele ser percibido como una anomalía, de la que dan cumplida noticia los telediarios; pero el abucheo o sabotaje contra una obra, representado por los críticos y comentaristas que insultan a su autor, no se percibe como anomalía. Incluso estas críticas y comentarios, como quiera que aparecen impresos en la prensa al lado de las críticas y comentarios a la obra, suelen confundirse con éstos por parte de un numeroso sector del público indocto, del vulgo a quien le da lo mismo ocho que ochenta.

Los propios directores de los periódicos confunden muchas veces la crítica a una obra y la crítica al autor, aún cuando ésta sea insultante, y admiten unas y otras en sus secciones de opinión (tribunas, cartas al director, &c.) amparados en la idea de la libertad de expresión y de la tolerancia.

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La rúbrica B engloba, como decimos, a las críticas al autor del libro; por tanto a críticos que suelen confundirse con críticos a la obra, confusión que padece, como acabamos de decir, no sólo un gran sector del público, sino también algunos directores de periódico o de programas de radio o de televisión. Pero las críticas y comentarios incluidos dentro de esta rúbrica B son también muy heterogéneos. Distinguiremos dos grupos:

(1) El constituido por aquellos críticos o comentaristas que, sin necesidad de leer ningún prólogo, ni tampoco el libro, juzgan favorablemente a la obra basándose en algunas referencias de prensa o de televisión; y a veces, en nuestro caso, a la lectura de un artículo de El Catoblepas, publicado en octubre de 2005, en el que se introducía el concepto de «Pensamiento Alicia» (artículo que constituye el núcleo del capítulo primero del libro de referencia). Un artículo que tuvo una gran resonancia sobre todo en los espacios de internet (el buscador Google, por ejemplo, ofrece un año después cientos de referencias al sintagma «Pensamiento Alicia»).

(2) El constituido por aquellas críticas o comentarios que, sin necesidad de leer el prólogo o el libro, lo han juzgado de modo adverso, descalificándolo a priori, una vez encapsulados sus contenidos como obra del autor contra el cual terminan dirigiendo sus críticas.

Estas críticas al autor pueden disponerse, según los grados de agresividad, en una serie muy rica que se extiende desde los grados más suaves y corteses (por su forma) –sin perjuicio de transportar en ellas la ponzoña más venenosa– hasta los grados más groseros y soeces.

No es mi propósito, en modo alguno, responder aquí a quienes han atacado a mi persona sin haber leído el libro, o a quienes habiéndole acaso hojeado, apresuradamente y a distancia, como un libro más «de opinión», es decir, sin advertir que tienen en sus manos un libro de teoría filosófica, susceptible sin duda de ser analizado críticamente, pero no de ser encapsulado como si lo significativo de él fuese ser obra de un autor a quien se le juzga adversamente por otros motivos. Incluso muchos pensarán que es por mi parte excesivo el detenerme en estos críticos e incluso en dar sus nombres: Aquila non capit muscas. Sin embargo, si me ha parecido conveniente y aún necesario detenerme nominatim en el análisis de estos críticos B, no es a título de respuesta a sus críticas (sería por mi parte excesivo subjetivismo) sino porque considero a estos críticos como representantes de una extendida dolencia en nuestra sociedad; dolencia agravada por una suerte de intoxicación psicologista que padece esta sociedad, una intoxicación que impide, a quienes están contagiados, penetrar en la argumentación de una obra dada que juzgan peligrosa o contraria a sus principios, porque los prejuicios sobre el autor y el interés les llevará a inventar una biografía adecuada a su propósito, que creerán suficiente para desviar cualquier tipo de curiosidad sobre los argumentos y temas que este autor mueve en su libro.

Mi perspectiva ante estos críticos es parecida más bien a la de un naturalista que observa en una población vegetal o animal la presencia de una serie graduada de tumores malignos y que trata, ante todo, de analizar. Ni siquiera se ocupa de extirparlos, es decir, de responder o triturar sus contenidos, sino simplemente de constatarlos, llegando a veces incluso a interesarse por ellos, a la manera como se interesa el biólogo por un «bello tumor» que representa una mutación en la evolución de la población analizada.

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El primer tumor al que me referiré, de apariencia benigna (por la forma cortés de su prosa), y acaso también benigno por su intención, es el comentario que Pedro de Silva escribió sobre mi libro en su billete del 25 de octubre en La Nueva España («Caperucita, y roja»), y en otros periódicos de esa cadena. Pedro de Silva fue presidente del gobierno socialista del Principado de Asturias; con él he mantenido durante años relaciones de amistad, incluso he escrito un Prólogo a un libro suyo, y él mismo ha presentado algún libro mío. Actualmente parece dedicado a actividades de escritor de novelas de gran contenido filosófico, y no parece que esté implicado en la vida política activa, lo que no significa que haya cambiado su ideología socialdemócrata. Aunque muy distante y escéptico, parece, de la política de Zapatero, mantiene su «lealtad ideológica» con sus compañeros de partido político y sus recelos ante los adversarios ideológicos y políticos. Todo esto es «lógico y natural».

