Nódulo materialistaSeparata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
publicada por Nódulo Materialista • nodulo.org


 

El Catoblepas, número 54, agosto 2006
  El Catoblepasnúmero 54 • agosto 2006 • página 8
La soledad sonora

La esperanza del futuro

José Ramón San Miguel Hevia

La esperanza del futuro en los ensayos existenciales de Don Miguel de Unamuno

Miguel de Unamuno

Unamuno publica en el año 1900 tres ensayos, «¡ Adentro!», «La Ideocracia» y «La fe», que forman una trilogía y son al mismo tiempo resultado de una honda trasformación interior y el núcleo de su futuro pensamiento, que se repetirá bajo diversas variantes durante su vida. El mismo es el primero en advertir que, contra toda apariencia y contra quienes le acusan de inconsecuente y contradictorio, es un hombre fiel a una actitud, a unos problemas tan escasos como fundamentales y a una serie de ideas que los formulan. Y esto es tan cierto que, incluso cuando toca cuestiones relativamente lejanas a la temática existencial, por ejemplo al escribir de política o de lingüística, no tarda en aparecer bajo una u otra forma ese tema único y central.

La evolución espiritual de Unamuno hasta este año 1900 sigue una línea muy precisa. Conoce primero el teatro de Ibsen, especialmente Brand, que le afecta profundamente. Luego el crítico literario danés, Brandes, le pone en contacto con la filosofía que ha proporcionado al dramaturgo noruego su repertorio de situaciones y actitudes existenciales. Desde ese momento Unamuno se familiariza con Kierkegaard, y traduce su pensamiento a una forma literaria, el ensayo, que consigue atrapar en una serie de instantáneas el carácter, esencialmente móvil, de la vida humana.

Una única y sencilla advertencia sobre el vocabulario. La palabra «existencia», empleada aquí sistemáticamente para exponer el pensamiento de Unamuno, señala el acto por el que cada hombre está existiendo, proyectando su propio futuro y realizándose a sí mismo a través de una serie de actos libres. El significado de este único vocablo técnico coincide en líneas generales con el que mantienen las variantes más radicales del existencialismo.

El análisis de la existencia

La «existencia» aparece en Unamuno destacada sobre un fondo impersonal, muy parecido al «se» de Heidegger o a las masas de Ortega. Para sugerir esta impersonalidad, que por contraste permite conocer por lo menos en primera aproximación los caracteres de la vida auténtica, Unamuno emplea un pronombre plural, un despectivo «ellos», a caballo entre el mundo de las personas y el de las cosas.

Sólo que este factor impersonal, en el caso del «se» o de la «masa» es algo inerte, una especie de arena que por su misma blandura englute cuanto en cada uno hay de sólido y denso. El «ellos» de Unamuno por el contrario, es fuertemente agresivo. Ataca el último reducto de la libertad y la intimidad del hombre y pretende organizarlo, clasificarlo y recortarlo para que se iguale con un modelo y una forma de vida uniforme y común.

La primera reacción de defensa de la existencia individual ante este ataque ha de ser un repliegue sobre uno mismo, una vuelta a la propia interioridad y soledad. Sin ese movimiento de reflexión será inevitable la pérdida del yo en el mundo, la mundanización de la vida. Unamuno hace por eso una llamada a la intimidad, e invita a cada uno a dejar el espacio exterior –adelante, arriba, a la derecha– y ensimismarse, entrar adentro.

El repliegue y la reflexión hacia sí mismo hace surgir la existencia sobre las formas y planes de vida, que amenazan con absorberla y convertirla en cosa. La individualidad original de cada uno debe soportar unos cuadros sociales de conducta, que tienden a orientar el comportamiento en trayectorias fijas y con rumbo determinado, eliminando la libertad y la vida propia. Por supuesto que esos raíles están ya trazados mucho antes de que el hombre en acto de existir los acepte y los recorra.

