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El Catoblepas, número 49, marzo 2006
  El Catoblepasnúmero 49 • marzo 2006 • página 9
De historia y de geografía hispánico modo

Sobre los cambios de régimen

Millán Urdiales

Rastrear la ilegitimidad de los regímenes a lo largo de los siglos y en los diversos territorios del planeta llenaría páginas y páginas, pero puede uno fijarse simplemente en lo ocurrido en Europa en los dos últimos siglos para percatarse de la abundancia de estados procedentes de una ruptura de la legitimidad

En la prosa de nuestros días dedicada a los sucesos convencionalmente llamados políticos, se entiende por cambio de régimen el paso de un sistema más o menos «totalitario», a otro más o menos «democrático» o viceversa. Entre las comillas y el «más o menos» cuantificador, creemos que el lector puede aceptar una definición necesariamente sintética como punto de partida para seguir nuestras disquisiciones. La palabra régimen puede también ser utilizada por los historiadores para designar, por ejemplo, un profundo cambio de rumbo en la política de un gobierno al cambiar un primer ministro o un valido; sería así quizá posible aplicar dicha voz al cambio que supuso en la Monarquía de los Austrias la sustitución del Duque de Lerma por Olivares. Pero los ejemplos de cambio de régimen acaecidos en lo que entendemos por el mundo occidental han venido a polarizarse en dos conceptos opuestos, Rey y República: Cromwell y la Monarquía inglesa, la Revolución Francesa y Luis XVI, representan con bastante rigor y claridad el concepto de cambio de régimen. En ambos casos la palabra Restauración tuvo que ser empleada como justo colofón a los acontecimientos que siguieron. Ambos conceptos, el de Rey y el de República, han designado tradicionalmente dos tipos de gobierno opuestos: el gobierno de una persona, lo que ha venido llamándose la Monarquía absoluta y cuyo poder se transmitía por herencia de consanguinidad, y el gobierno de un conjunto de personas, elegidas de algún modo por otras personas y cuyo poder no era hereditario sino que cesaba con su muerte, o con su sustitución. Que estas personas elegidas hayan sido llamadas padres de la Patria, senadores, parlamentarios, diputados, &c., es puro matiz lingüístico. El invento del poder hereditario parece consustancial a la naturaleza humana: después de todo, seguimos diciendo hoy que «todo padre quiere lo mejor para sus hijos». Por otra parte, el funcionamiento de cualquier institución, por modesta que sea, incluso la de una simple familia, mejora con el conocimiento y el trato de los factores que la condicionan y ese conocimiento y ese trato aumentan al correr de los días, es decir, se convierten en lo que entendemos por tradición. La tradición se opone así al cambio brusco o grande, a la interrupción violenta de un devenir regular y sin grandes altibajos. Cierto es que el concepto de tradición no implica necesariamente calidades morales de excelencia: en lo que llamamos hoy día en términos generales la mafia, es corriente que tales conductas se transmitan de padres a hijos, de generación en generación. Y en la historia de numerosas monarquías ha habido sin duda períodos dinásticos en los que la tradición, el poder hereditario, puede haber contribuido a rebajar las calidades morales, de justicia, &c., precisamente por el hecho de verse reforzado por un pasado prestigioso, el prestigio que da la antigüedad, por ejemplo.

Íntimamente ligado al concepto de cambio de régimen aparece el de legitimidad: parece natural que en una sociedad donde la forma de gobierno fuese la monarquía hereditaria, el heredero de la corona hubiera de ser un hijo legítimo; no obstante, la historia de muchas dinastías se ha visto interrumpida en muchos casos por una guerra llamada civil y que solía estar provocada por las aspiraciones al trono de un aspirante ilegítimo, que en la práctica podía ser un hijo bastardo o bien otro miembro colateral del rey muerto, con razones más o menos justificadas para aspirar al poder.

