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El Catoblepas, número 50, abril 2006
  El Catoblepasnúmero 50 • abril 2006 • página 3
Guía de Perplejos

De la culpa

Alfonso Fernández Tresguerres

Reflexiones sobre los sentimientos de culpabilidad y la culpa,
el remordimiento y el arrepentimiento

1

Si deseamos delimitar con una cierta nitidez el territorio de la culpa, tal vez no esté de más que comencemos por llamar la atención sobre algo que, por otra parte, seguramente es del todo obvio, a saber: que la culpa puede ser tanto un hecho como un sentimiento; porque, en efecto, no es lo mismo sentirse culpable que serlo de veras. Sin duda que muchas veces ambos aspectos coinciden, y alguien, en consecuencia, se siente culpable por lo que realmente ha hecho (aunque en este caso, más que de un sentirse se trataría, propiamente, de un saberse: tras la comisión de un acto reprobable, un individuo no es que se sienta, sino que se sabe culpable, y, en todo caso, lo que sentirá, tras reconocer su culpa, es pesar por lo hecho). Pero sucede otras veces que alguien verdaderamente culpable de algo, no experimenta, en cambio, el menor sentimiento de culpabilidad al respecto, y hasta pudiera acontecer que no sea capaz de advertir la maldad inherente a su acción. Nos encontraríamos aquí ante una ausencia de sentimiento de culpa o de reconocimiento de la misma, y puede que, en ocasiones, de las dos cosas a un tiempo. Psicópatas y psicóticos podrían servirnos para cubrir esta categoría. En los segundos –podríamos decirlo así– falla esencialmente el reconocimiento; en los primeros, el sentimiento. Un psicótico no sabe que lo que hace está mal, y, así, difícilmente puede experimentar culpa alguna; un psicópata, en cambio, conociendo lo perverso de su acción, no entiende, sin embargo, por qué no puede llevarla a cabo, es decir, se da en él una quiebra total de la capacidad de empatía y, con ella, una ausencia plena de sentimientos de culpabilidad. Mas también es cierto que la frontera entre uno y otro no siempre es fácil de establecer, porque no lo es determinar cuándo alguien no sabe lo que hace y cuándo, sabiéndolo, no entiende que no pueda hacerlo, En el primer caso, nos hallaríamos frente a un pensamiento delirante y una completa pérdida de contacto con la realidad; en el segundo, ante una anestesia o imbecilidad moral, perfectamente compatibles con la responsabilidad e imputabilidad morales y jurídicas. Pero dejemos estas cuestiones a psicólogos y psiquiatras forenses.

Digamos, por nuestra parte, que en el otro extremo de quien siendo culpable no se siente como tal, se encuentran aquéllos que no siéndolo en absoluto, se ven, no obstante, permanentemente abrumados por sentimientos de culpabilidad (lo que, sin duda alguna, no pertenece menos al campo de la psicopatología). Puede tratarse de una culpabilidad asociada a un hecho concreto, que no es reprobable en el fondo, o que, siéndolo, se halla excesivamente exagerado por el individuo anormalmente escrupuloso; mas también de un sentimiento de culpa difuso y general, y no referido a un determinado hecho; o puede, en ocasiones, según el psicoanálisis, tener raíces inconscientes. A grandes rasgos, Freud explica esta situación como consecuencia del conflicto entre el yo y un super-yo en exceso exigente, que lleva al individuo a autocastigarse de diversos modos: ya sea mediante síntomas neuróticos, estados agudos de melancolía o incluso determinados cuadros esquizofrénicos. Y hasta no resulta del todo raro que tal sujeto pueda dar en el suicidio o (curiosamente) que se decida a la comisión de una falta real, buscando, de ese modo, aliviar y atenuar la angustia que le consume, por cuanto que ahora su sentimiento de culpa se halla plenamente justificado: se siente culpable porque en verdad lo es.

