Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
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El Catoblepas • número 56 • octubre 2006 • página 14
Los sucesos de 1956 y la memoria bibliográfica medio siglo después
Con motivo del 50 aniversario de los sucesos de febrero de 1956 (una fecha que hoy llamaría la prensa «emblemática», los 20 años del Frente Popular), que causaron una conmoción universitaria y política en la España de la época, se han reeditado dos libros que, además, cumplen, respectivamente 25 y 24 años cada uno. Asimismo se ha publicado un tercer estudio de Gregorio Valdelvira que, al versar sobre el movimiento estudiantil en los años 60, bien puede considerarse continuación natural de aquellos.{1}
Los documentos hablan
El libro editado por el prematuramente desaparecido Roberto Mesa es el mejor de los tres quizás porque es el que incorpora menor carga de subjetividad. Contiene una cuidadosa, ponderada y breve introducción del autor que sirve al lector para ponerse en situación, proporcionándole las claves imprescindibles para entender un tiempo que hoy parece insólitamente lejano. Viene luego una interesante colección de documentos que contiene notas informativas de la policía en los días de autos, así como textos de gran valor, como el informe sobre la situación espiritual de la juventud de aquel momento (diciembre de 1955) elaborado por Pedro Laín Entralgo, entonces Rector de la Universidad Complutense y hombre que iniciaba una evolución intelectual que lo llevaría a apartarse del Régimen{2}, o como la curiosa encuesta que hizo por tales fechas José Luis Pinillos sobre las opiniones de los universitarios hacia 1955. Este capítulo se cierra con un testimonio de valor documental y literario, el informe de Dionisio Ridruejo, intelectual implicado en los hechos de febrero que había iniciado un camino de disidencia paralelo pero anterior al de Laín{3}, presentado en abril de 1956 al Consejo Nacional del partido único, FET y de las JONS, es decir, a Franco, que era su presidente. Una parte importante del cuerpo documental corresponde a las actas de las declaraciones ante la policía de los implicados, un informe policial sobre un proceso penal posterior seguido contra personas que se habían solidarizado con los protagonistas de febrero y la sentencia de un tercer proceso, también posterior y también relacionado con los sucesos en cuestión.
Los documentos de los intelectuales se preocupan por las inquietudes de los jóvenes de la época y trazan un cuadro de insatisfacción y descontento que, con las necesarias precauciones saben atribuir a sus causas reales. Así, Laín afirma que la juventud está descontenta «del pábulo científico, filosófico y literario que la sociedad española le brinda» (pág. 47) y entre las causas de la inquietud juvenil menciona con gran precaución «el paternalismo meramente prohibitivo y condenatorio que muchas veces adopta nuestro Estado» (págs. 49-50), una forma precavidamente reticente de referirse a la dictadura.
A su vez, Ridruejo, en un texto muy representativo, expone sus reparos, desconciertos, vacilaciones y, en un lenguaje típico de la época, viene a decir que no cree en lo que antes creyó y que, al no saber en qué creer ahora, busca, como los jóvenes con los que se relacionó en febrero, que estaban animados del espíritu generoso e inquisitivo propio de la edad.
Por último, el estudio pionero de José Luis Pinillos, aunque no muy depurado desde el punto de vista técnico, fue de una gran audacia para la época y supuso la aplicación de criterios empíricos a la psicología social. Los resultados del cuestionario respondido por 294 alumnos de Derecho, Ciencias Políticas, Filosofía y letras. Medicina, Farmacia, Escuelas especiales y algunos no clasificados, reflejaban una mentalidad altamente crítica respecto a las «minorías políticas» (consideradas como «incompetentes» por un 74% e inmorales por un 85%), los mandos militares (incompetentes: 90%, inmorales, 48%) y las jerarquías eclesiásticas (inmorales, un 54%, con política social desacertada, 70%).
En ese clima de general disconformidad e intenso espíritu crítico, se produjeron los hechos de febrero de 1956. En lo esencial, estos consistieron en unos días de agitación universitaria, en torno a la Facultad de Derecho de San Bernardo, con manifestaciones de estudiantes demócratas en pro de la liberalización de los cauces de representación estudiantil y contramanifestaciones y provocaciones movidas por los falangistas que seguían haciendo gala de su condición de matones que tan acertadamente les atribuía el propio Franco{4}.
En el origen de esta agitación se hallaban las actividades de un grupo de estudiantes, sobre todo de derecho, compuesto fundamentalmente por Enrique Múgica, Javier Pradera, Ramón Tamames y Fernando Sanchez Dragó (éste de Filosofía y Letras), todos ellos hoy personalidades relevantes de la vida nacional y por entonces militantes del Partido Comunista de España o cercanos a él y/o a punto de ingresar en la organización. Contaban con la ayuda de algunas personas ya en la vida profesional, como Miguel Sánchez Mazas o José María Ruiz Gallardón, así como con el apoyo de Dionisio Ridruejo.
Este grupo de estudiantes que, por supuesto, tenía algunas –escasas– ramificaciones en otras facultades, probablemente seguía consignas del Partido Comunista, si bien lo ocultaba por razones de conveniencia táctica. En un estilo que llegaría a ser habitual en los comunistas, recurría a una terminología y planteamientos que, incorporando un contenido crítico hacia el régimen, no suscitaran sospechas de connivencias con su archienemigo y resultara aceptable para la masa estudiantil, disconforme pero básicamente desmovilizada y los estamentos institucionales (grupos críticos dentro del sindicato universitario obligatorio, el SEU), los medios de comunicación o la opinión pública en general.