El proyecto por el que cada uno planifica y determina su futuro, es otro modo, por cierto muy cercano al anterior, de perder o dejar disminuida la existencia. Unamuno señala que es la misma vida en su decurso la que va trazando su plan a medida que se desarrolla. Las formas y el plan de vida están por otra parte irremediablemente unidos: «ser hombre de meta y propósito fijos no es más que ser como los demás nos imaginan... no sigas los senderos que a cordel trazaron 'ellos'; ve haciéndote el tuyo campo a traviesa.»

La existencia puede caer cautiva de cuadros sociales, o quedar anulada por una falsa libertad, que determina de modo fijo su futuro a través de un plan de vida. Pero además corre el constante peligro de mirar a su propio pasado, renunciando a seguir hacia delante, es decir renunciando a vivir. Efectivamente, el pasado y el presente son algo que ya está definido de una vez para siempre, y que por consiguiente ya no es libertad ni existencia.

Unamuno recomienda ante lo ya vivido resignación activa, olvido de lo irremediable para buscar el porvenir posible. Hay que sustituir la codicia en guardar lo que ya se tiene por la ambición hacia lo nuevo y por la esperanza en mirar hacia delante, olvidando todo lo muerto que queda detrás. Así la existencia se libera de toda forma de vida y de su propio pasado y se proyecta libremente hacia un futuro que no está previamente determinado por unas líneas de conducta trazadas a escuadra.

Existencia y subjetividad

En la medida en que la existencia se repliega sobre sí misma y se libera de un mundo impersonal representado por una sociedad articulada por formas de vida inflexibles y definitivas, parece profundamente antisocial. Y lo es, pero sólo en cierto sentido, porque a un nivel más alto o por lo menos distinto, puede redescubrir dentro de sí la humanidad entera, de la que primero se había apartado.

La primera sociedad de la que emerge la existencia es algo exterior a los individuos, a quienes impone su propia forma de ser. Los hombres que se dejan aprisionar por ella están determinados en su conducta y en su habla por una serie de lugares comunes que cortan la manifestación y la expresión de la personalidad original de cada uno. Y son precisamente esos mismos hombres los que en acto segundo se condicionan recíprocamente para enclasarse en un concierto invariable y monótono de voluntades.

La soledad, la reflexión del sujeto sobre sí mismo, le permite sentir su propia individualidad, despegarse de la sociedad que amenazaba con convertirle en una cosa, y liberarse de sus módulos comunes. La existencia individual es algo ajeno y opuesto a ese mundo impersonal, configurado por un orden de ideas, valores y conductas definitivamente establecidos. Unamuno advierte sin embargo que este sujeto en soledad puede reencontrar en su interior la sociedad con una modalidad y a un nivel muy diferente.

Cada individuo es efectivamente social incluso carnalmente. Es un nudo en la densa trama de la especie y en él convergen y se contienen las generaciones que le han precedido y las que vendrán después. Y tiene además una habitud, que al proyectarse al exterior abriéndose a los otros, recrea una sociedad viva y dinámica. Por eso, desde su primer momento de intimidad debe iniciar su regreso a esa sociedad que potencialmente tiene ya dentro, pero esa vuelta la realiza manteniendo su individualidad y creando un nuevo nivel de convivencia, profundamente diferente al «ellos» inicial.

Sólo en la sociedad renovada por este doble movimiento de ida y vuelta, puede el sujeto encontrarse plenamente a sí mismo, bien entendido que las formas de vida donde primitivamente estaba incrustado, se convierten en una comunión de individuos, que mutuamente se despiertan y se inquietan para poner en movimiento su existencia más original. Unamuno quiere sustituir el lenguaje impersonal, comunicable a todos los hombres por medio de ideas lógicas y coherentes, por un trato directo, que ahonde en el único problema que vale la pena resolver. «Sé confesor más que predicador. Comunícate con el alma de cada uno y no con la colectividad.»

Es verdad que Unamuno saca consecuencias desmesuradas de esta toma de posición. No respeta demasiado la marcha de la historia, ni las ideas ni en general las formas en que la sociedad se objetiva. Pero sería demasiado cómodo llevarle al desván del irracionalismo y del individualismo y dar así por solventadas las cuestiones que plantea. Porque los males que denuncia en la sociedad son reales y el extremo subjetivismo de sus soluciones no puede anular la exactitud del diagnóstico. Descubrir la uniformidad de una sociedad muerta y pretender darle nueva vida desde la soledad de cada existencia, es una actitud que merece por lo menos el mayor respeto.

