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El Catoblepas, número 50, abril 2006
  El Catoblepasnúmero 50 • abril 2006 • página 10
Priones

Pregón Semana Santa
de Oviedo 2006

Javier Neira

Pronunciado en la solemne ceremonia celebrada
el martes 4 de abril de 2006 en el Club de Prensa Asturiana

Señor Obispo, Señor presidente de la Junta de Hermandades y Cofradías de la Semana Santa ovetense, Querida colega, Señoras y señores,

El trazado curvilíneo de la Traslacerca carbayona –propio de teatralidades urbanas mismamente de Londres– o, más claro para menos entendidos, según diría Fray Gerundio de Campazas, el suave arco de la calle Jovellanos de Oviedo; pues eso, el suave arco de la calle Jovellanos de Oviedo parece que ni pintado para subrayar el creciente lento del sol cuando nace y se estira de mañana clara. O también, el avance de una manifestación de penitencia que paso a paso se mueve cadenciosa a la caída de la tarde caída.

Primavera serena en la ciudad de Fruela, allá por los últimos años cincuenta del siglo pasado, la luz tendida entra desde la zona alta de la capital despierta, silencio y más silencio porque la piedad tiene carácter oficial, las primeras farolas aun no piden licencia para ejercer su causa y al fondo aparecen unas figuras que se deslizan apenas a diez pasos el minuto, embozadas porque la humildad obliga, con los colores encendidos de la pasión representada y unas velas tan incorregiblemente tímidas que apenas se adivinan en un paisaje urbano más insinuado que dibujado: tarde de Jueves Santo en Oviedo, la cruz de guía de la procesión del Silencio llega a la altura de la panadería del Molinón y su chimenea ya perdida, la cola aun espera en la plaza de Feijoo –santo de hecho siquiera sea por los méritos de su honda sabiduría– los tambores redoblan con una fuerza nunca vista en estas coordenadas y la escena crece y crece y crece hasta presidir todo el espacio vivido y marcar de emoción la misma anchura del presente.

Recuerdo muy bien la Oración en el Huerto, el primer paso de los cuatro de aquella estación de penitencia, la mejor de la Semana Santa ovetense. Un ángel de infinitas alas verticales y el conjunto de fuerte dramatismo señalando el inicio de unas horas escenográficas.

Dicen que quizá la característica humana que más nos distingue de los animales es la capacidad para intuir el futuro. Para representarnos lo que puede suceder. Para hacer planes y también, ay, para suponer los planes que otros tienen para nosotros. Unos proyectos no siempre halagüeños o prometedores. Por eso mismo se considera que la angustia es una marca propiamente humana. Como la inteligencia. Como la bondad. O como la maldad.

Allí, en el huerto de Getsemaní, un hombre común y propio –tan propio que divino– repasa su vida y adivina las horas terriblemente amargas que le esperan.

La angustia, dicen, nos señala como humanos. La libertad nos certifica.

Prisión, desprecio, tortura, sufrimiento infinito y muerte tan cierta como espantosa. Un panorama que todo el mundo desearía apartar de si.

La procesión del Silencio subrayaba con la impresionante plasticidad de la imaginería española algunas escenas del relato tan bien conocido del tiempo de aquella Pascua judía que no tendría igual: primero, la flagelación; después, la crucifixión y cerrando la extensa escena en marcha, una Dolorosa infinitamente desconsolada.

Dos días antes, el Martes Santo, un Cristo daba la vuelta al Campo San Francisco con tal modestia, tanto la procesión como el parque, que parecía apenas una salida equivocada.

El miércoles, el Nazareno partía de los Dominicos y por la calle del Matadero arriba –una denominación urbana que en ese trance doblemente impresionaba– ofrecía a toda la ciudad, como volverá a hacerlo dentro de unos días, la imagen propia de millones de víctimas de la crueldad humana, la explicación visual de que, efectivamente, el hombre es un lobo para el hombre, la invitación a la piedad y a la rebeldía en petición de justicia frente a la farsa que condenada a Jesús, el hijo del carpintero, nacido en Nazaret de Galilea.

Por cierto, no sobra comentar, para establecer contrastes y perspectivas que ahora Nazaret es una ciudad mayoritariamente árabe, forma parte, claro, del Estado de Israel y cuando yo estuve allí, pronto hará cuatro años, se encontraba dividida entre los partidarios de Brasil y los de Alemania que velaban armas antes de jugar la final del campeonato Mundial de Fútbol.