Los participantes en el grupo se valieron así de ciertas actividades, como unas jornadas de «poesía y universidad», toleradas a regañadientes por las autoridades y organizadas por el tesón de Múgica y de algún episodio, como el fallecimiento de Ortega, para poner en marcha sus aspiraciones de agitación entre los estudiantes, en preparación de una idea que habían tenido, la de celebración de un congreso de estudiantes, que dilucidara la espinosa cuestión de la representación sindical del estamento. A este respecto, y después de varias reuniones más o menos clandestinas, elaboraron un manifiesto que estaba inspirado en el redactado casi 10 años atrás por Manuel Lamana y otros, que habían intentado resucitar la FUE republicana. Es más, comenzaba del mismo solemne modo: «Desde el corazón de la Universidad española…» (pág. 64).
Una vez o redactado, los miembros del grupo recogieron firmas de apoyo en las distintas facultades con la intención de crear un ambiente propicio a sus fines. Estas firmas, sin embargo, no llegaron a hacerse valer para ningún fin práctico, ya que, al cruzarse los acontecimientos de manifestaciones y contramanifestaciones de los falangistas con motivo del aniversario del «estudiante caído», Matías Montero, no hubo lugar a que se hicieran más que algunas copias ni a que éstas circularan. No obstante los acontecimientos de aquellos días, que culminaron en la muerte por disparo de arma de fuego de uno de los manifestantes falangistas, probablemente a manos de los suyos, si bien esto jamás se aclaró, hicieron forzoso que su conocimiento llegara a las autoridades.
De todo esto dan cumplida cuenta las abundantes notas informativas de la policía que, en su estilo neutro, burocrático, algo anodino, teñido además con el léxico político del régimen, muestran un conocimiento bastante exacto de las andanzas, actuaciones y verdaderos motivos de los participantes en el incipiente movimiento que había de quedar desmochado. Así, por ejemplo, en una nota de policía de 7 de febrero de 1956 se decía:
«…al amparo de esta honesta aspiración, se está fraguando el mayor complot en contra del Régimen desde su nacimiento, complot que con la colaboración de todas las fuerzas exiladas en realidad es movido por el comunismo, en el que de forma inmediata, aunque quizá incipiente, colaboran los masones, los liberales, los monárquicos y ciertos falangistas.» (pág. 88.)
Una abigarrada visión conspirativa que contenía un núcleo de verdad y el habitual batiburrillo de los enemigos del régimen (masones, liberales, &c., pêle-mêle) que éste esgrimía para legitimarse
Estas informaciones de la policía de la época muestran también un conocimiento de la táctica «entrista» que acabaría por ser dominante en el PCE y en CCOO años después y que entonces estaba ensayándose de modo tentativo a veces en las organizaciones e instituciones más insólitas. Así, en su inimitable prosa, los agentes del orden señalaban que era propósito de los comunistas
«infiltrarse en el Opus Dei, pensando, acaso, que esta organización podría ser ventajosamente utilizada en la movilización del sector liberaloide» (…)«No obstante, alguien indicó un mejor campo de acción para los objetivos que de inmediato pretendían cubrir, y este no fue otro que el SEU…» (pág. 148.)
Y, en efecto, algo de esto había, conjuntamente con otros proyectos tan balbuceantes como ese. No obstante, los intervinientes en los preparativos, una vez detenidos e interrogados, consiguieron omitir toda referencia al comunismo. De ello dan testimonio las actas de las declaraciones prestadas por los detenidos en Gobernación. Los que también pasamos por el trance de prestar declaración ante la Brigada Político Social (si bien en mi caso unos 10 años después, en 1966 y en tres ocasiones) valoramos este tipo de documentos, por así decirlo, como «expertos» tomando en consideración cuánta información falsa se coloca, cuánta verdadera se oculta y si se dan nombres propios que puedan ayudar a la policía en sus posteriores pesquisas. El libro contiene las declaraciones de las personas ya mencionadas, así como las de Juan Sebastián Garrigues Walker, López Moreno, López Pacheco, Sáenz de Buruaga, Gabriel Elorriaga, Pedro Schwartz, María Luisa Cutanda, Alfonso Sastre, Juan Antonio Bardem y Julián Marcos, con muy distintos grados de implicación en los hechos.
Lo que más llama la atención de las declaraciones, que se limitan a presentar los hechos como una ocurrencia espontánea de un grupo de estudiantes, preocupado por mejorar las estructuras representativas de la Universidad en un sentido más profesional, es el hecho de que, aunque la policía estuviera convencida de la intervención de la mano comunista, los interrogadores no hagan mención del Partido Comunista ni pretendan llevar a los detenidos a confesar la pertenencia a él.
El libro de Mesa contiene asimismo otro apartado documental de gran interés con artículos de la prensa de entonces sobre los hechos. En un editorial de La Vanguardia de 11 de febrero de 1956 se pregonaba la explicación oficial de los acontecimientos, asimismo con un estilo flamígero, propio de las soflamas de la época:
«…ya sabemos cómo terminaría la evolución: huyendo como ratas al extranjero o al asilo diplomático bajo disfraces, incluso femeninos, esos hombres que en la oscuridad manejan hoy los hilos de una conjura que va nada menos como la de entonces, que contra España, a favor y en provecho del comunismo soviético.» (pág. 257.)
Eso de «bajo disfraces, incluso femeninos» es soberbio.
