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El Catoblepas, número 54, agosto 2006
  El Catoblepasnúmero 54 • agosto 2006 • página 9
De historia y de geografía hispánico modo

Sobre la anglosajonización universal

Millán Urdiales

La expansión lingüística es inseparable
de los éxitos militares, de las conquistas

Nos proponemos aquí rastrear los caminos y buscar las fuentes del vigoroso fenómeno a que alude nuestro título. Se trata de un hecho que aún no ha llegado a su término, sino que, bien al contrario, está en pleno desarrollo y expansión. Quiere esto decir que los juicios que puede merecernos carecen de la perspectiva necesaria capaz de dotarlos de una relativa certeza, de una contrastada seguridad; harán falta quizá muchos años, acaso siglos, para alcanzar esa ideal perspectiva. Nuestras opiniones acerca del fenómeno tienen, pues, un tanto de intuiciones cuyo valor puede verse rebajado en el futuro. No obstante, los avatares históricos y humanos de los últimos trescientos años, inseparablemente unidos a la geografía en que han tenido lugar, permiten alcanzar una serie de conclusiones que podemos calificar de evidentes y pasa por evidente lo que no necesita otra demostración.

Todo el mundo está de acuerdo en que a partir del siglo XVIII cabe hablar del Imperio Británico, aunque dejemos a los historiadores, a los especialistas, las fechas y los acontecimientos precisos que les han permitido acuñar tal expresión. La última o quizá la única amenaza al poder de un tal imperio, parece haber sido la de Napoleón Bonaparte. Desaparecido éste, la amenaza representada aún entonces por Francia, cambia de aspecto y de intensidad; es más, los dos grandes países, en esfuerzos más o menos paralelos, van a colonizar la casi totalidad de los inmensos territorios africanos, así como vastas regiones de Asia, de Oceanía y de América del Norte. En esta competición se percibe pronto que el Imperio Británico lleva una clara ventaja a su histórico rival. No obstante, no es nada desdeñable el hecho de que éste, gracias a las ideas de la Revolución Francesa, que paulatinamente irán irradiándose desde la metrópoli, ejercerá un tipo de influencia, menos visible y de menores repercusiones en los colores de los mapas políticos, pero de un alcance extraordinario a largo plazo. Ello explica que, de modo gradual pero siempre creciente, los regímenes de corte republicano hayan ido extendiéndose por todo el mundo a costa de reyes y emperadores.

En la Historia de Europa hay una fecha a la que parece prestársele menos atención de la debida, la de 1870; esta fecha representa un tremendo cambio en las relaciones de los grandes países europeos respecto a los cuatro siglos que la preceden, es decir, desde que puede hablarse de una Europa hecha de naciones en el sentido actual de la palabra. En esa fecha el enemigo peligroso para Francia aparecía al este, y casi como una consecuencia, dejaba de estar al oeste. El pueblo germano, bajo distintos nombres quizá, empezaba a tener conciencia de su tamaño, de su poder, de su importancia, y aspiraba también a ejercer como imperio en territorios extraeuropeos. En la llamada guerra franco-prusiana, Inglaterra se limitó a ser un observador, pero en la llamada Primera Guerra Mundial, 1914-1918, los seculares rivales y vecinos, Inglaterra y Francia iban a convertirse en aliados. Estas son cosas que casi todo el mundo sabe pero hay aspectos en cuyo valor no se insiste bastante: tal es el hecho de que en 1918, el Presidente de los Estados Unidos de América, Wilson, jugó un papel importantísimo en el nuevo mapa que se hacía de Europa. Por primera vez en la historia de Occidente, en una guerra que tenía lugar en Europa, la victoria iba a llegar en gran medida a hombros de soldados ultramarinos, pero que hablaban inglés y que se sentían primos hermanos de los ingleses, por los que aún sentían respeto y no poca admiración. Los europeos, al menos los de hoy, tendemos también a olvidar que ese gran país del que venían estos soldados, soldados victoriosos como hemos dicho, estaba casi acabando de redondear su grandeza territorial a costa de sus vecinos, mucho más débiles y a menudo desunidos; la guerra con España, en 1898, simboliza a la perfección esa etapa de rápido engrandecimiento: basta contemplar un atlas histórico de las Américas para corroborar nuestra opinión. Nacían así los Estados Unidos de América, U.S.A. en su propia lengua inglesa, que desde muy pronto, se habían dado a sí mismos una Constitución, al parecer llena de virtudes y perfecciones. Lo más interesante de este nacimiento es que la nueva nación dejó pronto de ver a su antigua metrópoli como un enemigo; el famoso pragmatismo anglosajón parece reflejarse incluso en sus nombres oficiales: si a este lado del Atlántico «la madre Patria», (como decimos en nuestras latitudes ibéricas), se llamaba el Reino Unido, el «hijo ultramarino», iba a llamarse los Estados Unidos de América. El uso de la voz América podría incluso inducir a pensar que, desde allí y desde aquel entonces, la mar oceána era la única limitación de tales Estados.