Existencia y futuro

Unamuno sigue analizando la existencia, que se resiste a entrar en moldes rígidos, no sólo por su carácter subjetivo, sino primero y principalmente por su temporalidad. Efectivamente, el ser que está en acto de existir no puede entenderse completamente por su esencial inacabamiento. Sólo quien se sitúe fuera de su existencia podría sistematizarla y convertirla en objeto, pero esta pretensión es radicalmente contradictoria.

Es cierto que hay un trozo de la existencia, el pasado, que por su carácter de sido ha quedado definitivamente fijo, pero sólo merece una mirada tan breve como desdeñosa. Sin entrar a examinar la articulación temporal que lo une al presente y al futuro, Unamuno mantiene hacia él una indiferencia total, pues es algo inevitable, que por eso mismo no le pertenece.

Y como el presente tiene una condición semejante al pasado, por ser ya irremediablemente lo que es, queda el futuro como ámbito propio de la existencia. El futuro es el reino de la libertad, y precisamente por serlo es ideal. La idealidad según esto es, al lado de la interioridad, la segunda nota de la existencia. No se trata de una idealidad lógica, sino de la irrealidad de lo que es puramente posible, más concretamente, de la libertad que se proyecta sobre posibilidades todavía no realizadas.

El primer movimiento de reflexión sirve para que el sujeto se libere de formas de vida ya trazadas y se sitúe en el auténtico horizonte de su existencia. Recobra así su libertad englutida en la vida anónima del «ellos» y en su pasado. Cuando en un segundo movimiento este ser libre entra en comunión con los demás, la sociedad que entonces se forma ya no está estancada ni convertida en cosa, puesto que la idealidad es uno de sus ingredientes fundamentales.

Precisamente porque la libertad y su ámbito son ideales, han de ser también utópicos, es decir siempre futuros y nunca presentes. La utopía es según esto el tercer rasgo de la existencia, en el sentido de lo inalcanzable, no por su contenido, sino por su formalidad de puro poder ser, de pura libertad.

Unamuno ataca a quienes esperan que el ideal baje de las nubes, porque si de esta forma queda convertido en algo visible y palpable dejaría automáticamente de ser ideal. La libertad, en tensión continua hacia un horizonte que trasciende al acto de existir, está sometida a una revolución permanente, jamás completa ni detenida.

La caída de la existencia

La existencia individual, vertida hacia un futuro que todavía no es, puede tropezar y caer en la trampa que le tienden las ideas. Unamuno no niega la utilidad ni el valor de las ideas, pero únicamente si son instrumentos y pertenecen a un sujeto, dispuesto a usarlas y gastarlas y romperlas con el uso.

Unamuno compara las ideas con el dinero, instrumento de cambio que adquiere por convención un valor común y homogéneo para todos los hombres. Este papel-idea sólo tiene sentido cuando en vez de poseer a un sujeto es poseído y libremente empleado y usado por él. Y los comerciantes de ideas, los que las ponen en circulación, valen según el espíritu que en su comercio pongan, pues de otra forma serían puros eruditos, usureros de ideas.

Es fácil explicar la preocupación de Unamuno por hacer que las ideas cumplan función de instrumento, ya que su carácter impersonal y general impide que formen parte del núcleo de cada existencia individual. El hombre según esto no será primero que nada razón, porque la razón es sólo un medio, un instrumento de cambio de los pensamientos que, además de ser muy peligroso si no se le sitúa en el lugar que le corresponde, sólo afecta a la vida en sociedad.

Esta relación inicial entre el sujeto en acto de existir y las ideas que él posee y que utiliza como instrumento de coexistencia con los demás, queda rota cuando el individuo se deja enclasar en un sistema de pensamiento y se mantiene en él dirigiendo sus actos de acuerdo con un esquema rígido e invariable. Entonces la existencia queda dominada por las ideas en vez de tenerlas a su servicio.

