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El Catoblepas, número 55, septiembre 2006
  El Catoblepasnúmero 55 • septiembre 2006 • página 3
Guía de Perplejos

A propósito del asno de Buridán

Alfonso Fernández Tresguerres

Voluntad, entendimiento y acción humana

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Es fácil definir la voluntad (que según la tradición cristina es, junto al entendimiento y la memoria, una de las tres grandes potencias del alma, hecha ésta a imagen y semejanza de Dios) diciendo que es la capacidad de querer, en el sentido de decidir o elegir. Tampoco es difícil remarcar su papel preponderante en el comportamiento humano, a diferencia de lo que sucede en el resto de los animales; mas no porque éstos carezcan de ella (no llegaré yo a afirmar tanto), sino porque la tienen y la ejercen de otra manera distinta: en el animal, la voluntad es siempre esclava de sus raíces biológicas, y se halla, a todas horas, supeditada a ellas y a la satisfacción de las necesidades primarias o elementales (también llamadas, precisamente, «biológicas»), que tienen por objeto la supervivencia del individuo o de la especie. Sólo en el hombre, por el contrario, la voluntad se ejerce (o puede llegar a ejercerse) de forma autónoma (o relativamente autónoma) respecto a dichas necesidades. Y, así, sin duda que podremos ver cómo un chimpancé elige a un determinado individuo como compañero de juego (e incluso de apareamiento, lo que resulta ya verdaderamente sorprendente), pero en vano esperaremos verlo declararse en huelga de hambre, renunciar a toda actividad sexual o suicidarse. Y ello es debido a que en el animal ninguna motivación es superior ni más fuerte que aquéllas encaminadas a satisfacer esas necesidades primarias de las que hablamos, ni ninguna hay que pueda anularlas o ponerlas entre paréntesis. En cambio, cualquiera de las renuncias señaladas: al alimento, al sexo (demos un voto de confianza por lo menos a algunos de quienes han hecho, a su vez, un voto de castidad) y renuncia, incluso, a la propia vida, podemos hallarlas en el ser humano. Y ni siquiera resulta especialmente problemático explicar por qué esto es así, es decir, dar cuenta de cuál es esa otra fuerza a la cual la voluntad puede llegar a supeditarse hasta convertirse en negadora de sí misma, entendida como «voluntad de vivir» (para decirlo al modo de Schopenhauer): porque tal fuerza no es otra que la emanada de procesos culturales, en sentido objetivo, que cristalizan, por ejemplo, en códigos jurídicos o morales o en creencias religiosas, y que es tal la potencia con la que inciden en el comportamiento humano, que pueden llegar incluso a anular aquellos impulsos encaminados a la conservación del individuo o de la especie.

Más difícil, sin embargo, resulta determinar hasta dónde alcanza el peso de la voluntad en el cómputo total de los factores que influyen en cada una de las acciones humanas y en el comportamiento que resulta y se configura a partir de ellas. Y especialmente dificultoso es dibujar las relaciones de la voluntad con el entendimiento, y pronunciarse sobre el papel dominante o subordinado del uno o de la otra en el hacer y, aún mejor, en el obrar humanos.

El problema recorre toda la historia de la filosofía, y consiste en lo que, en aras de una cómoda y fácil caracterización, podemos denominar la controversia entre el «intelectualismo» y el «voluntarismo». El asunto es sobradamente conocido y no merece la pena ni que yo pierda el tiempo ni el lector se aburra o se enoje con el recordatorio de lugares comunes que, por lo demás, pueden hallarse en un simple manual introductorio de filosofía. Me permitiré, tan sólo, algunas pinceladas históricas para centrar el problema, antes de pasar a discutirlo como tal.

