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El Catoblepas, número 54, agosto 2006
  El Catoblepasnúmero 54 • agosto 2006 • página 18
Libros

Normalización lingüística e independencia

José Manuel Rodríguez Pardo

Sobre el libro de Ernesto Ladrón de Guevara López de Arbina, Educación y nacionalismo. Historia de un modelo, Txertoa, San Sebastián 2005

«La tierra de Vizcaya pertenece en el noventa y cinco por ciento de su extensión a una minoría de capitalistas que vive ociosa en las villas y ciudades de la provincia, con la única preocupación de impedir a toda costa que se alteren los buenos usos y costumbres del país. Para que este sistema perdure es absolutamente indispensable que el casero vizcaíno no aprenda castellano, ni salga del país, ni se roce con gentes que puedan despertar en su espíritu un anhelo de bienestar, de amor o de justicia.» Ramiro de Maeztu

Ernesto Ladrón de Guevara López de Arbina, Educación y nacionalismo. Historia de un modelo, Txertoa, San Sebastián 2005

Seguramente quienes contemplen la portada del libro, que incluimos como ilustración de esta reseña, podrían pensar que la imagen corresponde a los tiempos del III Reich alemán, al nazismo en definitiva. Sin embargo, aunque tal imagen de mediciones craneométricas sea contemporánea al régimen nazi, se desarrolló en un ambiente racista muy similar: el del secesionismo vasco encarnado por el PNV y fundado por el otrora carlista Sabino Arana, que aún se prolonga en nuestros días como una de las principales amenazas internas que sufre España.

El autor, estudioso de la problemática de la enseñanza en el País Vasco, sobre todo en la provincia de Álava y conocedor diario de la problemática real existente (es inspector del sistema de enseñanza), cuenta para el prólogo de su libro con Gotzone Mora, profesora de la Universidad del País Vasco y militante socialista, quien incide en la quiebra del sistema democrático sufrida en Vascongadas por la acción del nacionalismo vasco y su imposición del eusquera.

De hecho, el libro de Ernesto Ladrón de Guevara está escrito desde la perspectiva del liberalismo y el fundamentalismo democrático tan imperantes hoy día, de tal modo que constantemente aparecen las referencias ideológicas a los derechos humanos, la libertad, &c., junto con otras cuestiones pedagógicas que ha dejado como herencia la LOGSE, tales como el currículo educativo, los temas transversales, &c. Sin embargo, a pesar de participar de ese pensamiento políticamente correcto, el autor reivindica con acierto el liberalismo español de la Constitución de 1812 para comenzar su estudio. Así, ese liberalismo tendría como objetivo acabar con los privilegios de fueros y exenciones, incidiendo especialmente en la situación del País Vasco, núcleo del carlismo y de la derecha española en el sentido de la tradición revolucionaria. Por lo tanto, el inicio de la problemática educativa nacionalista habría que encontrarlo en la lucha de la izquierda liberal por fundar la nación española contra los privilegios del Antiguo Régimen, en un sentido similar al que Gustavo Bueno utiliza en sus libros El mito de la izquierda y España no es un mito. Una nación política sin un sistema educativo que enseñe el idioma nacional, el español en este caso, sería una mera entelequia. De ahí la problemática secular en el País Vasco por mantener la región al margen de la revolución liberal, como sugiere el texto de Ramiro de Maeztu con el que iniciamos esta reseña, citado en las páginas 113 y 114 del libro reseñado: el uso del eusquera como forma de mantener en el Antiguo Régimen a masas de ciudadanos españoles.

Por eso Ladrón de Guevara dice al comienzo de su libro que «Formación de Estado Liberal y configuración de sistema nacional de educación han sido y son procesos paralelos. En la Constitución de 1812 los liberales de Cádiz entendían perfectamente la función que debía tener la instrucción pública en la formación de ciudadanos y en la liberación de las ataduras de la ignorancia que subyugaban al hombre a los poderes del Antiguo Régimen de origen medieval, recogiendo, así, la herencia de los ilustrados franceses en pro de la superación de la etapa de los súbditos por una era nueva de los ciudadanos» (pág. 19), señalando además la importancia del sistema educativo nacional para el desarrollo de la nación moderna (pág. 25). Precisamente en base a su estudio concluye que, al menos en lo referente a Vascongadas, la nación moderna en España se resiente. Concretamente, será Álava la provincia en la que se centre el autor como lugar para el estudio diacrónico del sistema educativo.

