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El Catoblepas, número 49, marzo 2006
  El Catoblepasnúmero 49 • marzo 2006 • página 17
cine

Comentarios a King Kong

José Antonio Cabo

Ante la versión dirigida por Peter Jackson, Universal Pictures, EEUU 2005

Kong

Con ocasión del estreno en nuestro país de la nueva versión de este filme, intentaremos rebuscar entre las múltiples interpretaciones que de la historia original se han hecho para, desechando lo falso y conservando lo auténtico, sugerir la consideración de cine religioso primario de las distintas encarnaciones cinematográficas del simio gigante.

1. Un tema recurrente

Excluyendo secuelas más o menos extravagantes, la historia de King Kong ha sido llevado al cine en tres ocasiones. La primera, en 1933, dirigida por Merian C. Cooper y Ernest Schoedsack en plena depresión económica producida por el desplome de la bolsa de 1929, y en forma de película aparentemente escapista (o de «cine fantástico», siendo incluso, precursora de dicho género). En ella se hace un retrato simplista de las tribus indígenas (alguno dirá «etnocéntrico»), pero curiosamente se les muestra como más humanos que los paparazzi y los empresarios del espectáculo de la metrópoli—valga como prueba la imagen de una nativa arriesgándose para salvar a un bebé de los pisotones del monstruo. La segunda, en 1976, dirigida por John Guillermin, en la que la historia se sitúa en los años posteriores a la crisis del petróleo de 1973 y toma un giro ecologista: los captores y, finalmente, culpables de la muerte de Kong pertenecen a la industria petrolífera. En esta segunda versión se eliminó el combate con el tiranosaurio, sustituyéndose por una pelea con una serpiente gigante. Tampoco aparece el edificio Empire State, sino que King Kong es finalmente tiroteado en lo alto de las Torres Gemelas (que otros primates inasimilables derribarían años más tarde en la vida real) por helicópteros similares a los utilizados en Vietnam. Finalmente, en 2005, Peter Jackson dirige la última y quizá definitiva versión, en parte como homenaje al original, pero sin evitar concesiones a la ideología del «Proyecto Gran Simio», pues Kong se comunica ahora con la protagonista mediante un lenguaje gestual (llevando, por ejemplo, la mano al pecho para expresar emoción estética) no muy diferente del utilizado por Francine Patterson para comunicarse con la gorila Koko. Jackson tampoco sabe sustraerse a la influencia del cine jurásico de Spielberg, ni al de la estética y el ritmo de los modernos juegos para videoconsolas (incluso el videojuego correspondiente se comercializó a la vez que se estrenaba la película). Esta última versión vuelve a situar la historia en los años de la Gran Depresión y ahora el personaje del empresario cinematográfico (que forma una terna con el gorila y la bella) en lugar de ser un trasunto del director y aventurero Cooper, tiene como modelo a Orson Welles, quien el 30 de octubre de 1938 (víspera del «halloween» anglosajón) aterrorizaría a los estadounidenses con su dramatización radiofónica de una invasión alienígena.

El argumento básico del filme es de sobra conocido: un empresario aventurero que proyecta una película en tierras remotas descubre una isla habitada por seres misteriosos (recuerda al descubrimiento casual de las Galápagos por Fray Tomás de Berlanga en 1535) entre los que se halla un gigantesco simio al que los nativos rinden adoración. Tras salvar a la protagonista femenina de ser sacrificada al dios simio, decide capturar y exhibir al «monstruo» en los teatros del mundo civilizado. Sin embargo, el gorila rompe sus cadenas y se da a la fuga en busca de la mujer rubia de la que se ha encaprichado. Hallado finalmente en lo alto del mayor rascacielos, es abatido por aviones militares. Ante el cadáver del simio el empresario pronuncia una especie de epitafio alusivo al tema de «la bella y la bestia» («no fueron los aviones, fue la belleza lo que mató a la bestia»), un «leit-motiv» en el que ha venido insistiendo toda la película, pero se trata de una maniobra de despiste. «King Kong» no es un cuento de hadas ni una historia de amor.

Aunque la trama resulta poco creíble, el público por lo general suspende su escepticismo y se identifica con el descomunal gorila, que se va humanizando a medida que avanza la película.