Lo que ya no es tan lógico y natural, dada su indudable inteligencia, es que Pedro de Silva, tras haber hojeado el libro, sin duda, me haya atribuido unas intenciones de signo literalmente opuesto a las que inspiraron la obra. Pedro de Silva supone, en efecto, que yo estoy pidiendo «consistencia filosófica» a la política de Zapatero. Y, subiéndose a la plataforma de un déspota ilustrado, dice que «el relato político debe ser sencillo, y hasta simple, como un cuento para niños». En consecuencia termina concluyendo que mi libro rinde un homenaje no menor a Zapatero cuando califica su relato como «pensamiento Alicia», porque –añade por su cuenta– «de los cuentos para niños, tal vez el de Alicia sea el más sagaz y seductor.» E inmediatamente pasa a decirnos que, sin embargo, el Pensamiento Alicia no es más común en política, puesto que la primacía se la lleva lo que él llama (pero sin definirlo) el «pensamiento Pinocho» (acaso alusión a Aznar, «el mentiroso», por lo de las armas de destrucción masiva) o lo que llama «pensamiento Capitán Trueno, en lucha sin tregua contra el infiel», o el «Pensamiento Donald (Duck o Rumsfeld)» y termina proponiendo un diagnóstico distinto del mío cuanto al Pensamiento Zapatero: «Sería mejor hablar de Pensamiento Caperucita, incluido su final: ser comido por el lobo…»

Ahora bien, es evidente que Pedro de Silva no se ha enterado, seguramente por sus prejuicios ideológicos y por el apresuramiento de su lectura, del planteamiento de mi libro. Que no es un libro que se proponga analizar críticamente la política real (la política día a día, o de medio o corto plazo, de Zapatero y de su gobierno); por tanto, no es un libro que se interesa por los problemas que Zapatero pueda tener ante un posible lobo feroz. Lo que mi libro ha pretendido no es analizar críticamente la Realpolitik de Zapatero y de su gobierno, sino su filosofía política, antropológica, histórica, religiosa… y sólo se ocupa de algunas cuestiones de política real –como la Ley de matrimonios homosexuales, o el Proyecto de ley de reconocimiento de los simios como personas– en la medida en que ellas pueden considerarse como aplicaciones directas de su filosofía, teniendo en cuenta que muchas decisiones de las políticas reales del gobierno de Zapatero no tienen que ver con su filosofía, cuyo simplismo las convierte en inaplicables. ¿Cómo aplicar a la política efectiva el proyecto de la «Alianza de las Civilizaciones»? Este proyecto sublime sólo puede dar lugar a un parto de los montes, como parece ser que el propio Zapatero está reconociendo al cabo de un año de trabajo del autodenominado Grupo de Alto Nivel, aunque, en su empecinamiento, le echa la culpa al Grupo, y no al proyecto que él le propuso. (Según fuentes de la Moncloa, de las que nos informa El Mundo del 12 de noviembre de 2006, el propio presidente Zapatero ha considerado «gaseoso» el informe de este grupo de expertos; por cierto la calificación de «gaseoso» recuerda muy de cerca la calificación que, en nuestro libro, damos al proyecto de la Alianza de las Civilizaciones, como puro humo, dotado sin embargo de gran fuerza expansiva.)

Pero al proponernos analizar la filosofía de Zapatero no estamos proponiéndonos, como parece sugerir Pedro de Silva, «pedir a la política consistencia filosófica». En el libro me he limitado a constatar que Zapatero y su gobierno tienen una filosofía formalmente consistente y sistemática, como de un modo u otro la tienen todos los ciudadanos que no sean débiles mentales o analfabetos. Y, sobre todo, como la tiene un ciudadano que ha llegado a alcanzar la condición de Presidente del Consejo de Ministros, y que por tanto ha de tener opiniones sobre la guerra y sobre la paz, sobre la riqueza y sobre la pobreza, sobre la historia y la memoria histórica, sobre la religión y el laicismo, sobre la economía, sobre la cultura, sobre la humanidad… Y quien, por oficio, necesita tener opiniones sobre asuntos tan heterogéneos tiene que ser necesariamente un filósofo. Y Zapatero lo es, sin duda, como también lo es Pedro de Silva, o Kofi Annan, o Mayor Zaragoza, o un secretario local de la UGT o de Comisiones Obreras.

Ahora bien: que «todo el mundo» sea filósofo no quiere decir que la filosofía que tiene todo el mundo (y que es reconocida como tal, como constatamos ante la frecuencia de frases tales como «filosofía de la Selección nacional de Fútbol» o «filosofía de la Organización Nacional de Ciegos») sea siempre «presentable». Todo el mundo es filósofo, pero unos con una filosofía rudimentaria, embrionaria, ingenua y deleznable, y otros con una filosofía menos ingenua, menos rudimentaria y no tan deleznable. De la misma manera que todo el mundo es músico, pero la música de unos es embrionaria, ingenua y deleznable, y la de otros es menos primeriza, menos vulgar y menos deleznable.

Mi propósito fue determinar cuál era la filosofía de Zapatero. Y me encontré con la sorpresa de que esta filosofía estaba ya muy elaborada en sus formulaciones, y tenía que ver con la filosofía del Ideal de la Humanidad de Julián Sanz del Río, que también consideramos como una filosofía simplista y deleznable, aunque muy extendida entre las sociedades laicas de nuestros días. Lo que Pedro de Silva debía impugnar en mi libro, si quería hacer crítica interna, es su tesis sobre la existencia de una filosofía delimitable (denominada Pensamiento Alicia) asumida por Zapatero y su gobierno, y no mi supuesta pretensión o exigencia de que Zapatero y su gobierno «debieran asumir una filosofía consistente». Porque yo no he formulado semejante tesis, y su impugnación no puede considerarse como dirigida contra mi libro, sino contra un fantasma inventado por Pedro de Silva.