Cabe, pues, decir que desde el último tercio del siglo XIX por lo menos, el Atlántico del Norte se convertía en algo que, sin demasiada exageración, podemos calificar como un lago anglosajón. La vitalidad de los pobladores de ambas orillas, unida a su monumental potencia económica, a su cultura y a su capacidad militar, iba a representar el comienzo de lo que llamamos aquí la anglosajonización universal. Las instituciones culturales norteamericanas iban a atraer desde un principio a famosos escritores ingleses y el comercio entre ambas orillas del Atlántico iba a hacerse cada vez más intenso. Se crea así un tipo de vida que tiene algo de curiosa simbiosis mediante la cual ambos países se enriquecen mutuamente. No hay que olvidar tampoco a los territorios sometidos a la Corona Británica y situados en los «rincones» estratégicos del mundo, componentes de la llamada Commonwealth, tales como Canadá, Australia, Africa del Sur, y otros territorios de Asia. De la profunda relación entre el Reino Unido y los Estados Unidos de América es buena prueba la particular influencia que este último país ejercerá desde muy pronto en algunos de esos territorios.

La transformación que supuso el advenimiento de la revolución industrial, acaecida en Inglaterra bastante antes que en la inmensa mayoría de los demás países europeos, iba a traer unos cambios y unas innovaciones de enorme trascendencia. Los europeos tendemos a menudo a olvidar que esas innovaciones, aunque con matices y diferencias, tenían lugar casi al mismo tiempo en el país norteamericano. Esos cambios iban a afectar a todos los aspectos del vivir humano, desde la dieta alimenticia hasta el vestido, pasando por las mores sexuales. El mundo no sospechaba, cuando París se complacía en la Belle Epoque, que en realidad, estábamos todos, o casi todos, empezando a bailar al son del tamboril anglosajón. Los ingleses cultos seguían completando su formación artística viajando por Italia y por otros países, y visitaban Francia, a veces de paso y a veces adrede, y los norteamericanos ricos, y a veces cultos también, venían a París, a rendir tributo a Lafayette y se detenían en otros lugares de Europa a ver si era verdad que la Historia cree tener derecho a escribirse con mayúscula.

