Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
publicada por Nódulo Materialista • nodulo.org
El Catoblepas • número 51 • mayo 2006 • página 7
Selección de escritos sobre José L. López Aranguren, a propósito de la reciente publicación del libro recopilatorio, La izquierda, el poder y otros ensayos
1
Nostalgia de izquierda{1}
De la publicación del recientemente libro editado sobre textos de José L. López Aranguren{2} podrían decirse muchas cosas. Bastantes ya se han dicho y recogido en otros lugares acerca de la vida, la obra y la muerte del perpetuo «viejo profesor». Y allí puede encontrarlos quien esté interesado en tener una noticia más extensa del nada extraño caso –habitual en la izquierda sobrevenida y con cuentas pendientes con el pasado– de este autor «eternamente», «divinamente», situado entre el Cielo y la Tierra, entre la Filosofía y la Literatura. Un «intelectual canónico», en suma, siempre cerca del Poder y buscando la Gloria, para allí ser y estar ascéticamente, tan ricamente, definiéndose contra el Poder. ¿Cómo es posible semejante prodigio? Muy sencillo: los efectos de la ética del compromiso cívico, o para la Ciudadanía, que obra maravillas, especialmente, en España.
Mucho se puede decir, por tanto, sobre este caso, y no todo lo diremos aquí y ahora. Pero lo que no podemos dejar de reconocer de inmediato es la oportunidad (casi estoy por decir «el milagro») de la publicación del material periodístico contenido en el volumen La izquierda, el poder y otros ensayos, compilado por uno de los fieles discípulos de Aranguren.
Para la larga serie de creyentes –laicos y aun laicistas, en su mayoría– del católico Aranguren, la izquierda está hoy en España en el lugar que le corresponde, esto es: en el Gobierno. Y es esta una circunstancia, en verdad, que facilita mucho el adaptarse al medio y el progresar, para que nos vamos a engañar. Tanto es así, que la mayor parte de estos admiradores se siente francamente cómoda con el statu quo recuperado de nuevo, o sea, en el Poder, aunque ello comporte, ciertamente, servidumbres sustanciales y accidentales, como el tener que llevar a cabo el ejercicio democrático de la gobernación, lo que no siempre supone una tarea fácil ni ligera, como podría parecer a la vista de los hechos y los precedentes. Sea como fuere, y para sorpresa de algunos, no está de más recordar que existe en el corazón de la izquierda una facción auricular que se proclama desafecta a toda clase de poder (poder de clase) y que no se satisface con nada. Una izquierda, en fin, que siempre quiere más y para la que todo es posible.
Nos referimos, en efecto, a esa sección ideológica de tinte inconformista bermellón (pimpante pimpinela escarlata), según la cual, la democracia sólo progresa con más democracia (con la democracia «total»). Por la misma regla de tres, la izquierda sólo puede serlo de veras, cuanta más izquierda es: izquierda «total». Para completar la demostración, he aquí la conclusión inapelable: se trata de avanzar en democracia, pero a la democracia «avanzada» sólo se la adelanta por la izquierda. Acaso haya otras izquierdas menos apremiantes y totalizantes (no lo sé), pero la que describo es ahora la que manda y nos ocupa.
Todas estas cosas tan fascinantes y audaces sobre la política las ha sostenido José Luis L. Aranguren en España durante bastante tiempo. Intelectual célebre, más que nada, por presumir de talante rebelde, aunque fuese de última hora, Aranguren ha dejado una huella indeleble en un puñado de devotos discípulos y de no pocas discípulas fervorosas. Practicó, de hecho, el «oficio de intelectual» como ningún otro, mucho antes de ponerse de moda en la izquierda oficial los «comités de expertos» y demás artefactos de promoción profesional ad hominem, superior expresión de compromiso político con el poder de verdad (de los «nuestros»). Para que así conste y aleccione, he aquí, entonces, la presente selección de ensayos, artículos e intervenciones públicas firmados por el «viejo profesor» desde 1982 hasta su fallecimiento en 1996, precisamente el periodo cubierto por los Gobiernos socialistas presididos por Felipe González, a quien, por cierto, retrata el autor en términos muy laudatorios («es, pues, el líder que, por anticipado, va cobrando figura de gobernante y jefe», pág. 19), precisamente, cuatro días antes de ganar las elecciones que lo elevó al poder. No obstante, Aranguren asevera que «ser de izquierda es estar frente al poder» (pág. 66).
