Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
publicada por Nódulo Materialista • nodulo.org
El Catoblepas • número 53 • julio 2006 • página 7
Una reflexión sobre la noción de perfección en homenaje al gran cineasta Billy Wilder en la conmemoración del centenario de su nacimiento {1}
A la memoria de Billy Wilder, en cuya creatividad y buen hacer cinematográfico encontramos lo más próximo a la perfección que es posible encontrar en el séptimo arte. Y por haber favorecido en clave artística el fomento del principal valor moral: la alegría que crece con el entendimiento
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El arranque de algunas novelas puede, por sí mismo, identificar y hacer reconocer de inmediato su autoría y firma, sirviendo al tiempo de efectiva carta de presentación. Basta arrancar con un «En un lugar de la Mancha...» o con un «Llamadme Ismael» para saber de qué obra se trata y de qué autor estamos hablando. En la historia del cine hallamos prólogos no menos memorables y gloriosos que aquéllos. Pues, ¿qué buen aficionado al cine no puede evocar las primeras imágenes de La ronda (La Ronde, 1950) de Max Ophüls o Sed de mal (Touch of Evil, 1958) de Orson Welles sin estremecerse y alabar el nombre del creador? Hay, asimismo, finales de películas que rozan la genialidad talentosa y artística, conservándose en la retina y en el eco del recuerdo cinéfilo con sólo murmurar su título. Yo digo Con faldas y a lo loco (o el título original del filme: Some like it hot, 1959) y la imagen y la frase magistral nos vienen a la mente casi de inmediato: «Nadie es perfecto» («Nobody’s perfect»).
El descacharrante diálogo que cierra la maravillosa película de Billy Wilder, rematado con la célebre réplica de Joe E. Brown a Jack Lemmon, constituye, ironías de la vida, un genuino ejemplo de perfección en el dominio del arte cinematográfico (en la construcción del guión, en particular.) El corrosivo director de cine norteamericano que rubrica la obra conoce su oficio como pocos. Sabe cómo dejar en el espectador una sonrisa (o una carcajada) que le haga sentirse complacido y feliz, pero no para quedarse ahí, sino para, por medio su inteligentísimo sentido del humor, dar paso a la reflexión inquietante. Sólo entonces, tras el disfrute de la emoción, entendemos y nos hacemos cargo del pesimismo y la huella agridulce que entraña la conclusión de la obra, es decir, cuando pensamos en el triste sentido de la celebrada frase o en el futuro incierto que aguarda a los personajes. Cuando pensamos en todo ello...
El entendimiento no hace fracasar el sentido de la alegría, sino que le da pleno sentido, es decir, lo perfecciona. Así pues, para seguir disfrutando de lo bueno, para seguir pensando –alegremente– sobre el significado moral (y extramoral) de la inmortal boutade wilderiana: Nadie es perfecto..., ¿rememoramos un poco más la secuencia?
Joe E. Brown (como Osgood Fielding III, el Bocazas, «Big Mouth»: nunca mejor dicho) dispone fugarse con Jack Lemmon (como Jerry vestido de Daphne), y hacerla su nueva esposa. Este/ésta a fin de impedir esta turbia unión que les espera hace al pretendiente severas confesiones: que no es rubia natural, que fuma muchísimo, que ha estado viviendo con un saxofonista, que no puede tener hijos... Mas nada importa. El enamorado y atribulado Osgood cree haber encontrado en Jerry/Daphne el amor de su vida y no está dispuesto a que nada ni nadie le desvíe del ciego destino del deseo. Finalmente, Jerry, como último recurso para desmontar la mascarada, se quita la peluca y proclama, con el maquillaje todavía brillante en el rostro: «¡Soy un hombre!» Una revelación, sin embargo, que no provoca en Osgood sorpresa en absoluto, sino la celebrada réplica: «Bueno, nadie es perfecto.»
Perfecto, pues. Pero, cuando del arte (cine, literatura, pintura...) nos trasladamos al ámbito de la vida, las cosas muestran y revelan un sentido y un significado muy distintos a los de aquél, de modo que a menudo se parecen muy poco entre sí. El territorio de la estética y el territorio de la ética no deben confundirse sin más. Sólo, por ejemplo, a un epatante Jean-Luc Godard pudo habérsele ocurrido aquello de que un travelling es una cuestión moral. He aquí una afirmación exagerada, no más que una pose, un alarde… estético entre tantos otros, nunca una máxima sintetizadora del arte y la ética. No seguiremos ese camino. En las páginas que vienen a continuación defenderé la distinta dimensión –y conclusión– que, según mi criterio, mantienen los discursos de la ética y la estética, y que las cosas no son como parecen y aparecen. Para empezar, me pregunto: ¿realmente cabe determinar que moralmente nadie es perfecto y que la búsqueda de la perfección moral no es más que una quimera o una depravación humana?
