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El Catoblepas, número 49, marzo 2006
  El Catoblepasnúmero 49 • marzo 2006 • página 16
Artículos

Retroalimentación del Arte
en la sociedad auto-referencial

Vicente Caballero de la Torre

Conferencia ofrecida en «Espacio Abisal» (Bilbao) el 13 de mayo de 2005, dentro del ciclo «Arte y Pensamiento», donde se vincula el arte contemporáneo con la sobre-producción de significantes que caracteriza a la sociedad telemática

Es necesario, antes de entrar en el fondo del asunto que en la presente disertación se quiere abordar, definir correctamente los términos que aparecen en el título de la misma. Los dos términos más complejos son «retroalimentación» y «sociedad auto-referencial».

La noción de «retroalimentación» o «feedback», está ligada a la Cibernética y al autor que tradicionalmente ha sido considerado el padre de la misma: Norbert Wiener. La retroalimentación es un procedimiento algorítmico; por algoritmo se entiende una lista de instrucciones que especifican una secuencia de operaciones. Dichas operaciones arrojan un resultado para un problema específico; tienen dos características principales: por un lado, su naturaleza determinista y, por otro, su generalidad. Es decir, no puede haber sorpresas sobre el resultado y debe poder aplicarse a todos los casos similares. Un algoritmo es, dicho de forma más rápida y sencilla, un procedimiento habitual para solucionar una serie de problemas parecidos. Pero antes de aplicar un algoritmo primero es necesario reconocer el problema para saber qué procedimiento específico hay que utilizar; por ejemplo, los maestros enseñan a los niños a sumar y restar pero también enseñan de forma casi inconsciente algo mucho más elemental: a reconocer que tal operación es una suma y tal otra es una resta. La retroalimentación es un algoritmo específico que consiste en la aplicación de una serie de operaciones sobre el resultado mismo de esas operaciones. De modo que un sistema retroalimentado no necesita salir de sí mismo para perdurar. La temperatura corporal de un animal es el resultado de un proceso de reajuste o retroalimentación constante. El piloto automático del avión, que es capaz de corregir todas las desviaciones de una trayectoria independientemente de las condiciones externas al mismo aparato, también es un sistema cibernético en el que funcionan sistemas de retroalimentación. Podría decirse que en la retroalimentación el procedimiento y el resultado es el mismo. Esto es lo que hace de ella una forma muy peculiar de algoritmo. Volvamos un momento al sencillo caso de las sumas y las restas: el procedimiento y el resultado no son lo mismo. Sin embargo en la retroalimentación ambos son lo mismo, la finalidad y el proceso. Podría decirse que la retroalimentación es, en este sentido, un proceso auto-referencial, es decir, refiere constantemente a sí mismo sin segregar ningún producto diferente de su propio reajuste.

En segundo lugar, habría que aclarar qué se entiende por sociedad auto-referencial. Una sociedad auto-referencial es una sociedad que se retroalimenta, ajustando sus desviaciones sin expulsarlas. Reabsorbe así los elementos discrepantes y los convierte en parte anecdótica de la misma o en una vía de escape de las tensiones que el funcionamiento de la sociedad provoca, reduciendo el nivel de frustración, rebajándolo a niveles no peligrosos. La nueva orientación que la sociedad de consumo tomó desde el final de la Segunda Guerra Mundial hasta la caída del Muro de Berlín fue en esa dirección; el sociólogo Jesús Ibáñez lo expone de la siguiente manera:

«El capitalismo (que empezó desconectando a los trabajadores de la tierra y de los gremios) está condenado a proseguir su delirio. El capitalismo de producción descoyuntó los cuerpos de los productores acoplándolos a monstruosas máquinas mecánicas, a monstruosas máquinas burocráticas»

En el capitalismo actual –llamado «capitalismo de ficción» por Vicente Verdú– la verdad y la mentira desaparecen porque no tienen cabida cuando las palabras no refieren a las cosas sino a otras palabras, quedándose en el terreno de las connotaciones sin llegar a denotar nada fuera de sí mismas. Esa ausencia de denotación es la que caracteriza a un discurso delirante en tanto que delirar es sinónimo de vanear; una de las acepciones de «vano», de donde procede este último verbo, es aquella que lo identifica con las cosas que sólo sirven para satisfacer la vanidad. Igualmente, los latinos compusieron, a partir de la misma raíz, una palabra muy apropiada para calificar el tipo de lenguaje que, siendo plástico o verbal, no apunta hacia el referente sino al sentido; esa palabra es «vaniloquio», entendiéndose por tal el discurso insustancial.