¿Y por qué denominar a esta filosofía, tal como es delimitada, como Pensamiento Alicia? Podría haber acudido a fórmulas académicas (krausismo, panenteísmo, idealismo histórico, voluntarismo, &c.) pero esto equivaldría a elevar de rango a una filosofía extendida entre muchos sectores sociales que no habían estudiado a Krause o a Sanz del Río (probablemente tampoco Zapatero los ha leído: harto tenía con leer a María Zambrano). Por ello busqué una denominación tomada del «nivel mental» que corresponde a quienes se alimentan de esa filosofía, y lo encontré en la Alicia de Lewis Carroll. Por esto el sintagma «Pensamiento Alicia» es tan sólo una denominación icónica e irónica de una filosofía sistemática muy definida, presente ya en las obras de Krause –un «dios menor» del idealismo alemán– en agudo contraste con la potencia de la filosofía de Hegel, su compañero de universidad.

Por ello resulta una trivialización desafortunada el presentar supuestas alternativas al Pensamiento Alicia, de carácter puramente literario, tales como Pensamiento Donald o Pensamiento Pinocho; denominaciones que se fijan en rasgos particulares de algún político concreto al que por mentir le crece la nariz, sin que por ello este rasgo implique una filosofía (¿o es que acaso Zapatero no miente o disimula constantemente?).

No entro en la opinión, propia de un déspota ilustrado, al menos por vocación, me parece, que considera que el «relato político» (si por relato político se entiende, al modo postmoderno, a los «grandes relatos» de los políticos) debe ser simple (¿simplista como el de Alicia?), como un cuento para niños. Pero los ciudadanos-niños de nuestras democracias tienen licencia para opinar filosóficamente sobre cualquier asunto; y entonces es necesario plantarles cara, diciéndoles, entre otras cosas, que antes de opinar deben estudiar, que antes de opinar ingenuamente deben admitir que las cosas son mucho más complejas de lo que su simplismo les hace ver.

En resolución, el comentario crítico de Pedro de Silva, amable por su forma, resbala por completo sobre los contenidos del libro que comenta y se limita a exponer sin más una alternativa «ilustrada» en defensa del Pensamiento Alicia, como propio para los ciudadanos-niños, sin analizar los argumentos que precisamente se enfrentan con este tipo de pensamiento. De su crítica se desprende una banalización de los objetivos del libro (delimitar un sistema de pensamiento filosófico en marcha) sin ofrecer ninguna razón, sino opiniones gratuitas o frívolas, según se mire.

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El segundo tumor que analizaré aquí tiene ya los caracteres de un tumor maligno, en estado de formación, si atendemos a los dispositivos agresivos que presenta. Se diría que estamos con este tumor ante un ataque de urgencia contra el autor y no contra la obra, que todavía no ha tenido tiempo de leer. Son argumentos destinados a conjurar de inmediato la propagación de la obra, que proceden de relevantes individuos del aparato de la Federación Socialista de Asturias (individuos que –como Fernando Lastra y José Manuel Sariego– fueron además antiguos alumnos míos, con los cuales me he llevado bien durante años). El núcleo de su crítica consistió en sugerir que el autor del libro –al que ellos dicen han conocido en la plenitud de sus manifestaciones– habría experimentado una «deriva» hacia la «filosofía rosa». No especifican las causas de esta «deriva», pero muchos lectores han pensado en motivos tales como la senilidad o los intereses personales del autor. Esta crítica al autor y no al libro ya puede considerarse como una primera supuración de un tumor maligno; y la primera supuración es la denominación de estos críticos del libro como «filosofía rosa», expresión que no definen (se supone que quieren aludir a la filosofía que se utiliza en los programas rosa de televisión, o de las revistas así llamadas). Pero, eso sí, contraponen la supuesta filosofía académica que el autor habría profesado en la plenitud de sus facultades y la deriva hacia una filosofía menor en su vejez. Con ello su crítica está prejuzgando que el libro Zapatero y el Pensamiento Alicia, que no han leído (que no tuvieron tiempo ni posibilidad de leer cuando emitieron su crítica), no es un libro de filosofía genuina, sino degenerada; y con ello dan por encapsulados sus contenidos, tratando de conjurar los peligros que la lectura de este libro podría implicar para su Partido, y dan por terminada la cuestión. Pero este proceder encierra una gran dosis de mala fe. Si los autores se hubieran enfrentado con los capítulos del libro, hubieran constatado que su filosofía es tan «roja» –y no «rosa»– como podría serlo la filosofía del autor veinte o treinta años antes.

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Me referiré a otro tumor, este ya en estado de putrefacción maloliente y purulenta, como lo es el comentario crítico del periodista Faustino F. Álvarez, publicado en La Voz de Asturias de 5 de noviembre de 2006 («Gustavo Bueno y 'Garrafundia'»).