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Escuchamos con demasiada frecuencia, en aquellas situaciones en las que una acción no ha estado a la altura de las circunstancias, cuando no hemos actuado o respondido en un determinado momento como se esperaba, o según lo apropiado, cosas como que «cometer errores es humano», y otras variantes de parecido tenor: «tropezamos porque somos humanos después de todo ¿no?»; «equivocarse es de sabios»; «¿es que acaso te crees un dios que todo lo hace bien?»; «¡Yo sólo soy un hombre! ¿Qué esperas de mí…?».
Dejando al lado la autocompasión, de dudosa moralidad positiva, que pueda alberga esta actitud, deseo reparar ahora en el alcance presuntamente ejemplarizante («lo digo para no desmoralizarse uno») que se pretende con dicho proceder autocomplaciente y en el resultado penosamente destructor y desmotivador al que desemboca o en el que acaba. Es verdaderamente chocante observar la naturalidad y ligera «alegría» con la que se desacredita el sentido de la humanidad. Según esto, diríase que la condición humana fuese una especie de demérito, un accidente, una penosa carga que debemos arrastrar… hasta nuestro merecido final; pues, después de todo –se dirá– no somos más que simples mortales... Raramente se asume, en cambio, el ser hombre como lo que significa en realidad: un crédito admirable y de por vida, una garantía no vergonzante de la acción superior de los individuos no animales.
Es más: en los casos en los que uno merece la aprobación por aquello que simplemente ha realizado bien, escuchamos a menudo reconocimientos (en realidad, falsos reconocimientos) de este género: «¡has estado como dios!»; «lo tuyo es cosa de genios»; «¿a que no parece humano?». Con todo, si finalmente aún se presenta la ocasión de celebrar un comportamiento certero, y uno es piropeado con un racial «¡has actuado como un verdadero hombre!», entonces queda expuesto al reproche de expresarse en términos machistas o sexistas (¡que se lo digan al bueno de Osgood!). Y es que, como se sabe, «todos los hombres son iguales».
¿Cómo ha podido calar hasta lo más profundo de la mente humana semejante sentimiento de inferioridad, vergüenza y culpabilidad con respecto a la propia condición? ¿Hasta qué nivel de la conciencia desgraciada del hombre ha llegado a instalarse tamaña carga de profundidad, posibilitando que tantos celebren de manera mecánica e inconsciente la ácida broma de Wilder de manera errada y bobalicona (con faltas y a lo bobo) sin captar la tremenda ironía que la sostiene e ilumina, tomándola en serio…?
¿Qué nos puede decir la ética a propósito de este asunto? La ética nos ha enseñado desde antiguo que la máxima aspiración de la vida moral es la virtud, pues la finalidad propiamente humana consiste en dirigirse por el camino de la humanidad hacia la plena condición de ser virtuoso, hacia la perfección. El término virtud procede de la raíz latina vir, que significa «fuerza», «valor» y «disposición excelente». Así pues, distinguimos en el hombre virtuoso a aquel que consigue ganarle la partida a la vida, superando (o sea, realizando) la disposición natural, para encaramarse hacia un destino de plenitud. La virtud no cabe ser valorada como una gracia o como un don otorgado. Constituye más bien una conquista humana, resultado del esfuerzo de comprender el sentido de la necesidad.
Desgraciadamente, este firme empeño no siempre es reconocido, lo que conduce a que la virtud no tenga otro remedio que premiarse a sí misma, otorgando a su portador el título de héroe. La condición de héroe moral es, entonces, la prueba de que finalmente la buena acción ha sido recompensada, indicándonos de esta forma que, pese a todo, la virtud siempre vale la pena, que compensa los previsibles inconvenientes e ingratitudes que su cumplimiento suele acarrear. La virtud representa la gran oportunidad moral de hacer evolucionar la condición biológica de ser hombre hasta poder acceder a la condición moral de ser humano.