Es, pues, un hecho que cualquier cambio de personas detentadoras del poder tiene como primera tarea la de basarse en la legitimidad. Y lo mismo cabe decir cuando se trata de un cambio de régimen; en todas las grandes literaturas hay buenos testimonios de esto, en especial en el género dramático y que ilustran bien lo que decimos. La aceptación del nuevo poder por parte de los súbditos puede, no obstante, variar de unas ocasiones a otras, y en el curso de los últimos siglos los cambios de régimen se han visto cada vez más condicionados por la actitud adoptada hacia ellos por otros países. Es decir, que la legitimidad cada vez tiene más necesidad de ser considerada como un hecho internacional. No deja de ser curioso que, aunque la democracia ha llegado a ser vista como el sistema político menos injusto y en el que más se insiste sobre la legitimidad del traspaso de poderes, sus orígenes están en la raíz misma de la ilegitimidad: la palabra acuñada para describir esa ilegitimidad es la palabra revolución, palabra que a menudo se aplica sin adjetivos para designar a la que tuvo lugar en Francia a fines del siglo XVIII y que había de ejercer enorme influencia en el mundo entero. Sin entrar a discutir aquí las buenas cosas que ella acarreó a la larga, es un hecho innegable que su advenimiento constituyó una ruptura violenta de la legitimidad. El que, finalmente, sus ideas y principios fueran aceptados por un número creciente de países no invalida los hechos históricos. Puede así afirmarse que, a la larga, con el paso del tiempo, son solo los victoriosos los que «tienen razón». Las sublevaciones que fracasan, a veces tras una victoria pasajera, son condenadas a posteriori por la Historia y los historiadores, y sus líderes, que terminan normalmente en el cadalso, pasan por reos de alta traición. Además del caso de la Revolución francesa, han tenido su origen en rebeliones países como los Estados Unidos de América y todos los demás componentes hispánicos del mismo Continente. Su victoria final frente a los poderes contra los que se levantaron, las monarquías inglesa y española, respectivamente, ha hecho olvidar a todo el mundo que su origen fue una ruptura de la legitimidad.

Podría argüirse que la ocupación de aquellos territorios por las monarquías inglesa y española respectivamente había sido también ilegítima, pero es un hecho que cuando las ex-colonias se hacen independientes frente a Londres y frente a Madrid no tienen por objetivo restituir el poder a los primitivos pobladores de aquellos territorios, quienes, en el caso de las colonias anglosajonas, o fueron exterminados o quedaron sometidos en las llamadas reservas, y en el caso de los hispanohablantes, se habían mezclado ya en diverso y profundo grado con los conquistadores blancos y con otras poblaciones negras llevadas desde África.

Rastrear la ilegitimidad de los regímenes a lo largo de los siglos y en los diversos territorios del planeta llenaría páginas y páginas, pero puede uno fijarse simplemente en lo ocurrido en Europa en los dos últimos siglos para percatarse de la abundancia de estados procedentes de una ruptura de la legitimidad. Napoleón y su curioso imperialismo, del que apenas se libró nadie más que el Reino Unido, creo que atestiguan a la perfección lo que venimos diciendo sobre la ilegitimidad del poder. En nuestro siglo y en la propia Europa fueron numerosas las ocasiones y las naciones en que se repitió el fenómeno. Pero la aceptación de la ilegitimidad triunfante, por parte de los países vecinos en primer lugar y de las naciones del mundo en general, depende siempre de la magnitud del nuevo poder, de su importancia como potencia internacional, para utilizar la terminología habitual. El régimen de la llamada Unión Soviética sirve de modelo excelente para demostrar la verdad de lo que venimos diciendo. Es de notar también que en la mayoría de los casos y aunque a primera vista pueda no parecerlo, el origen ilegítimo de un nuevo régimen suele estar impregnado de nacionalismo, lo cual viene a ser lógico, toda vez que la vida colectiva de cualquier grupo humano está condicionada por la de sus vecinos.