Pasando las páginas de este libro, reconocemos, y aun vemos renacer, la genuina «izquierda divina», la izquierda bienaventurada y bonachona, para la que la auténtica política –no la política realista o fijada en lo posible, «que es siempre política de la derecha» (pág. 66)– no es de este mundo. Ocurre esto porque este género de izquierda (izquierda de género, mayormente) sólo se ocupa de la ética.
Que la consecuencia última de esta disposición lleve a la convicción de que la ética es suya, no tiene misterio. En los textos ahora rescatados (publicados todos ellos en el diario El País y sus franquicias), reverdece una noción muy querida por el autor, a saber: la «democracia moral». En este espacio celeste, brilla la izquierda con protagonismo estelar, pero no encajan ni la derecha (está, dice el maestro del progresismo, prácticamente por civilizar, pág. 23), ni los americanos (practican, afirma el Profesor de Ética por antonomasia, «un tremendo terrorismo de Estado, sin otros precedentes que los nazis», pág. 99).
Henos, en fin, ante un libro para ser degustado mayormente por los nostálgicos de la «movida», la canción protesta, el Mayo del 68, la Utopía (sí, esa que, como decía Guillermo Cabrera Infante y ocultan sus animadores, siempre conduce a Etiopía...) y los críticos del Poder. Aunque, bien pensado, ¿no sostiene en público este mismo discurso la izquierda hoy en el poder en España? Cuestión peliaguda y muy comprometida de abordar, y mucho más, de responder. Todo un envite, pues, para los meditadores de la «democracia moral» y toda una apuesta intelectual, de lo más apasionante, para los «titulares» (académicos y mediáticos) de la ética.
2
El ascetismo amable de Aranguren:
la ética en la religión y en la literatura{3}
[...] pero para mí personalmente, en tanto que creyente, Dios no ha muerto o, si usted quiere, creo no haber perdido totalmente la sensibilidad para el «misterio», y hay capítulos de la ética que no sabría cómo abordar si, de algún modo, no lo hago «desde la religión». J. L. López Aranguren
La dependencia y la deuda de la filosofía con respecto a la literatura no es menor en los trabajos de José Luis L. Aranguren (1909-1996) que la contenida en la obra de los autores anteriormente comentados. Como ocurre habitualmente, las obras primerizas de los pensadores prefiguran y anuncian el tono general de su producción futura. Así lo hemos comprobado en nuestras visitas a Santayana y a Zambrano. Aranguren no es una excepción. Sus primeros libros están dedicados a dos personajes de marcado acento literario – San Juan de la Cruz y Eugenio D'Ors–, a partir de quienes, ya en los años cuarenta, concibe una noción de la filosofía perfumada por el incienso poético de lo santo y deudora de la noción de inteligencia (seny o «razón armónica») del pensador catalán, el cual por encima de la ciencia o de la razón abstracta accede a la libertad a través de la poética y la religión, una figuración condensada en un precepto que parece un pretexto: religio est libertas.
