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El Catoblepas, número 56, octubre 2006
  El Catoblepasnúmero 56 • octubre 2006 • página 3
Guía de Perplejos

De la gratitud

Alfonso Fernández Tresguerres

Disquisiciones sobre el agradecimiento y la ingratitud

1

En carta al duque de Richelieu, fechada el 3 de junio de 1771, escribe Voltaire lo siguiente:

«En medio de todas mis pasiones siempre he detestado el vicio de la ingratitud y si le debiera un favor al diablo hablaría bien de sus cuernos».

La expresión es extremada, como extremado suele serlo el propio Voltaire; lo que se dice, sin embargo, refleja con bastante exactitud aquello que, por regla general, se ha pensado siempre al respecto, a saber: que el agradecimiento es virtud y la ingratitud, vicio. Los ejemplos podrían multiplicarse hasta el cansancio. Bástenos con recordar a Descartes, quien considera el agradecimiento como una especie de amor que se despierta en nosotros hacia quien nos ha hecho un beneficio o creemos, al menos, que tal era su intención, para después añadir:

«La ingratitud no es una pasión […] es solamente un vicio directamente opuesto al agradecimiento en tanto que éste es siempre virtuoso y uno de los principales vínculos de la sociedad humana. Por eso este vicio sólo se da en los hombres brutales y neciamente arrogantes, que se consideran el ombligo del mundo, o en los estúpidos, que no reflexionan sobre los beneficios que reciben, o en los débiles y adyectos que, sintiendo su flaqueza y su miseria, buscan con bajeza el apoyo de los demás y, una vez conseguido, los odian porque, al no tener voluntad para pagarles con la misma moneda o no pudiendo hacerlo y figurándose que todo el mundo es mercenario como ellos y que sólo se hace un bien con la esperanza de ser recompensado, piensan que los han engañado» [Les paissions de l´âme, III, art. 194].

No seré yo quien niegue a Descartes el hallarse acertado en lo que dice, incluyendo el que el agradecimiento sea virtud y su contrario un vicio (aunque alguna matización me permitiré sobre esto), así como la nómina que propone de candidatos a la ingratitud, y entre ellos a los estúpidos; entiendo, siquiera, que ésta es opinión más acertada que la de Espinosa, quien sostiene que «aquél que, por necedad, no sabe compensar los regalos no es ingrato» [Ethica, IV, 71, escolio]. Yo diría, al contrario, que sólo un necio puede no mostrarse agradecido, por lo menos siempre que uno aspire a continuar recibiendo beneficios, porque, a todas luces, la ingratitud es una de las formas más seguras de alejar de nosotros el favor. Lo cual no es óbice, desde luego, para que, en efecto, haya estúpidos de un calado tal que no consideran incompatible el desagradecimiento con la espera de nuevas mercedes. Como los hay tan engreídos que parecen creer que son ellos los que benefician, al concederle al prójimo el impagable honor de beneficiarlos. Mas no por ello, creo yo, debe pensarse, como hacen algunos (Ambrose Bierce y La Rochefoucauld, entre ellos), que sólo agradecemos en la medida que esperamos más. Yo sospecho que exageran: difícilmente alguien que no pertenezca a cualquiera de los dos tipos humanos señalados (el de los imbéciles o el de los presuntuosos) dejará de reconocer un favor, aunque sea único, y de sentirse (no sólo mostrarse) agradecido. Porque existe, ciertamente, una gran diferencia entre dar las gracias o declararse agradecido y el estarlo de veras. La diferencia, me parece, es la que media entre una simple norma de urbanidad o buena educación y algo más profundo que, si no virtud, en sentido estricto, se encuentra más cerca de ella que de la mera cortesía. Ésta con frecuencia tiene, en efecto, un mucho de pura formalidad, que nos obliga a dar las gracias incluso cuando maldita la que nos hace la merced recibida ni maldita la falta que teníamos de ella, siempre, naturalmente, que advirtamos la buena intención que ha guiado a quien no otra cosa pretendía sino servirnos; en tanto que el genuino agradecimiento va más allá de la nuda formalidad, convirtiéndose en sentimiento de auténtica simpatía hacia quien nos ha beneficiado, e incluso hacia quien tenía la intención de hacerlo, y eso aún en el caso de que con su acción, más que un beneficio, nos haya ocasionado un fastidio. Con todo, aunque sin duda es virtud la generosidad, yo no estoy seguro de que sea estrictamente necesario conferirle tal rango al agradecimiento, porque para no ser ingrato no se precisa llegar a tanto como ser virtuoso: basta acaso con no ser un indeseable o un mal nacido. Por ello, yo me inclinaría por entender la gratitud como una disposición o un afecto a caballo entre la urbanidad y la ética; o como una norma (hay otras) que sirve de puente y enlace entre las normas puramente urbanísticas y las estrictamente éticas; y me parece que hacerlo así ni difumina su valor ni rebaja su importancia.