No significa lo mismo la acción buena (valiosa) que la acción mala (perjudicial), porque desde la perspectiva ética, el bien (lo bueno) constituye algo superior y mejor que el mal (lo malo). Esta pugna práctica no es retórica sino plenamente real. Resuelve sus asuntos en la vida misma. Y esto es así porque la ética actúa desde la vida real, y desde la verdad, o por mejor decirlo: desde la veracidad. A este planteamiento se le han opuesto tradicionalmente dos tremebundas calamidades: el relativismo ético y el cinismo moral.
Para el relativismo moral, todo vale lo mismo porque, según entiende, nada tiene auténtico valor. Como todo depende de las circunstancias, el momento y el lugar, todo vale, pues. El criterio moral, el razonamiento moral y el juicio moral quedan aquí desacreditados sin remedio. El relativista moral es el defensor perfecto del statu quo resultante según la ocasión, en la medida en que todo queda legitimado por el transcurrir de los fenómenos. La mayor enseñanza que procura el relativismo = es el dejar las cosas como están, ya que los hombres «no somos nadie» para juzgar lo que no conocemos (conocer algo, según esto, suele significar tenerlo visto, tener la experiencia, haberlo vivido), y el abandonarse a la mera emulación y repetición: «allá donde fueres, haz lo que vieres».
¿Y el cínico en la moral? El cínico (in)moral es el mayor enemigo que pueda concebirse de la perfección y la coherencia en la ética. Su atmósfera existencial es la de la farsa y las apariencias, envenenada por una gran dosis de resentimiento. ¡Aire viciado! Como en este perro mundo –nos dirá el muy cínico– ser congruente y competente es un sinsentido y el compromiso se toma por todos como una debilidad, entonces, la virtud y lo bueno no valen la pena... El anhelo que le queda a semejante sujeto consiste en sortear la vida y en engañar a los hombres a fin de parecer virtuoso, siendo, en realidad, un canalla. Disfrutando de su condición canallesca, aspira a ser tomado por un héroe, burlándose así del abnegado trabajador de la moral que persiste en el laborioso quehacer justo, adecuado y responsable.
Decíamos antes que la virtud y la excelencia no se otorgan por naturaleza sino que se logran con esfuerzo y dedicación, con sabiduría y observación. Pues bien, el cínico moral renuncia de antemano a tales fines, contando para ello con el instinto y con el aplauso fácil de la masa, que, como él, se limita a seguir la corriente. El cínico se afana y actúa en función de los demás; el héroe, por el contrario, trabaja para sí mismo y se hace a sí mismo. El cínico tiene prisa, busca el camino más corto; el hombre virtuoso, por su parte, es un corredor de fondo. El cínico halaga a la masa y pretende su complacencia, haciendo lo que hagan los demás (que es lo que los demás esperan que haga), lo que conduce a situaciones no poco paradójicas: «cuando los demás hagan eso que dices que está bien, lo haré yo». En rigor, he aquí un círculo vicioso en el que se alberga la firme esperanza de que, finalmente, nadie haga nada. El hombre virtuoso, en fin, actúa, y con ello se alegra. No pretende, pero tampoco le preocupa, como al cínico, ser tomado por un buen hombre…
Con todo, la mayor afrenta contra la virtud tiene lugar a este respecto cuando se toma el nombre de hombre en vano. Quiere decirse (el cínico viene a decir): lo que hay en el hombre de ruin y canalla es cosa aceptable y permisible, inevitable, porque es propio y característico del hombre. Mas a quien lo humano le parece condición miserable, ése vive en una constante contradicción (un extremo que, según sabemos, al cínico no le incomoda en absoluto). Por un lado, perseguir las alturas de lo humano le parece poco («ser humano, ¿sólo eso?»), y, por otro lado, aspirar a la excelencia moral se le antoja un propósito excesivo, abusivo («No, no, eso es demasiado humano; no soy una máquina ni un dios, sólo soy un ser humano...»). Dejémoslo, pues, estar.
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El arquetipo de cínico, que tan perturbador resulta para la ética, cumple, sin embargo, un buen papel en el terreno del arte. El mayor cínico cinematográfico de la historia del celuloide no es otro que nuestro querido Billy Wilder. No nos confundamos, entonces. El genial cineasta, como el mismo cine y el arte en general, pretende, más que ninguna otra cosa, entretenernos y distraernos. El distanciamiento de lo real que aquí tiene lugar significa un acto gozoso y gratificante, no un falseamiento. Porque no se engaña más que quien quiere engañarse o quien se deja engañar. La creación artística –esto es, la recreación– nos transporta a un mundo de sueños que no siempre se hacen realidad; ni tienen por qué hacerse realidad. Digámoslo brevemente: el arte no habla en serio; lo que en él se nos muestra no es real, aunque quede muy bonito y estupendo defender lo contrario: «Isn’t It Romantic?» («¿No es esto romántico?»).