Como quiera que sea, podemos dejar a un lado el ámbito de lo anómalo, porque sin salirnos de aquellos parámetros conductuales y psicológicos que cabría calificar de «normales», hallamos igualmente ejemplos de estos dos temperamentos que acabamos de dibujar: el de quien permanentemente inventa culpas o las exagera hasta extremos sorprendentes, y el de quien manifiesta una tolerancia tal consigo mismo que, sean cuales sean sus acciones, difícilmente encuentra nada que reprocharse. Y digamos que si lo que caracteriza a aquél es una completa y continua inseguridad, este se distingue, en cambio, por una no menos absoluta confianza en sí mismo. Si a uno sus exagerados escrúpulos le empujan a un mea culpa persistente y absurdo, al otro, su falta de ellos le hacen verse a todas horas inmaculado y justo, y con total naturalidad puede hacer suya aquella definición de Bierce:

«Culpable, adj. El otro».

2

Mas abandonemos ya no sólo el campo de lo patológico, sino también el de lo distorsionado, e intentemos precisar con una cierta objetividad lo que sea en sí misma la culpa y el llamado «sentimiento de culpabilidad».

Ser culpable, significa, por lo pronto, haber infringido una norma del tipo que sea: no sólo moral o jurídica, sino también religiosa, lógica e incluso de simple urbanidad. Y esto significa que se puede ser culpable de muy distintas cosas y de muy distintas formas: moral, jurídica o religiosamente; mas culpable, asimismo, de estupidez o de guarrería (por lo demás, es obvio que puede incurrirse en culpa también por la omisión de un acto debido: se es culpable, por supuesto, no sólo de hacer, sino también de no hacer algo, y ocasiones hay en las que esto último puede constituir un delito mayor. Por eso, aunque en lo que sigue hablaré en sentido positivo, refiriéndome a la acción, y no a la omisión de un acto –principalmente para evitar el engorro de hacer a cada paso la correspondiente matización–, téngase presente que lo que digo –acertado o erróneo– no se refiere menos a la segunda que a la primera).

Pero si para hablar de culpabilidad, en general, basta simplemente con la infracción cometida, para atribuir con acierto a tal concepto la dimensión inmoral con que frecuentemente se le asocia, es necesario, además, presuponer la maldad de la acción llevada a cabo, o lo que es lo mismo: ésta debe implicar siempre la comisión de una falta. Si un individuo viola una norma jurídica, es, evidentemente, culpable de ello, al menos desde la perspectiva de ese determinado código legal, pero que lo sea, al mismo tiempo, desde el punto de vista moral, depende, evidentemente, de la moralidad o inmoralidad de la norma en cuestión: lo será en el primer caso, mas no en el segundo; e incluso habría que añadir que en éste, la infracción cometida puede que se corresponda con la acción genuinamente moral. Y aunque sin duda es el contexto de las relaciones entre moralidad y legalidad el más proclive a conflictos de este tipo (como sabemos desde Kant, y, aun antes, desde Sófocles y Antígona), no es el único, e idénticas consideraciones podríamos hacer si tomamos como referencia las normas de urbanidad o las propias normas morales, cuando por más que se hallen sancionadas como tales pudiera pensarse, no obstante, que no lo son en realidad. Por darse ese entrecruzamiento de planos es precisamente por lo que es posible y resulta tan efectiva la declaración irónica de culpabilidad, como cuando Sócrates se declara culpable de haber intentado enseñar a los atenienses.

Permítaseme que me desentienda en este momento de la religión y del pecado, siquiera hasta que me vea tocado por la gracia de Dios, y también de la lógica, mas en este caso porque ser culpable de error no admite nunca excepción ni eximente alguno. Si uno se ha equivocado, se ha equivocado, en esa ocasión y ya para siempre, y suya es la culpa, por más que con frecuencia (aunque no sin excepción) el error nada tenga que ver la con la moral, puesto que aun en el supuesto de que de él se derive una consecuencia éticamente indeseable, si el error en verdad lo es, el individuo no puede ser considerado culpable en sentido moral, puesto que, propiamente, no ha hecho el mal, sino el tonto. Y hasta de aquél cuyos yerros y meteduras de pata aventajan con mucho a sus aciertos, si es que se le recuerda alguno, no puede decirse que sea malo, sino bobo; pero sucede que la necedad no es una falta: es una desgracia.