La serie documental se cierra con otros dos documentos de interés, uno de ellos una especie de informe de la policía sobre la vista oral del proceso habido ante la Audiencia provincial de Madrid el 24 de abril de 1956 contra Vicente Girbau León, Jesús Ibáñez Alonso, Manuel Ortuño Martínez y Luis Caro García por haber difundido unos escritos clandestinos en solidaridad con el manifiesto de febrero. El abogado defensor fue don José María Gil Robles y, entre otros, declararon como testigos Miguel Sánchez Mazas, Ramón Tamames y Dionisio Ridruejo, participantes en el primer asunto. Los acusados recibieron penas leves, de nueve meses cada uno de ellos, excepto Girbau, condenado a un año, al habérsele encontrado una carta comprometedora cuya fuerza probatoria no consiguió desactivar del todo la defensa, aunque empleó a fondo todas sus armas, incluida una ironía que pudo costarle cara.
El otro documento de este tipo es una sentencia condenatoria de un Tribunal de Urgencia de la Audiencia Provincial en el proceso contra Francisco Bustelo García del Real, Manuel Fernández Montesinos, José María González Muñoz y Pablo Sánchez Bonmatí por haber distribuido un escrito en el que mostraban
«nuestra adhesión entusiasta a la petición universitaria de primero de febrero, que ha adquirido para toda la Universidad española un significado ejemplar y un valor programático.» (págs. 346-347.)
Los acusados fueron condenados a penas también leves, para le época: un año de prisión menor y multa de veinticinco mil pesetas, con arresto sustitutorio de veinte días en caso de impago.
La curiosa conclusión que se extrae de este repaso documental del libro de Mesa es que los partícipes directos en los iniciales sucesos de febrero, no fueron procesados y, en consecuencia, tampoco condenados; pero si lo fueron después otros dos grupos de personas que se solidarizaron con ellos.
Una interesante cuestión a la que, en principio, puede dar respuesta el segundo de los libros en comentario.
La memoria se acicala
La obra de Pablo Lizcano es justamente lo contrario de la de Mesa. No solamente no contiene documento alguno, sino que prescinde de toda referencia a fuentes escritas. Incluye, sí, una sumaria bibliografía al final, pero ni una sola nota a pie de página para fundamentar sus numerosísimos asertos, juicios e informaciones. Se trata de un libro escrito literalmente de oídas, tanto por el hecho de que el autor nació en 1951 y tenía cinco años cuando sucedieron los hechos que relata como porque obtiene su información de conversaciones con participantes directos o indirectos en tales hechos. Ni una sola vez tampoco muestra el autor preocupación alguna por cotejar o contrastar las informaciones orales que recibe aunque sea improbable que ignore la tendencia de los seres humanos a recordar de modo selectivo, embelleciendo su pasado, de forma que éste se acomode a sus designios actuales.
Se trata, pues, de un relato hecho de relatos fragmentarios, en el que se pide a la gente hacia 1980 o 1981 (el libro se publicó en este año) que hable de memoria de lo que vivió 25 años atrás. Las fuentes de la obra aparecen, pues, en la larga lista de agradecimientos que el autor incluye al comienzo. Esos relatos son los que después ensambla Lizcano para hacer una narración fluida que, según escribe Enrique Múgica en el prólogo la edición de 2006, se caracteriza por su «seriedad informativa» y por ser «absolutamente fiable». Sobre esto se volverá más adelante. Igualmente el editor, José Luis Gutiérrez, habla de «la recuperación de un clásico». También sobre esto se dirá algo más adelante.
El libro quiere también ser una especie de fresco, parcialmente periodístico, parcialmente literario de los hechos del 56 y posteriores. Pinta así los antecedentes históricos del país, entre el fin de la guerra civil y 1956 con colores que parecen sacados de Nada, de Carmen Laforet o, en ensayo, de Nuestros primeros veinticinco años, de Luciano Rincón bajo seudónimo de Luis Ramírez. España reprimida, amordazada, sometida al clero, hambrienta, cutre, rígida y sin expectativas para la juventud. Aunque el relato sea superficial y como a vuelapluma, consigue trasladar al lector la imagen de la vida cotidiana en la España de Franco en los años 50. Me interesa en especial reseñar cómo influía este clima en las actividades de las pocas personas que, de un modo u otro, se atrevían a oponerse al Régimen:
«Para cuantos habían perdido la guerra, la suerte estaba echada. Toda actividad clandestina comportaba un riesgo desmesurado y bien pocas esperanzas. Quien quería arriesgarse sabía que era un trabajo silencioso, entre muy pocos, sin medios, sin ayudas, de muy pobres resultados y con la certeza de que tarde o temprano cada cual tenía asignado su propio lugar en la represión.» (pág. 62.)
Su relato de los acontecimientos de febrero de 1956 está fuertemente influido por la narrativa de Javier Pradera (el que aparece más veces citado), Enrique Múgica (el que aparece a una luz más favorable), Ramón Tamames y Miguel Sánchez Mazas. Hasta el punto de que cabe conceptuarlo como una especie de memoria colectiva del grupo que, en febrero de 2006, renovó y consagró su visión de los hechos en un acto en la Facultad de Ciencias Políticas de Madrid. Y en buena medida estatuye la interpretación oficial expuesta por Miguel Sánchez Mazas, en el sentido de que febrero de 1956 fue la punta de lanza de la posterior oposición universitaria al franquismo. De ese relato se sigue que, en efecto, como se vio más arriba, los detenidos por los acontecimientos directos de febrero de 1956, en lo esencial, Múgica, Pradera, Julián Marcos, Tamames y Sánchez Dragó, no fueron siquiera procesados mientras que sí lo fueron quienes se solidarizaron con ellos.