Con una diferencia de apenas 20 años tuvieron lugar, en los extremos oriental y occidental de Europa, dos cambios de régimen basados en la rebelión contra el poder constituido, es decir, nacieron dos Estados producto de la ilegitimidad: en el este la llamada Unión Soviética y en el oeste la España gobernada por el general Franco. Aun teniendo en cuenta todas las circunstancias internacionales de 1917 y de 1936, parece que la llamada opinión internacional justificó mejor al nuevo régimen soviético que al régimen del general Franco. Y curiosamente, la etapa subsiguiente al fin de ambos regímenes, no exenta de semejanzas en ambos casos, no parece que representara una situación peor en España que en Rusia. Es, pues, un hecho que la aceptación internacional de la ilegitimidad de un nuevo régimen depende de su poder, de su potencia. La de la Unión Soviética se apoyaba en un partido político, una de cuyas principales características era su internacionalismo; en contraste con ello, el régimen del general Franco tenía como uno de sus contenidos más significativos la oposición rotunda a aquel partido, y por extensión, a su hermano primogénito, el partido socialista. La acusación más grave que desde un principio se le hizo al régimen que salió de la guerra civil española de 1936 fue justamente la de su ilegitimidad. Esta era innegable, de modo que el bando sublevado creyó poder justificarla llamándose desde el primer momento nacional y llamando al acontecimiento Alzamiento Nacional. Este fue posible solamente –a la vez que causado– por las circunstancias internacionales de entonces: sin la existencia de comunismos y fascismos en la mayor parte de los países europeos no hubiera existido tal alzamiento. Se puede argüir que tales circunstancias existían también para esos países sin que en ellos se llegase a guerras civiles, cierto es. Y cabe añadir que prácticamente hubo en todos esos países europeos partidos comunistas y partidos fascistas, en unos más que en otros, sin duda, que, llegado el momento, recibieron nombres como los de colaboracionistas o compañeros de viaje. El hecho de que en ninguno de esos otros países se llegase a la guerra civil, ni siquiera en los que la ocupación alemana comprometió a muchos nativos, quiere decir simplemente que la cohesión nacional en tales países era lo bastante sólida como para soportar las presiones de aquellos partidos sin llegar a la violencia. Ni siquiera Portugal la sufrió; y sin embargo, Portugal se había adelantado al Alzamiento Nacional español unos cuantos años en la instauración de un régimen que se caracterizaba sobre todo por la ausencia de los partidos políticos y por tanto de la democracia. Aun siendo Portugal un país más pequeño en territorio y en población que su vecino ibérico, no parece justificable que su régimen político, tan parecido al que iba a imperar en España tras el Alzamiento, llamase tan poco la atención de los grandes vecinos norteños, detentadores de las esencias democráticas.

El cambio de régimen que supuso en España el triunfo del Alzamiento Nacional, aunque de origen ilegítimo, iba a consolidarse durante años bajo la figura del general Franco. Sus detractores, españoles y extranjeros, tienden a olvidar que si él se convirtió en responsable supremo, no careció en el principio y durante muchos años del apoyo de la mitad de la nación cuando menos, en la cual se hallaba además como institución la Iglesia. Tiende a olvidarse también que la característica más sobresaliente entre las que poseía el nuevo régimen era la del nacionalismo, en el sentido literal de la palabra. Como dijimos más arriba, desde el comienzo de la guerra civil se acuñó la expresión de Alzamiento Nacional, las tropas de este bando se llamaron a sí mismas los nacionales y los «gritos» simbólicos para subrayar el ideario del nuevo régimen eran los de ¡Arriba España! y España, Una, Grande, Libre. Estas exclamaciones pueden parecer a posteriori ingenuas y mucho más se lo parecerían ya entonces a los historiadores franceses y en mayor medida aún a los historiadores ingleses y norteamericanos, por no mencionar a los políticos de tales países. Tras esa ingenuidad estaba la patética actitud de unos españoles que, más o menos conscientes de la culpabilidad que, a su parecer, correspondía a los grandes vecinos norteños –Francia y la Gran Bretaña– en la pavorosa decadencia española de los últimos 250 años, creían poder aspirar a la pasada grandeza. Tras las voces Una, Grande, Libre estaba el desgarro emocional que les producían los separatismos catalán y vasco en el norte y el Peñón de Gibraltar en el sur. (El lector actual de estas líneas no debe olvidar que estamos hablando de 1936). También estaban conscientes en el bando nacional de que estos separatismos se veían más o menos abiertamente alentados por importantes segmentos políticos de esos vecinos norteños.