Hoy por hoy, el agente social que es capaz de producir una conciencia colectiva en una sociedad de masas afincadas en cada vez más monstruosas megalópolis es, sin duda, el marketing. No son los sindicatos ni los partidos políticos quienes recogen y canalizan los sentimientos de pertenencia a un conjunto, sino las agencias publicitarias. Y es precisamente el marketing el que es un ejemplar paradigmático de cómo un conjunto de signos pueden flotar en la sociedad, dándole una cohesión lo bastante fuerte como para convertirla en un consumidor homogéneo y predecible pero lo bastante débil como para que no pueda construir una alternativa al sistema de consumo. Debe decirse que las agencias de publicidad y de diseño gráfico constituyen una de las salidas habituales de los licenciados en Bellas Artes.

Por si acaso no ha quedado del todo claro qué caracteriza esta producción de significantes sin referentes a los que hemos llamado signos flotantes, destacaré dos líneas maestras de dicho proceso:

–Primera: La producción de calidad (es, decir ventaja real, objetiva) es sustituida por la producción de nombre o prestigio de marca (afiliación emocional, subjetiva) De hecho, hay grandes empresas que no tienen planta de producción sino que sólo se encargan de la publicidad delegando la fabricación del producto a las sub-contratas. Sería el caso de Benetton o de Tommy Hilfiger. El fotógrafo que trabajó para la primera de ellas organizó recientemente una exposición artística sobre su etapa al servicio de dicha empresa.

–Segunda: La producción de mercancías se convierte en segunda prioridad frente a la importancia de la generación del deseo; un deseo que debe ser avivado posteriormente para que no sucumba. Como dice Jesús Ibáñez:

«No compras el producto, compras el derecho a participar en el anuncio.»

El gusto actual por lo nostálgico, el revival, lo pop, lo kitsch, lo hortera y la invasión de la frivolidad a la que estamos sometidos tendría relación con este flujo de significantes que flotan: desde camisetas con estampaciones de la hoz y el martillo o con el rostro del Che Guevara pasando por los manifestantes anti-guerra que visten polo con insignia de Tommy Hilfiger (donde está contraída la bandera de Estados Unidos), pasando tanto por los rosarios que cuelgan del cuello de dependientes de tiendas de ropa multinacionales como por los papa-boys que no practican la castidad o por esa Virgen de Guadalupe estampada en bolsos «poperos»; también nos pueden venir a la cabeza todos esos presentadores del telediarios que pasan a conducir voluntariamente programas del corazón como si no hubiese diferencia cualitativa entre ambos tipos de asuntos; por no hablar del ambiente festivo y pachanguero de las manifestaciones independientemente del asunto del que se trate. Y así podrían enumerarse un sinfín de anécdotas y avatares más a los que hoy ya estamos acostumbrados pero que hace poco más de diez años nos hubieran resultado impensables. José Jiménez, en su «Teoría del arte» expresa su preocupación por la invasión de lo kitsch en el Arte:

«El crecimiento ambiental del mal gusto, del kitsch, no proviene ya sólo del vacío de valores [...] como uno de los aspectos centrales que explicarían el paso del arte del siglo XIX a las vanguardias, nuevamente producido en esta época de transiciones múltiples por la quiebra de nuestras esperanzas y proyectos históricos, sino también de la uniformización del consumo estético y de la integración del arte en la esfera del espectáculo de masas. Desde un punto de vista cultural – prosigue Jiménez- el resultado es la intensificación del narcisismo. Donde quiera que «miremos» contemplamos la misma y redundante imagen. Un yo uniforme, empobrecido, que es a la vez un fuerte elemento de identificación e integración. El arte no muere, no desaparece. Pero queda «digerido» en ese inmenso aparato digestivo de la cultura de masas. Como un efecto de esa degradación está la existencia y ampliación de un universo de «mediadores», de «profesionales del arte». Lo que podrían constituir un importante elemento en la extensión social, educativa, del arte deriva en muchas ocasiones, en cambio, hacia el glamour y la agitación propagandística. Se trata de un nuevo ceremonialismo mundano, patente en inauguraciones y encuentros, que lleva «el mundo del arte» a las «crónicas de sociedad». En buena medida, la «profesionalización artística» acaba convirtiéndose en un efecto más de la trivialización mediática del arte.»