Difícilmente puede encontrarse un ejemplo tan puro, tan «bello» en cuanto tumor, de conducta miserable, y una exposición tan ingenua del inconsciente enfermo y resentido de un periodista que nos ofrece gratuitamente su propio psicoanálisis proyectivo sin darse cuenta de ello. Y quiero subrayar que mi juicio condenatorio contra el tumor representado por Faustino F. Álvarez, no tiene que ver con el juicio que pueda merecerme como escritor y periodista, comenzando por su libro, escrito en su etapa franquista, Agonía y muerte de Francisco Franco (Ediciones Naranco, Oviedo, diciembre de 1975, 194 págs.), prologado por Luis María Ansón, que es un libro sobrio desde el punto de vista emic, un «acta» de los últimos días del Caudillo. No me refiero aquí, por tanto, a Faustino F. Álvarez como periodista, a lo sumo me limito a reproducir un curioso comentario de Francisco Rodríguez, el presidente de la multinacional láctea Reny Picot, escrito para ser leído en el acto de concesión del Premio Asturias de Periodismo 1999, pero que no llegó a leerse porque la organización hizo saber al autor «que no resultaba conveniente su intervención en el acto». Decía en efecto Francisco Rodríguez:

«Faustino F. Álvarez es un escritor suelto de pluma, al que a la hora de poner adjetivos, la prosa se le encampana, sube hasta las nubes y por fin se convierte en diluvio… Faustino Álvarez es uno de esos escritores temperamentales que manejan los fragmentos de la historia con más talante lírico que prurito científico; con más afán de sentar «su verdad moral» que por hacer prevalecer la verdad objetiva.» (El discurso escrito pero no pronunciado por Francisco Rodríguez aparece publicado por su autor en su libro Desde un tren de mercancías, Planeta, 2000, páginas 478-480.)

Faustino F. Álvarez dice que ha leído el libro «un poco a saltos» y que ha encontrado en él un «espejo de las fobias que el analista transfiere teatralmente al analizado». Pero con esto el crítico viene a confesar paladinamente que ha hecho una lectura psicológica del libro, advirtiendo en él fobias transferidas teatralmente, y no argumentos. Estamos ante un diagnóstico hueco e insidioso. ¿Qué quiere decir que hay «una transferencia teatral»? Da la impresión que el crítico ha interpretado una argumentación filosófica (que ha leído a saltos, es decir, que no ha leído, ni se ha enterado) como un montaje teatral. Pero si esto es lo que vió en el libro, ¿por qué no se esforzó en ocupar las restantes líneas de su artículo en demostrarlo? Sencillamente porque estas líneas estaban ocupadas por una crítica al autor, que se resuelve en insultos, ironías vulgares e intentos de desprestigiar al autor, gratuitamente, en un libelo escrito por un habitual comentarista de formas generalmente melifluas, y sobre contenidos no muy alejados de los tópicos vigentes. De un individuo que vive en una cofradía vernácula de la que se realimenta, cofradía muy vinculada, por cierto, a través de su director, Graciano García, a la Fundación Príncipe de Asturias. Lo más curioso es que también Graciano García, como Faustino F. Álvarez, fueron siempre tenidos por mí como amigos, y el propio Faustino alude en su artículo a «una vieja cordialidad», sin darse cuenta que con esta alusión la está traicionando con su desenfrenada crítica al autor. Sólo puedo explicar esta traición por algo así como la presión que sobre Faustino F. Álvarez ha ejercido su grupo vernáculo, enfrentándose al «salón abarrotado de público» del Club de Prensa Asturiana el día de la presentación del libro en Oviedo, y con el trato que La Nueva España dio a este acto (con amplia fotografía en color en la primera página y abundante información interior).

Porque el comentario de Faustino F. Álvarez parece que está estimulado directamente por este acto. ¿Y por qué? Probablemente Faustino F. Álvarez habría ido incubando durante años una animadversión hacia mi persona y hacia mi entorno, que le habría llevado a subestimar mis obras y, después de haberme hecho entrevistas elogiosas, llegó a considerarme como perro muerto. La representación de una sala abarrotada de público y la presentación del acto en primera página en el diario más importante de Asturias, en el que él había trabajado años antes, debió de parecerle insoportable injusticia, una especie de ataque a su sentimiento de territorialidad –él, que jamás habría logrado llenar una sala de público–, cuando además, por sus escritos, a lo largo de varios años, también debía ser considerado como filósofo, con más méritos que nadie. ¿No había él opinado durante años sobre la paz, sobre la cultura, sobre la felicidad, sobre la ciencia y el arte? ¿Qué podría encontrar él en mis libros sobre la paz, sobre la felicidad, sobre la cultura... algo sobre lo que no tuviera él su propia opinión? Sin duda Faustino F. Álvarez estaba hinchado de odio hacia una persona que, venido del exterior («aunque con pleno derecho») había sido reconocido entre los ovetenses, que acudían en masa a sus conferencias y le han reconocido como «hijo adoptivo». ¿Cómo conjurar este hecho inadmisible por el ex-seminarista Faustino? Apresurándose a comparar la celebridad del autor con celebridades ovetenses como pudieran serlo Antón de la Madre, Manolín el Pinzu o Josefa la Torera, es decir, no queriendo reconocer los específicos contenidos de la obra y equiparando gratuitamente al autor con otras personas que nada tienen que ver con la suya. La mala fe del gacetillero se manifiesta aquí en carne viva.