En consecuencia, y hablando en general, se es culpable, cuando se ha infringido una norma (no importa de qué tipo), mas para que tal acción, además de culpa, sea merecedora de reprobación y censura, es necesario dar por supuesta la bondad o verdad, o siquiera la conveniencia de la norma misma. Pero no basta con eso: la culpa exige, además, ser responsable de la acción, y esto implica (como ya sabía Aristóteles) conocer las consecuencias de la misma y realizarla de modo voluntario y deliberado. Y si ahora trasladamos el concepto de «culpabilidad» al ámbito moral y jurídico en los que habitualmente se usa, habría que decir que se es culpable cuando voluntariamente y con conocimiento de causa se ha realizado una acción perversa o injusta. Quien sin proponérselo ni desearlo provoca un daño o un mal, puede que se sienta culpable (y es de desear que así sea, porque ello será indicativo de su sensibilidad moral), pero no lo es en absoluto.

Volvemos, así, a la distinción entre ser y sentirse culpable. Porque ser culpable significa, en efecto, haber incurrido en falta moral o jurídica que se ha llevado a término con plena responsabilidad en la comisión de la misma. Y en este sentido, quien alejado de los extremos viciosos de los que antes hemos hablado, advierte y reconoce su culpa, no se siente, propiamente hablando, culpable, sino que sabe que lo es, y sentirá, si acaso, remordimiento o arrepentimiento (también vergüenza), y deseo, tal vez, de reparar el mal hecho, más no culpabilidad. O, si se quiere, también podemos decirlo así: en rigor, uno sólo puede sentirse culpable o experimentar sentimientos de culpa en tanto en cuanto no esté completamente seguro de que realmente lo es. Mas alcanzada tal seguridad, los sentimientos de culpabilidad dejan paso al conocimiento preciso de haber actuado mal: el sentimiento de culpa es inseparable de la duda, como el remordimiento, el arrepentimiento o la vergüenza lo son de la certeza de haber cometido una acción perversa. Estos tres estados de ánimo son, en efecto, sentimientos; la culpa, en cambio, no es un estado de ánimo ni un sentimiento: es un hecho.

Descartes, que ha reparado en esto que decimos, se sirve, precisamente, de los términos «remordimiento» y «arrepentimiento» para subrayar esa distinción que nosotros acabamos de hacer. Lo que distingue a ambos, según él, es, justamente, la duda presente en el primero y la certeza que se halla en el segundo:

«El remordimiento de conciencia –escribe– es una especie de tristeza que nace de la duda que tenemos acerca de que si lo que se hace o se ha hecho es bueno, y presupone necesariamente la duda».

En consecuencia, la función que cumple el remordimiento es obligarnos a recapacitar sobre si lo que hemos hecho es bueno o no; y en tanto no hayamos decidido tal cuestión, impedirnos que volvamos a hacerlo hasta que no nos hallemos firmemente persuadidos de que ningún mal encierra. Mas esto no significa que el remordimiento en sí mismo sea bueno, puesto que desde el momento en que presupone siempre el mal, lo ideal sería que no nos viéramos nunca en la necesidad de sentirlo. Pero en todo caso –y esta es la idea de Descartes–, desaparecida la duda, ningún lugar queda para el remordimiento, puesto que, o bien sabemos que lo que hacemos es malo, y entonces dejaremos de hacerlo (ya que, en último término, sólo deseamos aquello que tiene al menos apariencia de bueno), o bien, si ya lo hemos hecho y, por tanto, no tiene remedio, lo que sentiremos es arrepentimiento («la pasión más amarga», en su opinión). Así:

«El arrepentimiento, directamente contrario a la autosatisfacción, es una especie de tristeza que surge cuando creemos haber hecho una mala acción, y es muy amarga porque su causa sólo procede de nosotros mismos; lo cual no impide, sin embargo, que sea muy útil cuando es cierto que la acción de la que nos arrepentimos es mala y tenemos la certeza de ello, porque nos incita a obrar mejor otra vez».