Unamuno lanza furiosos ataques contra los hombres de convicciones arraigadas e inconmovibles, siempre consecuentes con sus propios principios. Porque cree que esta coherencia lógica ahoga la originalidad del individuo. Por el contrario, defiende el derecho de cualquier hombre a contradecirse, a ser cada día nuevo, porque esta renovación del pensamiento y de la conducta deja libre la existencia y prueba que el sujeto es dueño y no siervo de sus ideas.

Esta trampa de la razón es en el fondo un desistimiento de la existencia a cambio de una regla uniforme y coherente de comportamiento. En todos los ideólogos y en todos los hombres de principios hay una inmensa pereza de vivir y de pensar en vivo. Su entrega a un sistema de ideas y un esquema de soluciones es una forma como otra cualquiera de hacer cesión definitiva de su libertad.

Esta inversión de la primitiva relación que ha de haber entre los individuos existentes y coexistentes y sus ideas, desemboca fatalmente en una despersonalización. Los hombres reciben entonces todo su valor, no de sí mismos sino del sistema en que están integrados y quedan así convertidos en cosas, perfectamente clasificables de acuerdo con una nomenclatura que los agrupa por la homogeneidad de sus ideas.

La existencia pierde otra vez su carácter de libertad y de irrealidad. Se pregunta a cada quien «qué es», y según su respuesta queda cinchado en una definición y convertido en una cosa, en una no-existencia. Pero este despojo del sujeto arrastra otra consecuencia todavía más grave, porque al perder los individuos riqueza existencial en beneficio de una generalidad lógica, caen en una de las formas más agresivas del «ellos» impersonal, lo que Unamuno con su peculiar vocabulario llama la «ideocracia», el dominio de la idea en la vida social.

El dominio de las ideas

Los individuos pierdan su carácter de existencias libres y abiertas a un futuro irreal, cuando caen bajo el dominio de una ideología que los uniforma. Esta igualación, que sólo ha sido posible por un desistimiento existencial, da paso a una de las formas privilegiada de convivencia en tercera persona, basada en el «ellos» impersonal.

La sociedad resultante de esta universal abdicación se distingue de las otras, porque en ella la impersonalidad es querida expresamente y organizada con toda coherencia. La sociedad bajo el dominio de la idea es el lugar donde la renuncia a la existencia alcanza madurez, es decir, pleno conocimiento de sí misma y decidida voluntad de ser.

Poco importa por lo demás que se monte sobre una coacción física, como de hecho sucede en todo régimen legal de tipo burocrático, o que sea producto de una difusa coacción moral, que se extiende por los grupos sociales y obliga de hecho a encajarse en unas ideas y una conducta determinada. En uno y otro caso el efecto es el mismo: una renuncia a la libertad y una cosificación de la existencia de uno y de todos los individuos.

Para justificarse a sí misma la sociedad que vive bajo el dominio de la idea inventa una serie de recursos publicitarios, como por ejemplo la distinción entre ideas verdaderas, que han de admitirse incondicionalmente, e ideas falsas, que es preciso evitar y negar. Naturalmente, al objetivar de esta forma las ideas y darles valores polarmente opuestos, los individuos quedan obligadamente vertidas hacia la objetividad de signo positivo –la verdadera– y encerrados en ella.

Unamuno ataca brillantemente esta división arbitraria, diciendo que al ser las ideas instrumento del individuo uno o plural, valdrán en la medida y durante el tiempo en que sirvan para entender los hechos naturales y humanos. Una peseta verdadera es la que está en circulación y sirve para comprar y vender, y sólo es falsa cuando deja de cumplir esa función, cuando ya «no pasa».

Las ideas pueden aparecer también divididas polarmente en buenas y malas. Unamuno advierte que esta distinción es todavía más peligrosa, porque vuelve agresivo al «ellos» impersonal, al definir como éticamente perversos a quienes no comulgan con ciertas ideas, o peor todavía, no se dejan clasificar por ninguna. Por lo demás, hablar de ideas malas y buenas tiene tanto sentido como hablar de escopetas benéficas o malhechoras: en uno y otro caso el uso que se haga de un instrumento depende de quien lo utilice.

