Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
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El Catoblepas • número 55 • septiembre 2006 • página 7
En el quinto aniversario de los atentados terroristas del 11-S, analizamos algunos problemas estéticos y morales que plantea el tratamiento cinematográfico de las tragedias reales, con algunas muestras del pasado y del presente. Ofrecemos ahora la primera parte de este ensayo
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Preámbulo: tiempo de comedias y tragedias
A propósito del incipiente (y por lo visto ya imparable) desfile en la cartelera cinematográfica de películas que toman como argumento central el 11-S, he tenido la oportunidad de escuchar y leer en los medios un tópico de lo más ordinario, pero que, no obstante, contiene una profunda verdad; esto es: que era sólo cuestión de tiempo que las productoras y los directores de cine decidieran acometer de modo explícito y crudo los trágicos episodios terroristas ocurridos el 11 de septiembre de 2001 en Estados Unidos de América.
Tras la tragedia, los reportajes televisivos y las crónicas periodísticas sobre el tema no se hicieron esperar para salir a escena, tampoco las publicaciones (volúmenes más o menos oportunistas, cuando no corsarios), ansiosas de sacar partido de lo que algunos consideran, sin confesarlo, un filón o un botín de guerra. Por lo general, había en todo ello mucho resentimiento, poca solidaridad y casi nada de piedad. La referencia tácita o circunstancial, indirecta y perifrástica, de mayor o menor calado, a los fatales acontecimientos ya consta en los archivos y las hemerotecas, y en la mayor parte de los casos también en la historia de la infamia. El filme de Steven Spielberg, Munich, ya comentado en esta sección, sería una prueba de la clase de delitos que señalo.
Hablo de «delitos» (en italiano, diría peccatos; en inglés, crimes), y no de simples hechos, por dos motivos esenciales. Primero, porque los maquinadores del día de la vesania aspiraban a algo más que a matar civiles y destruir ciudades; buscaban por encima de todo asegurarse el impacto mediático mundial, armando al efecto un guión de propaganda, unos iconos y una banda sonora en multicolor y multidifusión con los que empujar o animar la yihad contra el mundo libre; para culminar tal objetivo era preciso contar con compinches y publicistas (literalmente: secuaces) locales, que desde dentro del sistema, en el interior, les hicieran el trabajo de mercadotecnia, entre otros. Los atentados fueron transmitidos en directo. Luego, serían retransmitidos ad infinitum, ad nauseam, ad maiorem rei memoriam, ad necem.
Y segundo, porque estos acercamientos al asunto, presuntamente informativos, artísticos o «recreativos», no han sido inocentes ni equívocos ni neutros, sino muy claros, casi obscenos, aunque a menudo camuflados con el manto del disimulo; clarísimos, al menos, para que el no quiera taparse los ojos ni meterse debajo de la alfombra, allí donde previamente se habría ocultado la basura que en lugar de destruir se ha optado por tapar.
Sí, era cuestión de tiempo que los distintos géneros artísticos –el cine, en particular– convirtiesen el drama en trama. Incluso en comedia, pues, justamente y no por casualidad, el tiempo constituye la medida o categoría principal del arte de hacer reír, ese propósito tan arduo y tan serio como acaso no haya otro en la acción humana. El drama es fundamentalmente materia de intensidad; la comedia lo es de duración, de oportunidad, de medida temporal, de extensión y, por lo tanto, de limitación. Cada cosa, pues, en su sitio.
Distinguirse en el arte de la comedia significa dominar el aprendizaje y el control de los tiempos, tener el don de conocer el momento oportuno en el que intervenir, salir o entrar, abrir o cerrar las puertas, hablar o callar, destacar o insinuar. Tras los silencios y los ocultamientos, lo que no es mostrado directamente sino sólo insinuado, sugerido o entrevisto, encontramos algunos de los momentos más brillantes e hilarantes de la historia de la comedia.
Una agudeza o historieta demasiado larga, o repetida sin compasión a la misma persona en un breve lapso de tiempo; tres o más chistes contados de seguido y sin misericordia; un gag que no acaba de encontrar solución apropiada o digna salida; una farsa, en fin, inconveniente, una impertinencia, a destiempo o deshora, constituyen algunos ejemplos de actuaciones de mal comediante, de salidas de tono, de desmesuras, de poner los pies fuera del tiesto, de meter la pata, de cometer disparates. La gracia es un don precioso que se arruina con facilidad, degenerando sin remedio en grosería, ramplonería, zafiedad o... delito. ¿Qué es la comedia, en suma, sino la técnica y el arte del comedimiento?