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Buscando, pues, esa simplificación de la que hablo, acaso se me permita que de una forma en exceso esquemática diga que si los filósofos griegos (y sus seguidores en Roma) tienden al intelectualismo, el pensamiento cristiano (y con él toda la Edad Media) se inclina al voluntarismo, en tanto que en la filosofía moderna y contemporánea, las posiciones seguramente no están tan nítidamente decantadas respecto a cuál de las dos capacidades (el entendimiento o la voluntad) es el elemento determinante de la acción humana, aunque tal vez podría sostenerse que abundan más las filosofías de corte voluntarista

Así, por recordar únicamente algunos nombres, en la filosofía griega el caso extremo es, sin duda, el del intelectualismo ético de Sócrates, según el cual, quien conoce el bien, necesaria e indefectiblemente lo hará. O lo que es lo mismo: sólo se obra mal por desconocimiento o ignorancia. Más moderada (sin dejar de ser intelectualista) es la posición de Platón, para quien nuestra dimensión pasional o apetitiva (el caballo negro del famoso mito del carro alado) no puede ser gobernada y domeñada sólo por el intelecto (el cochero), sino que resulta imprescindible el apoyo y concurso de la voluntad (el caballo blanco). De este modo, la voluntad queda establecida como una facultad a medio camino entre la razón y el mero deseo (de manera muy similar a como lo está la dianoia entre la noesis y la simple doxa), pero siempre, en todo caso, dependiente de la razón misma. O lo que es igual, la voluntad es la capacidad de ejecutar y llevar a término aquello que previamente el entendimiento ha determinado como bueno. E intelectualista es también la postura defendida por Aristóteles (a quien, en este aspecto, seguirán, en lo esencial, las escuelas helenísticas). Ciertamente, piensa el estagirita, la elección es una actividad dependiente de la voluntad, esto es, la elección es siempre voluntaria (y por eso, quien no ha podido elegir ni actuar de modo voluntario, no es responsable de su acción), pero sólo es genuina elección cuando se produce tras la deliberación llevada a cabo por el entendimiento:

«Es evidente que la elección es algo voluntario –escribe Aristóteles–, pero no es lo mismo que ello, dado que lo voluntario tiene más extensión, pues de lo voluntario participan también los niños y los otros animales, pero no de la elección, y a las acciones hechas impulsivamente las llamamos voluntarias, pero no elegidas. Los que dicen que la elección es un apetito, o impulso, o deseo, o una cierta opinión, no parecen hablar rectamente […] Entonces, ¿qué es o de qué índole, ya que no es ninguna de las cosas mencionadas? Evidentemente, es algo voluntario, pero no todo lo voluntario es objeto de elección. ¿Acaso es algo que ha sido ya objeto de deliberación? Pues la elección va acompañada de razón y reflexión, y hasta su mismo nombre parece sugerir que es algo elegido antes que otras cosas» [Ética a Nicómaco, III: 2].

O también, como se dice en esa misma obra [III: 3]: «se elige lo que se ha decidido después de la deliberación».

Por el contrario, en la tradición cristiana (con la excepción, seguramente, del aristotélico Tomás de Aquino) el motor de la acción se desplaza desde el entendimiento a la voluntad. Razones para ello existen, desde luego, y no es la menos importante el hecho de que muchas verdades que provienen de la Revelación sean inaccesibles al intelecto y sólo por un acto de fe (¿y por qué no decir «de voluntad»?) pueden ser asumidas. Pero es que, además, el propio bien no en otra cosa consiste sino en aceptar y seguir la voluntad divina, y ello aunque no se entiendan sus designios, y por eso el bien es, ante todo, un asunto de la voluntad, no del entendimiento. Abraham no tiene por qué entender los motivos por los que Dios le ordena sacrificar a su hijo Isaac: debe, simplemente, estar dispuesto a cumplir tal orden. Paralelamente, entonces, también el mal (el pecado) nace de la voluntad, de una voluntad que se opone al mandato divino.

«El que acepta mis mandamientos y los cumple, ése es el que me ama; y al que me ama, lo amará mi Padre, y yo también lo amaré y me revelaré a él» [Juan, 14: 21].