La estructura de la sociedad bajo el dominio de la idea es muy fácil de entender. Hay en el fondo una colectividad cautiva de una serie de lugares comunes del pensamiento y la conducta. Esta colectividad totalmente despersonalizada sirve de base al aparato legal y a la doctrina ética en que el «ellos» se expresa.

El Estado –irremediablemente oligárquico, cualquiera que sea su aspecto externo– es uno de los aparatos mediante los que la colectividad convertida en cosa perpetúa y garantiza su común desistimiento de la existencia. Unamuno no le da importancia central a este epifenómeno político, pues le considera efecto de esa inquisición inmanente que está en el fondo de toda ideocracia.

En cuanto a la doctrina ética o religiosa en que esta sociedad se expresa, trata de clasificar a todos los individuos en dogmas absolutos e inmutables, iguales para todos. Es una moral profundamente maniquea y agresiva. Las ideas que rigen la conducta de los hombres son positivas o negativas, obra de Dios o del diablo sin término medio ni matices de ninguna clase. Y por supuesto cada individuo debe renunciar a toda elección y orientar su conducta, obedeciendo ciegamente a las ideas «buenas».

La anulación del individuo

Unamuno con su pintoresco y etimológico lenguaje dice que la ideocracia desemboca irremisiblemente en una ideofobia. Dicho en otras palabras, la sujeción absoluta a unas ideas lleva aparejado el odio a todas las demás, que no están de acuerdo con ellas. Cada uno de los ciudadanos de esa colectividad impersonal sigue el expediente bien fácil de juzgar falsas y malas a cuantas ideas no estén de acuerdo con las propias.

Ahora bien, como quiera que cada grupo social está totalmente identificado con las ideas y las normas de conducta a las que hizo dejación de su existencia, el odio a esas ideas ajenas desemboca en odio a quienes están definidos por ellas. De esta forma las partes de la comunidad se hacen impenetrables, la existencia individual desaparece bajo la capa de la ideología y el hombre termina desconociendo al hombre.

Pero aunque los componentes de esta sociedad impersonal son enemigos jurados, todos ellos se vuelven doblemente agresivos contra los individuos que no desisten de su existencia ni se dejan encerrar en un sistema rígido de normas y de ideas. Esa irritación está a sus ojos más que justificada, pues la existencia que utiliza las ideas como simples instrumentos sin abdicar de su libertad es el principal acusador de un sistema, cualquiera que sea su signo, que trata de encuadrar la vida del hombre.

En una colectividad sana existe siempre una dialéctica entre el peso muerto del pasado con sus costumbres, sus lugares comunes y su orden establecido, y el impulso renovador del presente abierto hacia un futuro utópico. Pero en el tipo de sociedad patológica que Unamuno denuncia y critica, el desistimiento de la existencia encierra a todos en la impersonalidad de unas ideas y unas creencias que marcan y determinan unívocamente de una vez para todas la trayectoria que cada individuo seguirá. Entonces sólo queda el odio a los demás que piensan de manera distinta y la guerra santa contra quienes se han atrevido a poner en cuestión esta forma anónima de vivir.

Pero esa crítica contundente de la sociedad bajo el dominio de las ideas y de la correspondiente caída de la existencia en el mundo de las cosas, sólo estará completa si se consigue descubrir el ámbito propio de la libertad, el horizonte último desde el que la existencia proyecta su futuro absoluto. Es el tema de un nuevo ensayo de Unamuno, que guarda una rigurosa continuidad con los dos primeros.

El horizonte de la existencia

En todas estas sociedades impersonales las ideas y las normas de vida se aceptan y se imponen incondicionalmente, haciendo dejación de la propia existencia y desconociendo la del otro. En caso de que el trasfondo de la sociedad sea religioso, la fe se vive primero y principalmente –casi se puede decir que exclusivamente– en forma de creencia que con facilidad va a dar en dogmatismo. A Unamuno le interesa sobre todo su aspecto existencial.