Faustino F. Álvarez arremete también contra el «alcalde-ingeniero, perito en debilidades humanas ajenas de tan desgarradamente asomarse a las propias», que «facilitó a don Gustavo un edificio de rango ateniense, negándoselo a los desfavorecidos de la ciudad». ¿Qué tiene que ver todo esto con los argumentos del libro, que él presenta como «última hazaña que bien hubiera podido editar el sector lírico y financiero de la FAES»? Faustino F. Álvarez parece que no quiere dar crédito a que el libro no lo ha editado la FAES, sino Temas de Hoy, del Grupo Planeta. Y aunque lo hubiera editado la FAES, ¿por qué habría que poner entre paréntesis sus argumentos?

Faustino F. Álvarez dirige sus secreciones purulentas contra «el descendiente, al que armó caballero». Pero si alguien arma caballero a otro es porque el autor lo puede armar. Más adelante dice que «su célebre escuela filosófica cabe en el mismo coche que ignominiosamente le incendiaron unos fascistas». Es una asociación delirante y ad hoc, propia del gacetillero, que ignora además si fueron fascistas o guerrilleros de Cristo Rey quienes quemaron mi Land Rover, ¿a cuenta de qué trae Faustino F. Álvarez ahora este recuerdo con ocasión de la crítica a un libro? Es como si yo ahora recordase a Faustino F. Álvarez la ocasión en la que, como director de La Voz de Asturias, y acompañando a una delegación oficial del Principado de Asturias, fue detenido en La Habana por la policía cubana acusado de corrupción de menores (acusación en la que aquí yo no entro), en compañía de un Consejero en ejercicio del Gobierno asturiano, y expulsados de Cuba con el escándalo correspondiente.

Faustino F. Álvarez, en su insignificancia, no deja de ser un tumor para la ciudad de Oviedo y para España. Acostumbrado a lo largo de los años a hacer ejercicios de redacción sobre asuntos de política municipal o nacional, sobre premios Nóbel conforme van saliendo al paso, sobre cine o teatro, ha tenido que ir formándose sobre la marcha opiniones sobre la verdad y sobre las apariencias, sobre la felicidad y sobre el dolor, sobre la derecha y sobre la izquierda, sobre la cultura y la educación, sobre la paz y la guerra, sobre la ciencia y el arte. No ha tenido tiempo de leer los libros clásicos, no ha tenido tiempo de visitar laboratorios, lo sabe todo de oídas o de lectura de solapas. Es también un filósofo, como el propio presidente Zapatero. ¿Pero no se da cuenta Faustino F. Álvarez, al publicar estas críticas al autor, que lo conoce hace muchos años, y que ha leído muchos de sus artículos y oído muchas de sus intervenciones en la radio, que está descubriendo sus vergüenzas ante él? ¿Olvida que yo conozco los puntos que él calza? Yo sé que no resistiría una conversación frente a frente y ante el público sobre cualquiera de los asuntos que en el libro trato, a pesar de que él ha emitido opiniones tópicas sobre estos asuntos: sobre la solidaridad, sobre el humanismo, sobre la paz, sobre el franquismo (que él conoce muy bien), sobre la cultura, sobre la felicidad...

¿Qué podría argumentar este pobre diablo insolente sobre cualquiera de las tesis que figuran en el libro que él dice comentar? Nada, y por eso su táctica consiste en arrojar sus vómitos verdes de odio, envidia y resentimiento sobre un libro, tratando de satisfacer además a los amigos de su pequeño círculo vernáculo, de conjurar y detener nuestra obra (cuando dice que toda la escuela cabe en un coche, ¿está significando que no ha consultado siquiera El Catoblepas, o los diccionarios de filosofía internacionales, o las listas de tesis doctorales de diferentes universidades españolas, o es que quiere engañar a los indoctos?).

Faustino F. Álvarez es solamente un tumor maligno, sin cura posible, que además ha traicionado una vieja cordialidad, por el simple hecho de mencionarla en el momento mismo de estarla traicionando. Y si Faustino F. Álvarez merece una mención es porque es uno de tantos tumores de nuestra sociedad, llamada democrática, a quienes su posición de columnista o gacetillero le confieren una impunidad y envanecimiento totales para arrojar sus vómitos sobre personas cuya obra, que odia y desconoce, trata de desacreditar a toda costa.

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Con parecida sintomatología a la que hemos constatado en el tumor Faustino se nos presenta también otro tumor, de menos alcance, el tumor Ismael Almanza Riesco, que ya no es periodista habitual de algunas cadenas de prensa, aunque ha publicado algún ejercicio de redacción en Gara, pero sí profesor de filosofía en un Instituto de Pola de Siero. El «tumor Ismael» tampoco supura sobre el libro, sino sobre el autor. Comienza así su comentario: «Don Gustavo Bueno ha hecho de su nombre un pesebre. Periódicamente arroja en él algún alimento basura del que se va nutriendo…»; y termina su comentario: «Hay veces en que la senilidad no merece el mínimo respeto, más bien el contrario.» Pero sobre el libro y sus argumentos ni una sola palabra. Estamos ante un caso evidente de crítica destinada a conjurar, ante sus amigos y alumnos, el peligroso crecimiento de cualquier brote de interés por la obra objeto de la crítica. No conozco a Ismael Almanza, y por tanto no me aventuro en entrar en la consideración de las motivaciones de sus vómitos. Sospecho –a partir del título que antepone a su escrito: «Perversión en el país de Sophía»– que entre estos motivos figura también una cuestión de «territorialidad amenazada». Si habla del «país de Sophía» y ve en mi persona una perversión surgida en tal país, es porque se siente ciudadano de derecho del país de Sophía, y ve con alarma que otro individuo parezca estar pisando a sus anchas en él, con reconocimiento y aplauso de mucha más gente de la que cabe en el aula de su centro.