Partiendo de la reforma de la enseñanza producida en 1845, el libro cuenta en su primera parte la historia del carlismo vasco y de todos sus artificios para mantener la enseñanza del eusquera, así como los devaneos de Sabino Arana y la fundación del PNV. Realmente es la lucha de los viejos hacendados vascos que intentan mantener en la ignorancia y la incomunicación a sus trabajadores, como bien se muestra en la señalada cita Ramiro de Maeztu. Sin embargo, el eusquera sólo era utilizado en algunas provincias vascas: en Vizcaya y Guipúzcoa se hablaba, pero en Álava su uso era meramente testimonial; es más, en las tierras alavesas nació el idioma español, por lo que resulta paradójico que se imparta el eusquera allí.

Precisamente a propósito de la Ley Moyano de 1857 y su resistencia de las diputaciones vascas a adoptarla, señala el autor que «el eusquera era una realidad cotidiana en Guipúzcoa y en determinadas comarcas de Vizcaya. Por tanto en esas amplias zonas tenía sentido la reticencia respecto a los maestros venidos de fuera, desconocedores de dicha lengua. Pero la situación del uso del eusquera en Álava se limitaba a zonas geográficas muy limitadas del territorio alavés. Daba más la impresión de que había razones de índole moral o religioso, para continuar con la selección de maestros y maestras de forma acorde con el conservadurismo tradicional. Sin duda, era uno de los residuos del Antiguo Régimen» (págs. 33-34).

Y asimismo, la Constitución de 1837, que según el autor marca la desmantelación progresiva del Antiguo Régimen, es negada por los nacionalistas incluso en la actualidad, pues «el concepto que el Sr. Arzallus y sus seguidores tenía de Estado coincidía precisamente con esa visión decimonónica en la que se confundía el Estado con la Monarquía, pues no existía soberanía nacional en un sentido ilustrado» (pág. 84). Así, se confirma que quienes niegan la nación española son quienes pretenden volver al famoso «¡Vivan las cadenas!». Por otro lado, el ministro Severo Catalina en 1868 acabó por devolver el control de la enseñanza a la Iglesia (pág. 35), con lo que la situación empeoró.

Esto provocó que las atenciones de primera enseñanza, financiadas por el estado desde el año 1901, excluyeran a las Vascongadas hasta 1910, dada su situación anómala, no sin el perjuicio para Álava, que perdía a sus maestros porque acudían a otros lugares de España donde había un mejor futuro económico, lo que provocó que la autonomía vasca en la enseñanza fuese desapareciendo paulatinamente (págs. 43 y ss.). No obstante, aún con la II República proseguían las intenciones segregacionistas ligadas a un profesorado fiel y a la creación de una Universidad vasca. Tampoco faltaron los conflictos lógicos entre unos partidos vascos claramente clericales y los intentos republicanos por eliminar la presencia de los religiosos en la enseñanza, aparte de la lucha interna de la provincia entre los carlistas y los independentistas del PNV (págs. 51 y ss.).

No obstante, esta exposición histórica adolece de un error importante, pues el autor no habla de la situación del eusquera durante el franquismo, que sin duda habría permitido enjuiciar los motivos que han llevado a la situación actual y a los privilegios de los nacionalistas. Quizás el fundamentalismo democrático y la consideración del franquismo como «tiempo de silencio» pesen demasiado en Ladrón de Guevara, al igual que otras definiciones heredadas de la LOGSE, ley que pese a todo reconoce el autor que ha contribuido a esta situación de indigencia educativa en el País Vasco.

Si la construcción nacional y la educación han ido de la mano, no es extraño que el nacionalismo vasco haya pretendido identificarse siempre con la lengua eusquérica y la cultura, en la línea de El mito de la cultura. Y quien fundó el PNV, Sabino Arana, lo sabía: «Era preciso inventarse un enemigo exterior para crear unos lazos de cohesión que facilitara la adhesión a la causa. Ese victimismo era que entonces como ahora justificaba la lucha contra el ficticio opresor, y cimentase un odio hacia ese falaz enemigo exterior» (pág. 76) Y como dice el propio Arana: «Gran daño hacen a la Patria cien maquetos que no saben eusquera. Mayor es el que le hace un solo maqueto que lo sepa» (pág. 77). Así, «los nacionalistas, para auspiciar un victimismo sin parangón, no dudaron en vestir sus reivindicaciones con el aspecto de agresión permanente al hecho diferencial vasco, como si se tratara de una raza aborigen similar a las tribus de la Amazonia, o bien expandir la idea de que la Guerra Civil de 1936 fue una Guerra de España contra Euskadi, y que los gudaris vascos fueron la vanguardia de la resistencia contra el bando franquista» (pág. 79).