Mas también puede suceder que

«los espíritus débiles se arrepientan de cosas que han hecho sin saber con seguridad que eran malas; lo creen así solamente porque lo temen y si hubieran hecho lo contrario también se arrepentirían, lo cual es en ellos una imperfección digan de piedad».

Desde luego. Se trata de aquéllos que se mueven en el extremo de los escrúpulos patológicos de los que ya hemos hablado.

Pero, ¿qué decir de la distinción cartesiana? Pues, ante todo, que la distinción misma no ha acabado cuajando ni en el lenguaje moral ni en el lenguaje académico, y ni siquiera en sus usos coloquiales; mas no porque se niegue la diferencia (obvia, por otra parta) entre el dudar si se ha incurrido en falta y el tener la seguridad de haberlo hecho, sino porque ninguna lengua (y, por supuesto, tampoco la nuestra) entiende el remordimiento al modo de Descartes, esto es, equiparándolo a la duda. Pero es que, además, ni siquiera la definición que propone de arrepentimiento puede considerarse del todo lograda, ya que éste no supone únicamente la certeza de haber cometido una mala acción, sino que tiene, además, otras implicaciones (como enseguida veremos). E incluso podría añadirse que, como quiera que dicha certeza se halla presente también en el remordimiento, faltando, sin embargo en él esas otras implicaciones de las que hablamos, la definición cartesiana de arrepentimiento cuadraría mejor si la desplazamos al remordimiento y entendemos que es éste el que con ella queremos definir.

Comencemos, desde luego, por admitir la radical diferencia que existe entre el conocimiento de la culpa y la desazón que suscita el sentirse culpable, acompañado siquiera de una ligerísima duda de si realmente o hasta qué punto se ha incurrido en falta. Yo he propuesto (acaso con un éxito tan menguado como el de Descartes) que para referirnos a esta última situación o estado de ánimo hablemos de «sentimientos de culpabilidad» o de «sentimiento de culpa». Frente a ello, tanto el remordimiento como el arrepentimiento se caracterizan, sin embargo, por la seguridad de haber obrado mal, es decir, presuponen el conocimiento y reconocimiento de la culpa, aunque, a su vez, presentan entre sí importantes diferencias. Así, el remordimiento, que es también un sentimiento, tiene en ocasiones un carácter obsesivo que puede alcanzar extremos auténticamente devastadores y desgarradores del estado de ánimo del sujeto (y en el límite, llevarle incluso el suicidio), y que, sin llegar a tanto (y que se llegue o no depende, obviamente, de la gravedad de la falta y del propio individuo), supone siempre un estado de desasosiego y de inquietud, también de pesar, mas nacidos siempre después de perpetrada una acción que reconocemos como mala y de la que, en consecuencia, nos sabemos culpables. Pero éste es todo el terreno recorrido por ese estado de ánimo que designamos con la expresión «sentir remordimientos». Cuando, por el contrario, se intenta ir más allá del mero autorreproche y la simple pesadumbre, de la tortura inflingida a uno mismo mediante el castigo repetido de recordarse, de forma continua, asfixiante y angustiosa, la culpa en la que ha incurrido (algo en lo que a veces nos regocijamos con deleitación morbosa); cuando se advierte que la acción perpetrado u omitida es ya un hecho indeleble, irremediable y eterno, y que nuestros remordimientos a nadie importan ni nada arreglan, sino que son, a la luz de la razón, algo insignificante e inútil, desviaciones simplemente mezquinas y ruines de la genuina acción moral, y se encamina en el sentido de una enmienda futura o de una posible corrección y reparación de la ya hecho, entonces nos encontramos con el arrepentimiento. Todo arrepentimiento nace siempre de un remordimiento, pero va más allá de él. En tanto que estado de ánimo, acaso puedan serle asignadas las mismas notas que a éste, pero le diferencia el no ser un mero estado de ánimo, sino una disposición a actuar. Por eso, tal vez podría decirse que más que un sentimiento, el arrepentimiento es una decisión, y, como tal, más que en la vida emotiva o sentimental del individuo tiene su asiento en su dimensión volitiva, esto es, en su capacidad de querer, elegir y desear que las cosas sean en el futuro de otro modo distinto a como han sido en el pasado. Arrepentirse, en suma, supone dejar a un lado el pesar por lo hecho e intentar hacerlo de otro modo. No se trata, desde luego, de olvidar la culpa de la que nos hemos hecho acreedores (algo, por lo demás, imposible) y mucho menos de dis-culparnos,