Tal voluntarismo cristiano es patente en la corriente platónico-agustiniana (representada, muy especialmente, por los franciscanos), y llega a sus formulaciones extremas en el pensamiento de Duns Scoto, y, sobre todo, de Guillermo de Occam, quien hace del primer artículo de la fe (Credo in Deum Patrem omnipotentem) el principio rector de su teología. Mas si Dios es omnipotente ello significa que su voluntad no puede hallarse limitada por nada: ni por un reino de valores que se viera obligado a acatar ni tampoco por una serie de principios lógicos a los cuales hubiera de conformar su acción, y entre ellos ni siquiera el principio de no-contradicción (único límite reconocido por Scoto a la omnipotencia divina). La consecuencia de todo ello es un voluntarismo ético extremo: es bueno lo que Dios quiere y malo lo que no quiere. O en otras palabras: Dios no quiere las cosas porque sean buenas (y él entiende que lo son), sino que las cosas son buenas porque Dios las quiere.

Santo Tomás, en cambio, parece defender, como antes decíamos, posiciones de corte intelectualista: Dios no puede querer más que lo bueno, y eso significa aquello que previamente haya reconocido como bueno. Porque, en general, ni Dios ni el hombre pueden querer nada que previamente no hayan conocido (nihil volitum quin praecognitum). Sin embargo, cabría poner algún reparo a esta rápida (y en ocasiones muy frecuente) caracterización de Tomás de Aquino como intelectualista sin más, porque seguramente, en este aspecto, su pensamiento es mucho más complejo, y también más sugerente de lo que sería una simple defensa del entendimiento frente a la voluntad. Pues sucede que, si se da tal predomino, es debido, antes que nada, a que la voluntad divina no es, en realidad, algo distinto de su inteligencia, sino al contrario: es su inteligencia misma.

«Es evidente –escribe Tomás– que la voluntad de Dios no debe ser diferente de su inteligencia. En efecto, siendo el bien comprendido objeto de la voluntad, determina esta voluntad y es acto y perfección de ella. En Dios, según ya se ha demostrado, el principio y el objeto del movimiento, la potencia y el acto, la perfección y la cosa perfectible, son una misma cosa, y es por consiguiente necesario que en Dios la voluntad no sea una cosa diferente del objeto mismo de la concepción intelectual. Es así que la inteligencia divina es lo mismo que su esencia; luego la voluntad divina no es otra cosa que su inteligencia y su esencia. Además, las principales perfecciones en las cosas creadas son la inteligencia y la voluntad, y su indicio o carácter es el encontrarse en los seres más nobles. Es así que las perfecciones de las cosas son en Dios una cosa con su esencia; luego en Dios la inteligencia y la voluntad están identificadas a su esencia» [Brevis summa de fide, XXXIII].

Es éste, a mi juicio, un planteamiento mucho más sutil y profundo que aquéllos que se conforman por decantarse por una u otra de esas facultades; planteamiento, también, si no me equivoco, que puede entroncarse con el que más adelante defenderá Espinosa.

En el pensamiento moderno y contemporáneo –como decíamos más atrás– la situación resulta más compleja, y no puede hablarse de un intelectualismo o de un voluntarismo preponderante, aunque seguramente no erraremos en exceso –como también habíamos insinuado– si nos atrevemos a decir que son más los que se adscriben a la línea voluntarista que al contrario. Así, por recordar solamente a algunas grandes figuras, frente a lo que podríamos entender como intelectualismo en Leibniz, encontramos posiciones más o menos voluntaristas en Descartes, en el empirismo o en Kant, para quien la voluntad buena, que actúa por estricto respeto al deber, dado en el imperativo categórico, es el único fundamento de la autonomía moral. Voluntarista es también, seguramente, la doctrina de Fichte, la de Schopenhauer o la de Nietzsche.

Peor dejémoslo aquí. Con lo dicho basta para mostrar la importancia del problema que –como ya señalábamos– recorre toda la historia de la filosofía, al punto que ésta podría ser reconstruida por entero a partir de él –como puede serlo tomando como hilo conductor cualquiera de los grandes problemas filosóficos–; y por idéntico motivo resultaría completamente absurdo que nos impusiéramos aquí el proyecto de hacer tal en el curso de unas apresuradas y apretadas líneas. Mayor interés tiene que nos ocupemos del problema mismo: ¿en qué consiste éste? ¿Qué es lo que se está discutiendo?