En esas décadas finales del siglo XIX parecen haberse inventado o consolidado en Inglaterra unas invenciones que iban a transformar los comportamientos de la mayor parte de los seres humanos. Hoy no estamos conscientes de lo que ha supuesto el invento de lo que en un tiempo se llamó en español la semana inglesa. La expresión week-end ha entrado en algunas lenguas y en otras se ha traducido, como ocurre en español, donde decimos el fin de semana con absoluta naturalidad. El hecho de no trabajar el sábado, ganando lo mismo que cuando sí se trabajaba, se consideró justamente una «conquista social» y en el caso de muchísimos ingleses se asoció con el ocio necesario y adecuado para prestar atención y cuidados al garden, un retacillo de naturaleza que servía de contrapunto a la absorbente idea de la productividad industrial decimonónica. Pero en la práctica se convirtió en un hecho de repercusiones gigantescas y en gran medida invisibles o no detectadas a primera vista. Desde los comienzos del Cristianismo, que en Europa vienen casi a coincidir con los de la civilización, los seres humanos veían dividido su transcurrir, su vivir, en dos segmentos, uno que duraba seis días y otro que duraba uno, y que se llamaba en muchas lenguas precisamente «día del Señor»: un día religioso y de descanso frente a seis días de trabajo; en el día dedicado a la religión variaban hasta la dieta y el vestido, además de los horarios, y en un tipo de civilización milenaria esencialmente agrícola, el domingo era el día en que, personas de los dos sexos, más o menos separadas espacialmente, se veían y convivían, más o menos de cerca, en la iglesia y en torno a los cultos religiosos. Aunque esta convivencia dominical entre los sexos no fuese la única, era, no obstante, la más regular y la que tenía lugar en un entorno familiar que representaba lo conocido, lo tradicional, lo seguro. Cabe decir que la más grande transformación acaecida a las sociedades modernas, empezando por las europeas y partiendo precisamente de la británica, ha consistido en minar la distribución secular del tiempo, asestando a la vez un duro golpe a las prácticas religiosas de periodicidad semanal que eran la espina dorsal del Cristianismo. En otras palabras, el domingo dejó poco a poco de ser el día de descanso, el día de fiesta y el día del Señor; a medida que el sábado fue gradualmente absorbiendo los placeres de los ocios hasta entonces sólo dominicales, el domingo fue quedándose vacío de contenidos, hasta el punto de haberse convertido en nuestros días en una «tornaboda», en un día dedicado en muchos casos a recuperarse de los excesos del sábado. Los cambios introducidos por el Concilio Vaticano Segundo, ampliando a la tarde del sábado la validez de la misa, antes sólo dominical, representan una inteligente adaptación de la Iglesia Católica a los nuevos tiempos.

No hacen falta especiales dotes de agudeza para comprender que este cambio en el reparto del calendario semanal, de origen laboral británico, como hemos dicho más arriba, iba a tener repercusiones mucho más vastas que las puramente religiosas. El alcohol y el sexo han sido sin duda fuentes universales de placer en muchas regiones del planeta desde hace mucho tiempo, quizá desde que el hombre fue capaz de almacenar provisiones de boca y de vestido y capaz de proveerse de herramientas de trabajo: unas y otras le permitían organizar un futuro más o menos largo y tener conciencia de lo que era una vida. Pero el disfrute de esas fuentes de placer estuvo durante siglos condicionado y limitado por numerosas circunstancias, hasta el punto de que no cabría hablar de excesos más que en raras ocasiones, sobre todo porque en una civilización rural, con núcleos de población pequeños, con una movilidad limitada a unos pocos kilómetros y a unas pocas fechas del año (las fiestas o romerías en las aldeas del contorno), con una economía que solía ser casi de subsistencia, el alcohol y el sexo se consumían en parva medida. La civilización industrial lo transformó todo: aparecieron grandes núcleos de población y se inventaron los medios de dotar a esa población de gran movilidad; al ferrocarril decimonónico han seguido el automóvil y el avión en el siglo XX. Esos tres grandes inventos, si no exclusivamente anglosajones, lo son en gran medida. Los historiadores, los pensadores, los ensayistas, los sociólogos, han subrayado desde hace tiempo los cambios a los que aludimos y las causas que los produjeron; nosotros queremos insistir aquí en el hecho de que su origen ha sido esencialmente británico y norteamericano.

Otros fenómenos aparecieron más o menos coetáneamente junto a estos: el más importante es quizá el nuevo y trascendental papel que iba a empezar a jugar la mujer en todos los campos, tanto en la vida privada como en la pública. Las leyes que autorizan el divorcio sin restricciones de clases sociales datan aproximadamente de la misma época. Es cierto que todas estas grandes innovaciones no se establecieron de golpe en todas partes ni afectaron por igual a todas las clases sociales, pero es un hecho innegable que, a partir de los focos irradiadores de la Gran Bretaña y de los Estados Unidos de América, han ido extendiéndose por el mundo entero. Ambos países fueron también los primeros en conceder a la mujer nuevos derechos capaces de abrirle las puertas de la vida pública y del mundo académico. Y en ambos casos fueron los cauces del llamado sistema democrático los que facilitaron esta nueva situación de la mujer. Como se ha visto después, desde tal situación ha sido posible llegar a la planificación familiar, a los anticonceptivos y a los grandes cambios operados en las convenciones que rigen la relación entre los sexos.