2. Las raíces literarias del personaje

La idea original de King Kong se atribuye conjuntamente al estadounidense Merian C. Cooper, uno de los dos directores de la primera versión filmada, y a un dramaturgo británico más conocido como autor de numerosas novelas de misterio, Edgar Wallace. Aunque parece que Wallace no llegó a escribir ni una sola línea de la historia, si presuponemos que la idea del gorila gigante se debe a él, es posible aventurar cuáles fueron las fuentes literarias del personaje de Kong. El personaje del monstruo atraído por la belleza se encuentra ya en el Caliban (anagrama de «caníbal») de Shakespeare («La Tempestad»), que también habita una isla, la de Próspero. Tampoco es difícil adivinar algo del Gulliver de Swift en el juego de proporciones y escalas diferentes, o incluso del Kurtz de Conrad («El corazón de las tinieblas»), que, como Kong, también es divinizado por los nativos. Por último, cabría señalar ciertos paralelismos entre el Quasimodo que se balancea en las torres de la catedral de París y el gorila que defiende a la bella Ann encaramado al rascacielos, y algún lejano parentesco con el relato bíblico de Sansón y Dalila, donde es también una mujer la que debilita al forzudo héroe, aunque esta vez voluntariamente.

Como datos literarios curiosos, recordaremos que también «Los Viajes de Gulliver» incluye animales divinos (los impronunciables «houyhnhnms», caballos racionales), y que en la obra satírica del siglo XIX «Melincourt», de Thomas Love Peacock, aparece un simio llamado Sir Oran Haut-Ton que ocupa un escaño en el Parlamento británico y, aunque es incapaz de hablar, se porta como un auténtico caballero, rescatando de las bravas aguas a la heroína Anthelia por medio de un tronco de árbol que previamente ha arrancado de cuajo. Y es que en la cultura anglosajona, la visión de los animales como personas forma parte de una larga tradición.

3. Una historia rica en interpretaciones

Tras el estreno de King Kong en 1933, no pasó mucho tiempo antes de que comenzase a hablarse de todo tipo de «subtextos» discernibles en la historia. Los propios directores rechazaron de plano cualquier interpretación profunda de su obra. Se trataba de una simple película de evasión y entretenimiento, según ellos mismos aseguraron. Pero claro, una cosa es lo que uno se propone hacer y otra lo que hace, una cosa son los finis operantis y otra los finis operis.

La interpretación más obvia implica ver en el gorila el reflejo de la parte más animal del ser humano, si tal y como algunos creen, los grandes simios son «nuestra propia imagen vista en el espejo de la naturaleza» o al menos nuestros «primos hermanos» como dirían Fouts, Goodall, y otros.

Profundizando exageradamente en esto mismo, y quizá basándose en la creencia que identifica al chimpancé, orangután y gorila con las razas humanas europea, asiática y africana, respectivamente, algunos han visto en la historia de King Kong una parábola de las desgracias de la raza negra en los Estados Unidos de Norteamérica (nótese que las iniciales «K. K.» sirven para King Kong pero también para Kunta Kinte). Así, estarían representadas en el relato las tres fases: una primera, de libertad en el «estado de la naturaleza», una segunda de cautiverio y penosa travesía hacia lugares lejanos para ser comercializado como esclavo, y finalmente la emancipación y rotura de cadenas. Los aviones que ametrallan a King Kong en la escena final representarían, según estos intérpretes, al hombre blanco frenando el ascenso social del negro en el seno de la sociedad norteamericana.

Desde el psicologismo más vulgar, se nos dirá que el gorila representa al subconsciente masculino, y el rascacielos al que se aferra será entonces un símbolo fálico.

Pero además, King Kong es un gigante, y por lo tanto puede identificarse (al menos siguiendo a Jung) como una figura paterna. A veces es un padre temible, como Cronos, pero a veces se muestra protector. Finalmente es desbordado por los acontecimientos en un mundo que ya no es el suyo.

Tampoco faltan quienes ven en el simio gigante la personificación de la «naturaleza» en estado salvaje, que acaba siendo sometida por la civilización y tecnología (los aeroplanos que abaten al inmenso animal). Así, habrá incluso quien pueda ver en Kong una víctima de la globalización que alcanza su isla remota, último retazo de terra incognita.