3

No es mal proceder, en cuestiones como la que tratamos partir siempre de un ejemplo o una situación dada, sea o no imaginaria. No otra cosa, creo yo, es lo que ya Platón, tiempo atrás, nos enseñó con sus alegorías. En este caso, afortunadamente, ni me veo obligado a crear una (que, a no dudarlo, desmerecería al lado de las platónicas), ni tampoco a proponer siquiera un mal ejemplo con el que cumplir el trámite y salir del paso. La propia historia de la filosofía nos ha legado uno, y excelente.

Se atribuye a Juan Buridán, nominalista francés del siglo XIV, la siguiente fábula: un asno hambriento, colocado frente a dos montones de heno exactamente iguales y situados a la misma distancia, no siendo capaz de decidirse a cual de ellos acudir, y al carecer de un motivo que le lleve a elegir uno más que otro, termina por morirse de hambre. (Ignoro otras versiones según las cuales se trata de un asno hambriento y sediento, que se muere igualmente al no poder tomar la decisión de si acometer primero a la comida o al agua que se le ofrecen. Y lo hago porque, en esta variante, los dos objetos de elección ya no son iguales, lo que es de una importancia decisiva, ya que con razón podría suponerse que el asno no habría de permanecer inactivo por cuanto ahora sí habría un motivo que le incline más a un lado que a otro, y ese lado sería posiblemente el del agua, al ser la sed, entiendo yo, motivación más fuerte que el hambre.) Y bien, ¿cuál es el significado y el sentido de tal apólogo?

No puedo recordar cuándo escuché por vez primera la historia: si fue en Mieres, de labios de José Ramón San Miguel (mi primer y, acaso por eso, más entrañable maestro de filosofía), en el palacio de Campo Sagrado, donde abría sus aulas el Instituto Bernaldo de Quirós, o si fue un poco más tarde, cuando con orgullo paseaba mi recién estrenada condición de universitario por el impresionante claustro barroco de la Universidad Pontifica de Salamanca. Sé, en cualquier caso, que no la entendí, aunque hubiese preferido la muerte antes que confesarlo. Sé, también, que continúo sin entenderla, pero ahora ya no me importa decirlo, porque con los años uno adquiere también el privilegio de que se le dé una higa que lo tomen por tonto (más inquietante resultaría serlo, si a eso vamos): ni nada espero ni a nada aspiro más que a seguir como estoy, y ni tengo por qué posar de listo delante de nadie ni de nadie me siento obligado a buscar el beneplácito o la aprobación. Así que lo repetiré de nuevo: yo no sé lo que quiere decir Buridán. Y como no lo entiendo, tampoco entiendo la controversia que enfrenta a intelectualistas y voluntaristas. Veamos.

El asno de Buridán ha sido interpretado muchas veces en el contexto del problema de la libertad o del libre albedrío, y vendría a significar que ninguna elección es posible si no se halla precedida o acompañada de alguna preferencia. O lo que es lo igual: toda elección presupone la existencia de un motivo. Mas que de aquí concluyan algunos que, puesto que ello es así, el libre albedrío es imposible, entiendo yo que es conclusión grosera y equivocada, porque la libertad no consiste en una capacidad absoluta de elección; una elección en el vacío o ejercida sobre un conjunto infinito de opciones, sino, al contrario, es la posibilidad de elegir entre una serie de alternativas dadas, que serán más o menos, según los casos, y sobre alguna de las cuales, sin duda, recaerá nuestra preferencia. De tal manera, que cuando no se dé preferencia de ningún tipo, sino plena indiferencia (como le sucede a nuestro asno), no puede haber elección, y sin capacidad de elegir no hay tampoco libertad, y así, como decía Descartes: «la indiferencia es el grado menor de libertad». Y hasta menor aún: tanto que, como digo, podría con fundamento sostenerse que la indiferencia es la negación de la libertad misma. No se trata, por tanto, que el motivo niegue la libertad, sino que, al revés, es su condición.