Dicho todo esto, cabe también creer que el Alzamiento Nacional no hubiese tenido lugar sin la distribución de poderes que existía en la Europa de 1936, cuando Alemania e Italia podían parecer capaces de oponerse con éxito a sus democráticas rivales, Francia y Gran Bretaña. Desde el primer momento estuvo también claro para los gobiernos de estos dos países que todo lo que fuese impedir el fortalecimiento de los partidos comunistas –que no ocultaban entre los fines de sus programas el derribar a las democracias vigentes– era bueno para ellos y para sus respectivos países. Y ha de añadirse que por aquel entonces, y según el propio ideario comunista del momento, el comunismo representaba la realización ideal y utópica del socialismo; este venía a ser como la etapa ascética indispensable para alcanzar la etapa mística. También es esencial tener presente que todos los países que se habían dotado de un régimen de partido único proclamaban sin ambages su nacionalismo, quizá con la excepción de la Unión Soviética, que, detentadora y exportadora de un partido esencialmente internacional, predicaba la lucha de clases sin distinción de fronteras, pero que, como bien se vio después, no tuvo inconveniente en proteger las suyas a costa de sus más inmediatos vecinos. En cuanto a los motivos que alemanes, italianos y españoles nacionales creían tener para sentirse nacionalistas, eran muy distintos; en todos ellos había un resentimiento histórico que les hacía creerse víctimas de los que consideraban sus enemigos: que esto fuera cierto o no y en qué medida, es otra cuestión y al mismo tiempo el meollo de todo ello. En el caso de los primeros las cosas venían de bastante atrás, al menos desde 1870; además del problema fronterizo en torno a Alsacia y Lorena, había surgido después otro: el Imperio alemán había terminado viéndose desplazado por la Gran Bretaña y por Francia en sus intentos de tomar parte en la colonización de África. La conquista de Etiopía por el régimen de Mussolini representó el más ambicioso intento italiano de tomar parte también en el reparto de aquel Continente. Y hasta el general Franco soñó un poco con aumentar su influencia en el norte de África a costa de Francia.

No deja de ser curioso el desprestigio que la palabra nacionalismo ha adquirido tras la Segunda Guerra Mundial: en algunos países y en particular en España tal concepto se opone hoy ingenuamente al de democracia y aún más vagamente al de libertad, y sólo recientemente una exigüa minoría de gentes empieza a percatarse, a raíz de ciertos comportamientos acaecidos en el seno de las organizaciones supranacionales como la ONU o la UE, que las cosas no son así; cabe incluso afirmar que las democracias británica y norteamericana son tan esencialmente nacionalistas que no necesitan pregonarlo, como hicieron hace sesenta años los líderes y los regímenes más arriba mencionados. Y no menos nacionalistas son las naciones de la Commonwealth y en general todos los países de estirpe germánica situados en el centro y en el Norte de Europa, sin olvidar tampoco al Japón y demás potencias asiáticas. Y como el lenguaje tiene sus límites, en la España actual se ha llegado a aplaudir –por ciertos segmentos, claro está– el nacionalismo de ciertos territorios que quieren ser nación, al mismo tiempo que denuestan ¡con la misma palabra! el intento de impedírselo por parte del llamado Gobierno central, otra tremenda limitación lingüística.

Otro aspecto que los detractores del régimen del general Franco tienden a olvidar, probablemente adrede, es que un tal régimen tenía necesariamente que rechazar los partidos políticos puesto que ellos representaban, a sus ojos, las causas de que España hubiera decaído tanto en su unidad, en su grandeza y en su libertad. El hecho de que ciertos partidos políticos como el socialista y el comunista tuvieran carácter internacional confirmaba y justificaba la actitud nacionalista sobre cualquier otra, a la vez que explicaba el empleo de las tres voces, una, grande, libre. La historia de la España decimonónica, que se había iniciado nada menos que con la invasión francesa a cargo de Napoleón, cuyas tropas habían saqueado el país y que además había llegado a poner en el trono español a un hermano suyo, aparecía a los ojos de los españoles partidarios del Alzamiento Nacional –una de las dos Españas– como una sarta interminable de desórdenes atizados por la existencia de partidos políticos: que éstos se hubieran llamado carlistas, o liberales, o moderados, o republicanos, o alfonsinos, &c., era lo de menos; lo importante a sus ojos era que la existencia de esos partidos que sucesivamente habían ido minando cada vez más la autoridad, constituía el origen de la decadencia española. Si por decadencia española se entiende, además de las guerras civiles decimonónicas, los pronunciamientos, los destronamientos, los exilios y los cambios de régimen (léase Primera República y Restauración), más el desprestigio internacional que había acompañado a la pérdida del antiguo imperio ultramarino, es natural que los partidarios del resurgir español se creyeran obligados a prescindir de los partidos políticos.