Es interesante, asimismo, que el autor afirme que, en aquel mes de febrero, las personas antes mencionadas estaban cercanas al PCE o eran miembros de él. Y es interesante porque esto quiere decir que no solamente se lo ocultaron a los policías en las declaraciones (a pesar de que estos en sus informes internos manifestaban saberlo), sino también a Dionisio Ridruejo cuando le pidieron que se adhiriera al manifiesto. Iniciativa que tomó Enrique Múgica, probablemente el más antiguo militante comunista entre ellos. Tal ocultación a Ridruejo hace aparecer a este honrado intelectual como un «compañero de viaje» cuando no como un «tonto útil», términos con los que los comunistas y los anticomunistas designaban a quienes, no siendo lo uno ni lo otro, se prestaban, generalmente sin aviso propio, a los manejos de los primeros. Algo no especialmente encomiable en lo ético ni en lo estético.
El autor dedica algunas páginas a narrar otros ejemplos de ese doble juego de los comunistas. En concreto, se refiere a los «submarinos» del PCE en la Asociación Socialista Universitaria (ASU) que dice eran preparados por Pradera (pág. 197) y tiene un juicio relativamente severo para esta práctica:
«La historia de esta infiltración denuncia tanto la arrogante seguridad con la que siempre se han manejado los comunistas, con total desprecio de las consideraciones de valor ético en los medios empleados, como el maquiavelismo de aprendices con el que fue llevada a cabo, en el que no faltaron las peripecias más chuscas.» (pág. 197.)
Pero inmediatamente las relativiza, no sólo contando algunas de esas peripecias, sino incardinando tan detestable recurso (espiar al aliado en la lucha por las libertades democráticas) en un contexto turbio en el que tales cosas podían suceder. Merece la pena citarlo en extenso:
«Esta desdichada infiltración no sólo fue consecuencia de los vicios estalinistas, calificados luego como 'errores' en las atormentadas autocríticas, sino que resultó un completo desaguisado. Corrieron falsos rumores, que afectaban al crédito o la reputación de algunos militantes, se suscitaron suspicacias sin cuento y el trabajo político de la ASU se vio misteriosamente atascado.» (pág. 198.)
No sé cómo verán hoy sus actos de antaño los protagonistas de aquellas artimañas y qué explicación darán, si dan alguna. Resulta estúpido y pretencioso pretender juzgar asuntos del pasado con mentalidad hodierna. Pero convendría que lo abordaran.
Relata luego el autor cómo hacia 1958 se produce una segunda caída del grupo del 56, ya como aparato del PCE (pág. 183) y cómo salen de nuevo en libertad con un sobreseimiento gracias a la oportuna muerte del Papa Pío XII y con el compromiso de no reincidir, so pena de que se les acumulasen las penas. Es obvio que no se arredraron Pero también lo es que, a la luz de este tratamiento, las observaciones de Lizcano a propósito de Girbau y otros, que sí fueron condenados, en el sentido de que tenían privilegios en la cárcel, están fuera de lugar. Privilegio o, cuando menos, buena suerte es ser detenido por algo por lo que los demás son condenados y salir bien librado del trance, sin proceso siquiera.
Lo anterior no pretende rebajar los indudables méritos de quienes «hicieron» febrero de 1956. Fueron lo primeros en romper la modorra y la atonía de la Universidad española y, por ello mismo, un ejemplo para las generaciones que vinieron detrás. Lo hicieron cuando eran jóvenes, probablemente animados por los más nobles y generosos sentimientos de conseguir la libertad y la igualdad en España, incluido el deseo de ser alguien importante en la vida, quizá ministro. Existe un resumen policial de los hechos entre el 1º y el 16 de febrero de 1956, en el que se incluye una transcripción «casi textual» de una explicación que Enrique Múgica ofreció entonces a otro estudiante que le preguntaba por las razones de su inquietud política. La transcripción ha de darse por cierta pues el interesado ha tenido ocasión de leer el libro antes de la reedición y lo considera «absolutamente fiable», que lo será por lo que a él respecta. La dicha explicación es muy característica:
«España indudablemente está abocada a una Monarquía y como ésta tendrá que ser muy amplia y liberal, derivará hacia un Gobierno socialista, cuando menos, y yo tengo talla de Ministro… por ello trato de llevarme a la juventud universitaria y como compruebas me la llevo.»{5}
Y, efectivamente, después, la vida continuó y los protagonistas del 56 mostraron su valía y llegaron a ser ministros, defensores del pueblo, columnistas y editorialistas de importantes medios de comunicación, prestigiosos catedráticos u hombre de los medios. Cincuenta años después de los acontecimientos, cuando, ya septuagenarios, se reúnen para conmemorarlo, es de esperar hayan alcanzado la madurez suficiente para admitir que pueda haber miradas a esa historia que sean menos complacientes y propugnen un mayor sentido de la justicia. Pero nunca se sabe.
Con tal propósito, lo primero que se ha de dilucidar es si el autor es tan «absolutamente fiable» como sostiene Múgica, tiene sesgos o, simplemente, falta a la verdad. Por ejemplo, hablando de los componentes de la ASU, llega a Mariano Rubio y de él tiene que decir de nuevo lo siguiente en la edición de 2006:
«…estudiante de Económicas e hijo de un coronel jefe de la Policía Armada, lo que provocaba la consiguiente prevención en las reuniones que se celebraban en su casa, que luego fue director general de Política Financiera, cargo del que dimitió tras el proceso de Burgos, y más tarde gobernador del Banco de España.» (pág. 192.)