quod se iudice nemo nocens absoluitur [Juvenal, XIII, 2-3]
[«porque nadie que sea culpable se absuelve a juicio propio»];

tampoco de borrar de un plumazo el malestar por lo hecho; ni siquiera de dejar de sentir remordimientos (cualquiera de las dos cosas es seguramente igual de imposible que el olvido), sino de cargar con ellos y, sin dejar que su peso nos abrume, hacer lo que es justo. O si se quiere decir así, tomar de nuevo el lápiz o el pincel y dibujar o pintar nuestra vida de un modo distinto y mejor (repárese en que, en nuestra lengua, «arrepentimiento» designa también la «enmienda o corrección que se advierte en la composición y dibujo de los cuadros y pinturas»). El buen pintor, en efecto, no se queda llorando ante el trazo imperfecto o el cuadro malogrado, sino que lo retoca o lo pinta de nuevo.

Otra cosa diferente es si el mero propósito de enmienda o incluso la reparación del mal perpetrado hacen, por sí mismos, del arrepentimiento una virtud. Espinosa no duda en afirmar que no:

«El arrepentimiento no es una virtud, o sea, no nace de la razón; quien se arrepiente de lo que ha hecho es dos veces miserable o impotente»,

reza la conocida proposición 54 de la cuarta parte de la Ética. La doble miseria estriba en el hecho de haber sido vencidos primero por el mal y más tarde por la tristeza. Y habría que añadir que en tanto que constituye una forma de tristeza, no puede ser virtud, pues ésta siempre es alegre, y también porque el arrepentirse supone la percepción y el conocimiento de una impotencia, no de una potencia. Ahora bien, como quiera que los hombres pocas veces viven según el estricto dictado de la razón, si han de pecar por algún lado, opina Espinosa, mejor que sea por éste, en lugar de por una absoluta y despreocupada desvergüenza.

Por lo demás, no estará de más recordar que el que la tristeza suela seguir a los actos malos y la alegría a los buenos «depende –dice Espinosa– más que nada de la educación», es decir de la asociación entre los actos (buenos o malos) y los sentimientos respectivos (alegría o tristeza), como consecuencia de la aprobación o desaprobación que los padres (y, podríamos añadir, la sociedad en general) hacen de unos u otros. Lo que conduce, finalmente, a la conclusión de que

«la moral y la religión no son las mismas para todos, sino que, por el contrario, lo que es sagrado para unos es profano para otros, y lo que es para unos honesto es para otros deshonesto. Así pues –concluye Espinosa–, según ha sido educado cada cual, se arrepiente o se gloría de una acción».

Ciertamente, es del todo preciso advertir la profunda dimensión social y cultural del sentimiento de culpa y de la culpa misma, así como del remordimiento y el arrepentimiento a ella ligados.

«No existen fenómenos morales, sino sólo una interpretación moral de fenómenos...»,