Pero en un mundo que se había hecho cada vez más «internacional» resultaba imposible ir durante mucho tiempo a contracorriente: la presión desde el exterior es inevitable y termina por vencer la resistencia del elemento díscolo. Entre los españoles partidarios del Alzamiento Nacional había, no obstante, segmentos que venían a ser partidos, en especial la Falange y el Requeté, susceptibles de enfrentamiento entre ellos. El general Franco tuvo que inventar así el partido único, al que, lógicamente, llamó Falange Española Tradicionalista y de las JONS, que venía a ser la amalgama de los partidos nacionalistas de derechas que existían en España al advenimiento del Alzamiento. Quizá creyó también poder prescindir de los partidos políticos porque en aquel momento había en Europa otros países importantes con partido único, además del vecinísimo Portugal, que, como ya hemos dicho antes, tampoco tenía partidos políticos. Siempre es motivo de asombro la poca atención que en este aspecto se presta al paralelismo entre España y Portugal. A posteriori podemos decir que el general Franco se equivocó al no darse cuenta de que, a la larga, lo que podemos llamar la presión del exterior, o si se quiere, la Historia, o quizá mejor, el prestigio de la democracia de partidos –acaso la única posible y auténtica, se dirá– era inevitable. El hizo, no obstante, algo fuera de lo común: convencer durante mucho tiempo a la mayoría de los españoles de que era posible vivir sin partidos políticos, si bien este convencimiento empezó a flojear cuando su régimen empezó a envejecer como consecuencia de la fatal sustitución de unas generaciones por otras.

A pesar de su escepticismo acerca de los partidos políticos, Franco tuvo sin embargo presente desde muy pronto que, tras él, el régimen que debía volver a instaurarse sería el monárquico; y teniendo en cuenta los pocos años transcurridos entre el fin de la Monarquía en 1931 y el Alzamiento Nacional en 1936, resulta inevitable pensar –como lo corroboraron otros sucesos de entonces– que entre los motivos que provocaron el Alzamiento estaba también el de restaurar la Monarquía. También es cierto que Franco llegó quizá a creer que sería posible restaurar el régimen monárquico sobre las estructuras que él había creado, es decir, sin partidos políticos. Y cuando murió, éstos aún no habían reaparecido. La autodisolución de las Cortes de su régimen fue el primer paso de la llamada «transición» y representó una actitud de gran sentido común y de adaptación a las circunstancias internacionales. Estas son siempre inesquivables y ningún país puede escapar a la influencia de sus vecinos si estos son claramente más fuertes y si tienen intereses, presentes y pasados, en el país de que se trate. El régimen del general Franco (que como el de Salazar en Portugal duró más de treinta años), representaba, desde su punto de vista y el de sus seguidores, el mayor esfuerzo hecho por un gobernante español en los dos últimos siglos para salir de la decadencia secular en que el país se hallaba, decadencia que se había acentuado en grado extremo a partir de la invasión napoleónica. Esa decadencia se hacía sobre todo visible en lo que suele llamarse el campo internacional, es decir, en torno a esa idea, cara a todos los países, que se autodefine como ocupar el lugar que le corresponde en el concierto de las naciones. La pérdida del Imperio ultramarino, iniciada inmediatamente después de la invasión francesa, terminada en 1898, tras una intervención particularmente imperialista de los EE.UU., representa con bastante exactitud la decadencia a que aludíamos más arriba. Pero el régimen del general Franco había partido de una situación de ilegitimidad, aunque él y sus seguidores –que eran, como ya dijimos, la mitad del país– la llamaran Alzamiento Nacional; lo malo fue que este se prolongó en una guerra civil durante casi tres años y que, además de la pérdida de vidas y haciendas, provocó el exilio de muchos españoles entre los cuales abundaron distinguidas figuras del mundo intelectual y artístico. Si el Alzamiento Nacional hubiera supuesto una situación bélica breve, las consecuencias y las cosas hubieran sido muy distintas de lo que fueron.