Pero la historia de Buridán puede interpretarse también, como es obvio, inserta en la controversia entre el intelectualismo y el voluntarismo. Y llevada a este terreno podría, en un primer momento, ser vista como argumento que viene a apuntalar la tesis intelectualista, y que diría más o menos así: si no existe un motivo o una razón para preferir una alternativa a la otra (motivo o razón que sólo pueden venir dados por el entendimiento), entonces no hay elección, y si no hay elección, tampoco hay acción, y la consecuencia será la parálisis y la inactividad. Por tanto, la voluntad se halla supeditada y subordinada al entendimiento. Bien. Pero ahora puede verse el asunto desde otro ángulo y decir que eso, en efecto, es lo que sucedería si los intelectualistas tuviesen razón. Pero no sucede: el asno no se muere de hambre (pueden hacerse cuantos experimentos se quiera), porque, aunque burro, no es tonto, y, sin duda, acabará decantándose por uno de los dos montones de heno, aunque aparentemente no exista razón o motivo para preferir uno en vez del contrario. Por tanto, los intelectualistas no tienen razón, y, frente a lo que ellos piensan, hay que concluir que es la voluntad, no el entendimiento, el motor de la acción.

Pero entonces, si el asno de Buridán prueba una tesis y la contraria, algo falla en alguna parte, lo que obliga a concluir que el asunto mismo está mal planteado. Ni se sostiene un intelectualismo puro ni tampoco un voluntarismo igualmente puro, sino que es preciso plantear de una forma distinta las relaciones entre entendimiento y voluntad.

4

Supongamos, en efecto, que el entendimiento fuera el factor determinante de nuestra acción. Lo que entonces cabría esperar, lógicamente, es que nuestro obrar fuese siempre bueno o adecuado, siquiera en aquellos casos en los que nuestro intelecto no ha incurrido en error. Porque si es cierto, seguramente, que, como tantas veces se ha dicho, nadie quiere lo malo en tanto que malo, sino en la medida en que, erróneamente, lo tiene por bueno y lo considera como tal, entonces también lo es que en aquellos casos en los que ningún engaño ni error han ofuscado al entendimiento a la hora de evaluar una situación dada y emitir un juicio sobre ella, el acto volitivo consiguiente no podría sino ser del todo ajustado a la situación misma y –si de ética hablamos– bueno. Pero de sobra sabemos que, diga lo que diga Sócrates, cuya doctrina no es sino la conclusión a la que por fuerza se encuentra abocado todo intelectualismo que quiera ser consecuente, eso no siempre es así, sino que, al contrario, actuamos no pocas veces contraviniendo los dictamos de una fina intelección y hasta del simple sentido común.

Video meliora proboque, deteriora sequor.
[«Veo lo mejor y lo apruebo, pero sigo lo peor», Ovidio, Metamorfosis, VII, 20-21].

O como ya mucho antes que Ovidio había dejado dicho Demócrito [frag. 53a]:

«Muchos que cometen los actos más reprobables, pronuncian los mejores discursos».

Y recíprocamente, como también observa Demócrito [frag. 53]:

«Muchos que no conocen la razón, viven, no obstante, de acuerdo con ella».