Woody Allen describió esta situación, este caso, en uno de sus filmes más logrados: Delitos y faltas (Crimes and Misdemeanors, 1989). Lester, tipo llevado a la pantalla por Alan Alda, hermano del personaje principal, interpretado por el propio Allen, diserta en una escenasobre el significado de la comedia, sentenciando, con gran desenvoltura, sobre el significado de lo gracioso: «si se curva, tiene gracia; si se rompe, no tiene gracia. [...] Comedia es tragedia más tiempo».{1}
Además del comedimiento, la comedia exige, por tanto, distanciamiento. He aquí, verbigracia, la manifestación de la ironía, como compendio general de la comedia. Hay muchas clases de distanciamiento. Ahora aludo tan sólo al distanciamiento temporal. Quiero decir: para que una tragedia real pueda llevarse al terreno (al ámbito estético) de la comedia ficticia (la farsa, la chanza, la sátira) hace falta, sobre todo, que haya transcurrido un cierto tiempo.
Si esto es cierto, y aplicable, a la tragedia en sentido genérico, a una situación dramática entre otras muchas, ¿qué decir de la narración de las hecatombes, de la representación del Mal Radical o Absoluto, de la recreación artística del Mal indecible..., de los atentados terroristas del 11-S?
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Ser o no ser, esta es la cuestión estética
Ernst Lubitsch rueda en plena II Guerra Mundial una comedia enloquecida sobre el nazismo, titulada Ser o no ser (To be or not to be, 1942). Hoy sigue entusiasmando y divirtiendo a todo buen aficionado al cine. La mayoría de críticos la consideran, por lo demás, la cumbre de la producción cinematográfica, ya de por sí soberbia, del director berlinés, aunque nacido en Grodno, Rusia. Mas ¿cómo fue recibida en el momento de su producción? Con división de opiniones, más que nada por motivos extra-cinematográficos, por razones de oportunidad. Todo aquel que conocía a Lubitsch era testigo (a veces también, víctima) de su sorna y socarronería. Tampoco olvidaban que era un judío que despreciaba a los nazis, así como toda forma de totalitarismo. Un personaje libre de toda sospecha, pues. Pero, ¿no pecó de inoportuno, de precipitación?
Muchas de los diálogos y situaciones que ideó en sus comedias todavía nos asombran por el grado de elegancia que demuestran. Sin embargo, un número del New York Times de la época, a propósito de Ser o no ser, incluye este comentario: «Casi se podría pensar que Mr. Lubitsch ha adoptado la actitud de hacer reír caiga quien caiga». Lo cual no tiene nada de elegante. Cuando en el día del preestreno, aparece la secuencia en que el oficial alemán Ehrhardt, «campo de concentración» (Sig Rumann) lanza el juicio que le merece la producción teatral de Joseph Tura (Jack Benny) que da título al filme: «Nosotros estamos haciendo con Polonia lo que él ha hecho con Shakespeare», la sala quedó enmudecida. Corría el año 1942.
Relata su biógrafo, Scott Eyman, que tras la función, Lubitsch, el productor de la película, y algunos amigos, entre los que se hallaba Billy Wilder, se reunieron en un club nocturno de Sunset Boulevard para «hacer la autopsia» de la presentación del filme. Sólo Vivian, la esposa por entonces del director, se atrevió a opinar, a decir lo que pensaba sobre el asunto: la desafortunada frase debía ser eliminada. El resto de los presentes estuvo de acuerdo con Vivian. A Lubitsch le temblaba el puro en la boca, pero no dio su brazo a torcer. La frase y la película seguían adelante:
«Me pareció –afirmó más tarde– que la única manera de que la gente oyera hablar de los sufrimientos de Polonia era hacer una comedia. El público sentiría compasión y admiración por las personas que todavía eran capaces de reír en medio de la tragedia».{2}
Charles Chaplin era de la misma opinión. De hecho, dos años antes, había realizado El gran dictador (The Great Dictator, 1940), en que no sólo parodia a Hitler y sus hazañas, sino que llega a erigirse en paladín y portavoz de la democracia (para decir en palabras lo que acaso no supo mostrar en imágenes: ¿por qué, entonces, no escribir un libro en vez de hacer una película?), dando una ruidosa prueba de ello en el celebrado discurso final, el cual a mí, francamente, sigue resultándome fatuo, insufrible.