A medida que avanza en los escritos, Aranguren acrecienta su primitiva inclinación hacia la convergencia de la actividad filosófica con la inquietud religiosa y el trazado literario, en donde cree encontrar el fundamento histórico del pensamiento español:
«Muchas veces se ha escrito, desde Unamuno y Ganivet, y lo mismo por españoles que por extranjeros, que el “lugar” en que se ha de buscar y se encuentra la filosofía española no es en el tratado de filosofía, sino en la literatura. Así, la filosofía poética-mística de San Juan de la Cruz, la profunda filosofía encerrada en el Quijote, la filosofía moral de Quevedo y Gracián, la filosofía picaresca, la meditación dramática sobre el mundo y la vida de Calderón de la Barca.» (El oficio de intelectual y la crítica de la crítica)
Pero, circunscribir el ámbito de la filosofía entre el tratado y la literatura implica, de momento, estrechar el cerco de su efectiva producción en una alternativa demasiado extrema. Olvida, por ejemplo, o silencia sin más, el marco del ensayo, cuando ha sido éste uno de los terrenos de expresión más fértiles, y en el que paradójicamente sus discípulos siempre lo han considerado un maestro. Si además de esto, la filosofía queda bajo la custodia de la teología, según se desprende de su declaración, pocas son las posibilidades de autonomía que le restan, y reducido el espacio para la construcción de un discurso racional, con capacidad legisladora y operativa. Aun considerando el talante heterodoxo e inconformista que adoptó en sus actividades y teorizaciones más diversas, Aranguren nunca concibió una idea de la razón filosófica plenamente autónoma, emancipada de ataduras externas, como son la literatura o la religión. Y no lo hizo porque nunca las conceptuó como sujeciones de la filosofía, sino más bien como sus fieles acompañantes, medios para un mismo fin.
Desde un primer momento, las preocupaciones intelectuales de Aranguren se distinguen por la atención hacia los diferentes modos de concebir y practicar la religiosidad, inquietud que extenderá más tarde a los campos de la ética y la sociología, y en menor medida la política («no entiendo de política», confesaba con sincera precisión en el libro Crítica y meditación). Mas no es mi propósito glosar aquí con detalle el conjunto de su obra, sino el limitarme a una estimación de su preconizada apertura de la filosofía a la religión y la poesía, el gesto que mejor define, a mi parecer, su característico «talante».
En el artículo Nuestro tiempo y la poesía (1950), vuelve a encontrarse una transparente manifestación de su asumida vocación y progresiva transición hacia la poetización de la existencia y la literaturización de la filosofía, siempre arropadas ambas por el manto de la religión que cierra el triángulo de su pensar:
«La filosofía, fatigada de ese su largo paseo solitario que ha sido la época moderna, busca la compañía de la poesía, que es, de una manera u otra, religión.» (Crítica y meditación).
Aranguren, como Zambrano, no se sentía cómodo transitando por la senda trazada por la filosofía moderna, por considerarla demasiado emancipada, laica y, como algunos dicen hoy, «logocéntrica». Abandona así la travesía «solitaria» que aquella promueve –el desarrollo de la individualidad– y se enrola en un proyecto ético y de filosofía social más «solidario», más social, el cual expresa un sentido del compromiso que, como ocurre con muchos otros de similar traza, difícilmente se armoniza con los presupuestos de la ética humanística e ilustrada, desde el instante en que cuestiona algunos de sus soportes básicos, a saber, la autonomía moral y la independencia de la ética frente a otras instancias mediadoras. Por una parte, su empeño intelectual se encuentra mediatizado y limitado por el diálogo entre la ética y la religión, una inquietud, en verdad, más premoderna que estrictamente moderna. Por la otra, su insistencia en concebir la existencia humana como una experiencia comprendida en términos de narratividad, merma también, y en no escasa medida, según mi criterio, la genuina concepción de la ética.
En una afamada conversación con Javier Muguerza, Aranguren precisa su idea acerca del concepto «texto vivo», rescatado de su Moral de la vida cotidiana, personal y religiosa, de 1987, y allí, si se permite la expresión, reavivado:
«todos y cada uno de nosotros somos eso, textos vivos. Textos que nuestro “yo reflexivo” va, por así decirlo, escribiendo, contándose a sí mismo, con más o menos tino, al hilo de la vida protagonizada por nuestro “yo ejecutivo”. Contar es como vivir y vivir es como contar o, mejor dicho, contarse, de manera que el mundo vivido y el narrado se solapan inevitablemente. Somos o, al menos, nos figuramos ser nuestra propia novela, la “narración narrante” de nuestra vida.»{4}
Muy celebrada expresión ha sido ésta de «texto vivo», por más que ampare una profunda ambigüedad. Y aventurado acto ése de solapar o superponer el mundo de la vida y el mundo de lo narrado, no dudando en calificarlo de hecho «inevitable». La ética que se oculta tras la ficción o la representación corre el riesgo de confundirse, en el supuesto más benigno, con la reflexión estética. Pero la estética sabe más de gusto o capricho que de voluntad actuante, y no puede suplantarla impunemente en la responsabilidad de dirigir la vida moral.