¿Habrá, pues, que concluir por otorgar a la voluntad los laureles del triunfo en este debate? Tampoco. Al menos yo no alcanzo a entender qué puede significar una volición ejercida al margen o con independencia de cualquier acto intelectivo. Incluso al propio asno de Buridán la duda únicamente puede planteársele después de haber comprendido que los montones de heno son iguales y están a la misma distancia. Sin este presupuesto ni siquiera tiene sentido la paradoja misma. No se necesita ser un Solón o un Aristóteles para actuar conforme a la razón o a la prudencia; y paralelamente, tanto el uno como el otro podrían haber llegado a actuar (y es casi seguro que lo hicieron en alguna ocasión) de un manera irracional o imprudente. Eso es, creo yo, todo lo que cabe extraer de las referidas palabras de Demócrito. Pero interpretarlas (en especial el último de los fragmentos reseñados) en el sentido de afirmar la existencia de una voluntad desligada de toda deliberación o intelección, es sencillamente absurdo. La voluntad sólo puede ejercerse como tal cuando una serie de alternativas se presentan al sujeto como tales alternativas, pero eso sólo es posible como resultado de un acto intelectivo, porque el que un conjunto de opciones se constituyan, para y ante mí, precisamente como opciones por alguna de las cuales me es dado decantarse, es labor del entendimiento. Y por eso yo que puedo optar por comer esto o aquello, pero ninguna posibilidad tengo de optar por la inmortalidad. Es obra del intelecto el señalar los límites entre el deseo y la decisión: y así, puedo desear lo imposible, pero sólo puedo optar ante aquello que me es dado, y, en consecuencia, puedo desear ser inmortal, pero no decidir serlo. Y la prueba de ello es que únicamente un niño (en quien las funciones intelectivas aún no están plenamente desarrolladas) o un enfermo mental (en quien se hallan embotadas) incurren en el error de tomar por alternativas reales lo que no son sino sus deseos.

Entendimiento y voluntad se encuentran, pues, profundamente entrelazados, entretejidos hasta tal punto el uno con la otra que podría pensarse que no se trata de dos facultades distintas, sino de una sola. Así lo cree Espinosa:

«En el alma no se da ninguna volición, en el sentido –aclara–, de afirmación o negación, aparte de aquella que está implícita en la idea en cuanto que es idea» [Ética, II, 49].

Y de ahí el Corolario: «La voluntad y el entendimiento son uno y lo mismo».

Con todo, la forma como plantea el asunto Espinosa puede hacer pensar que si entendimiento y voluntad son uno y lo mismo, es debido a que, en el fondo, no son sino entendimiento, con lo que, en último término, se nos acaba remitiendo a una posición decididamente intelectualista. Y aunque es cierto que Espinosa distingue la voluntad, en tanto que «facultad de afirmar y negar […] por la que el alma afirma o niega lo verdadero o lo falso», del deseo «por el que el alma apetece o aborrece las cosas» [Ética, II, 48, escolio], lo que acaso permitiría conjeturar que el ámbito del deseo (que con toda justicia podemos considerar dentro del dominio de la voluntad) queda al margen (relativamente al menos) de la jurisdicción del entendimiento, ello (creo yo) no es motivo suficiente para poner en duda su intelectualismo. Y de hecho, Espinosa sostendrá que alguien (no ya un animal, sino incluso un hombre) que se encontrase en las circunstancias del asno de Buridán, perecería sin duda, ante la incapacidad para decantarse por una de las opciones disponibles:

«concedo por completo que un hombre, puesto en tal equilibrio (a saber, sin otras percepciones que las de la sed y el hambre, y las de tal y cual comida y bebida que están a igual distancia de él), perecerá de hambre y sed» [Ética, II, 49, escolio].

Ahora bien, tampoco sería justo que pasásemos por alto que tal afirmación la hace Espinosa no tanto en el contexto de las relaciones entre el entendimiento y la voluntad, cuanto en el referido al problema del libre albedrío, que él niega de forma tajante, por lo menos en lo que se refiere a la posibilidad de una voluntad libre:

«No hay en el alma ninguna voluntad absoluta o libre, sino que el alma es determinada a querer esto o aquello por una causa, que también es determinada por otra, y ésta a su vez por otra, y así hasta el infinito» [Ética, II, 48];

y por idéntico motivo, tampoco existe ninguna otra facultad absoluta, ni siquiera la de entender. En consecuencia, colocado en una situación hipotética (como la del asno de Buridán) en la que se diese una completa ausencia de cualquier causa capaz de determinar a la voluntad, un hombre (no digamos ya un asno) perecería sin duda.