Hoy, ese mediocre clown italiano que es Roberto Begnini (excepto cuando es dirigido por cineastas americanos, como Jim Jarmusch), intenta parodiar a su vez a Chaplin (parodia de parodia) en la oscarizada –y, a mi parecer, fallida, inconveniente e... inoportuna– película La vida es bella (La vita è bella, 1997). ¿Por qué? Porque la considero otra ligera demostración de la banalidad del mal envuelta en celofán artístico, aparte de otras carencias y debilidades cinematográficas (bastantes notorias y serias) que no voy ahora a desmenuzar. Como tampoco abordaré ahora –cada cosa a su tiempo y en su lugar– el feo asunto de la caricatura la tragedia, como arma propagandística y de «guerra psicológica», una consecuencia, se quiera o no, que comporta otro caso de licencia poética o condescendencia respecto al Mal.{3}
Para decidir hacer una comedia sobre la tragedia es preciso dejar que pase el tiempo. Pero además hace falta tener talento para acometer el más difícil de los objetivos en el cine, y en el arte, en general: hacer reír y divertir.
Recuperando nuestro apunte sobre Lubitsch, y como coda del mismo, referiré una pequeña anécdota que, según creo, viene a cuento. Poco después de finalizar el rodaje de Ser o no ser, Carole Lombart, protagonista femenino del filme (y esposa de Clark Gable, a la sazón), fallece, junto a su madre, la tripulación y el resto del pasaje, en un accidente de aviación. La consternación entre el equipo de rodaje es mayúscula. Sin embargo, la vida sigue, el espectáculo debe continuar: It’s showtime, folks! Aunque no del todo, o no del mismo modo, como si no hubiese pasado nada. En un momento de la película, Maria Tura, personaje que interpreta Lombart, pregunta ingenuamente: «¿Qué puede pasar en un avión?» (en el guión del filme, la aviación juega un importante papel). Frase desafortunada, sin duda, a la vista de lo que acontece poco después. Reunión en la cumbre, el equipo de rodaje delibera. Sin demasiadas dudas ni dilaciones, la línea desdichada del diálogo es suprimida del montaje final; en esta ocasión, sin oposición del director.{4}
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Gracia e inoportunidad
La historia se repite, una vez más, aunque los protagonistas interpretan en cada momento el papel de distinta manera. En 1961, Billy Wilder, discípulo aventajado de Lubitsch, rueda en Berlín Uno, dos, tres, comedia trepidante, zigzagueante o screwball comedy, como se conoce en inglés, porque este género busca conseguir con las imágenes y los diálogos un efecto similar al pretendido con el buen lanzamiento de la pelota en el baseball. En la actualidad, las carcajadas están garantizadas en cada pase del filme. En el momento de su estreno, sin embargo, la chanza no hizo demasiada gracia, en particular, a los alemanes. De esta manera, sincera y discreta, cuenta el biógrafo de Wilder, Hellmutt Karasek, lo sucedido:
«La película no se recuperó de la construcción del muro. Durante el rodaje pasó de ser una farsa a ser una tragedia, o peor: tendría que haberlo sido. Porque de pronto, todo aquello que era divertido y exageradamente gracioso –una brillante sátira del conflicto Este-Oeste– producía el efecto de una cínica sonrisa. Cuando la película se estrenó en Berlín, en diciembre de 1961, el Berliner Zeitung escribió con amargura: 'Lo que a nosotros nos destroza el corazón, Billy Wilder lo encuentra gracioso'.»{5}
Ya lo he dejado dicho en otro lugar, aunque en este mismo sitio: Billy Wilder es un cínico fenomenal. Pero, no nos confundamos, es un cínico en el plano cinematográfico, no necesariamente a nivel personal o real. Comprobémoslo de nuevo.
Cuando en el año 1986, Uno, dos, tres es reestrenada en Alemania, el éxito es sencillamente colosal. Lo que en 1961 no resultaba gracioso, veinticinco años después hacía a los espectadores germanos retorcerse de la risa («si se curva...»). ¿Cómo explicar semejante circunstancia? ¿Cómo descifrar este presunto misterio? El responsable principal de la desternillante comedia, con 80 años cumplidos, hace memoria y se explica públicamente:
«Un hombre que corre por la calle, se cae y vuelve a levantarse es gracioso. Uno que se cae y no vuelve a levantarse deja de ser gracioso. Su caída se convierte en caso trágico. La construcción del muro fue una de esas caídas trágicas. Nadie quería reírse de la comedia Este-Oeste que tenía lugar en Berlín, mientras había gente que, arriesgando su vida, se tiraba por las ventanas para saltar por encima del muro, intentaba nadar por las alcantarillas, recibía disparos, incluso moría de un disparo. Naturalmente, también se puede bromear con el horror. Pero yo no podía explicarles a los espectadores que había rodado Uno, dos, tres en circunstancias distintas a las que reinaban cuando la película se proyectó en los cines.»