Esto se reflejó en la permisividad de la Constitución de 1978, cuyas consecuencias fueron avivadas por el oportunismo del PSOE y la cobardía del PP, que han permitido que en Vascongadas se practiquen esas manipulaciones históricas y lingüísticas que el autor señala con profusión. Incluso se llegó a manipular que el castellano nació en Vasconia: «Al eusquera se le consideraba lengua propia, lengua de los vascos sin tomar en consideración que había otra lengua: el castellano, cuyas últimas investigaciones ubican su germen de nacimiento en el Cartulario de Valpuesta en plena comarca de Valdegobia, es decir en la parte occidental de Álava; y por tanto lengua primigenia de los alaveses».

Así, lo que se ha pretendido desde estos postulados constitucionales tan permisivos es imponer a los vascos, por lo general hispanohablantes, una lengua completamente ajena a su tradición. De hecho, «quien dejó para la posteridad aquel precioso documento que se creía el primero en lengua romance de San Millán de la Cogolla, probablemente conocía aquella lengua vasca que sería hoy ininteligible para los euskaldunes» (pág. 100).

Fuerzas sindicales como los sindicatos nacionalistas LAB y STEE-ILAS han aprovechado el eusquera para su proyecto corporativista ligado al PNV y Batasuna. Quien no aprende el idioma es segregado y acaba emigrando. La alta temporalidad del profesorado, dependiente de su fidelidad al nacionalismo imperante, también contribuye a crear un grupo de adeptos nacionalistas (págs. 111 y ss.). «Todo ello provoca la diáspora de muchos buenos maestros y profesores que han dado muchos años de su vida a la docencia, educando a generaciones de vascos que han pasado por sus manos; asqueados por la manipulación política del sistema. Algunos de ellos, tras obtener el Pl2 (máxima capacitación lingüística) optan por trasladarse fuera de la Comunidad al no querer afrontar una realidad: que impartir en eusquera determinadas asignaturas habiendo aprendido ese idioma en fases avanzadas de su existencia es muy complicado y que no pueden desarrollar suficientemente su labor profesional, lo que impulsados por su conciencia, les ha impelido a pedir el traslado, lo que dice mucho a su favor como profesionales» (pág. 133).

Estas afirmaciones vienen a demostrar, en contra de lo que muchos lingüistas pretenden, que el aprendizaje de la lengua materna (si es que se puede considerar así al eusquera respecto a los vascos) no permite conocer mejor otras lenguas (no existe la palabra Dios en eusquera, como bien decía Unamuno), y que la lengua no es un mero vehículo de expresión, como bien demuestra el autor en su libro, sino algo que se va enraizando en el aprendizaje y la educación, además de ser un producto histórico. De hecho, un adulto que ya ha sido educado en la lengua materna que es el español, es incapaz de aprender un idioma tan lejano en sus expresiones y sus etimologías como el eusquera. Sólo así se entiende el elevado porcentaje del noventa por ciento de suspensos en los exámenes de eusquera para el profesorado. De hecho, los políticos nacionalistas (como el lehendakari Ibarreche) son ignorantes en eusquera, prueba inequívoca de la imposibilidad de imponer dicha lengua a los adultos.

Por lo tanto, las labores de «inmersión lingüística» realizadas a base de un elevado presupuesto en las Vascongadas y en otros lugares de España como Cataluña, no tienen el más mínimo efecto sobre los hispanohablantes, simplemente porque son incapaces de llegar a asimilar un idioma que les es ajeno o que no les ayuda más en su comunicación diaria. De hecho, Ladrón de Guevara cita el estudio del acuñador del término, Lambert, quien investigó la introducción del niño en otro idioma, enseñándole todas las materias de aprendizaje en ese idioma no materno. En el caso de ingleses aprendiendo en francés el resultado fue óptimo. «Pero trasladado el experimento a EE.UU con los hispanos para que aprendiesen el inglés, los resultados no pudieron ser más calamitosos. No aprendieron el inglés y su coeficiente de razonamiento lógico y verbal bajó significativamente en relación a la media estadística».