Sin embargo, como quiera que esa deliberación sobre causas ha de ser atribuida, ciertamente, al entendimiento, esto no atenúa la filiación intelectualista de la doctrina de Espinosa. Pero, en cualquier caso, tanto si se quiere plantear el problema en términos de libre albedrío como si se desea hacerlo en el ámbito de las relaciones entre el entendimiento y la voluntad, a mí me parece que Espinosa olvida un hecho más que obvio; y es que, incluso en una situación como la descrita, existe una buena e imperiosa causa capaz de determinar la voluntad: me refiero al no morirse. Y sin ningún género de dudas esto es lo que con toda certeza sucedería, tanto en el caso de un individuo humano como en el propio asno. Y, desde luego, esa misma causa determinaría a la voluntad (si se quiere podemos decir al deseo) por más que en el orden de la deliberación el entendimiento se viese abocado a la epojé y a la inactividad: por encima de cualquier consideración se impondría siempre el deseo de continuar vivo.

No parece, pues, que la identificación entre el entendimiento y la voluntad (ni en la versión de Espinosa ni en otras en las que –como sucede quizás en el pragmatismo– tal identificación acabase por suponer, en el fondo, y al revés que en Espinosa, una primacía del componente voluntarista sobre el meramente intelectualista), no parece (digo) que solucione el problema que traemos entre manos.

Podemos, sin embargo, vislumbrar una respuesta si cambiamos radicalmente la forma de enfocar el asunto y concebimos «entendimiento» y «voluntad» conforme al esquema (diseñado por Gustavo Bueno) de los «conceptos conjugados». Se trata de pares de conceptos que presentan una peculiar forma de relación, que se caracteriza, por lo pronto, por encontrarse siempre ligados, mas no necesariamente mediante las consabidas formas clásicas de oposición (tales como contrariedad o contradicción), y que pueden ser interpretados conforme a esquemas de conexión metamérica o diamérica. En el primer caso, dichos términos pueden ser meramente yuxtapuestos, mas también reducidos el uno al otro (lo que supone de inmediato la subordinación de uno de tales conceptos a su par); articulados, hasta el extremo de acabar por identificarse, o fusionados mediante la reducción a un tercero. Ninguna de tales alternativas da respuesta satisfactoria al problema de las relaciones entre el entendimiento y la voluntad. Por lo que hemos visto, las posiciones clásicas al respecto optan ya por la reducción o subordinación de una capacidad a la otra (voluntarismo frente a intelectualismo), ya por la articulación o identificación (Espinosa); y aún, creo yo, Pascal podría servirnos para ilustrar un ejemplo de yuxtaposición e incluso de auténtica contraposición. Al menos, ésa es una de las posibles interpretaciones de aquella tan conocida máxima, según la cual:

Le coeur a ses raisons que la raison ne connaît pas.
[«El corazón tiene sus razones que la razón no conoce», Pensées, 477].

Por su parte, los esquemas de fusión podrían buscarse, tal vez, en aquellas doctrinas, características de la filosófia árabe (Alfarabi o Avicena, y, desde luego, Averroes), que defienden la existencia de un único entendimiento agente, común a todos los hombres, con lo que cabría suponer que no sólo las propias funciones intelectivas, sino también las volitivas son posibles por participación o iluminación de ese único entendimiento.

Como quiera que sea, según los esquemas de relación diamérica, habría que entender, en cambio, tales conceptos no de una manera global o enteriza, sino como fragmentados en partes homogéneas, de tal modo que las relaciones entre ambos consisten, en realidad, en la relación de cada uno de ellos con sus partes constitutivas, dado que la conexión entre esas partes de un concepto tiene lugar, precisamente, por mediación de su par. Cada uno de ellos es, pues, quien hace posible la conexión entre las partes del otro, quedando, de esa forma, infiltrado o intercalado en las partes constitutivas de éste, mas sin por ello reducirse a él. O lo que es igual: la conexión de las partes de uno de esos conceptos constituye, en alguna medida, la definición del otro.

Así, respecto al «entendimiento» y «voluntad», en tanto conceptos conjugados que son, podría sostenerse (interpretando sus relaciones diaméricamente) tanto que el entendimiento se configura como el enlace de distintos actos voluntarios, como que la voluntad lo hace al enlazar distintos actos intelectivos. Entendimiento y voluntad no son pues facultades contrapuestas, ni subordinada una a la otra ni tampoco una sola facultad, sino dos capacidades distintas que se constituyen mutuamente.