Esta trivialización mediática podría encuadrarse históricamente en esa tan cacareada como real «decadencia de Occidente» resumida en la célebre expresión nietzscheana: «Dios ha muerto»; ésta es la premisa de la cual Nietzsche concluía que «todo está permitido». Que Dios ha muerto para el arte contemporáneo lo deja bien claro una de las obras de «Sensation» que representaba a la Virgen María con unos recortes de revistas pornográficas. La muerte de Dios llevó a Nietzsche al pensamiento «más pesado», el del Eterno Retorno cuya profundidad es recogida maravillosamente por Milan Kundera en las primeras páginas de «La insoportable levedad del ser»; dice así:

«Si cada uno de los instantes de nuestra vida se va a repetir infinitas veces, estamos clavados a la eternidad como Jesucristo a la cruz. La imagen es terrible. En el mundo del eterno retorno descansa sobre cada gesto el peso de una insoportable responsabilidad. Ese es el motivo por el cual Nietzsche llamó a la idea del eterno retorno la carga más pesada. Pero si el eterno retorno es la carga más pesada, entonces nuestras vidas pueden aparecer, sobre ese telón de fondo, en toda su maravillosa levedad. ¿Pero es de verdad terrible el peso y maravillosa la levedad? La carga más pesada nos destroza, somos derribados por ella, nos aplasta contra la tierra. Pero en la poesía amatoria de todas las épocas la mujer desea cargar con el peso del cuerpo del hombre. La carga más pesada es por lo tanto, a la vez, la imagen de la más intensa plenitud de la vida. Cuanto más pesada sea la carga, más a ras de tierra estará nuestra vida, más real y verdadera será. Por el contrario, la ausencia absoluta de carga hace que el hombre se vuelva más ligero que el aire, vuele hacia lo alto, se distancie de la tierra, de su ser terreno, que sea real sólo a medias y sus movimientos sean tan libres como insignificantes.»

Irónicamente, el Eterno Retorno en el que estamos sumidos no parece que tenga la pesadez que le atribuía Milan Kundera sino, más bien, la ligereza propia de ese flujo de una cascada incesante de significantes fácilmente asimilables por las masas. Vuelven modas, vuelven canciones, estilos, peinados, &c. Los signos flotan, vuelven, toman nuevos matices connotativos; aparecen en el marco adecuado, el museo o la galería, pero simulan ser algo nuevo en virtud de la capacidad de evocar casi cualquier cosa, posibilitada por su escaso poder de referir sustancialmente a nada. Recuérdese la noción de «vaniloquio» expresada anteriormente: vaniloquio es un discurso insustancial. Paul Virilio, en su obra «La máquina de la visión», nos ofrece un esbozo de lo que son estos significantes:

«Desde comienzos de siglo, el campo de la percepción europeo está invadido por ciertos signos, representaciones, logotipos, que van a proliferar durante veinte, treinta, sesenta años, aparte de cualquier contexto explicativo inmediato. [...] Imágenes de marcas geométricas, iniciales, siglas hitlerianas, silueta chaplinesca, pájaro azul de Magritte o boca muy pintada de Marilyn.»

Pues bien, el Arte ha tenido un papel fundamental en esta historia reciente del delirio o de la vanidad, como queramos llamarlo. Como expone José Jiménez en su «Teoría del Arte» ha habido un antes y un después de Duchamp. Según la hipótesis explicativa que allí expone el autor después de Duchamp no se puede hacer una Teoría normativa del Arte sino puramente descriptiva. Lo resume en la expresión de Formaggio: «Arte es todo aquello que los hombres llaman arte» la cual explica diciendo: «Arte es hoy un conjunto de prácticas y actividades humanas completamente abierto». Danto, en «Después del fin del arte» lo expone así:

«Los ready-mades fueron apreciados por Duchamp precisamente por ser imposibles de describirse en términos estéticos, y él demostró que sí eran arte pero no bellos, la belleza realmente no podría formar parte de ningún atributo que defina el arte.»

Pero antes de Duchamp, quien preparó el terreno para que el arte comenzarse a alimentarse de sí mismo, es decir, a retroalimentarse, fue, precisamente, la publicidad. Cuando en 1914 fue recuperada la Gioconda tras el robo del que fue víctima, la imagen empezó a ser empleada como reclama publicitario, concretamente para anunciar una empresa de blasones. Señala Jiménez que ese mismo año Malevich realizó una pieza en la que pegó una imagen de la obra de Leonardo doblemente tachada donde rezaba la frase «Eclipse parcial», dando a entender que se estaba produciendo un declive de la tradición. Efectivamente, dicho en términos nietzscheanos, se trata de un paso más hacia el Nihilismo.