Como quiera que sea (y ésta es quizás una de las caras con las que antes mira al conjunto de las buenas maneras que al catálogo de las virtudes), la lógica por la que se rige el agradecimiento es muy similar a la que preside el intercambio de regalos: se espera del favorecido que favorezca, a su vez, en el momento oportuno y en la medida de sus posibilidades. Aunque, de todos modos, también es cierto que con frecuencia tendemos a creer que por cualquier nimiedad de la que somos agentes, el otro ha contraído una deuda impagable con nosotros, en tanto que con no menos frecuencia olvidamos (o deseamos olvidar) beneficios mucho más notables de los que hemos sido receptores. Y de igual forma, podemos llegar a deshacernos en agradecimientos por bagatelas, mientras que nos resulta mucho más dificultoso mostrarnos agradecidos por grandes servicios. La causa de ello, si no me equivoco, es en ambos casos la misma: la incomodidad que resulta de la situación de dependencia o inferioridad en que el favor recibido nos coloca respecto a quien nos lo ha hecho.

«La ingratitud –dice Goethe– es siempre una especie de debilidad. Nunca he visto hombres eminentes que hayan sido ingratos» [Maximen und Reflexionem, 185].

Seguramente es cierto; y si lo es, se debe, con toda probabilidad, a que un sujeto eminente no tiene ninguna necesidad de probar su eminencia; y, al contrario, cuantas más dudas abriga un individuo sobre su propia valía, tanto más trabajo le costará admitir y reconocer la merced que le ha sido otorgada. Y ante una situación en la que se pone (o el cree que se pone) de manifiesto su menesterosidad puede optar, es cierto, por el olvido, mas también por pagar de inmediato lo que él entiende como una deuda que le ata al otro. Preferible, con mucho, es lo primero, porque esa prisa en zanjar la cuenta, es una de la manifestaciones más sobresalientes de mal gusto, al tiempo que un auténtico insulto a quien le ha favorecido. Como dice La Rochefoucauld:

«Demasiado apresuramiento en pagar un favor ya es una muestra de ingratitud» [Maximes, 226];

y, sin duda, es verdad, pero es más que eso: es un absoluto desprecio a quien le ha beneficiado. Y de aquí cabe extraer, asimismo, alguna importante lección, pues si es verdad que debemos poner mucho cuidado en de quiénes hemos de admitir un favor (según Espinosa, nunca de los ignorantes), no lo es menos que debemos cuidar a quién se lo hacemos. Y es que, como de nuevo señala La Rochefoucauld:

«Hay hombres ingratos que son menos culpables de su ingratitud que sus bienhechores» [Maximes, 96]».

No es, en efecto, poco el talento que se necesita para ser generoso, porque es menester calibrar con precisión a quién, cuándo, cómo y cuánto se ha de dar (como acertadamente señalaba Aristóteles), a fin de no hacer el canelo y de tener el tacto suficiente en la ofrenda, de tal manera que con ella ni humillemos al otro ni nos convirtamos en motivo de risión.