De hecho, en la situación hipotética en la que se encuentra el asno de Buridán, con la misma razón puede afirmarse que su irresolución inicial (inicial, porque, digan lo que digan, el animal acabará optando, y lo mismo un ser humano) tiene su origen en una deficiencia en la deliberación como que tal deficiencia se da en la volición. No se trata de que la segunda quede en suspenso a instancias de la primera: lo que en verdad ocurre es que quedan en suspenso las dos. Y otro tanto sucede en todos aquellos casos en los que se produce un conflicto, entendiendo por tal aquella situación en la que se halla un individuo al que se le presentan dos motivos incompatibles entre sí, pero sin que le sea dado optar por los dos a la vez ni tampoco rechazarlos (conflicto que, según Lewin, es uno de los tipos más característicos de frustración). A nuestro asno se le presenta un típico conflicto por atracción doble, pero lo que hemos dicho de esta modalidad puede decirse igualmente del resto: repulsión doble, atracción-repulsión (cuando algo nos atrae al tiempo que nos repele) o el conocido conflicto posterior a una decisión (aquél en el que, después de haber decidido, la opción rechazada nos continúa atrayendo, incluso con más fuerza que antes). De cualquiera de ellos es posible decir, desde luego, que nacen de una insuficiencia o incapacidad volitiva, pero con toda justicia cabe sostener, también, que son el fruto de un no menos insuficiente ejercicio deliberativo, lo que nos incapacita para decidir cuál de las dos alternativas nos proporcionará una satisfacción mayor o un daño menor, o si obtendremos más beneficio o perjuicio de aquello que nos atrae y nos repele a la vez. Y tal insuficiencia deliberativa es patente (sin que se necesiten mayores precisiones) en aquellos conflictos posteriores a una decisión; y lo es, asimismo, en aquellas patologías graves de la voluntad, como la abulia, de la que tanto se puede afirmar que es una falta de voluntad, como que nace de una torpeza intelectiva.

El entendimiento determina el contenido sobre el que la voluntad puede ejercerse, y determina, por tanto, el conjunto de opciones en la medida en que éstas se me presentan como opciones reales entre las que puedo y debo decidir. Y en este sentido, con toda razón cabe decir que el entendimiento se configura en el proceso de enlazar la cadena constituida por los distintos actos volitivos que conforman mi vida.

Pero, a su vez, el entendimiento únicamente puede instituirse como tal y ejercer sus funciones intelectivas mediante sucesivos actos volitivos (de afirmación y negación, como quería Espinosa, por supuesto, pero, ¿por qué no también aquéllos provenientes del mero deseo?). Y en este sentido, podemos ahora afirmar que la voluntad se define y se vislumbra en el proceso de asentimiento o disentimiento referidos a los distintos actos intelectivos.

En suma, ni la voluntad puede ejercerse con independencia o al margen del entendimiento, ni éste es posible abstraído de la voluntad. Parafraseando aquello que decía Kant respecto a las intuiciones y las categorías, podríamos decir que la voluntad sin en el entendimiento sería ciega, y el entendimiento sin la voluntad se hallaría vacío.

Y si yo pudiera considerarme fiel intérprete de la filosofía hegeliana (lo que dista mucho de ser cierto), diría que muy similar a esta concepción que hemos expuesto, es la defendida por Hegel. Y si ello no fuere así, acúseseme con justicia de ser mal lector, pero, en todo caso, de ese modo es como leo yo las siguientes palabras:

«La inteligencia que como teórética se apropia de la determinidad inmediata se encuentra ahora, después de completar la toma de posesión, en su propiedad; mediante la última negación de la inmediatez, la inteligencia ha sido puesta en sí de tal modo que el contenido está determinado por ella para ella. El pensar en tanto concepto libre, es ahora también libre según el contenido. La inteligencia sabiéndose a sí misma como determinante del contenido, que tanto es suyo como está determinado como lo que está-siendo, es la voluntad [Enciclopedia, § 468]».

 

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