Todas estas innovaciones han ido extendiéndose por la mayor parte del planeta, pasando de unos países a otros si se quiere, pero sus inventores fueron los que aquí llamamos países anglosajones. En la relación entre los sexos han jugado un papel de primera magnitud el canto, el baile y la música a ellos ligada. Todos los pueblos de la Tierra, tenían sus tradiciones en ese campo, es decir, sus cantos y sus bailes, transmitidos y sin duda modificados, de generación en generación. En cualquier manifestación de vida tradicional, pueden aparecer en determinados momentos innovaciones que son fruto de artistas individuales dotados de especial talento. Los habitantes de las islas británicas, ingleses, escoceses, galeses e irlandeses, poseían sin duda una rica veta de música popular, música que llevaron consigo allende el Atlántico; en el nuevo escenario, esas tradiciones musicales se vieron afectadas y enriquecidas por otras tradiciones mélicas propias de minorías allí asentadas y entre las cuales descollaban de modo sobresaliente las de los negros. Del choque, mezcla o contacto entre unas y otras iban a surgir nuevos ritmos, nuevas melodías, nuevos estilos que rápidamente pasaban a este lado del Oceáno: la relación entre las Islas Británicas y los Estados Unidos de América, además del Canadá, era tan intensa que el trasiego de personas, ideas, formas de vida, productos, &c., se hizo constante y ambas orillas del lago anglosajón se convirtieron en focos irradiadores del gigantesco poder. Europa en primer lugar, pero tras ella el resto del mundo, han ido adquiriendo todas esas creaciones anglosajonas, y desde el fenómeno de los Beatles, cabe decir que la mayor parte de la especie humana (con la excepción quizá del mundo musulmán y de otros pueblos asiáticos o africanos), baila al son del tamboril inglés, o si se prefiere, anglosajón. La facilidad con que todas las lenguas adoptan el léxico ligado a tales manifestaciones de placer es la mejor prueba de su vitalidad y de su eficacia, aunque un pensador pueda sentirse perplejo si pretende comprender por otros caminos racionales el éxito del fenómeno. Más arriba mencionamos por primera vez juntos el alcohol y el sexo, asociación sin duda ancestral en todas las civilizaciones; en los tiempos modernos, es decir, en los últimos 150 años, otras circunstancias debidas a la técnica y a la inventiva humanas iban a acentuar de modo prodigioso tal relación; nos referimos sobre todo a la conquista de la noche, a la que, primero el gas y en seguida la electricidad, pusieron a merced de los consumidores. Casi al mismo tiempo, la fotografía y el disco fijaron a capricho la realidad visual y auditiva, antes pasajera y nunca idéntica. Los productos de tales conquistas «artísticas», a lomos de la movilidad actual, recorren alocadamente la Tierra y se miden en magnitudes millonarias: millones de ejemplares, millones de audiencia, millones de dinero, todos ellos en un trasiego constante e ilimitado.

Este aspecto del mundo y del vivir anglosajones, que tan triunfalmente afecta a otros países y a otras tradiciones, es en realidad inseparable de otras manifestaciones del ocio. En todas las etnias y grupos humanos, en unos en mayor medida que en otros sin duda, había determinadas tradiciones deportivas y lúdicas, para emplear la palabra de moda. Eran tradiciones seculares inventadas por el hombre para cultivar una serie de estímulos: el valor, la competencia, el placer del premio, la habilidad corporal y mental, &c. Pero también en este campo el mundo anglosajón, quizá más la Gran Bretaña, a lo largo del siglo XIX y en muchos casos a partir de lejanos antecedentes medievales, ha ido inventando la mayoría de los deportes hoy más en boga; y también ambas orillas del Atlántico se especializan respectivamente en unos u otros. Ello es que con nombres unas veces traducidos, otras calcados, el fútbol, el baloncesto, el tenis, el golf, el rugby, el cricket, el baseball, &c., han ido copando el mundo entero. A menudo el éxito de tales novedades es incluso mayor en los territorios de adopción.