El resto, lo que no cabe en la ética, no es silencio; queda la literatura. En su libro fantástico Fahrenheit 451, Ray Bradbury narra la epopeya de unos hombres que, para salvaguardar el contenido de los libros amenazados por el fuego devastador que prende la intolerancia y la tiranía, deciden memorizarlos íntegramente (un hombre, un libro), antes de que desaparezcan bajo el efecto de la temperatura a la que el papel de los libros se inflama y arde, con la esperanza de poder reescribirlos en tiempos futuros. En un episodio de la novela uno de estos personajes se define así: «Sólo somos sobrecubiertas para libros, sin valor intrínseco.»
Pues bien, en el contexto de la narración, semejante descripción soporta un sentido dramático de interesante apreciación, mas en el marco de la ética su significación resultaría tan aterradora como la propia historia que se nos cuenta. Peligrosa confusión, pues, que no deberíamos tomar en serio, pues se trata sólo de un relato.
El resto tampoco es oquedad; queda la religiosidad. Lutero, al principio de su obra reformadora, se sintió entusiasmado ante la perspectiva de la imprenta –la transmisión escrita de los textos sagrados como nueva misión–, en la que percibía una gran utilidad al acercar a los hombres la Palabra de Dios y permitir su libre lectura e interpretación. Pero pronto advirtió la amenaza exegética que alientan las particulares conclusiones y versiones de las Escrituras y casi sin remedio desembocan en la herejía. A partir de 1525, decide, pues, restringir el poder del comentario a unos pocos individuos capacitados, a los fieles a la causa, debiendo reconocer ahora más valor a la labor de la predicación que a la lectura, en lo referente a la correcta comprensión del mensaje divino: «A mí me parecería muy preferible el aumentar el número de libros vivos, es decir, el número de predicadores», sentencia el fraile.
«Libros vivos», «predicadores»: sólidos argumentos para una labor evangelizadora, mas demasiado evasivos y adoctrinadores como vehículo de recepción y discernimiento éticos. De un modo u otro, la subordinación de la filosofía, sea a la literatura o a la teología, o su confusión, la empujan a un oscuro trance, del que no se sabe con seguridad si saldrá íntegra.
Uno de los libros más conocidos de Aranguren, Ética (1958), contiene también notorios testimonios reveladores de la mixtura de géneros. En las últimas páginas del manual, procede el autor a unas consideraciones que interesan al fondo de nuestra cuestión, donde expresa su parecer acerca del papel de la literatura en la enseñanza de la ética. Afirma allí que si bien la moral no es aburrida, la ética sí lo es; impresión, por otra parte, acertada e inevitable, si se circunscribe con exclusividad a una confesada vocación tratadista de la materia. En lugar de considerar otras rutas más provechosas y menos tediosas –por ejemplo, el ensayo filosófico–, Aranguren persevera en la línea ya conocida y descrita:
«Me parece que la solución está en la atención a la realidad, es decir, a la experiencia, a la vida, a la historia, a la religión y, en fin, a la literatura como expresión de todo esto. [...] Creo, por tanto, que al buen profesor de ética le es imprescindible un hondo conocimiento de la historia de la moral y de las actitudes morales vivas. Ahora bien, estas donde se revelan es en la literatura.» (Ética).