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En cualquier caso, la cantidad de tumores supurantes a los que me estoy refiriendo, aunque tengan más presencia mediática, no son seguramente mucho menores que la cantidad de tumores secos que proliferan en nuestra sociedad democrática. «Tumores secos» porque se cuidan bien de no supurar sobre aquel a quien perciben como enemigo, y se limitan a hacer ante él el «reflejo del muerto», y a tratar de conjurar el peligro mediante el silencio o el rechazo a entrar en polémica. Esta parece ser la estrategia hasta el momento de los «grandes intelectuales orgánicos» de Zapatero-Polanco. Una muestra muy clara de este tipo de tumores secos creí percibirla en la reacción que desplegó Pedro Calvo Hernando, tertuliano habitual de La mirada crítica, que dirige Vicente Vallés, en Tele 5, al finalizar la entrevista que el director de este informativo tuvo a bien hacerme en directo el 20 de octubre pasado. Lo que dijo Pedro Calvo Hernando, como expresión de una determinación enconada e irrevocable fue lo siguiente: «Pues yo no pienso leer este libro.» Justino Sinova, presente en la tertulia, le reconvino, y Juan Cruz, también presente, pero menos primario que Calvo, aún en su misma onda, se limitó a desmarcarse preguntándose que de dónde habría sacado yo la expresión Pensamiento Gonzalo, «¿acaso del nombre del camarero que acababa de ver en la cafetería?» Me sorprendió que Juan Cruz no supiera a qué se llama Pensamiento Gonzalo.

Los tumores secos constituyen también una patología grave de nuestra sociedad, ya sea democrática, ya sea aristocrática, porque demuestran cómo parte del tejido social se rodea de membranas impermeables a fin de cortar cualquier contacto con las corrientes que circulan en su entorno, y que perciben como amenazadoras u odiosas. Los tumores secos, como los supurantes, de los que hablamos, representan puntos de extinción en la red de la interacción entre sus núcleos. Una sociedad en la cual estos tumores incrementan su número en proporción significativa, o todavía más, logran sintonizar con las líneas del poder político vigente, corre el peligro de transformarse en una sociedad hormiguero, en la cual el pensamiento único habrá alcanzado su límite superior.

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En la tercera rúbrica (la que hemos titulado C) ponemos un tipo curioso e interesante de comentarios críticos que es, en cierto modo, intermedio entre los que hemos clasificado en A y en B, pero intermedio no porque estas críticas o comentarios contengan una yuxtaposición de los tipos A y B, porque en este caso la rúbrica C debería repartirse entre la A y la B, acumulándose a ellas, sino porque efectivamente el tipo C de críticas que contemplamos es a la vez crítica del autor y crítica de la obra, y precisamente en aquellos puntos en los cuales el autor y la obra comparten algunos componentes significativos que justificaría englobar conjuntamente como críticas a la totalidad al autor y a su obra. La crítica al autor se circunscribe ahora al autor en cuanto autor de la obra, y la crítica a la obra se circunscribirá a la crítica a la obra, a su género literario o artístico, en cuanto producto de un autor definido como cultivador de tal género.

En este caso, para abreviar, el género literario o artístico contra el cual se dirigen los críticos y comentaristas es la filosofía, tal como es entendida por el crítico. Ahora la obra será despreciada precisamente por sus componentes filosóficos, y el autor será también despreciado precisamente por su oficio de filósofo, por el modo de practicar ese oficio, y sólo incidentalmente por otros motivos de su biografía personal.

Tengo ante mi dos joyas críticas que ilustran muy bien el tipo C de comentarios críticos del que estoy hablando. La primera joya es una larga carta de un tal José Viñas García, titulada «¿Filósofo o filosofastro?», y que por su redacción y referencias parece haber sido escrita por un hombre sencillo, votante del PSOE, y que expone honradamente su opinión. Leyéndolo recuerdo aquella canción de la transición: «Habla, pueblo, habla.» La segunda joya es un alegato («Erga Gustavum Bonum») de un tal Juan Hernández, que al parecer pasó ya hace años por los llamados cursos comunes de una facultad de filosofía y letras y sabe algo o mucho de latín.

La crítica del primero puede condensarse muy bien en estas líneas: la filosofía debe intentar conseguir que lleve al pueblo del modo más sencillo las cosas que se discuten en la plaza pública, pero usted (con su filosofía, me acusa) hace lo contrario: complica las cosas más sencillas. Y así dice: «Sobre la Alianza de las Civilizaciones sabe mejor que nadie que es algo factible, pero prefiere rebajar su inteligencia para compararlo con Alicia en el País de las Maravillas».

Me parece evidente que esta voz ingenua del pueblo, que se expresa a través de José Viñas, primero, no ha leído mi argumentación sobre la Alianza de las Civilizaciones. ¿Cómo suponer, en caso contrario, «que yo se mejor que nadie que es algo factible»? Segundo, no se ha enterado de que yo no atribuyo ninguna utopía a Zapatero, y que precisamente defino el Pensamiento Alicia como la contrafigura del pensamiento utópico. Viñas debía, a lo sumo, haber impugnado esta distinción, pero no puede confundir los términos y atribuírsela al autor de la obra o a la obra misma.