La fe entendida como una creencia está esencialmente relacionada con la temporalidad del individuo y de la sociedad, y justamente con su pasado. El objeto de la creencia es algo que «ya» está ahí, completamente hecho y acabado, y sólo espera que el sujeto se adhiera ciegamente a él. En cambio la existencia está abierta al futuro y por tanto es una pura idealidad. El problema es entonces descubrir, si ello es posible un nuevo entendimiento del acto de fe, para que sirva de horizonte a esa vida humana.

Unamuno describe un existencial que adquiere para él creciente valor: la esperanza. Por oposición a las creencias, ancladas en el pasado, esa esperanza está esencialmente abierta al futuro, al horizonte ideal e irreal de la libertad. Por eso mismo no admite planes que determinen con toda exactitud el porvenir, ni es seguridad, ni siquiera señala el camino, aunque da plena confianza al caminante.

Fiel a su noción de existencia, Unamuno pone el acento en esta esperanza, contraponiéndola a las creencias. Queda ya así descubierto el esqueleto existencial que servirá de base a un pensamiento al propio tiempo teológico y social. Efectivamente, una sociedad encerrada bajo el dominio de la idea o del dogmatismo es radicalmente distinta de cualquier grupo humano, agitado y proyectado hacia el futuro en virtud de la esperanza.

La existencia, según esto, es el desarrollo de la esperanza, y a la inversa la esperanza es el horizonte desde donde se entiende y se vive la existencia. Todo otro horizonte despersonalizaría a los hombres llevándolos a una cualquiera de las formas del «ellos», el tópico, la costumbre ya establecida, la ideocracia. Sólo la esperanza libera y mantiene la libertad. Además, en la medida en que es proyección hacia un ideal utópico, situado más allá de todo posible presente, permite coger en vilo la existencia entera. Cualquier otra tendencia que tenga un objetivo inmanente queda circunscrita y encerrada dentro de la vida, sin poder trascenderla.

El ataque a la sociedad dominada por las ideas y a la fe tomada como creencia, hacen que una mirada superficial confunda a Unamuno con un irracionalista. En realidad se trata de un pensamiento que sigue las líneas trazadas por Kierkegaard y que por tanto niega la posibilidad de hacer un sistema de la existencia, por su radical inacabamiento.

Pístis y Gnôsis

El vocablo griego «pístis» en su sentido original de confianza amorosa y sobre todo esperanzada, es el que mejor responde al concepto formal de fe, tal como lo entiende Unamuno. Esa era justamente la primera actitud de las comunidades cristianas inmediatamente después de la predicación de Jesús. Era la verdadera, la auténtica fe, que todavía no se había perdido la novedad de su primera expresión. «Vivían vida de fe, vivían por la esperanza en el porvenir; esperando el reino de la vida eterna vivíanla. Daba cada uno a su esperanza la forma imaginativa e intelectiva que mejor le cuadraba.»

La esperanza como existencial se identifica aquí con la fe religiosa. La vida y la fe se encuentran por fin, como anuncia el texto de Ibsen que Unamuno coloca a la cabeza de su ensayo. La esperanza utópica o escatológica toma en vilo la existencia, como que es el único horizonte que permite vivirla en su totalidad. El acto de fe es, según esto, un acto de existir que salva perpetuamente a la vida de toda caída en el mundo de las cosas y la proyecta hacia un ideal, que por definición nunca es presente.

Pero esta juvenil esperanza puede con el tiempo comprometerse con el mundo, intentar justificarse mediante la autoridad o la razón. O puede dejar también que el frescor original vaya cayendo en el tópico a fuerza de repeticiones. Surge entonces la fórmula de fe, la creencia que todos deben repetir y aceptar, el dogma. Tanto la racionalización del acto de fe como su reducción a pura creencia, convierten la esperanza en algo definido y definitivo, en un sistema de ideas que clasifica a las existencias y las convierte en cosas. Unamuno llama a esta fe venida a menos «gnôsis» por oposición a la «pístis» original: «la creencia y no propiamente la fe, la doctrina y no la esperanza.»