«La generosidad consiste menos en dar mucho que en dar cuando es oportuno»,

observa La Bruyère [IV, 47]. Y es que hay, en efecto, una inoportunidad en el dar; mas también la hay en el recibir. Ni a todos se ha de favorecer ni de todos se ha de admitir ser favorecido. Hay quien recibe como si en lugar de proporcionarle un beneficio se le pagara una deuda; o, al contrario, quien entiende que por cualquier bagatela, por insignificante que sea, ha contraído una deuda tal que, a causa de ella, ni su mente hallará descanso ni su amor propio sosiego hasta en tanto no sea saldada. A ésos tales hay que decirles que queden con Dios y que con sus carencias se las compongan. Mas hay quien da con el sólo propósito de subrayar su grandiosidad (con frecuencia inexistente) y la menesterosidad de quien recibe; o, al contrario, quien da poniendo de manifiesto el enorme sacrificio que le supone la dádiva que te otorga, aunque pese a todo la hace, dada su bondad y tu miseria. Y a éstos no otra cosa hay que decirles sino que vayan con Dios, que con nuestras carencias ya nos las compondremos nosotros. Ni ser benefactor supone incurrir en la tentación de ser amo; ni ser agradecido en la aceptación de ser siervo. Toda donación que suponga un rebajamiento de la dignidad y autoestima que quien es su beneficiario, es un insulto en quien la hace y un servilismo repugnante en quien la recibe. Y, paralelamente, una donación que conlleva, no ya el desagradecimiento, sino hasta el desprecio hacia la acción del benefactor, es, ahora, no menos insultante en quien la recibe ni menos servil en quien la hace, pero, por encima de ello, en éste ultimo no es sino una manifiesta y declarada forma de estupidez.

Seguramente es cierto, como afirmaba Espinosa, que el auténtico intercambio de favores, y el agradecimiento que a los mismos se debe, sólo es posible entre hombres libres, fuera de ahí (la observación continúa siendo de Espinosa) no es sino comercio o soborno. Cosa distinta es que en esa relación las normas de cortesía (estamos otra vez en el terreno de la urbanidad) vengan a embellecer el trato y el intercambio, obligando a quien da a minimizar el valor de lo dado, aunque sea grande, y a quien lo recibe a engrandecerlo, aunque sea pequeño.

Mas una vez decididos a prestar un beneficio o a hacer un favor, no debemos hacerlo con la vista puesta en la recompensa que deseamos que nos advenga y ni siquiera en el agradecimiento que esperamos. Favorecer para que nos lo agradezcan no es menos miserable ni de peor gusto que ser desagradecido.

«Para encontrar un hombre agradecido vale la pena soportar los ingratos»,

dice Séneca [Cartas a Lucilio, LXXXI], como si la importancia de la acción no se encontrase en ella misma, sino en que nos la agradezcan. Yo entiendo que, en el fondo, ningún mal nos causa el ingrato ni ningún bien el agradecido, y en ninguna desesperada búsqueda debemos embarcarnos para dar con el segundo, aunque tampoco nada nos obliga a soportar al primero, mas no porque nos dañe, sino porque nos desagrada, de la misma manera que no estamos obligados a soportar a quien, en los postres, se hurga, no ya los dientes con las uñas, sino la nariz con los dedos. Por lo demás, con el ingrato siempre se encuentra en nuestras manos la cura y el remedio a su ingratitud: y es, sencillamente, no favorecerle más.

Pero, ciertamente, no carece de importancia saber de quién recibimos y a quién hacemos favores, porque aún existe una tercera modalidad de ingrato (al lado del que olvida y del que paga) mucho más peligrosa y dañina que las dos anteriores: y es aquél en el que su ingratitud acaba por dar en traición.

«La gratitud y la traición –decía Mark Twain– no son más que los dos extremos de un mismo desfile»;