«El arte había entrado en otro territorio, completamente diverso», sentencia Jiménez, y añade: «La imagen se había convertido en algo de uso común, 'gastado'»

Precisamente, para Nietzsche, uno de los síntomas de la decadencia de Occidente era la paulatina pérdida de esplendor de las imágenes que había reducido las metáforas a meros conceptos vacíos. Usa un símil, para referirse a los signos, que nos recuerda a la frase de Jiménez que acabamos de citar; en efecto, según Nietzsche, los signos son como esas monedas gastadas que han perdido la imagen troquelada y el valor original que tuvieron cuando fueron acuñadas para acabar quedando reducidas, por el paso del tiempo, a un mero trozo de metal. La connotación queda difuminada, poco dibujada, tan abierta que da lugar a una multiplicidad de referencias y usos distintos que acaban por no tener una referencia explícita. Por supuesto que la mayoría de los signos nunca han sido unívocos y, claro está, sus significados han dependido del contexto lingüístico o extralingüístico en el que aparecen, pero no es de eso de lo que aquí se está hablando sino del hecho de que los signos pueden flotar, de modo que ni siquiera el contexto les hace denotar nada por la sencilla razón de que no hay contexto sino, simplemente, un marco de aparición. Un marco y un contexto no son lo mismo, porque el marco es un espacio artificial pre-definido, donde aparecen los elementos, mientras que el contexto lo constituyen las relaciones intencionales entre los útiles y las personas, donde aparecen valores de utilidad y de dignidad. El marco se parece al escritorio del ordenador o a unos ejes cartesianos o de coordenadas donde se representan con claridad ciertos elementos bidimensionales.

Con Duchamp el contexto desaparece dando lugar a una perplejidad. El objeto, desprovisto de su contexto, deja de ser un útil para convertirse en otra cosa. El marco de aparición es la galería artística; hasta tal punto ésta es fundamental que, sin ella, la «Fontaine» no sería más que el desecho de un trabajo de fontanería. Por esto mismo Duchamp dimitió como jurado en el Salón de la Sociedad de Artistas Independientes en Nueva York, por haber escondido su urinario en un rincón, privándolo del marco adecuado para que pudiera ser «arte». Danto, a este respecto explica una anécdota reveladora:

«Incluso los miembros del círculo inmediato de Duchamp –relata Danto– pensaron que el artista quería llamar la atención hacia la blanca y reluciente belleza del urinario.»

Con el primer «ready-made» comienza la retroalimentación del Arte en una sociedad que empieza a no tener ningún horizonte de trascendencia o, por decirlo otra vez con las palabras de Nietzsche, una sociedad donde Dios parece estar muriendo. Y si, hasta la Primera Guerra Mundial, las sociedades habían sido signos que referían a algo más allá de sí mismos (la ciudad terrena aspiraba a la Ciudad de Dios, la sociedad del progreso pretendía seguir progresando aún más, la dictadura del proletariado parecía estar siempre en la antesala de la definitiva sociedad comunista, &c.) después Occidente se retroalimenta a sí misma, vuelve sobre sus propios mitos y convierte todo discurso que quiera trascender en, como dijera Lyotard, «meta-relatos definitivamente caducados».

Hay que suponer que al concepto de «meta-relato» debe oponerse el de «relato corto», que caracteriza al pensamiento débil. De la misma manera se opone la Estética en tanto que disciplina sistemática, rigurosa y normativa a la Filosofía del Arte o a la Crítica de Arte, siempre más descriptivas. Duchamp se jactaba de haber lanzado a la cara de los estetas un posabotellas y un urinario como si de un reto se tratase para conseguir, finalmente, la admiración de aquellos.

En cualquier caso, después del fin del arte, cada cual propone «su verdad» y ésta resuena creíble mientras haya un marco donde hacerla valer. La obra de Gunther von Hagens es arte en la medida en que los cadáveres plastinados salen de las salas de investigación médica y aparecen en el marco adecuado. La dignidad del cuerpo y, por lo tanto, de la persona difunta no importa nada en la medida en que en el contexto donde von Hagens se mueve no existen los valores porque éstos no pueden ni siquiera manifestarse. Algo muy similar ocurre en el caso de Damien Hirst aunque en algunos casos la belleza de la naturaleza misma le otorgue un cierto interés estético a su obra. Tal sería el caso del célebre tiburón conservado en formol al que bautizó con el rimbombante nombre de «La imposibilidad física de la muerte en la mente de alguien vivo».