Es cierto que ya la primera juventud de la fe se expresaba en fórmulas más o menos felices, en concepciones plurales y en parte contradictorias. Pero todas estas fórmulas intelectuales existían en función de la esperanza de la que emerge como de una fuente o raíz. Cuando esta fe elige un determinado lenguaje para expresarse, tal «elección», (en griego haíresis = herejía), como todo lo que viene de la libertad, no es excluyente sino que puede coexistir con otras «elecciones», colocadas en el mismo ámbito de esperanza.

Cuando la primera fe se debilita, estas formulaciones que en un principio eran accidentales, van ocupando poco a poco el terreno que la esperanza deja vacío. La comunidad cristiana entra en una de las formas del «ellos», la sociedad bajo el dominio de la idea o ideocracia. Y lo que antes eran caminos distintos, todos proyectados a una meta común, son ahora opiniones o creencias inconciliables que hacen hostiles e inconciliables a quienes las profesan, herejías en el sentido común y actual de la palabra.

Unamuno alcanza así el problema central que le agita durante toda su vida y que merece un análisis y una interpretación rigurosa. Se habla a propósito de él de un conflicto entre fe y razón y se le suele clasificar entre los irracionalistas. Llama la atención de sus lectores tanto su incredulidad como su fe angustiada, su ansia de inmortalidad y su vivencia casi física de la muerte. Pero estos dos aspectos parciales de su pensamiento necesitan integrarse en una doctrina más sencilla y fundamental.

Efectivamente, si Unamuno se niega a encerrar la existencia en un sistema de ideas y creencias, si manifiesta una pasión por una escatología que nunca está a la vista, todo ello se debe a que entiende y vive el acto de existir como una tensión hacia un ideal, y el acto de fe como una esperanza que proyecta la libertad hacia un ideal siempre utópico. Esta actitud vital explica la forma de pensar del filósofo, sin necesidad de eliminar sus contradicciones, pues siguiendo la línea trazada por Kierkegaard y después por Ibsen, consigue dar unidad a la fe y al acto de existir, a la vida.

Una teología de la esperanza

Este punto de vista permite entender las dos dimensiones de la fe en función de la existencia, y por tanto en función del tiempo. Las creencias, en su intento de apresar y hacer presente su objeto, se expresa en categorías espaciales, pero la esperanza apunta, siguiendo la trayectoria temporal de toda la existencia humana, hacia lo radicalmente utópico. Esta tendencia a la escatologicación de la fe, acompañada de su representación intramundana, es el tema más actual de las teologías de cualquier tendencia.

La paradoja de un Unamuno lleno de fe por una parte e incrédulo por la otra es efecto de su particular teología de la esperanza. En la medida en que su existencia esta penetrada de una honda religiosidad, parece un hombre de fe auténtica y profunda. En la medida en que exige que el objeto de esa fe no esté presente, parece que su religiosidad se frustra y cae en un vacío, querido por él mismo. Son la cara y la cruz de una misma actitud de esperanza.

Desde el punto de vista sociológico, Unamuno piensa que una comunidad fundada primero y principalmente en creencias es irremediablemente una sociedad instalada. Las creencias unánimemente admitidas son simultáneamente causa y efecto de unas estructuras políticas, sociales o culturales permanentemente estancadas en un punto del tiempo y de la historia. Y esto incluso en el caso de que su organización sea avanzada con relación a la de otros pueblos.

Por el contrario, una colectividad agitada por la esperanza es dinámica y está en continuo cambio y renovación, en una revolución espiritual permanente, y su liberación afecta, no sólo a la dimensión religiosa, sino de forma indirecta a cualquiera de sus otras actividades, desde la ciencia a la política. En una palabra, cuando la vida y la fe se unen, desaparece cualquier sociedad que encierra a la existencia en un sistema de ideas, y el hombre se encuentra en un camino cuyo único límite es un horizonte tan real como inalcanzable.

 

El Catoblepas
© 2006 nodulo.org