Para un país que vuelve a adoptar un régimen de partidos políticos tras una larga etapa en la que estos no han existido, el problema consiste en que hay que crear tales partidos. Ahora bien, y aquí volvemos a las circunstancias internacionales, los partidos políticos que representaban al régimen derrotado por los sublevados, podían seguir viviendo: por una parte, en la clandestinidad, y sobre todo en el exilio, es decir, refugiados sus líderes, antiguos o nuevos, en países más o menos vecinos. Serían naturalmente los partidos de carácter internacional los que mejor podían sobrevivir en tales circunstancias y esos partidos eran precisamente el socialista y el comunista. Es, pues natural, que al llegar a su fin el régimen del general Franco, esos dos partidos, con líderes viejos o nuevos, volviesen ahora además aureolados con el prestigio que les daba el haber vivido en la clandestinidad y en el exilio y el haber sido perseguidos por el régimen que los mantenía proscritos. En contraste con esto, los partidos llamados de derechas no existían puesto que aquel régimen que no creía en ellos y que los detestaba no había creado ninguno. Por otra parte, los partidos políticos de derechas no eran internacionales; es cierto que en la década de los años treinta y hasta la derrota de los regímenes de Hitler y de Mussolini hubo partidos fascistas en la mayoría de los países democráticos occidentales, pero no pasaron de ser testimoniales y lo que de internacional pudiera tener la Falange en la España de 1936, por sus concomitancias con los nacionalistas alemanes y los fascistas italianos se había esfumado por completo tras la derrota de tales países al final de la Guerra Mundial.

Esa era, pues, la gran diferencia que existía en la España de 1976, al reinstaurarse un régimen de partidos políticos, entre lo que convencionalmente viene llamándose, desde hace más de un siglo, la izquierda y la derecha; ésta no tenía ningún partido mientras que la izquierda tenía dos, ambos entonces de rango internacional y con enorme prestigio en muchos países y de modo especial, en las democracias occidentales y en las naciones de la órbita soviética. Y aquí de nuevo hay que volver a hablar de geografia, es decir, de los vecinos más próximos a España. Portugal, que venía manteniendo durante años sendas guerras para defender sus colonias africanas, sin que tales guerras despertasen excesiva irritación entre las democracias europeas que ya habían hecho sus respectivas descolonizaciones, tuvo un cambio de régimen antes que España e igualmente pacífico. También tuvieron que crearse allí partidos políticos de derechas, que el largo régimen de Salazar tenía proscritos, frente a los también proscritos partido socialista y partido comunista, que habían vivido en la clandestinidad y en el exilio, igual que los españoles. El largo y tan mal apreciado paralelismo entre los regímenes autoritarios de Portugal y de España ofrece sin embargo una gran diferencia, y es que el régimen de Salazar no surgió de una guerra civil ni la provocó y que Portugal no tiene problemas de separatismo en su territorio.

Cabe finalmente elucubrar sobre si un vecino grande y peligroso ayuda a mantener la unidad y el sentido nacional propios o bien es al revés: en otras palabras, la latente amenaza española ha contribuido sin duda a reforzar la conciencia de identidad de Portugal, pero la vecindad de la poderosa Francia no ha contribuido en absoluto a reforzar la de España. Y los cambios de régimen operados en los dos países ibéricos a lo largo de los dos últimos siglos han sido inseparables de las decisiones tomadas en Londres y en París más que en ninguna otra parte. Todos los países de la ONU son independientes pero unos lo son más que otros, incluso dentro de la legalidad y de la legitimidad.

 

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