El invento de la fotografía llevó enseguida al «descubrimiento» del cinematógrafo; en las enciclopedias pueden leerse los nombres de las personas (y de los lugares), con sus fechas respectivas, que llevaron a cabo, en sucesivas etapas, el desarrollo del gran invento. Las películas fueron primero mudas, pero pronto pasaron a ser sonoras; más tarde llegaron las películas en color, en pantalla panorámica, &c., &c. Hay que recordar aquí que, en sus orígenes, los hombres de ciencia franceses, como en el caso del automóvil, tuvieron mucho que ver con el invento, toda vez que el daguerrotipo se llamó así por «Monsieur Daguerre». El caso es que el siglo XX puede calificarse como el siglo del cine; sin duda ha llenado más horas de ocio que ningún otro deporte o espectáculo. Desde hace ya muchos años se hacen películas en muchos países de los cinco continentes, pero todo el mundo sabe que es el arte más representativo de los Estados Unidos de América, que Hollywood, «la Meca del cine», está en Los Angeles, California, y que, por numerosas razones, las «películas americanas» inundan las salas del mundo entero, influyendo en las mentes y en los comportamientos y hábitos de los espectadores, a quienes han venido ofreciendo en distintos géneros (desde las películas de «cowboys», hasta las de «science-fiction»), las sucesivas etapas del devenir intelectual y cultural «yanki», desde comienzos del siglo XX hasta hoy. La fama de los premios «Oscar» supera en realidad a la de cualesquiera otros. A pesar de su parentesco con el teatro, todo el mundo está de acuerdo en que el cine es más «popular», dándole a esta voz un cierto tinte peyorativo. Cuando Ortega acuñó la expresión «rebelión de las masas», quizá estaba pensando en el cine. Su capacidad de divulgación, con sus repercusiones económicas, consiguió atraer a las figuras más destacadas de la escena en países con una gran tradición y calidad teatrales, como es el caso de Inglaterra. En las grandes ciudades hay público bastante para cines y teatros, pero en las ciudades de provincia, en muchos países, el teatro no ha podido sobrevivir a la competencia. Como dijimos más arriba, aunque se hagan películas en muchos países, por su importancia numérica, artística y sobre todo económica, las películas de los Estados Unidos de América dominan con enorme diferencia el mercado.

El otro gran invento del siglo XX ha sido el automóvil y también en sus orígenes tuvieron los franceses mucho que ver y que decir a este respecto. Razones también económicas sobre todo hicieron que el motor de explosión se desarrollase de modo espectacular en los Estados Unidos. Aunque algunos otros países, pocos, sean hoy capaces de producir y de vender aviones de paz y de guerra, la industria aeronáutica norteamericana ha sido, a lo largo del siglo XX, la más importante del mundo y, sobre todo, es la que permitió a los Aliados ganar las dos últimas guerras mundiales. De las máquinas voladoras llamadas aviones se ha pasado a la exploración del espacio: naves espaciales, satélites y sondas lo surcan hoy, para bien y para mal, y aunque los anglosajones no sean los únicos países capaces de producir tales máquinas, sí son los que están a la cabeza de la técnica y los que más unidades fabrican.

También hablamos ya en otro capítulo de las consecuencias del invento del automóvil; este, más que los aviones, es fabricado hoy en muchos países, aunque las patentes de las distintas marcas procedan solo de unos pocos. En este campo es posible decir que en el último tercio del siglo XX los Estados Unidos han encontrado grandes competidores en Europa y en Asia. La importancia de las repercusiones del motor de explosión está en que la geografía y las fronteras de grandes zonas del planeta –más los habitantes de muchos territorios o países delimitados por ellas– se han visto y se ven modificadas, a veces con crueles guerras y tremendas mortandades. Aunque haya hoy numerosos países con reservas y compañías petrolíferas, durante la mayor del siglo XX los anglosajones han sido los grandes patrones del mercado. Cines, coches, aviones y guerras mundiales –sin olvidar la bomba atómica– han sido pues, cosa sobre todo de anglosajones.

Estas afirmaciones no deben hacer creer al lector que son los causantes y los responsables de cosas exclusivamente malas. Si han inventado cosas que han causado grandes sufrimientos a muchos seres humanos, hay que admitir que a esos mismos seres y a muchos otros les han proporcionado fuentes de placer en semejante cantidad y medida.