Y tercero, tiene una idea de filosofía que se ajusta precisamente a la del Pensamiento Alicia, y simplemente le molesta que sea denominada de este modo (¿por qué, si no, supone que es rebajar la inteligencia pensar como Alicia?), y, desde luego, esta voz del pueblo, a la cual la democracia le ha dado –según cree él– legitimidad de opinión sobre la naturaleza de la filosofía, no se ha enterado de que precisamente el objetivo y método de mi libro no era otro sino el de complicar las cuestiones que el Pensamiento Alicia ofrece como simples, es decir, mostrar que las cosas son mucho más complicadas de lo que el pueblo sencillo puede llegar a creer.

La crítica del segundo (Juan Hernández) es también muy basta y vulgar. Feijoo observa, en la presentación del Teatro Crítico, que «hay vulgo que sabe latín». Es vulgar desde las posiciones, no ya de la socialdemocracia de Zapatero, a quien por cierto llama «pánfilo carabobo», sino más bien desde las posiciones próximas a la utopía anarquista. Su crítica podría dirigirse por tanto contra la filosofía de tradición platónica, que no habiendo logrado alcanzar la condición de ciencia, recae en tautologías y evidencias aldeanas, tales como «A es mayor que B, y B es mayor que C, luego A es mayor que C». Se ve que al autor le costó entender el principio del silogismo, al que tomaba como el culmen de la filosofía. Pero, ¿podría explicar el crítico qué tiene de tautología la Teoría del cierre categorial que él cita? La Teoría del cierre categorial es sin duda una teoría filosófica de las ciencias positivas; podrá recibir cualquier tipo de crítica, pero no la de tautología. Sin embargo éste latinista cree que sus críticas me alcanzan de lleno a mí, por haber seguido este camino sin salida, hasta llegar a la vejez:

«Tiene disculpa, hay que comprender que la filosofía no es una ciencia, sino una aproximación. Que el filósofo suele acabar atrapado en el ego de sus propios enunciados, encadenado al fondo de la caverna de Platón por los grilletes de las propias contradicciones. Y por eso no es de extrañar que el maestro esté perplejo al ver su ruina doctrinal mientras Pánfilo Carabobo trata de alcanzar una utopía, la Utopía, alguna utopía, para ponerla como referencia. Y sin consultarle… Y es que yo he estado en Utopía. Por eso comprendo mucho a Pánfilo y nada al viejo cascarrabias. Aunque utopía, del griego ‘ou’, no, y ‘topos’, lugar, se refiere a un lugar que no está en ningún lugar; la utopía real existe. Está en Benalup de Medinasidonia, antiguo Casas Viejas, Cádiz, en el solar en donde en 1934 [fue en 1933] las fuerzas de orden público mataron a tiros a Seisdedos y a otros libertarios que se habían atrincherado en un chozo para reivindicar su otra utopía anarquista. Hoy un chiflado ha montado allí un hotel museo, el Utopía, un miniparaíso de imaginación exquisita, buen gusto y art déco, que goza como telón de fondo del Parque de los Alcornocales. Vayan a Utopía hotel. Y el dinero del libro gástenlo en tortitas de camarones.»

Es evidente que Juan Hernández no quiere entretenerse en lo que la filosofía pueda significar, ni tampoco ha penetrado en la argumentación escolástica del libro, que sin duda aborrece, tanto como otros filólogos anarquistas que yo conozco. Pero con esto la crítica al libro sigue quedándose en blanco.

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¿Qué debería haber dicho en un prólogo galeato, calculado para alcanzar una potencia suficiente capaz de evitar muchas de las críticas frustradas al libro prologado? Críticas frustradas en la medida en que no van dirigidas contra los contenidos del libro, ni contra sus propósitos, sino contra contenidos o propósitos imaginados por el crítico.

Sin duda, lo primero que habría que haber expuesto en tal Prólogo debiera haber sido la declaración de sus intenciones o propósitos: delimitar el «sistema filosófico» implicado como cuestión de hecho en el pensamiento del presidente Zapatero y de su equipo y tratar de establecer sus afinidades con otros sistemas filosóficos del presente, así como sus antecedentes más próximos en la historia del socialismo. Antecedentes krausistas y masónicos –según nuestras averiguaciones– que no han de interpretarse como «fuentes bibliográficas» de Zapatero, que probablemente no haya leído siquiera El Ideal de la Humanidad de Julián Sanz de Río, como ya hemos dicho antes. Lectura que, por lo demás, no le hacía falta para impregnarse de una ideología que acompaña como una nebulosa a toda una tradición de la socialdemocracia española. En sus Conversaciones con Goethe, Eckermann cuenta que un día le preguntó al maestro: «¿Quién es hoy el mejor filósofo de Alemania?» Y Goethe, tras una pausa, respondió: «Sin duda, Kant; pero no es preciso que usted lo lea, porque sus ideas están ya disueltas por toda Alemania.»

En segundo lugar, habría que haber precisado qué propósitos no habían inspirado el libro. Y acaso esta precisión debiera haber ido en el primer lugar del Prólogo, a fin de despejar, de inmediato, erróneas expectativas que el título de la obra (Zapatero y el Pensamiento Alicia. Un presidente en el País de las Maravillas) habría de suscitar, con toda probabilidad, en el lector medio. Y esto tendría que haber sido previsto por el autor: previsión que hubiera justificado el Prólogo que no llegó a escribirse.