El Jueves Santo, decía, los cuatro pasos del Silencio, el Cristo de la Hermandad de Defensores que salía de la Catedral y el Cautivo que, también como ahora, partía de San Juan y en el palacio de Camposagrado, siempre dedicado a la justicia con un nombre o con otro, soltaba a un preso.

Ahora es con solemnidad. Entonces, con más orden y menos respeto, el penado salía por piernas calle la Luna abajo perseguido por una docena de chiquillos gritones que se empeñaban en ver un rostro anónimo.

Qué país, en que recobrar la libertad avergüenza a los beneficiarios y extraña a los espectadores.

También soltaban un preso, otro, en la Cárcel Modelo a ruegos de una procesión que partía de Santullano. Pero nunca asistí a aquella ceremonia tan a trasmano entonces.

¿Cárcel Modelo? Tardé en entender por qué se llamaba así y aun ahora me pregunto si en lo sucesivo se podrá hablar de Archivo Modelo ya que aquellos muros pronto estarán destinados a custodiar legajos como entonces almas en pena.

El edificio, como tantos otros de su género y función, estaba diseñado según los remotos criterios de Jeremy Bentham, un filósofo práctico, contradicción que solo los genios como él logran superar con bien.

La cárcel era y aún es un panóptico que permite verlo todo, vigilarlo todo y castigarlo todo como se empeñó en explicar muchos años después Michel Foucault tal que si hiciese falta darle vueltas y vueltas a lo obvio.

Vigilar y castigar. Bentham propuso la moral utilitarista. En este tiempo de preparación a la Pasión, en estas jornadas de entrada y más aun, o peor aun, en este pregón de Semana Santa puede resultar pecado comentarlo pero la verdad es que el pragmatismo utilitarista, amigos míos, es la construcción más justa salida de la mente de un hombre sin fe. En cualquier caso, pecado venial.

¿Hay algo que necesite más vigilancia que la historia? ¿En qué tarea, como la fija atención al pasado, no sobra ninguno de los mil ojos que, solidarios, todo lo logran ver? Un panóptico para nuestra historia que falta nos hace aprender de anteriores errores. Y que este pregón aporte siquiera un pequeño vistazo a esa vigilancia imprescindible.

El caso es que ahora no sueltan a ese preso entre otras cosas porque la prisión está en Villabona y a ver quien va hasta allí andando y penando para tales menesteres.

Con el preso en la calle –entonces, con los dos presos– el perdón y la misericordia estaban cumplidos. Hasta el más humilde, y mira que lo serían aquellos que corrían calle la Luna abajo, acosados por la chiquillería y avergonzados por la libertad más que liberados de la vergüenza.

Hasta aquellos pobres infelices podían salir del trance más difícil; eso sí, corriendo como locos.

Entonces ¿por qué el más poderoso de los poderosos avanzaba inexorable entre desprecios crueles y torturas terribles hacia una muerte espantosa?

Benedicto XVI en su primera y reciente encíclica «Deus caritas est» indica que el ser humano está compuesto de cuerpo y alma. Se puede considerar como una verdad universal, aunque varíen los términos y el valor de alguno de esos términos. En la Grecia clásica, muy anterior al cristianismo, se manejaban esos mismos criterios.

«El hombre es realmente él mismo» afirma el Papa «cuando cuerpo y alma forman una unidad íntima». Por eso «si el hombre pretendiera ser solo espíritu y quisiera rechazar la carne como si fuera una herencia meramente animal, espíritu y cuerpo perderían su dignidad. Si, por el contrario, repudia el espíritu y por tanto considera la materia, el cuerpo, como una realidad exclusiva, malogra igualmente su grandeza. El epicúreo Gassendi, bromeando, se dirigió a Descartes con el saludo 'Oh, Alma!'. Y Descartes replicó: '¡Oh, Carne!'». El Santo Padre resume la cuestión diciendo que solo cuando el cuerpo y el alma «se funden verdaderamente en una unidad, el hombre es plenamente él mismo».

Una fusión que muchas veces se traduce en una lucha íntima, en un combate tremendo, en un trance agónico. Y en el peor de los casos en un oscuro proceso de degradación. Desesperado Segismundo grita: «ahora sé quien soy; un compuesto de hombre y fiera».