Entre las últimas invenciones anglosajonas exportadas con enorme éxito cabe mencionar la de ciertos atuendos ligados en mayor o menor grado a la vestimenta juvenil. En todas las sociedades humanas, en cuanto se sobrepasa el nivel de la subsistencia o del autoabastecimiento, el vestido adquiere creciente importancia, estimulada siempre por los invencibles caminos del sexo. Durante siglos, los avatares de la moda alcanzaban sólo a las clases más altas pero, a partir del momento en que fue ya imposible identificar por el vestido la clase social a la que pertenece el individuo, todo cambió: el transeúnte anónimo es producto de la gran ciudad y del sufragio universal. Había, no obstante, ciertos lugares, ciertas ciudades famosas como centros irradiadores de las modas: entre ellas sobresalía París, al menos por lo que al sexo femenino se refiere, pues no hay que olvidar que la sastrería británica decimonónica se llevaba la palma en los atuendos masculinos. Ello es que, de la variedad propia de las clases altas británicas, y por extensión anglosajonas, que moderadamente invadía otros países, iba a surgir en la segunda mitad del siglo XX una violenta eclosión, caracterizada por ciertos tipos de pantalones, de camisas y de zapatos. En un mundo consumista y con tremendas concentraciones de población, el fenómeno se ha convertido en algo antes nunca visto: el gregarismo a escala casi planetaria; so capa de la libertad individual nunca la especie humana, y de modo especial la juventud, ha estado tan sujeta a unas determinadas convenciones, convenciones que son precisamente de origen anglosajón. Cierto es que ello es posible porque funciona mediante mecanismos a los que aún no hemos aludido y que se resumen en una sola palabra: publicidad. Una sociedad, la británica, a la que Napoleón calificó despectivamente de tenderos, ha funcionado en los últimos cinco siglos sobre ideas esencialmente comerciales; no es pues de extrañar que esa sociedad, en su variante ultramarina, haya inventado y desarrollado la publicidad; si la variante europea había inventado los periódicos, al alimón alumbraron las dos, ya en este siglo, la radio y la televisión.

A estas alturas, el lector quizá ha echado ya de menos dentro de este conjunto de factores de influencia, al que, en cierto modo, abarca y reúne a todos los demás: nos referimos a la lengua. Lo hemos dejado a propósito para el final dada la complejidad de sus implicaciones y de sus consecuencias.

Son sin duda varias las causas que explican por qué una lengua se extiende por nuevos territorios, a veces desplazando más o menos rápidamente a las lenguas en ellos habladas, otras veces, viviendo como una segunda lengua al lado de aquéllas, es decir, sin eliminarlas. La historia de los países europeos y la historia de los países de ambas orillas del Mediterráneo, ofrecen buenos ejemplos de tales fenómenos. El latín terminó por eliminar, en su contacto con ellas, a las lenguas aborígenes de los que hoy llamamos países románicos, es decir con lenguas nacidas de aquel contacto, pero de estirpe claramente latina. Los pueblos germánicos fueron los que, en su versión anglosajona, arrinconaron a las lenguas célticas hasta el grado en que hoy se hallan. Los árabes y su cultura transformaron profundamente las realidades lingüísticas en los territorios costeros del norte de Africa, &c.

En todos estos casos, la expansión lingüística, aunque haya que contar siempre con las magnitudes numéricas, es inseparable de los éxitos militares, de las conquistas, que pueden verse a su vez matizadas con nombres como romanización, colonización, protectorado, &c. En el caso de los países anglosajones parece fuera de toda duda que, a pesar de ciertos resultados que habría que calificar más bien como reveses, en los últimos doscientos años por lo que se refiere a los EE.UU., y en los últimos cuatrocientos o quinientos años por lo que respecta a la Gran Bretaña (o si se prefiere, Inglaterra), no han conocido más que éxitos militares, victorias. Quizá sean los únicos grupos humanos de los que sea posible decir esto.