En efecto, en este Prólogo futurible habría que haber explicado claramente que el libro no tenía el propósito de llevar a cabo críticas a la política real del gobierno Zapatero, porque su propósito era analizar su filosofía. Y sólo en la medida en que algunas decisiones políticas reales –retirada de las tropas del Irak, ley de matrimonios homosexuales, proyecto de ley sobre los simios– pudieran considerarse como aplicaciones de su filosofía, las críticas de esta filosofía recaerían también sobre la política del gobierno Zapatero, pero no sobre «toda su política», porque es obvio, y el propio libro lo dice, que muchas medidas políticas reales están impuestas al gobierno por la Realpolitik, aún cuando vayan en contra de su ideología panfilista. Y así, por ejemplo, sin perjuicio de las declaraciones irenistas sobre la «¡Paz, Paz, Paz, No a la Guerra !» y de la retirada de las tropas del Irak («para cumplir una promesa electoral», como si esta fuera razón suficiente, como si no hubiera que preguntar por qué se hicieron tantas promesas electorales que luego no podían o debían haberse cumplido), lo cierto es que, durante el gobierno Zapatero, España ha enviado más tropas hacia oriente –Líbano, Afganistán, Iraq– que las que envió el gobierno Aznar. Que se diga que estas tropas van en misión de paz es pura retórica. También el gobierno Aznar consideraba a sus tropas como fuerzas de pacificación. Lo que cuenta es que las tropas españolas que van al Líbano, a Afganistán o a Irak, van armadas con fusiles ametralladores, con misiles o con tanques. Buscan la paz, pero por medio de la guerra, como ha pasado siempre.

En tercer lugar el Prólogo podría haber dicho que el libro no sigue las directrices de algún partido político de implantación nacional, y concretamente que no tiene nada que ver ni con el PP ni con la FAES. Lo que no quiere decir que no intersecte con estas directrices en puntos importantes, que tienen que ver sobre todo con la «Defensa de la Nación española». Pero esto no autoriza a considerar al libro como producto de una perspectiva de derechas, identificada gratuitamente con el PP, salvo que se sobreentienda que la «política de progreso» (que propugna, por ejemplo, el nuevo gobierno tripartito catalán, o de Entesa), es por sí misma una política de izquierdas. ¿A qué progreso se refiere esta política común a los partidos del tripartito y a otros? ¿Acaso su común denominador no es otro sino el progreso hacia la autonomía soberana de Cataluña, hacia la transformación de España en un conjunto de países confederados, en el mejor caso? ¿Y desde cuando este «progreso» tiene que ver con la izquierda, y no más bien con una derecha del Antiguo Régimen, presente ya en el franquismo, que provocó los nacionalismos y el cultivo de las lenguas vernáculas, precisamente para detener, tras la muerte de Franco, la cristalización de una lucha de clases en el sentido marxista? (no debe olvidarse que el Decreto de incorporación de las lenguas nativas a los programas educativos va firmado por el propio Francisco Franco, el los últimos meses de su mandato).

¿Y quién puede decir que el capítulo 4 del libro, el capítulo sobre Franco y el franquismo, el más comprometido sin duda en el momento de «calificar la obra» de partidaria o no partidaria de la izquierda o de la derecha, está escrito «desde la derecha»? Es un capítulo, eso sí, pensado acudiendo a categorías que no sean segundorepublicanas, pero tampoco franquistas. Sus premisas son materialistas; por tanto, califique el lector como quiera a esas premisas, a partir de conceptos tan vagos en nuestros días como puedan serlo los de izquierdas y el de derecha.

Y también el Prólogo podría haber manifestado, como propósito personal del autor, que el libro tenía un fin patriótico, el propio de un «ciudadano» avergonzado de las simplezas del presidente del gobierno español y de su equipo, y de también que una gran parte de sus compatriotas se mantengan prisioneros de este simplismo, percibido como la verdadera filosofía, al modo como lo percibía el «representante del pueblo» que ya hemos analizado. Y al que llegan a atribuir la buena marcha de nuestra economía y de nuestro Estado de bienestar. Como si las corrientes económicas favorables de los Estados capitalistas dependieran de los gobiernos, como si estas empresas no tuvieran impulsos propios capaces incluso de resistir la mala política económica de un gobierno determinado.

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A la vista de las reacciones, críticas y comentarios, favorables o adversos, que el libro está suscitando, me parece que puede concluirse que ese Prólogo galeato hubiera sido superfluo o incluso contraproducente, si hubiera sido interpretado por cualquier lector adverso. En nuestra sociedad democrática polarizada, cada ciudadano parece tener su cerebro dispuesto de tal manera que le haga capaz de transformar automáticamente cualquier argumento de su vecino en su opuesto, atribuyéndole intereses ocultos.

Quienes han comentado críticamente el libro de modo favorable no han necesitado de un Prólogo, como ya hemos observado, para entender sus planteamientos y sus argumentos. Y quienes han comentado críticamente al autor, de modo siempre desfavorable, tampoco hubieran moderado su crítica, porque el prólogo no lo habrían leído, como tampoco el texto, salvo a saltos.

Quede pues por tanto este Prólogo posible en el reino de los futuros contingentes, en el reino de los futuribles.

 

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