Asimismo, «Hoy sabemos por Lambert que para que este método de aprendizaje sea exitoso se requiere: 1.º Un buen nivel sociocultural de los padres que garanticen un buen resultado, pues sabemos que el llamado fracaso escolar está muy ligado a la variable de la procedencia sociocultural. 2.º Una lengua materna del niño que esté prestigiada y 3.º Un tratamiento pedagógico diferenciado en función de los sujetos del aprendizaje, donde cada alumno o alumna reciba lo que requiere en función de sus necesidades y punto de partida de su desarrollo». Y añade: «Desgraciadamente tanto en el País Vasco como en Cataluña, la lengua española (castellano) está denostada. Paradójicamente, pues en el País Vasco el castellano tuvo su origen en los valles occidentales de Álava con lo que es tan propia como el vascuence» (pág. 264).

Si la inmersión lingüística es un despropósito e inútil para conseguir ampliar el número de hablantes de un idioma, menos sentido tiene aún la normalización lingüística, puesto que la lengua no es algo que pueda someterse a una norma previa para moldear la forma de expresión, sino que tales normas van formándose históricamente para que posteriormente la Academia «limpie, fije, y dé esplendor». Por eso el eusquera normalizado que se intenta imponer no es hablado por nadie, salvo por algunos adeptos a la causa nacionalista. Ni siquiera aquella señora que entrevistó Emilio Alarcos en un caserío de Vizcaya podía hablar con sus nietos, los euskaldunes, porque ellos hablaban «vasco gramático» [sic]. Menos sentido, al menos lingüístico, tienen esas pretensiones de que el catalán lo hablan diez millones de personas, a base de normalizar, desde academias subvencionadas por el independentismo catalán, el valenciano que algunos hablan en la Comunidad Valenciana o el balear de las Islas Baleares para convertirlo en un mismo idioma. Tales pretensiones no sólo son una falsificación de la historia, sino una representación de objetivos políticos secesionistas primero, e imperialistas después, bajo el manto ficticio y surrealista de recuperar la Corona de Aragón como «Países Catalanes».

Y es que «No hay fenómenos lingüísticos que se consoliden por mecanismos de opresión o por situaciones de vulneración de derechos humanos, pues la lengua y el pensamiento surgen de manera espontánea, no se pueden dirigir, aunque sí condicionar. Por eso las políticas nacionalistas de imposición lingüísticas no pueden fructificar por muy millonarias que sean las subvenciones económicas» (pág. 137), y en consecuencia, «La lengua como expresión característicamente humana no se puede normalizar, como tampoco se puede normalizar a una sociedad, o a un individuo. Normalizar se hace con algo que no es normal, es decir que es atípico» (pág. 204). Afirmaciones que el fenecido lingüista Lodares resalta al decir que «una lengua no se aprende por obligación ni por mandato legal, se aprende por necesidad o interés» (pag. 208).

Por esa misma causa, el español se habla en España no por imposición sino porque era el idioma más utilizado en toda la península ibérica, lo que llevó a que todos los reinos que formaron España lo adoptaran como oficial: «De la misma manera que los romanos no impusieron el latín sino que fue aceptado por conveniencia o necesidad ante el plurilingüismo existente entonces en Hispania, el primitivo castellano –una especie de latín vasconizado en sus orígenes– fue absorbiendo a los otros dialectos neolatinos (asturiano-leonés, riojano, navarro-aragonés, mozárabe, &c.) de los que también recibió, como ocurre siempre en los contactos lingüísticos, una serie de características» (pág. 216). Idénticos motivos llevaron a su expansión en América a partir de la independencia y la formación de las repúblicas hispanoamericanas.

Por lo tanto, la imposición lingüística que se practica en el País Vasco está ligada a la ideología nacionalista que busca la independencia de España: para los nacionalistas la cultura hace a la nación, en la tradición más clásica del idealismo alemán, el Estado de Cultura de Fichte. Esto provoca la necesidad de inventarse constantemente mitos y falsedades de una ficticia opresión españolista a la raza vasca, lo que según el autor (y cualquier persona mínimamente instruida, añadimos) provocaría vergüenza ajena. De hecho, los nacionalistas realizan para justificar su lucha «apelaciones a la raza, ignorando que durante más de cien años el proceso de industrialización atrajo mano de obra de todas las partes de España y que hoy los hijos de aquellos son nacidos aquí y tan vascos como los de aquí» (pág. 134).