¿Son éstas las maneras y las palabras de un cínico? Creo que no.
Una breve glosa más, para ir acabando este Preámbulo. Roberto Begnini convoca al actor Horst Buchholz (más que anciano, decrépito) para que interprete un papel secundario aunque relevante, en la citada película La vida es bella. Nada menos que de oficial nazi. Por supuesto, malvado (es un grandísimo egoísta, sólo preocupado por sus obsesiones y manías...), aunque tampoco demasiado (no se muestra duro ni brutal con su antiguo camarero; hay nazis y nazis). Como es sabido, el actor alemán interpretó a Otto Ludwig Piffl, el joven comunista berlinés reconvertido al capitalismo merced a los encantos de la juvenal y pizpireta Scarlett Hazeltine (Pamela Tiffin), hija de un alto directivo de Coca-Cola en Atlanta, y a los enredos urdidos por el directivo delegado en Berlín de la «pausa que refresca», C. R. MacNamara (James Cagney). ¿Homenaje De Begnini a Wilder o fácil guiño cómplice? Lo primero, lo dudo. Además, a cualquier plagio o remedo le llaman homenaje. Pero, si se tratase de lo segundo, ¿de qué clase de complicidad estaríamos hablando?
Vieja cuestión la que aquí refiero, que vemos repetirse sin cesar, incansablemente, y acaso también sin solución. Decía Marx que cuando la Historia se repite, primero lo hace en forma de tragedia, luego, como farsa. Y añade Shakespeare, quien con tanta maestría dominaba el arte de la tragedia y la comedia, que la historia no es más que un cuento narrado por un idiota con ruido y con furia que no significa nada. Pues bien, transcurridos cinco años de la tragedia del 11-S, sigue la función, y a la vista de las representaciones cinematográfica de los hechos, es tiempo de realizar las correspondientes críticas.
Para algunos se trata de montar un nuevo espectáculo (cine de catástrofes) u otra oportunidad para echar más leña al fuego, hurgar en la herida y ofender a las víctimas y a las sociedades libres (cine político); para otros, de mostrar que no se olvida la afrenta, de denunciar el horror, de expresar la ira que todavía se siente contra la vesania, y la necesidad urgente de vencerla. En el próximo número de El Catoblepas (pues este ensayo continuará...) comprobaremos quiénes son, según el caso, los dramaturgos, los serios y los veraces, y quiénes los farsantes, los «comediantes» y los falaces, en esta historia trágica de apocalípticos e integristas.
Notas
{1} Lester (Alan Alda): «What makes New York such a funny place is that there’s so much tension and pain and misery and craziness here. And that’s the first part of comedy. But you’ve got to get some distance from it. The thing to remember about comedy is that if it bends its funny. If it breaks, it’s not funny... so you’ve got to get back from the pain... Comedy is tragedy plus time». (Del guión de Woody Allen, Crimes and Misdemeanors, 1989)
{2} Scott Eyman, Ernst Lubitsch: risas en el paraíso, traducción de Marta Heras, Plot, Madrid 1999, págs. 290 y 291.
{3} Como digo, no voy a tratar el tema de las «caricaturas» en este momento. Sólo precisaré, sin embargo, adelantándome a aventurados reparos y para templar a tiempo juicios precipitados, que de ninguna manera considero identificables caricaturizar la tragedia y caricaturizar determinada religión o doctrina.
{4} Scott Eymann, en la biografía citada, y de quien tomamos la fuente, relata los hechos con estas palabras: «La muerte de Lombart hizo necesario realizar un pequeño trabajo de reedición en Ser o no ser para ocultar la supresión de una frase especialmente desafortunada: '¿Qué puede pasar en un avión?' Eso añadió otros 35.000 dólares al presupuesto. El coste total de Ser o no ser subió a 1.022.000 dólares». (op. cit., pág. 288). La frase en cuestión puede escucharse en las versiones que circulan en la actualidad. Si la historia arriba referida es cierta (y no tengo motivos para ponerla en duda), tendríamos aquí una nueva prueba confirmadora de lo acertado de nuestras observaciones, esto es: que la comedia y la gracia de sus bromas están sometidas al dictamen del tiempo y al principio de la oportunidad, amén del talento del autor, el cual, aunque no se dé por descontado, debería de presuponerse.
{5} Hellmutt Karasek, Nadie es perfecto, traducción de Ana Tortajada, Grijalbo, Barcelona 1993, pág. 376.