Desde una perspectiva política, se han querido ver en el gran gorila metáforas muy diversas, incluso opuestas: desde el ciego automatismo de Wall Street causando estragos en la civilización estadounidense, al Estado hipertrofiado del «New Deal» de F. D. Roosevelt cuyo mandato se inauguraría sólo tres días después del estreno del filme. En cuanto al rascacielos como símbolo de progreso, tampoco cabe pasar por alto el gran parecido entre el edificio del Empire State que escala el gran gorila y el proyecto nunca ejecutado del arquitecto ruso Boris Iofan para el Palacio de los Soviets (entre 1931 y 1929).

Charles Starr interpreta en cambio al simio gigante como símbolo de un nuevo individualismo en la línea del superhombre nietzscheano (hoy sería quizá un «übersexual»), mientras que la feminista Natasha Giardino ve en él la encarnación de la inseguridad masculina y la misoginia. ¿Habría, pues, que hablar aquí de «violencia de especie», y no simplemente «de género»? ¿Resultaría provechosa para Kong la lectura de los libros de autoayuda masculina de Robert Bly?

Pero casi ninguna de estas interpretaciones resulta satisfactoria: unas por anacrónicas, otras por disparatadas, y otras por servir a intereses ideológicos simplemente. Parece mucho más adecuado, en cambio, interpretar el filme en la línea del materialismo filosófico y concluir que se trata de cine religioso primario.

Por último, cómo no reconocer en el King Kong original un mensaje antipacifista, que comienza con la cita inicial de un supuesto proverbio árabe: «… y dijo el profeta: la bestia contempló el rostro de la bella y su mano no mató, y desde aquel día fue como si hubiera muerto.» ¿Conocerán este proverbio los ideólogos de la «alianza de civilizaciones»?

4. La verdad de Kong

En 1935, dos años después del estreno de la película original, un paleontólogo alemán llamado Ralph von Koenigswald descubrió en una farmacia de Hong Kong el fósil de una pieza dental de gran tamaño proveniente de la región de Guangxi, y que atribuyó a una especie extinta de primates hasta entonces desconocida. Tras hallar otros restos similares en otras farmacias chinas (los chinos tradicionalmente utilizan como medicina el polvo de estos restos, que llaman, «huesos de dragón»), dio a esta especie el nombre de Gigantopithecus blacki. Este «gigantopiteco» habría sido un simio de extraordinaria envergadura que probablemente habría habitado partes de China y el sureste asiático hace entre 125.000 a 700.000 años.

A pesar de que serían necesarias más pruebas para establecer con certeza la existencia y características de este simio gigante, los datos nos permiten conjeturar que, si interpretamos a Kong como un numen, se trataría del tipo que se corresponde con un animal real, el gigantopiteco, que, al menos en alguna parte de Asia, habría sido contemporáneo del Homo Erectus, el cual habría sido, por otra parte, un factor determinante en su extinción.

Cuestión muy distinta es, por supuesto, la de la verosimilitud de la historia narrada en el filme. Descartada por absurda la tesis del amor (romántico o físico, es cuestión de proporciones) entre Kong y la mujer blanca, la película nunca explica la irresistible atracción que el gorila siente hacia Ann. Tampoco se explica cómo pudo transportarse a semejante animal durante tan larga travesía, ni, sobre todo, cuál es la técnica más adecuada para trepar hasta lo alto de un rascacielos con sólo una mano libre. Pero estos son los milagros del celuloide, y en King Kong (2005) podemos contemplar incluso cómo el descomunal póngido patina sobre las aguas congeladas de un estanque sin que el hielo se rompa.

5. Regreso al pasado

En el filme de 1933, el viaje a la isla Calavera es una especie de viaje al pasado, o al menos a un lugar en el que el tiempo se halla detenido. En efecto, si la isla de Nunca Jamás imaginada por J.M. Barrie para sus historias de Peter Pan tenía la virtud de detener la evolución ontogenética de los niños que allí residían, impidiéndoles llegar a la edad adulta, en la isla Calavera nos encontramos con que es la evolución filogenética de las especies la que parece congelada aún en la era de los dinosaurios. Una enorme muralla, erigida por una civilización ignota ya desaparecida, divide la isla en dos sectores. El más pequeño de ellos es habitado por los indígenas actuales, cuyas relaciones con el inmenso gorila, presumiblemente el último de su especie, se sitúan claramente en el eje angular del espacio antropológico dibujado por el materialismo filosófico.