En el paso de la Oración en el Huerto de la estación de penitencia del Silencio estaba planteada esa tensión infinita desde que salía, a la caída de la tarde, del templo parroquial de Santa María la Real de la Corte, frente a la estatua del sabio monje Feijoo, hasta que regresaba, ya de noche, al punto de partida.

En cualquier caso esa contradicción máxima culminaba y se hacía absoluta en otra estación: en la cita con la Cruz.

¿Por qué el más poderoso de los poderosos avanzaba inexorable entre desprecios crueles y torturas terribles hacia una muerte espantosa nos preguntábamos en aquellos días y aun nos lo preguntamos hoy desconcertados?

Pero de forma más expeditiva y radical el interrogante definitivo era y es: ¿por qué no baja de la Cruz?

El poeta sentenció: no quiero cantar ni puedo a ese Jesús del madero sino al que anduvo en la mar.

¿Al que anduvo en la mar? Se ve que la ensimismada poesía, incluso la de pretensiones filosóficas, tiende irremediablemente a la superficialidad. O dicho de otra manera: a la sonoridad de las palabras, siempre directamente proporcional a la opacidad de las ideas.

A fin de cuentas aquel episodio de los Evangelios habla solo de un gesto prodigioso. Visto desde hoy, si se me permite decirlo, andar sobre las aguas es bastante menos fantástico que ir a la Luna y a la Luna, no se olvide, consiguieron llegar unos pilotos americanos, ahora respetables abueletes, con apenas más gracias y habilidades que mascar chicle sin parar de sonreír.

Se equivocó el poeta, se equivocaba. Lo importante no es triunfar sobre la ley de la gravedad sino perder. Lo importante es la derrota. Solo hay sabiduría en la derrota. Y si me apuran, solo hay virtud en la derrota. Quizá por eso Nietzsche que quiso establecer un nuevo vademécum de virtudes decretó nada menos que la muerte, por derrota, de Dios.

Lo dicho. Se equivocó el poeta, se equivocaba. Y también el filósofo. La cuestión central que, si bien resuelta, reaparece constantemente, gira en torno a la aceptación del destino, aunque sea sencillamente espantoso y más si, como es el caso, con solo un parpadeo se habría podido sortear.

De eso trata la Semana Santa y aunque sea apenas como una modesta reflexión esa es la obligación de estas palabras.

El cristianismo es una revolución. No es la única pero quizá la más radical. A la luz de la nueva doctrina surgida del desierto al Jordán y del Jordán al desierto la muerte es vida, la victoria derrota, la riqueza pobreza... claro que a la hora de los hechos tal revolución ha sido, como todas, mil veces traicionada. Por eso, con su extremada agudeza, el Arcipreste pudo decir: «¿quién siendo tan cristiana tiene cara de hereje? La pobreza».

Una revolución que pone al individuo en el centro. Quizá lo que más distingue al cristianismo de otras creencias es que considera que Dios conoce a cada cual por su nombre y con su rostro.

De ahí que el valor de cada cual sea infinito. Esa consideración no se da en ninguna otra confesión y sospecho aparece solo como retórica en las filosofías más benevolentes.

Por su nombre y con su rostro. Cada uno de nosotros, aun en la más extrema humildad, somos protagonistas de una aventura personal única e irrepetible.

Por eso el valor de cada cual es absoluto. Por eso hay una ley moral. Por eso el relativismo moral es una forma escasamente elegante de salir por la tangente.

En el huerto de Getsemaní, relata Mateo, Jesús se postra rostro en tierra y dice: «Padre mío, si es posible, que pase de mí este cáliz; pero no sea como yo quiero, sino como quieres Tú».

Tal es la angustia del hombre, la confirmación de su humanidad y la aceptación del destino como certificación de la libertad que después será confirmada hasta el límite en el Gólgota.

Hoy, mañana, pasado mañana cada uno de nosotros tiene siempre ante sí dos caminos: puede responder afirmativamente a la pregunta del destino –como, por cierto, antes se había visto con el fiat de María– o puede buscar rutas alternativas, sean atajos o vías del nunca jamás, que de todo hay.

Si se juzga por los resultados quizá lo más rentable sea la tangente que antes comentaba. Si se juzga por el imperativo moral solo cabe coger de la mano, retador, al destino y aceptarlo sean cuales sean las consecuencias.

La ópera «Don Juan» de Mozart termina con un escena sencillamente fantástica. El Burlador, compendio de todos los vicios y miserias, acepta la invitación del Convidado de Piedra y desciende con él a los mismísimos infiernos porque si responde a sus valores, por pervertidos que sean, no le queda más remedio que cumplir hasta el final con lo que venía ya tan rodado.