y aunque no estoy seguro que estuviera pensando exactamente en lo mismo que yo, la imagen que esas palabras permiten entrever dibuja con toda perfección lo que intento decir. La cadena de respuestas posibles ante un don recibido, tiene, en uno de sus extremos (es de suponer que el virtuoso, o el razonable, al menos; nacido tanto de una buena crianza como de una buena disposición), a la gratitud; y a ella la siguen actitudes cada vez más degeneradas (el olvido del beneficio o el pago inmediato del servicio, entre otras) hasta llegar al extremo opuesto (sin duda, ya perverso y vicioso), aquél en el que, toda vez que no es posible la amnesia voluntaria ante el beneficio, ni tampoco la liquidación de la deuda, lo que en un espíritu noble debería haberse resuelto en agradecimiento, en uno mezquino y ruin deviene en traición. Y si hacia su benefactor se despierta en el corazón del agradecido una sincera simpatía y una pronta disposición a contribuir a su bienestar, el del traidor, como antítesis suya que es, ningún otro sentimiento alberga más que el deseo de destruir a quien le ha hecho bien. Confundiendo, acaso, agradecimiento con servilismo, le resulta insoportable la existencia de ese lazo (que él antes verá como correa de perro) que le une a quien le ha beneficiado, como insoportable se le hace el reconocimiento de la deuda, y aún más, si cabe, el que la misma sea conocida por terceros. La consecuencia más inofensiva de todo ello es que opte por dar la espalda a quien debería dar las gracias; la más dañina (y no es infrecuente) que busque por todos los medios propiciar su destrucción (cualquiera que sea la forma en que se quiera entender este concepto). Acaso fuera esto lo que Espinosa quería decir cuando aseguraba que

«los hombres están mucho más prestos a la venganza que a devolver un beneficio» [Ethica, III, 41, escolio].

Es probable que toda ingratitud sea, en mayor o menor grado y de un modo u otro, una forma de traición. No es cierto, sin embargo, que todo traidor lo sea por ingrato. Es claro que la traición misma nace y se alimenta de muchas otras fuentes, mas la intersección entre ambos tipos humanos no es rara, y constituye una de las bajezas y miserias morales más notables. Con razón advertía Séneca a Lucilio que

«es peligrosísimo hacer grandes favores a ciertos hombres, los cuales, porque creen vergonzoso no pagar beneficios, no querrían que existiese aquél a quien tendrían que pagarlo […] Ningún odio es tan pernicioso como la vergüenza de un beneficio no correspondido» [Carta LXXXI].

Sí, todo eso es cierto. Y, sin embargo, yo no sé si aún nos queda por referirnos a un tipo de ingrato que, aunque menos peligroso para su benefactor que éste del que acabamos de hablar, resulta todavía más vil y despreciable. Porque, siquiera, a quien es traidor por ingrato hay que reconocerle, al menos, un cierto amor propio (por indigno y malentendido que sea), que le llevaría, si pudiera, a romper la correa que le une a quien le a favorecido, mediante el pago inmediato de la deuda, mas a éste del que ahora hablo, nada le importa que le lleven como un perro, siempre que, de cuando en cuando, pueda morder a quien le conduce. Me refiero a aquél que no tiene el menor empacho en recibir beneficios, vengan de donde vengan, e incluso en implorarlos, sin que su amor propio se sienta dolido en lo más mínimo, y, sin embargo, cuando él se halla en condiciones de favorecer, rehúsa hacerlo, y tanto más, en ocasiones, cuanto mayores son sus posibilidades de hacerlo. Buen retrato de este individuo lo hallamos en el deán de Santiago, del Exemplo XI de El conde Lucanor, el cual deán, por más imaginados ascensos que experimento en su carrera (ascensos que no eran sino ensueños provocados por las artes mágicas del nigromante), nunca halló el momento adecuado para favorecer a don Yllán de Toledo, a quien previamente había suplicado le introdujese en los secretos de la nigromancia; y ni siquiera cuando se vio hecho papa tuvo a bien otorgarle algún beneficio, sino que, muy al contrario, una vez sentado en el trono de Pedro, le aconsejó que se apartara de su vista antes de que decidiese meterlo en la cárcel por hereje y encantador, y todo ello, sin proporcionarle, al menos, un pobre viático con el que alimentarse en el camino de vuelta a Toledo.

«Et porque entendió don Ihoan que era éste muy buen exiemplo, fízolo poner en este libro et fizo estos viessos que dizen assí:

Al que mucho ayudares et non te lo conociere,
menos ayuda abrás, desque en gran onra subiere
».