En la película original la selva de la isla Calavera se inspiró en las ilustraciones del celebrado artista Gustavo Doré, mientras que en la versión más reciente parece al inicio deudora del mundo del cómic, incluso del surrealista suizo H.R. Giger, y más tarde revela la influencia de «Parque Jurásico» (Steven Spielberg, 1993). La isla que encierra un mundo desconocido del que acaso no es posible retornar aparece también en la obra del pintor Arnold Böcklin («La isla de los muertos»). Otra referencia artística, posiblemente no intencionada, es la del español Goya. Y no sólo por su «Coloso» sino porque la imagen de King Kong engullendo nativos y neoyorkinos por igual recuerda demasiado al «Saturno devorando a sus hijos» del genial aragonés.

El King Kong de 2005 presenta el viaje a la isla Calavera casi como un viaje al subconsciente humano, al «corazón de las tinieblas», y no es casual que la isla aparezca tras descubrir en el mapa una mancha ambigua que parece sacada del test de Rorschach. Los paralelismos con el viaje de Marlow en busca de Kurtz son evidentes, y para hacerlo aún más obvio uno de los personajes se muestra en el filme leyendo la novela de Conrad.

6. El númen Kong

En todas las versiones filmadas de esta historia, la relación de King Kong con las religiones primarias aparece claramente ante nosotros. Por supuesto, no pretendo presentar esto como un hallazgo original mío, ni muchísimo menos: ya en la obra de Gustavo Bueno «El animal divino» (2ª edición, Pentalfa, Oviedo 1996) se hace referencia a Kong como animal numinoso. En el pie correspondiente a una de las dos ilustraciones de la página 313 de la citada obra se toma a este descomunal simio como ejemplo, aclarando que «King-Kong no se opone a Superman sólo como el tercer mundo se opone a la sociedad industrial, sino, sobre todo, como los númenes terrestres (naturales, primarios) se oponen a los númenes secundarios (interplanetarios, celestes).»

Tanto la cinta original como versiones cinematográficas posteriores de King Kong pueden considerarse muestras de cine religioso primario, en el mismo sentido que lo son otros filmes citados por Gustavo Bueno en su artículo ¿Qué significa «cine religioso»? (El Basilisco, número 15, invierno 1993) y que puede consultarse en http://filosofia.org/rev/bas/bas21502.htm> De hecho, King Kong es anterior a dichos filmes, por lo que resultaría ser quizá la primera muestra de este subgénero.

En estas películas de «cine religioso primario» a menudo se alterna la perspectiva que presenta a los animales como protectores de los humanos con aquella que presenta a los segundos como protectores de los primeros. Si comparamos la escena en que Ann tras huir de dinosaurios carnívoros y gigantescas escolopendras vuelve a buscar al gran gorila para reconciliarse con él, puesto que ha comprendido que sin su protección no podrá sobrevivir, con la escena en la que la protagonista intenta proteger a King Kong de los disparos de los marineros durante su captura ( o del tiroteo de los aviones en la escena final), podremos ver otra muestra de la típica ambigüedad entre el ámbito terciario y el primario que señalaba Gustavo Bueno a propósito del filme El oso de Jean Jacques Annaud en el siguiente fragmento de sus Cuestiones Cuodlibetales sobre Dios y la religión (Mondadori, Madrid, 1989, pág. 442):