Don Juan es la contrafigura de las virtudes cristianas pero, a mi juicio, ese gesto final lo redime. Sí, sospecho que solo fue arrastrado hasta las puertas del Averno sin llegar a franquearlas.

Si en las antípodas son así las cosas ¿qué decir de quienes se empeñan, día a día, en el recto camino?

Se equivocó el poeta, se equivocaba. Solo tiene sentido la Cruz. Y sobre todo su aceptación. Y más, claro, siendo evitable.

Para nosotros es inevitable. Podemos sortearla con más o menos éxito durante más o menos tiempo pero forma parte de la historia personal que escribimos segundo a segundo y con frecuencia, ay, siguiendo dictados ajenos.

En cualquier caso se le puede dar la cara o la espalda. Hace dos mil años Jesús le dio la cara y los resultados a la vista están. Para los que calculan incluso el haber y el debe del destino –bueno, la verdad es que alguna vez todos hemos echado esas cuentas– no sobra realizar un balance general.

De aquella aceptación del deber ser, de aquella renuncia a sortear la cruz –se equivocó el poeta, se equivocaba– nació una extraordinaria aventura personal e institucional, la Iglesia, que se mire como se mire no tiene parangón, paralelo o comparación.

No hay nada con sus características y menos a lo largo de dos mil años.

¿Y qué decir de los resultados?

Los hechos cantan: solo en los países de tradición cristiana existe libertad. En los países de tradición cristiana o en aquellos donde la libertad fue llevada desde los países de tradición cristiana y no sin terribles penalidades.

Ya se que este dato fundamental apenas se maneja. ¡Los enemigos de la luz son tan poderosos! ¡el agitprop tan omnipresente! Pero invito a repasar la geografía universal de la libertad –y de su reverso, la tiranía– para comprobar al detalle un hecho tan esclarecedor como decisivo.

¿Por qué es así? La aceptación del destino, sea en Getsemaní o en las circunstancias de cada uno de nosotros y en cualquier momento, es siempre personal. Por su nombre y con su rostro.

La historia de Occidente y a este paso la historia universal se ha tejido y teje con dos cabos distintos y en ocasiones antagónicos. Dad a Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César.

La Iglesia siempre ha sido irreductible. Frente al Emperador estaba y está el Papa; frente al rey, el obispo; frente al alcalde, el párroco. No fatalmente enfrentados pero sí necesariamente diferenciados, colaborando unas veces y otras discrepando.

De esa tensión positiva, de esa imposibilidad del monolitismo integrista, nacieron las libertades. Y es que lo que ahora denominamos sociedad civil procede por desarrollo de la sociedad eclesiástica y no de los cerebros –incluyendo sus peluconas empolvadas– de aquello sesudos ilustrados como irracionalmente tantas veces se dice.

Por eso solo hay libertad y democracia en los países de tradición cristiana. La verdad es que la aventura no va nada mal después de tanto tiempo.

La Iglesia siempre ha sido irreductible, decía, porque agita la libertad de cada individuo y la suma de individuos esclarecidos escapa a todo control político o de la naturaleza que sea.

De ahí que todos los dictadores –o los aprendices de semejantes brujerías malignas– arremetan contra las creencias religiosas ya que establecen vínculos de solidaridad personal más fuertes que los que se puedan tejer en relación al Estado.

Por eso mismo también arremeten por sistema contra la familia –Hitler y Stalin animaban a la delación de padres a hijos y de hijos a padres– porque los lazos de sangre son indefectiblemente más fuertes que los para estatales.

Por eso aquí y ahora algún Robespierre con dos siglos de retraso tiene en su punto de mira más avieso a la Iglesia y a la familia.

Unamuno, termina su poema «El Cristo de Velázquez» diciendo:

De pie y con los brazos bien abiertos
y extendida la diestra a no secarse
haznos cruzar la vida pedregosa
–repecho de Calvario– sostenidos
del deber por los clavos, y muramos
de pie, cual Tú, y abiertos bien de brazos
y como Tú, subamos a la gloria
de pie para que Dios de pie nos hable.

No, este poeta no se equivocaba. De pie, siempre de pie: para vivir, para soñar, para luchar, para perder, para abrazar, para llorar, para gozar, para morir y, si lo merecemos, para resucitar. Amén.

 

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