Obviamente, aquí falta algo, algo que todo el mundo sabe y que el propio autor sabe que todo el mundo sabe. Ocultar, pues, que Mariano Rubio hubo de dimitir del Banco de España y fue procesado por el delito de información privilegiada y tráfico de influencias, dando con sus huesos en la cárcel en calidad de delincuente común cuando había estado como preso político, sólo puede entenderse como un deseo de disfrazar la realidad y representarla como lo que no es. Con lo que está claro que no es tan «absolutamente fidedigno» como afirma el señor Múgica.
Hay más, hablando del propio Múgica, dice Lizcano:
«…Enrique Múgica, que con ocasión de esta nueva detención se pasó de lleno al socialismo, en cuyas filas llegó a ser ministro de Justicia con Felipe González y, más tarde, Defensor del Pueblo.» (pág. 263.)
Esto vuelve a ser incierto, cuando no directamente falso. El señor Múgica fue, en efecto, ministro de Justicia con el PSOE, pero no Defensor del Pueblo. Para el cargo de Defensor del Pueblo lo nombró el PP, unos años después de haberse dado de baja como militante socialista. Dado que esta nueva tergiversación afecta favorablemente a los intereses del señor Múgica (que no aparece así tan cercano al PP como el nombramiento da a entender, en detrimento de una imagen de rectitud y sacrificio desde el pasado al presente), ¿qué pensar ahora de su afirmación de que el libro sea «absolutamente fidedigno»? Pues que eso es tan falso como la tergiversación que justifica.
Pero lo verdaderamente llamativo del libro viene a continuación.
Digresión sobre la calumnia
Conozco dos testimonios espléndidos sobre la calumnia. Uno es la famosa pintura de Botticelli titulada «La calumnia de Apeles», según relato de Luciano de Samosata, que se encuentra en la Galería degli Uffizi, una soberbia composición en la que se ve a la verdad desnuda clamando al cielo bajo la mirada de la compunción, vieja vestida de negro, mientras la calumnia arrastra a un joven también desnudo, en compañía de la impostura, la perfidia y el odio, ante el Rey Midas, el gobernante prevaricador, intoxicado por la ignorancia y la sospecha. Se cree que el pintor trataba de defenderse de este modo de una calumnia de homosexualidad de que había sido objeto, pero su representación alcanza a todos los posibles casos en que quepa encontrarse con tan execrable procedimiento.
El otro es el no menos famoso parlamento de Bazile en Le barbier de Seville, de Beaumarchais:
«¡La calumnia, Señor! No sabéis lo que desdeñáis. La calumnia es capaz de acabar con las gentes más honradas. Sabed que no hay maldad por estúpida que sea, horror o patraña que no pueda hacerse creer a los indolentes de una gran ciudad a poco que se esmere uno en ello. ¡Y aquí contamos con gentes de tanta habilidad...! Primero, un sonido ligero, en vuelo rasante como el de la golondrina antes de la tormenta, pianissimo, una murmuración de pasada que deja sembrado el dato emponzoñado. Alguien lo recoge y piano, piano os lo vierte al oído con destreza. El mal está hecho; germina, trepa, avanza y rinforzando de boca en boca llega el diablo. Luego, de golpe, sin que se sepa cómo, se ve a la calumnia alzarse, silbar, hincharse, crecer a ojos vistas. Se expande, emprende el vuelo como un torbellino que todo lo envuelve, arranca, arrastra, con relámpagos y truenos y, por designio divino, se convierte en un grito general, un crescendo público, un coro universal de odio y proscripción. '¿Quién diablos puede resistirse?'»{6}
Un texto clásico en el que aparece casi diseccionada la odiosa costumbre humana de vilipendiar injustamente a los semejantes para satisfacer las más bajas pasiones, desde la venganza al odio, pasando por la envidia, la frustración el afán de notoriedad.
Pues bien, en la página 81 de su libro, Lizcano dice:
«Había sitios donde las reuniones adquirían un tono marcadamente político, formando embriones organizativos, por lo general comunistas, como la de la famosa chocolatería de la calle San Bernardo, hoy desaparecida. Convocados bajo la tutela de la dueña, Pilar Cotarelo, y de su marido, el veterinario Paulino García Moya, acudían entre otros, el estudiante Manuel Suárez, el albañil Isidro, y un profesor de Comercio, que recibían la visita de tarde en tarde de Bardem. Estas reuniones se suspendieron ante las sospechas que suscitaron las relaciones amorosas que la propietaria mantenía con el que luego fue célebre comisario Conesa. Pero no tardaron en ser detenidos casi todos sus miembros.»
Lo anterior es falso. Y dado que carece de pruebas y es un agravio, se convierte en calumnia. Como quiera que en nuestro país, gracias a los dioses, la carga de la prueba recae sobre quien acusa y el acusador Lizcano en este caso no aporta ninguna, en tanto no lo haga será un falsario y un calumniador. Obviamente, esta condición no sólo le afecta a él, cosa que resulta indiferente, sino también al juicio que merezca su obra, pues, siendo ésta mendaz, no podrá servir de base a otros trabajos historiográficos serios. Esto es lo esencial a los efectos de que la calumnia, ya sembrada, no pueda levantar el vuelo y hacerse omnipresente como se vaticina en el texto de Beaumarchais.