2

Es obvio, entiendo yo, que, se mire como se mire, benefactor y beneficiado se encuentran en una situación desigual: de superioridad e inferioridad, respectivamente. Aunque no sé si tanto como sugiere Ambrose Bierce, a quien se debe la siguiente definición:

«Ingrato, s. Que recibe un beneficio de otro o es en algún sentido objeto de la caridad ajena»;

definición en la que, como es patente –y, por más que ésa fuera la intención de Bierce, no tiene nada de irónico, tal como nosotros acabamos de ver–, se considera nacida la ingratitud de la molestia que provoca el sentimiento de dependencia. Sin duda que es exagerado equipar –por principio– esa dependencia con la caridad –y ahí reside lo humorístico y paradójico de la definición–; pero que quien recibe un favor se encuentra –siquiera en ese preciso aspecto y en esa situación concreta que hacen posible el favor mismo– en una posición de dependencia e inferioridad respecto a aquél que le favorece, es del todo punto innegable. Y por eso yo no veo con malos ojos a aquéllos (yo me cuento entre ellos) que aspiran a deber el menor número posible de favores, y, por supuesto, tampoco a quienes de ningún modo están dispuestos a mendigarlos, porque esto ya no sería verse favorecido, sino, de manera directa, implorar caridad (aquí sí estaría del todo acertado Bierce). Quiero decir, de otra forma, que la autosuficiencia me parece un ideal digno y noble. Mas como quiera que no pasa de ser un ideal –una idea reguladora de nuestra praxis, en sentido kantiano–, y como quiera que, ocasionalmente, al menos, siempre habrá quien nos preste un servicio, como hay (y con más frecuencia de la que desearíamos) quien nos perjudique (o busque hacerlo), me parece de todo punto injusto y deplorable que la merecida inquina y desprecio que debemos al segundo la traslademos también hacia el primero, quien, muy al contrario, es merecedor de nuestra simpatía y gratitud.

Alonso Quijano, el bueno, que aconsejaba a Sancho el gobernador fuese agradecido, porque

«la ingratitud es hija de la soberbia y uno de los mayores pecados que se sabe», [Don Quijote, II, LI],

dejó dicho, me parece a mí, todo lo que sobre este asunto hay que decir; y ello hasta tal punto que puede creérseme si afirmo que no tendría por ofensa el que alguien opinase que todo lo que he hecho yo en este pequeño ensayo no pasa de ser una torpe explicación de sus palabras:

«Entre los pecados mayores que los hombres cometen –dirá en otra ocasión el ilustre manchego–, aunque algunos dicen que es la soberbia, yo digo que es el desagradecimiento, ateniéndome a lo que suele decirse: que “de los desagradecidos está lleno el infierno”. Este pecado, en cuanto me ha sido posible, he procurado yo huir desde el instante que tuve uso de razón; y si no puedo pagar las buenas obras que me hacen con otras obras, pongo en su lugar los deseos de hacerlas, y cuando éstos no bastan, las publico; porque quien dice y publica las buenas obras que recibe, también las recompensara con creces si pudiera; porque, por la mayor parte, los que reciben son inferiores a los que dan, y así es Dios sobre todos, porque es dador sobre todos, y no pueden corresponder las dádivas del hombre a las de Dios con igualdad, por infinita distancia; y esta estrechez y cortedad en cierto modo la suple el agradecimiento» [II, LVIII].

Mas dada esa situación de inferioridad y dependencia en la que se encuentra el que recibe en relación con el que da, nada innoble se esconde en ese ideal a la autosuficiencia del que antes hablábamos, y por ello ninguna contradicción existe entre esas palabras y las que Don Quijote dirige a su escudero cuando abandonan el castillo de los duques:

«—La libertad, Sancho, es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos; con ella no pueden igualarse los tesoros que encierra la tierra, ni el mar encubre; por la libertad, así como por la honra, se puede y debe aventurar la vida; y por el contrario, el cautiverio es el mayor mal que puede venir a los hombres. Digo esto, Sancho, porque bien has visto el regalo, la abundancia que en este castillo que dejamos hemos tenido; pues en mitad de aquellos banquetes sazonados y de aquellas bebidas de nieve, me parecía a mí que estaba metido entre las estrechezas de la hambre, porque no lo gozaba con la libertad que lo gozara si fueran míos: que las obligaciones de las recompensas, de los beneficios y mercedes recibidas, son ataduras que no dejan campear el ánimo libre. Venturoso aquel a quien el cielo dio un pedazo de pan, sin que le quede obligación de agradecerlo a otro que al mismo cielo» [II, LVIII].

 

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