En verdad, la proposición arangureniana de confiar a la literatura la explicación plena de lo que acontece, donde hallaría su salvación, es en sí misma más literaria que filosófica. Sugiero, por tanto, que concentremos ahora nuestra atención en otra novela, El país del agua, de Graham Swift. En ella se relatan las vicisitudes en un colegio del centro de Inglaterra de un profesor de Historia, quien un buen día descubre el profundo aburrimiento que sienten sus alumnos a la hora de estudiar los acontecimientos del pasado, como, por ejemplo, la Revolución Francesa. Así pues, sustituye en sus clases la enseñanza de la Historia por la narración de la historia de su familia y su supervivencia en las zonas pantanosas de los Fens.
Lo que allí se cuenta se contiene en una novela, y es material novelesco. De modo que no se hagan demasiadas ilusiones los objetores de la razón moderna, ni busquen hallar en este caso nuevos motivos para la recusación de los «Grandes Relatos» en beneficio de los Pequeños Cuentos. Porque insisto, se trata sólo del argumento de una novela, no de una argumentación filosófica. Hecho nítido y neto. Aunque, bien pensado, acaso la «Gran Problemática» abierta en el debate contemporáneo a este respecto se reduzca a este hecho simple y enano: no querer distinguir entre lo que es un relato (grande o pequeño) de lo que no lo es, o entre una experiencia de re-conocimiento (Literatura) y un conocimiento de experiencia (Filosofía). Pero volvamos a la novela de Swift y atendamos a la siguiente declaración del protagonista en la que funda la decisión de modificar el plan de la asignatura: «Lo único que importa de la historia, creo, es que ha llegado a un punto en el cual probablemente esté a punto de concluir.
Yo me pregunto: ¿tienen el mismo valor y sentido esta afirmación, tanto si es proferida por un personaje de novela cuanto si es defendida como tesis dentro de un ensayo sociológico, político o filosófico? Esta segunda posibilidad no es producto de una quimera, como sabe todo aquel que esté al corriente del trabajo del analista norteamericano Francis Fukuyama sobre el «fin de la historia», texto ciertamente veterano, pero que aún concita la polémica política e ideológica y el debate teórico. No obstante, respecto al fragmento literario, no tengo constancia de que produjera agrias controversias del mismo tenor a causa de su contenido. Todo lo contrario, la novela fue favorablemente acogida por crítica y público, hasta el punto de llegar a cosechar importantes premios, todos ellos igualmente literarios.
Para una sensibilidad moderna y una educación ilustrada resulta altamente inconveniente concebir conflictos ideológicos, teóricos ni religiosos como consecuencia de palabras que proceden de un texto literario. Pues, después de todo, algo distingue, o debe distinguir, a la civilización cimentada sobre principios modernos de una cultura basada, por ejemplo, en la fatwa, como la emitida por el ayatolá Jomeini contra un libro, Versos satánicos, y contra su autor, Salman Rushdie, acusados de impiedad por el integrismo islámico, y tomando las letras demasiado en serio, al pie de la letra, como si fuesen verdaderas; precisamente como no debe tomarse nunca una obra literaria. ¿O no hay posibilidad de hacer tal distinción? Es más, ¿seguirá sosteniéndose, después de todo, que las culturas son inconmensurables y tienen el mismo valor?
Notas
{1} Una versión más breve de la presente reseña (corregida y aumentada; esto es, adaptada, para la ocasión), fue escrita para «ABCD las Artes y las Letras», a instancias del suplemento cultural del diario madrileño ABC, y, a día de hoy, está todavía inédita.
{2} José Luis L. Aranguren, La izquierda, el poder y otros ensayos, edición de Antonio G. Santesmases, Trotta, Madrid 2005, 144 páginas.
{3} Texto correspondiente al capítulo 4 de la Sección II («Tres filósofos poetas españoles: Santayana, Zambrano y Aranguren») de mi ensayo La escritura elegante. Narrar y pensar a cuento de la filosofía, Institució Alfons El Magnànim, Valencia 2004, págs. 59-66. Hemos introducido algunas pequeñas correcciones, de erratas y de estilo, respecto del original.
{4} Javier Muguerza, «Del aprendizaje al magisterio de la insumisión (Conversación con José Luis L. Aranguren)», Isegoría, nº 15, Madrid 1997, págs. 51-91.