La obra original de Lizcano es de 1981. En 1986, Gregorio Morán publica una historia del PCE de 1939 a 1985 en la que, también sin contrastar la información, se hace eco de la maledicencia, aunque con una terminología mucho más cauta y no comprometida, que no contiene una acusación específica y apunta, con no muy elegante estilo a las características de la persona que explicarían por qué pudo prender el infundio en el Madrid y la España de la época. Hablando de un grupo «casi una tertulia» que se reunía en la Chocolatería de San Bernardo, dice: «…serán detenidos a finales de 1952 por el policía Roberto Conesa que estaba al tanto de todo y mantenía una cierta relación con la dueña del local, musa y controvertida militante, interesante personaje de finales de los cuarenta…»{7}. Esos adjetivos pretenden ocultar el hecho de que la persona sobre la que hace insinuaciones le era tan desconocida como al autor de estas líneas el hombre de las cavernas y eso que, a diferencia de éste, su nombre estaba por entonces en el listín de teléfonos.
En el caso de la de Lizcano, una obra calumniosa resulta «absolutamente fidedigna» al Defensor del Pueblo y es un «clásico» para el editor. Ellos sabrán qué valor dan a las palabras y si el uno no está faltando a la verdad y el otro a los cánones más elementales de la estética. ¿Desde cuando es fidedigna la calumnia? ¿Desde cuándo tiene condición de clásico un libelo?
Al margen de las acciones que quepa promover en el ámbito judicial, conviene responder a la calumnia por escrito con otro escrito desmintiéndola, encontrándose el autor de estas líneas a disposición del mendaz para sostener el mentís cómo y en dónde quiera.
Si el autor se hubiera tomado la molestia de contrastar su información, habría tenido acceso a una verdad mucho más sencilla y acorde con los oscuros momentos de la clandestinidad de aquellos años 40 y 50, de los que él mismo se hace eco en otras partes del libro, como se citó más arriba (pág. 62 de la obra). Al fin y al cabo es posible entender que a los policías no les resulte difícil –y tampoco en aquellos años– infiltrarse en grupos de la oposición sobre todo si eran relativamente abiertos y funcionaban como tertulias en locales comerciales. No lo ha hecho, probablemente porque el tipo de difamación que difunde tiene un tono picante, que se da por supuesto y que, desde un punto de vista de perspectiva de género resulta tanto más injusto cuanto previsible. Las mujeres son los más fáciles objetos de la calumnia y las que tienen más difícil protegerse frente a ella. Que se lo digan a las que aún hoy no se atreven a denunciar atropellos por temor a ser doblemente victimadas. Porque de víctimas se trata.
Resulta así que el caso de mi madre rebasa el límite de la anécdota personal para alcanzar la condición de categoría propia de los años más siniestros de la dictadura. Su ejemplo nos pone sobre la pista de un tipo de víctimas de las que todavía no ha hablado nadie. En efecto, hoy es de rigor airearlas, tanto a las nuevas, esto es, las víctimas de todo tipo de terrorismos, como las antiguas, es decir, las de las facciones republicanas y las del franquismo. Pero nadie habla de las víctimas que lo fueron de los dos bandos en los primeros tiempos de la dictadura, esto es de las que lo fueron de los franquistas y de los comunistas al mismo tiempo, las víctimas por partida doble.
Los historiadores especialistas en el PCE saben bien que la evolución de este partido es una agitada historia salpicada de enfrentamientos, escisiones, expulsiones, purgas y represiones que iban generalmente acompañadas de la difamación y el vilipendio. Sin prueba alguna y sin que los afectados tuvieran posibilidad de defenderse. Tales rencillas, odios y venganzas internas venían muchas veces movidas por la posición subordinada del PCE (y la de todos los PCs) al Partido Comunista de la Unión Soviética (PCUS). Si éste decidía (mejor dicho, su secretario general decidía) que había que expulsar a los trostkystas o a los «titistas», por ejemplo, los demás partidos, entre ellos el español, se afanaban en encontrar trostkystas y «titistas» en su seno para expulsarlos. Y, si no los encontraban se los inventaban acusando a alguien falsamente de serlo, acompañando asimismo tales acusaciones de infundios y calumnias sobre las costumbres, las tendencias o las relaciones de los acusados, por inverosímiles que fueran. El caso era probar a los soviéticos cuán fieles a la línea eran los comunistas hispanos, los italianos o los persas.
En otras ocasiones, estos enfrentamientos eran puras luchas internas por el poder en las que los contendientes se servían de la práctica del vilipendio y la mendacidad para excluir a unos, neutralizar a otros o avanzar en la propia carrera en el seno de una organización cerrada en la que la veracidad de los asertos dependía de quién los pronunciara. Esa tendencia a la exclusión con difamación se acentuó en los duros tiempos del franquismo, dando origen a las víctimas por partida doble. Algunos nombres, entre muchos, que los especialistas conocen bien, ilustran al respecto. Por ejemplo, Heriberto Quiñones, histórico dirigente del Partido Comunista, detenido por la policía franquista en 1942, torturado hasta romperle la columna vertebral por lo que hubieron de fusilarlo sentado, ya que no se tenía de pie. Todavía en 1950 el Partido Comunista lo consideraba un «traidor». También de «traidor» y «antipartido» fue tachado Gabriel León Trilla, asesinado en Madrid hacia 1945 por un comando comunista desplazado a la capital especialmente para ello. Jesús Monzón, detenido, condenado a treinta años, de los que pasó 14 en la cárcel, fue expulsado del partido y declarado también traidor y «titista» prematuro. Cabría seguir citando nombres. Que yo sepa, el Partido Comunista todavía no ha pedido perdón por estas canalladas cometidas con las víctimas por partida doble (salvo alguna «autocrítica» ocasional para consumo interno), ni ha procedido a rehabilitar a ninguna de ellas. Por supuesto, Lizcano ni siquiera las menciona.