«Jean Jacques Annaud es un excelente ejemplo de esta ambigüedad y de esta vacilación hermenéutica con su película El oso. Porque, en general, es cierto, los osos de esta película (Youk y Kaar) nos son mostrados desde la perspectiva uniforme (no por ello menos discutible) del ecologismo humanista; desde luego, las relaciones mutuas entre Youk y Kaar se mantienen en un marco de formato estrictamente antropomórfico y las relaciones entre los hombres y los osos son tratadas, en general, en el ámbito de un escenario «terciario» (en el cual, el hombre ha asumido el papel de protector de los osos). Pero hay en este film por lo menos una situación en la cual las relaciones entre el hombre y el oso alcanzan una coloración religiosa muy intensa del tipo primario. Es la situación en la que un hombre desalmado, un hombre que ha traicionado al animal, se dispone a asesinar al oso por el simple y horrendo placer de matar: este hombre se nos muestra, por tanto, como un delincuente, más aún, como un pecador abyecto, como un malvado. Pero ocurre que, de golpe, y por la naturaleza de las cosas—la sed del hombre, la disposición del lugar donde se encuentra el manantial--, hace que el hombre se encuentre inesperadamente acorralado por un oso lleno de ira, que ya no trata de defenderse (no lo necesita), sino de castigar la perversidad del hombre cazador. Como un Dios terrible, el oso se dispone a destruir al malvado. Y es entonces cuando este hombre despliega una conducta ceremonial inequívocamente religiosa (primoreligiosa): se arrodilla ante el oso, le habla, le ruega, le pide perdón, llora, inclina su cabeza cogida entre sus manos y parece entregarse arrepentido a la voluntad del oso. Entonces el oso, con la magnaminidad que le otorga su poder soberano, perdona al hombre y lo deja escapar humillado. Diríamos, en resolución, que la película El oso, según este análisis, puede valer como una rica ilustración de la manera como una relación de religación primaria es capaz de reproducirse inesperadamente en un escenario de fondo terciario. Es el escenario en el que habitualmente respiran los hombres de finales de este siglo: un escenario en el cual los animales inspiran, en el mejor caso, una simpatía que, aunque contaminada sin duda de antropomorfismo, no por ello habría tenido que perder todo su parentesco con la piedad»

Según el materialismo filosófico, la auténtica impiedad hay que buscarla en las religiones terciarias (cristianismo, Islam, judaísmo, &c.), pues han roto radicalmente con los númenes de la religión primaria, pasando a verlos como meras máquinas o entes diabólicos. En este sentido, resulta muy significativa una breve escena entresacada del «King Kong» de John Guillermin (1976). Se trata del momento en el que el enfurecido gorila se pasea por las calles de Manhattan causando el pánico y la destrucción. Durante unos breves segundos podemos ver como proyecta su colosal sombra sobre el pórtico de una iglesia. El sacerdote, que acaba de salir a ver qué ocurre, contempla horrorizado lo que cree ser una criatura demoníaca, hace la señal de la cruz, y vuelve a refugiarse en el templo.

Así pues, King Kong pasa de ser un númen en isla Calavera a ser un fenómeno (en el sentido clásico de «fenómeno de feria») en la isla de Manhattan para terminar como bestia apocalíptica. Su presentación en sociedad tiene lugar en un teatro, «imagen del mundo fenoménico», como recuerda J. E. Cirlot en su «Diccionario de símbolos». ¿Cómo ignorar aquí el detalle de su crucifixión simbólica, encadenado como está a una estructura cruciforme (véase el original especialmente)?

7. La muerte heroica en la cima del mundo

Pero en su fuga se convertirá en una amenaza pública ante la cual será necesario movilizar al ejército. La no menos simbólica ascensión del gorila a la cumbre de la civilización terminará abruptamente con su ametrallamiento y caída. La tesis «oficial» de la película, puesta en boca del empresario Carl Denham, que en realidad representa a Merian C. Cooper, es que King Kong muere a causa de la belleza. Pero ¿de qué belleza estamos hablando? Es absurdo sugerir que un gorila tenga la misma idea de belleza que un humano, cuando entre las diversas culturas humanas dicha idea ha variado siempre mucho. Para empezar, es difícil incluso demostrar que los simios tengan ideas de belleza remotamente parecidas a las nuestras.

Más ridículo aún es sugerir, como hacen algunos, que King Kong muere porque es incapaz de negociar, de entablar un «diálogo habermasiano» con sus captores que le permita quizá acabar sus días como huésped de un zoo o de una reserva natural.

No, no fueron los aviones, podríamos decir parafraseando a Denham, fue la impiedad terciaria lo que mató a la bestia.

 

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