afirma Nietzsche en una conocida sentencia; y es seguramente lo que decimos el motivo por el que lo hace. Pero el que reparemos en ese componente social de la culpa no debe, sin embargo, ser argumento suficiente para permitir ser arrastrados por el torbellino del relativismo, lo que de ningún modo, creo yo, es el caso de Espinosa, aunque más discutible es que no lo sea el de Nietzsche. Mas el alejamiento del relativismo (que, en el límite, no es sino una forma de inmoralidad) sólo con la asistencia de la razón puede llevarse a término: es menester proclamar la superioridad racional (y, por tanto, moral) de unos determinados usos y preceptos sobre otros, y, consecuentemente, comprometerse tomando partido por una serie de principios morales frente a otros alternativos o posibles. La neutralidad, frecuente aliada del relativismo, resulta no menos inmoral que éste, y eso suponiendo que en el ejercicio mismo cualquiera de los dos sea posible como tal, porque, al fin y al cabo, la acción no admite demora ni suspensión del juicio, y, a la hora de la verdad, quien al actuar no se guía por unos preceptos lo hace por otros. Llegados a este punto, yo no encuentro que quede más opción que conducirnos según los dictados de la estricta racionalidad, dando por supuesto que entre ésta y la moralidad se da siempre un absoluto y estricto paralelismo, esto es, que lo más racional es también lo mejor desde el punto de vista moral. Coincida o no con la interpretación de ilustres lectores de Espinosa, esta es la forma como lo leo yo, y una de las lecciones –acaso la principal– que he aprendido en su Ética.

Pero volviendo al asunto del que hablábamos, y recuperando el tono más general en que lo hacíamos, yo me atrevería a insistir (sin entrar a discutir al detalle el conjunto de las razones aducidas por Espinosa) que si ni el remordimiento ni el arrepentimiento pueden ser virtudes, ello es debido al simple hecho (ya advertido por Descartes) de que presuponen el mal, es decir, porque para constituirse y desplegarse como tales virtudes necesitan de la existencia de un mal previo, y resultaría bien extraño y hasta contradictorio sostener que lo bueno se genera de lo malo. O lo que es igual: sin falta no hay remordimiento ni arrepentimiento posibles; por tanto, si son virtudes, nacen siempre de un mal, y preferible sería que no existieran, que desaparecieran, sencillamente, de un modo definitivo y permanente del catálogo de la virtud, puesto que eso significaría que habría desaparecido, a la vez, el mal que las engendra. Mas tiene razón Espinosa: preferible es el arrepentimiento a la desvergüenza. Por lo menos el primero demuestra, frente a la segunda, que no hemos traspasado la línea de la estupidez moral y que aún no somos un caso del todo perdido.

Y basta con eso. Yo, desde luego, es todo lo más que estoy dispuesto a llegar. Avanzar un paso adelante y hacer la loa del arrepentimiento, vinculándolo a una especie de «renacimiento espiritual», como hace Max Scheler, para quien arrepentirse es una suerte de autocuración del alma, que le permite recobrar así sus desfallecidas fuerzas y acercarse a Dios, quien, para llevarla hacia sí le ha concedido el don del arrepentimiento, me suena (como con frecuencia me suena Scheler, y pido disculpas por si se tratara de una simple reacción alérgica por mi parte, que, en cualquier caso, no está en mi mano ni el corregir ni el evitar), me suena, digo, a pura música celestial.

«En el arrepentimiento –a diferencia del mero remordimiento– se renace, no porque nada de lo que fue no hubiese existido, sino porque comienza a existir de otro modo. Y existir de otro modo es para un hecho humano una alteración de la estructura esencial del hecho».

Tal es su opinión. A mí las cosas, sin embargo, me parecen de muy otra manera: porque ocurre que tras el arrepentimiento sucede no sólo que lo fue existió, sino también que continúa existiendo, y existiendo tal y como fue, no de otro modo distinto. E incluso cabría afirmar que, en el límite, si la acción que suscita el arrepentimiento posterior es tan horrible y atroz que hasta pudiera pensarse que la comisión de un delito que alcanza tal grado de perversidad despoja a quien a incurrido en él de su propia condición humana, será precisamente el carácter indeleble e irrevocable de la falta lo que torne ridículo al arrepentimiento mismo, porque, a la vista de lo hecho, decir que se arrepiente no pasa de ser una mera licencia poética, y tal vez el único medio de recuperar la humanidad perdida (siquiera sea en la memoria de quienes le sobrevivan) sea un último acto, dotado (es justo reconocerlo) de una cierta nobleza: abandonar la vida (es difícil, por lo demás, que alguien pueda continuar viviendo con una culpa así). Es cierto que a algunos un remordimiento y unos escrúpulos enfermizos y excesivos (también obsesivos) les empujan al suicidio; pero también los es que existen otros que deberían llegar a él siguiendo los consejos de la más estricta racionalidad.