Mutatis mutandi, el caso de mi madre es similar y, como el de ella, el de mi padre, Paulino García Moya, quien, aun estando en la cárcel, se encontró con que sus mismos camaradas lo acusaban de ser confidente de la policía. El citado Morán reconoce que se trataba de una «provocación»; una provocación del PCE, se entiende{8}. Quien haya tenido la fortuna de sobrevivir a este tipo de infamias, Semprún, por ejemplo, también excluido del partido con infundios de otro orden, pero igualmente odiosos, saben de qué se está hablando aquí; saben lo que significaba la expulsión del partido para los militantes comunistas (para mayor injusticia, mi madre no era comunista, aunque tuviera una suerte de militancia conyugal): una especie de ostracismo o de exclusión social. Los amigos dejaban de serlo y las relaciones desaparecían como por encanto. Supongo que cabe imaginarse qué significa eso cuando, además, se está en la cárcel. ¿No resuena aquí el infame «algo habrá hecho» respecto a las víctimas de la ETA? Por todo eso y más hubo de pasar la familia, cuyos cuatro integrantes, por cierto, padre, madre y dos hijos, estuvimos en la cárcel en momentos distintos siempre por razones políticas. En el caso de mi padre, terco como era, y fiel a la doctrina comunista, igual que yo he seguido manteniendo convicciones de una izquierda que los guardianes de no sé qué vieja/nueva ortodoxia consideran «indefinida»{9}, escogió de nuevo la vía del exilio, en donde fundó un grupo prochino que fue luego decisivo en la creación del PCE (m-l). Habiendo regresado clandestinamente a España ya como dirigente de ese partido fue detenido de nuevo y condenado a 12 años de cárcel, de los que cumplió siete, entre 1964 y 1971, cuatro años antes de la muerte de Franco. Obviamente, hasta para los comunistas se hizo imposible seguir sosteniendo la infamia de que fuera confidente. Pero nadie, que yo sepa, pidió excusas, nadie lo rehabilitó y, por descontado, nadie reconoció que una injusticia parecida se había cometido y seguía cometiéndose con su esposa.
Al contrario, a la vista está que, pasado el tiempo, la infamia ha tratado de levantar de nuevo la cabeza de la mano de un calumniador que habla de oídas, que no contrasta lo que oye, que sólo oye lo que quiere oír y que apenas sabe de lo que habla. Es decir, alguien «absolutamente fidedigno»; un «clásico», en una palabra.
Ignoro cuál o cuáles de los informantes que el autor cita en los agradecimientos de su libro han propalado esta cruel injusticia, aparte de las acusaciones que pudieran verterse en el Mundo Obrero, periódico más dedicado por entonces a calumniar y difamar que a propalar el ideal revolucionario, y prefiero continuar ignorándolo. Quien lo haya hecho debe saber que ha contribuido a vilipendiar a una mujer que dedicó toda su vida a la defensa de sus convicciones de izquierda republicana antes, durante y después de la Segunda República, que durante todo el franquismo ayudó, amparó y protegió a los militantes antifranquistas fueran de la ideología que fueran, y que, con integridad y rectitud moral intachables, se mantuvo fiel a sus convicciones hasta el final de sus días, que es bastante más de lo que puede decirse de un buen puñado de los informantes a los que Lizcano agradece sus aportaciones, algunos de los cuales han profesado o dicho profesar el abanico completo de las posiciones políticas. Y aun les queda. El féretro de mi madre, en cambio, de acuerdo con el expreso deseo de ésta, ardió en el crematorio envuelto en la bandera republicana. Pues, como me dijo en muchas ocasiones, los años de la República, habían sido «los más felices» de su vida.
En fin, no pretendo incidir en cuestiones que pertenecen al ámbito privado, aunque los lectores sabrán disculparme esta pequeña digresión, cuenta habida del desgarro íntimo que uno siente y que hace especialmente turbadora la tarea. Por ello, se me permitirá abordar otra vez la cuestión del nuevo tipo de víctimas. En nombre de mi madre, en nombre de mis padres, pero también en nombre de todas las víctimas por partida doble, de los encarcelados, torturados, fusilados por el franquismo y, además, vilipendiados por el comunismo, es precisa una reparación pública que las restablezca en la dignidad que tan injustamente les fue arrebatada. ¿O cree alguien de buena fe que el infundio en contra de mi madre no fue propalado en primer lugar por la policía franquista y rápidamente recogido por los comunistas, entre los cuales, por supuesto, hubo tanto personas honradas como granujas, tanto héroes como asesinos?
La historiografía posterior no lo tiene más claro
El último libro en comentario, el de Gregorio Valdelvira, es el menos interesante de los tres. Ciertamente, es de mucha más categoría que el de Lizcano porque respeta los procedimientos historiográficos, menciona las fuentes y trata de contrastar las informaciones y los datos aunque, como se verá de inmediato, no siempre. Pero carece de verdadera estructura expositiva, no está suficientemente trabajado, tiene lagunas importantes, es arrebatado y confuso.
Carece de estructura expositiva ya que se limita a una narración de los hechos –y no todos– en orden cronológico, sin hacer el menor esfuerzo por encontrar lo que los fenomenólogos llaman Sinnzusammenhänge o conexiones de sentido, muchas veces ocultas y que contribuyen a explicar los acontecimientos.
No está suficientemente trabajado. En ningún momento se ofrece al lector material que le permita poner en perspectiva acontecimientos que el autor enjuicia por él siguiendo muchas veces los criterios de unos u otros partícipes en los hechos (por tanto, partes interesadas en su posterior interpretación, generalmente, por lo demás, de influencia comunista) y dando, pues, doctrina en lugar de explicación.