Pero donde la retroalimentación, tal y como ha sido definida anteriormente, puede dejar de ser tomada en un sentido analógico dándose de forma unívoca e inequívoca es en la reciente obra de los hermanos Chapman. No hay nada de irónico en la manipulación a la que han sometido los grabados de Goya, y no cabe pensar que la trascendencia de esta obra se agote en ser una mera aportación decadente más a la deconstrucción de la Tradición occidental, en la línea del Nihilismo activo. No hay ironía ni deconstrucción sino retroalimentación. Los Chapman, quienes, no lo olvidemos, saltaron a la palestra gracias a la colección de un publicitario, han comprendido que el arte ya no refiere más que a sí mismo. Es Arte aquello que viene determinado como tal bien mediante los circuitos públicos gracias a los cuales los artistas se dan a conocer y, posteriormente, mediante la «marca» o prestigio del galerista: los Chapman quedaron en su día contagiados por la marca que Saatchi les concedió de la misma forma que un esponsor de menor prestigio queda contagiado por el prestigio del de mayor categoría si ambos patrocinan un mismo objeto, espectáculo o persona acaparando el mismo plano de atención. Hay que reconocer que no se va tanto a ver a un artista, con un previo conocimiento de la obra del mismo, como a curiosear la propuesta de un determinado galerista; y el hecho de que ese artista exponga en esa galería nos hace presuponer que debe de tener alguna valía en especial en comparación con quienes no lo consiguen. Ahora nadie tendría valor a afirmar que el galerista sigue rígidos criterios estéticos de belleza, armonía, buen gusto, &c., cuando elige a los artistas noveles a los que va a conceder la oportunidad. ¿Cuál es el criterio?

Precisamente, la retroalimentación está dando lugar al fenómeno que está sirviendo a aquellos que, canalizándolo adecuadamente en sus marcos expositivos como criterio preferencial a la hora de conceder la oportunidad de ser «arte» a lo que aún no lo es. Este criterio consiste en disolver la diferencia entre la realidad y la representación. Como se expuso antes, para que la retroalimentación pueda ser posible es necesario que procedimiento y resultado se confundan. El arte es la acción de hacer arte. El arte queda reducido al gesto. Las obras de todos los artistas anteriormente mencionados son gestos: el gesto de extraer un urinario de su contexto referencial y pragmático para colocarlo en un marco donde carece de referencia o el gesto de mostrar un cadáver a un público no especializado en medicina en un marco que no es el contexto de una institución adecuada para ello.

La representación es fingir una realidad mediante algo que no es esa realidad misma. Sin embargo el tiburón y las vacas de Demian Hirst son la cruda –nunca mejor dicho– realidad, así como los cadáveres de von Hagens; el botellero o el urinario de Duchamp no representan absolutamente nada, ni siquiera es una protesta ni una ironía: la realidad puede ser arte y el arte no se diferencia de la realidad en el momento en que se reinserta la obra de arte en los marcos no artísticos: muchas videocreaciones sólo se diferencian de un anuncio publicitario en el hecho de que éste, por muy «puro» o etéreo que quiera ser, tendrá que hacer algún tipo de alusión, aunque sea indirecta, al producto. ¿Cómo diferenciar los anuncios de Volvo o de Audi de ciertas videocreaciones? ¿Por qué no son arte, entonces? Porque salen por la televisión entre programa y programa y no en el marco de un programa. ¿Por qué las fotografías de Benetton son hoy arte y no publicidad escandalosa? Porque Oliverio Toscani se ha decidido a exponer sus fotografías en una galería presentándose como artista y desvinculado ya de la firma a la que prestó servicios.

En conclusión determinadas formas de arte posmoderno que han puesto en crisis el concepto mismo de Arte son estimadas como tal porque han sido capaces de ubicar en los marcos adecuados sus propuestas; estas propuestas consisten, fundamentalmente, en una cierta forma de «crueldad» y acaban siendo legitimadas por un conjunto de críticos de Arte sólo por la mera formalidad de hablar de ellas, aunque sea para opinar en contra; finalmente, la crítica de Arte existe gracias al ocaso de la Estética que ha sido paralelo al de la Metafísica. Toda esta secuencia constituye un proceso continuo que no produce nada externo al proceso puesto que incluso las obras no tienen sentido más allá del proceso mismo aunque el soporte o formato en el que estén realizadas permita su perdurabilidad.

 

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