Por otra parte, la lengua inglesa, ya en el siglo XVI, alcanza un muy alto desarrollo literario y científico, aunque no fuese entonces la única. Sus peculiares orígenes la llamaban ya quizá a conocer una difusión superior a la de otras lenguas. La vitalidad comercial de los británicos y sus particulares condiciones geográficas, insulares, al oeste del continente europeo, en una muy adecuada y bien provista plataforma atlántica, iban a convertirlos paulatinamente en inventores de la llamada civilización industrial. Para bien o para mal esto cambió el mundo: desde el momento en que se inventaron las máquinas (las primeras serían sin duda los nuevos telares), se quebraron las milenarias estructuras de lo que ha venido a llamarse la economía. El invento transformó conceptos y cosas tan esenciales como el trabajo, el descanso, el dinero, el ahorro, y sobre todo, el tiempo: nada volvió a ser igual. Y las gentes, poco a poco en un principio, comenzaron a agruparse en ciudades cada vez más grandes. Lo más curioso del fenómeno es que hoy, doscientos años después y conscientes como están los pensadores e incluso los gobernantes (es decir, «los responsables») de los inconvenientes y desventuras que ha acarreado la nueva situación, la inmensa mayoría de las gentes, las cultas y las menos cultas, gustan de vivir en la gran ciudad y reservan el campo para el llamado fin de semana. El mundo en el que hoy vivimos, al sernos tan presente, nos ahorra más disquisiciones al respecto.

Ello es que, una vez inventada la máquina (la cual reporta beneficios porque fabrica más de prisa y se venden más «ejemplares»), el paso siguiente es venderla y seguir inventando nuevas máquinas que hay que seguir vendiendo. Mientras el mecanismo funcione es evidente que el vendedor de máquinas (que, a su vez, sigue vendiendo los productos de tales máquinas) va siendo cada vez más rico y más poderoso que los compradores de esas máquinas. En esencia ese ha sido el camino seguido por los países anglosajones y lo que empezó en los telares de Manchester ha terminado en la gigantesca industria aeronáutica de los Estados Unidos de América.

Huelga decir que en un mundo en que los intercambios comerciales internacionales se hacen tan intensos y tan extensos, tiene que existir un vehículo lingüístico que los haga posibles y los facilite; si en un principio ese vehículo lingüístico podía ser vario (el vendedor no suele tener inconveniente en expresarse, mejor o peor, en la lengua del comprador, que es quien le da a ganar), a partir del momento en que el mundo anglosajón, desde fines del siglo XIX y principios del XX, se pone a la cabeza de la ciencia, el inglés estaba llamado a ser la lengua internacional universal. Y sin olvidar tampoco que el cultivo literario de tal lengua, en la antigua metrópoli, en territorios como Irlanda o incluso en los ultramarinos, ha conocido en el mismo largo período de tiempo un singular florecimiento. Cabe añadir enseguida que también las literaturas se exportan. El fenómeno de la lengua inglesa se ha convertido pues en algo que resulta inseparable de lo que, más o menos justa e ingenuamente, entendemos por progreso y la idea de progreso en la mente humana es inseparable de la idea de futuro. Así pues, el inglés se estudia en el mundo entero y a lomos de los incesantes inventos relativos a las comunicaciones y a las «señales», gana más y más adeptos. Una de las pruebas más tontamente evidentes de su prestigio y de su difusión podría verse en el hecho de llevar prendas de vestir con leyendas o letreros escritos en inglés; cierto es que suelen ser los jóvenes –de ambos sexos– los más adictos a tales usos y, sin pretender sacar profundas conclusiones del hecho, no carece de un cierto valor simbólico. Los ejemplos de la influencia de tal lengua nos asaltan cada día: en el hogar a través de la televisión, la radio y los diversos objetos del menaje; en la calle, donde rótulos y señales de todo tipo –desde el stop hasta el cartel publicitario, cualquiera que sea el tema– muestran voces inglesas; en el lugar de trabajo, donde herramientas, libros y revistas abundan en expresiones y palabras inglesas. Y si pasamos a la esfera del ocio y los placeres, la presencia del inglés es aún mayor: deportes, bebidas y sexo son a menudo un puro calco del vivir anglosajón. Curiosamente, la frecuencia con que la palabra sexo se repite hoy en variados contextos es consecuencia directa de la influencia lingüística inglesa, en este caso de unos treinta o cuarenta años para acá.