Tiene lagunas importantes. Como partícipe directo en los hechos que narra, especialmente en los de los años 1965-66 y 1966-67 puedo asegurarle que le falta información importante.
Quizá sea todavía demasiado pronto para escribir con distanciamiento de los hechos de los años 60 igual que 1981 era demasiado pronto para escribir sobre los acontecimientos de 1956. Y quizá por ello también sea obligado explotar las fuentes orales mientras estén vivas. Lo que sucede es que, cuando se emprende ese camino, conviene no limitarse a un sector de los contemporáneos o intervinientes en los acontecimientos que se historian, so pena de desbarrar poderosamente cuando no de decir puras y simples falsedades.
No merece la pena entretenerse más. El libro tiene el mérito de abordar un asunto todavía poco explorado. Pero en algún momento, su autor, más que doctor en Historia parece novelista. Por ejemplo, página 260:
«PCE (m-l): Partido Comunista de España (marxista-leninista). Organización maoísta dirigida por Paulino García y Ramón García Cotarelo. La política de reconciliación nacional del PCE y la pugna chino-soviética dieron lugar a una escisión de la que nació el PCE (m-l) en 1964. En la universidad se opuso a las vías legales y a los SD y sostuvo una FUDE radicalizada y los comités de curso»
Todo ello muy cierto y muy interesante, excepto en un detalle nada baladí: jamás dirigí ni ese ni ningún otro partido político. Estuve tres meses en el PCE y contribuí indirectamente a fundar el PCE (m-l), pero no milité en él y mucho menos lo dirigí. Eso de dirigir organizaciones políticas no es lo mío, aunque haya gente que piense que soy una especie de dirigente nato, entre ella, por lo que se ve, el autor de este libro.
Y el caso es que nada le hubiera resultado más sencillo al señor Valdelvira que contrastar esa información. Le habría bastado con levantar el teléfono y marcar mi número o escribirme un correo electrónico. Si, por las razones que fueran no hubiera querido prestar crédito a mis informaciones (cosa imposible, por lo demás, porque tengo pruebas fehacientes) habría podido darle los nombres y teléfonos o direcciones de algún dirigente del PCE (m-l) que lo hubiera sacado de su error.
Aunque tampoco le hubiera sido necesario molestar a más gente. Sólo viendo que la condena que me impuso el siniestro Tribunal de Orden Público de dos años y medio (de los que cumplí dos, de 1967 a 1969) fue por «manifestación no pacífica y propaganda ilegal» pero no por asociación ilícita, habría, supongo, tachado mi nombre de una lista de dirigentes en la que nunca estuve.
Espero corrija ese error en la siguiente edición de su libro y, caso de no hacerlo, le recomiendo lo presente al Planeta de novela.
Notas
{1} Roberto Mesa (ed.) Jaraneros y alborotadores. Documentos sobre los sucesos estudiantiles de febrero de 1956 en la Universidad Complutense de Madrid, Editorial Complutense, Madrid 2006. Pablo Lizcano, La generación del 56. La universidad contra Franco, Prólogo de Enrique Múgica. Saber y comunicación S.L., Madrid 2006. Gregorio Valdelvira, La oposición estudiantil al franquismo, Editorial Síntesis, Madrid 2006.
{2} V. Padro Laín Entralgo, Descargo de conciencia, 1930-1960, Barral, Barcelona 1976.
{3} V. Dionisio Ridruejo, Casi unas memorias, Planeta, Barcelona 1977.
{4} «Vicente, los falangistas, en definitiva, sois unos chulos de algarada». V. Vicente Gil (1981), Cuarenta años junto a Franco, Barcelona, Planeta, pág. 93.
{5} Roberto Mesa, op.cit., pág. 129.
{6} Beaumarchais, Le barbier de Séville, en Ibíd., II, X
{7} V. Gregorio Morán (1986), Miseria y grandeza del Partido Comunista de España 1939-1985, Planeta, Barcelona, pág. 232.
{8} Y así lo dice, al tiempo que repite la falsedad sobre mi madre, si bien siempre de modo precavido, sin formulación explícita. Hablando de mi padre dice: «Tras los campos de concentración y el exilio vuelve a España y se casa con una mujer singular desde todos los puntos de vista, físicos e intelectuales, Pilar Cotarelo. Las relaciones no menos singulares de Pilar con el policía especializado en comunistas, Roberto Conesa, provocan una reacción del partido: Mundo Obrero acusa a Paulino García Moya de confidente policial, junto a su esposa. Era el año de desgracia de 1952 y en el caso de García Moya no solo carecía de fundamento sino que constituía una provocación: estaba entonces cumpliendo condena en el penal de Ocaña» (Gregorio Morán, obra citada, págs. 375/376). De nuevo valoraciones que tratan de aparentar un conocimiento del que el autor carece. Que Morán habla tan de oídas como Lizcano (aunque no con tanta imprudencia) lo prueba el hecho de que mi padre no regresó a España para casarse con mi madre, sino que se casó con ella en Francia en donde los dos compartieron el exilio. Por lo demás, la ruindad de las «peculiares relaciones» es también falsa.
{9} Uno de estos, el señor Rodríguez Pardo, me ha obsequiado con otro de sus farragosos e interminables refritos. No puedo contestarle de inmediato porque, como se ve, estoy en menesteres de mayor momento. Pero lo haré en cuanto tenga algún tiempo libre, no vaya a pensar que sus argumentos me confunden tanto como a él mismo.