Asimismo, y en base a lo ya dicho sobre la imposibilidad de normalizar e imponer la lengua, el autor del libro critica el intento de homogeneizar cuatro realidades diferentes como son Álava, Guipúzcoa, Vizcaya y Navarra, que nunca han formado una nación independiente. Todo con la complicidad de determinados sectores políticos. «Como era difícil buscar un significante que reuniera en sí la idea de nación vasca, por los años 80, los nacionalistas generaron una expresión que ha sido, incluso, adoptada por la izquierda acomplejada o ignorante, cual es el del “hecho diferencial”. Indudablemente no hubo demasiada fortuna en cuanto a su rigor conceptual, pues “hecho” se refiere a una realidad puntual. Y el adjetivo “diferencial” es falaz, pues si nos referimos a algo distinto que distinga a las provincias vascas del resto, sería difícil encontrar un fenómeno que sea común a los vascos que nos señale como diferentes del resto de las comunidades españolas» (página 157). No menos importante es ejercer la crítica a toda una serie de tópicos como el hablar de Estado Español (fórmula franquista) en lugar de España, o el hablar de un «Diálogo» tras cuya pretensión «está el chantaje permanente que con la sobra de la violencia mafiosa de ETA se ha usado para obtener ventajas políticas o para el control político y social de la sociedad vasca» (pág. 159), o incluso la «autodeterminación», pues partiendo del racismo de Sabino Arana «los nacionalistas han extendido la idea de que los vascos son un pueblo oprimido, lo que haría reír a cualquier persona mínimamente razonable».

Asimismo, han de ser rechazadas ficciones nacionalistas como la del falaz lema domuit vascones que aparecería en los cronicones godos, algo que se demuestra como falso al consultarlos, y que presuntamente demostraría que los vascones siempre permanecieron independientes e indomables. Sin embargo, Vasconia en su mayor parte fue romanizada y fue también dominada por los godos. Por Álava en dirección a Astorga se construyó una gran calzada romana que luego se convirtió en tránsito para los peregrinos del Camino de Santiago, algo que desde luego deja en mal lugar a quienes dicen que no hubo romanización en Vascongadas. «Tampoco nadie ignora, afortunadamente, salvo los hipnotizados por los mitos y leyendas que alimentan el sentimiento romántico del autismo protonacionalista vasco, que de las tierras de Álava salieron los principales nobles con sus tropas para unirse a los reyes castellanos en la Reconquista, y que Fernán González, primer Conde de Castilla, enroló a gentes de Álava y de Vizcaya para la formación de los núcleos de repoblación en el proceso de desplazamiento del Islam hacia el sur de la Península» (pág. 163).

escena urbana

Todas estas falacias anteriormente citadas han sido permitidas por la ley de enseñanza LOGSE aprobada por el parlamento español en 1990, que ha logrado que se digan cosas como que en Navarra se hablaba el eusquera desde tiempo inmemorial o que Sancho III de Navarra era rey de Euskal Herría, realidad enteléquica desde la que los nacionalistas proyectan la secesión de territorios pertenecientes a España y Francia, así como la apología de ETA (págs. 232 y ss.). De este modo la enseñanza en el País Vasco se ha convertido en una herramienta al servicio de la manipulación ideológica, lo que es más grave si cabe al transmitirse a unos alumnos que aún no han logrado ni siquiera adquirir el pensamiento abstracto, y que de repente oyen hablar de una nación vasca oprimida en la noche de los tiempos, además de aprenderse mapas de una ficticia Euskal Herria que ni siquiera estaría dividida por la frontera española y francesa.

ejemplo de mapa ficción

Termina Ladrón de Guevara su obra con una cita del fallecido lingüista Lodares que resume muy bien las implicaciones entre educación y nacionalismo: «España no será plurilingüe por el mero fomento del catalán, el gallego o el eusquera, sino que lo será cuando se desaten los vínculos económicos que han creado la necesidad de una lengua común, lo que supondrá una pérdida –y no pequeña– cuantificable en euros» (pág. 280).

 

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