Quizá en el único campo en el que el vigor del mundo anglosajón no haya tenido un éxito tan universal sea el de la cocina. Los viejos países mediterráneos parece que resisten por el momento, protegidos y pertrechados en unas tradiciones culinarias propias. Y, por otra parte, los propios países anglosajones, en especial en las grandes ciudades, se ven invadidos –y ayudados– por gustos y cocinas de procedencias diversas, europeas, asiáticas, suramericanas, &c. No obstante, ciertas modalidades de la alimentación británica y norteamericana han encontrado un eco universal; así ocurre con los zumos de frutas y con los productos de origen vegetal que cada vez se comen más en los desayunos; y lo mismo cabe decir –en este caso aplicado sobre todo a la comida fuera del hogar– de las llamadas «comidas rápidas» (traducción de «fast food»), que también ganan prestigio y seguidores en las grandes ciudades.

En esta descripción de los variados campos sometidos a la influencia anglosajona, quizá algún lector eche de menos la mención del religioso. No es fácil de abordar porque el ritmo de las transformaciones y de los cambios en el mundo de la religión es distinto, siempre más lento y como menos perceptible. Aun así, cabe creer que, aparte del ataque que supuso el invento del «week-end», al que ya aludimos, muchos aspectos nuevos de la vida religiosa, al menos en los países católicos son consecuencia de la influencia anglosajona; por ejemplo, la expresión «católico practicante», muy reciente en el español de nuestro tiempo, parece un calco de la actitud de muchísimos británicos, sobre todo anglicanos, aunque en inglés se diga «church goer». Lo que podría parecer rigidez en las prácticas religiosas tradicionales de los países católicos europeos se ha visto sustituido por una laxitud que debe mucho a la variedad de Iglesias del mundo anglosajón. Entre los últimos acontecimientos que en él han tenido lugar es sin duda el más significativo el de la ordenación de mujeres con rango sacerdotal; a pesar del poco tiempo transcurrido ya han comenzado a aparecer artículos en la prensa española abogando por la misma posibilidad en el seno de la Iglesia católica.

Como resumen cabría decir que esta influencia del inglés es consecuencia de la reunión de un conjunto de factores que, cuando a lo largo de la historia se han dado también juntos, han producido resultados semejantes: por ejemplo, en el caso de la romanización y en el caso de la islamización, las lenguas respectivas de tales civilizaciones desplazaron a las lenguas aborígenes o a las allí habladas entonces en los vastos territorios que circundan el Mediterráneo, exceptuando el mundo griego. En el conjunto de esos factores suele destacar el poderío militar, pero si bien este solo no basta, cuando aparece aliado con el supremo poder científico y cultural de tal momento histórico, la influencia del país que los irradia resulta irresistible. A pesar de las magnitudes asiáticas y africanas que en un futuro lejano –si lo hubiere– podrían hacer cambiar las cosas y los rumbos de la historia humana, hoy por hoy no cabe sino tener conciencia de que lo que convencionalmente llamamos el mundo anglosajón, en sus principales variantes, europea y norteamericana, está llamado a seguir desplazando de sus territorios respectivos, costumbres, formas de vida, actitudes religiosas y políticas, y hasta lenguas y tradiciones literarias.

Hasta aquí hemos tratado de describir el conjunto de fenómenos que el mundo anglosajón ha venido irradiando con éxito creciente a lo largo de los últimos ciento cincuenta o doscientos años. Si en el mundo de lo material las palabras exportación y exportar describen exactamente el hecho, cabe aplicarlas metafóricamente a la esfera de las ideas y del pensamiento. Y puesto que exportación invisible es una expresión utilizada en la jerga comercial de nuestro tiempo, podemos aplicarla a algo de lo que en anteriores entregas ya hemos hablado: nos referimos a la exportación de su sistema político, es decir, el sistema convencionalmente conocido por el nombre de democracia y caracterizado, sobre todo, por la existencia de los llamados partidos políticos. En la mayor parte de los casos, este sistema, trasplantado a sociedades dotadas de tradiciones culturales y sociales muy distintas de las anglosajonas, puede llegar a convertirse en una caricatura del original, pero, apoyado como está en una de las conquistas más brillantes del mundo moderno, el sufragio universal, goza de tal prestigio que, por el momento, no se le ve ningún sustituto mejor.

 

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