La ética, en cambio, sí habla en serio (no es preciso que lo haga seriamente), no pretende distraernos de la vida, sino mejorarnos y perfeccionarnos. Por eso suele resultar tan aburrida y a menudo tan pelmaza para el común de los mortales, para la masa. ¡Y de ahí, justamente, la necesidad de evadirse del orden y los márgenes de la moralidad para sumergirse en el mágico mundo del arte y la imaginación! Confundiendo dichos órdenes, nos perdemos en un magma confuso que nos impide extraer lo mejor de cada cosa (de lo bueno y de lo bello). Confundiendo dichos órdenes nos perdemos lo mejor de la vida.
Es, cómo no, precisamente el maestro Billy Wilder quien ha advertido la verdadera raíz del asunto: « Si hay algo que odie más que el que no me tomen en serio es que me tomen demasiado en serio».
A ver si nos entendemos, pues. El creador artístico no debe darnos lecciones de moral, ni es prudente que nadie se lo exija, o acuda a la obra artística como a un oráculo en busca de una señal para conducirnos por la vida. En la producción artística, cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia (entiéndase, el aserto en el sentido de casualidad ¡y no de concordancia!). El poeta, el artista, el cineasta, es un embaucador porque nos encandila, nos asombra y deslumbra con su ingenio y sus artes, sirviéndose para ello de nuestras emociones y nuestros sentimientos. Mas que actúe como un engañador no significa que sea un tramposo: la trampa no se produce si el espectador está predispuesto al juego, lo cual exige, entre otras cosas, que no se tome demasiado en serio aquello que contempla.
El arte como manipulación de emociones, como técnica del fingimiento y como distorsión intencionada (en el aspecto estético, no moral, debo insistir) de la realidad, crea las condiciones necesarias para que los deseos y las ilusiones pueden manifestarse. Desde la tragedia griega a la «fábrica de sueños» de Hollywood, el hombre ha buscado en el arte entretenimiento y evasión. El artista espera del público aplauso y reconocimiento; el público exige del creador que excite y sacuda sus deseos y emociones. El espectador no desea que se le muestre las cosas como son, sino como le gustaría que fuesen (o como teme que sean, para así exorcizarlas). Por este motivo, el ideal de hombre en el arte es el anti-héroe. Y no porque el arte sea esencialmente vicioso (en esto se equivocó mucho, por ejemplo, J.-J. Rousseau, precisamente por no distinguir los planos ético y estético), sino porque el héroe no está bien visto, «no queda bien» (aunque su único fallo sea hacer el bien). Sólo así podemos reírnos de nosotros mismos y llorar por el triste destino de los demás...
No equivoquemos la dirección ni nos perdamos. La estética del perdedor logra resultados artísticos de gran prestancia y brillantez. Pero la ética del perdedor sólo la defienden los irredentos cínicos morales y los resentidos. La realidad de la moral es virtuosa y la realidad del arte es virtual. Fíjese el lector qué parecido es, pero qué distinto es, si lo pensamos bien.
La perfección puede y debe buscarse en la ética, porque el sentido moral de la vida humana consiste en mejorar cada día nuestra realidad constituyente. La excelencia no es vergonzosa, lo es la debilidad. Sentirse orgulloso de la indigencia moral y de la indecencia es sólo cinismo. Sentirse contento de la superación, la dignidad y la nobleza no es un sentir sólo humano, ni demasiado humano, sino sencillamente humano.
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{1} Una primera versión del presente artículo fue publicado bajo el título de «¿Sólo humano o demasiado humano?», en la revista Claves de Razón Práctica, Madrid, nº 46, octubre 1994, págs. 75-77. Posteriormente, el texto fue incluido en el libro del autor, Razones para la ética. Ensayos de ética autónoma y de humanismo racional, Edicions Alfons el Magnànim-IVEI, Colección Novatores, nº 2, Valencia, 1996, págs. 139-147. Aprovechamos la oportunidad que nos brinda esta edición electrónica para ofrecer una nueva presentación del ensayo con un encabezamiento distinto al del original, una decisión que viene justificada por el mismo propósito de la revisitación y el rescate que con ellas se pretende, y que no es otro que el de homenajear a Billy Wilder, que estás en los cielos, en el centenario de su nacimiento, acaecido el pasado 22 de junio de 2006.