* * *

Pero dejémoslo aquí, y no nos pongamos trágicos. Por fortuna son muy pocos (naturalmente que me excluyo) los que incurren en culpas de un calado tal. Y por lo que hace a culpas menores (o a veces no tan menores), el peligro de que nos conduzcan a quitarnos de en medio es mínimo. Entre otras cosas porque con frecuencia somos excesivamente benevolentes con nosotros mismos (sin duda, bastante más de lo que estamos dispuestos a serlo con el prójimo), y, como señalaba La Rochefoucauld:

«Nos resulta fácil olvidar nuestras culpas cuando somos los únicos en conocerlas».

Algo muy similar a la forma como Ambrose Bierce define la culpabilidad:

«Estado del que ha cometido una indiscreción y se sabe descubierto, que se distingue del estado del que no ha dejado pistas».

Por desgracia, así es muchas veces. Quiero decir que confundimos la genuina asunción de una culpa con la vergüenza que nos suscita el que se haga pública. De manera similar a como solemos confundir el arrepentimiento sincero con las consecuencias indeseadas que suponemos habrán de derivarse de nuestra acción. Y una vez más no perderemos el tiempo escuchando a La Rochefoucauld:

«Nuestro arrepentimiento –observa–, más que un pesar por el mal que hemos hecho, es un temor del que puede sobrevenirnos»;

opinión en la que vuelve a coincidir Bierce, para quien el arrepentimiento es un «sentimiento que raramente inquieta a la gente hasta que empieza a sufrir». Y también:

«Leal acompañante y seguidor del Castigo. Suele manifestarse en cierta reforma del comportamiento que no es incompatible con seguir llevando una vida pecaminosa»;

al menos mientras se pueda, porque seguramente también es verdad que con frecuencia nos arrepentimos de determinadas cosas sólo cuando ya no nos hallamos en disposición de volver a hacerlas. De tal forma que nuestro arrepentimiento no nace, en realidad, de nosotros mismos, sino de las circunstancias que nos son impuestas, lo que no suele resultar un obstáculo para que a partir de entonces nos embarquemos con un celo fuera de toda proporción en una cruzada contra aquellos vicios que antaño nos adornaron y de los que acaso hicimos gala; vicios que, justo es reconocerlo, no hemos abandonado, sino que, al contrario, lo que en verdad sucede es que hemos sido abandonados por ellos.

Que no debería ser así, es una cuestión; que lo sea o no, otra muy distinta. Para despertar de nuestros sueños de autocomplacencia moral, nada mejor que tener siempre un cínico a mano, y aunque con frecuencia Bierce no hace mal papel, mi preferido, sin duda alguna, es La Rochefoucauld (sirva esto de disculpa por el uso abusivo que acabo de hacer de las palabras de ambos, lo que en el caso del segundo reconozco que es ya en mí costumbre). Después (o antes, o mejor antes y después) de examinar cómo tendrían que ser las cosas y cómo tendríamos que ser nosotros mismos, no está de más asomarnos al espejo que el cínico nos muestra para ver cómo son en realidad aquéllas y cómo somos nosotros. Y es que, en último término, sólo en un adecuado conocimiento de nuestra naturaleza puede incubarse alguna esperanza de reforma. Y no habrá tal hasta que no eduquemos nuestra conciencia y le concedamos total autonomía para que actúe y responda. De lo contrario, por más que experimentemos pesar, no habrá remordimiento para el que no hallemos de inmediato antídoto, ni culpa a la que no siga su correspondiente disculpa. O, como dice Nietzsche:

«Si a nuestra conciencia la amaestramos, nos besa al mismo tiempo que nos muerde».

No la amaestremos, pues. Conformémonos con tenerla siempre despierta y a nuestro servicio, pero que nos bese o nos muerda según su leal parecer.

 

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