Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
publicada por Nódulo Materialista • nodulo.org
El Catoblepas • número 49 • marzo 2006 • página 7
Munich de Spielberg no es exactamente una mala película sobre la masacre terrorista organizada por el Septiembre Negro palestino durante los Juegos Olímpicos de 1972 en la ciudad bávara. Es algo mucho peor. En realidad, está sugiriendo un retorno al «espíritu de Munich» de 1938
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En el último plano del film está el fin
Debo reconocer que no me esperaba el final del film de Steven Spielberg Munich (2005). Si la conclusión de la película es la que creo, en el final está nuestro fin. Nada más y nada de menos. Así de simple, contada la secuencia de los hechos como un thriller «basado en hechos reales», como el que no quiere la cosa, como si nada.
Asistí a la proyección de la película del director de ET, debo confesarlo, con bastantes reservas y sin hacerme grandes esperanzas de disfrutar de una buena experiencia cinematográfica, que es lo primero que debe exigirse a un film. Mi prevención estaba justificada, primero, por tratarse en este caso de un cineasta muy irregular, de un realizador que sabe hacer buen cine, como ha demostrado en algunas ocasiones, pero a quien los proyectos más prometedores y ambiciosos se le van de las manos. Ocurrió esto con La lista de Schlinder, por esta vez, un trabajo de correcta factura cinematográfica, pero con un muy dudoso mensaje final. He aquí, entonces, lo segundo, la otra gran limitación creativa y realizadora de Spielberg: su tremenda ambigüedad discursiva con respecto a asuntos políticos e ideológicos de calado. Yo me pregunto: si se desenvuelve mejor que peor en el género de aventuras, si sus encuentros con las musas se hallan, como mínimo, en la tercera fase, ¿para qué afrontar empresas en las que se ve claramente desbordado y proclive a desbarrar? Un cineasta, como Spielberg, que no es «serio», no es capaz de producir películas «serias», y si lo hace, comete sin remedio errores muy severos.
¿Qué comunica Spielberg en la secuencia final de La lista de Schlinder? Algo muy simple: que está justificado «pactar con el diablo» (el «diablo» en el cuerpo del nazismo, sus hombres con carné del partido pero buen corazón) si al menos es posible «salvar» a unos cuantos (judíos). ¿Inocencia o juventud? ¿O algo peor? El Pacto de Perpiñán consumado por ETA y ERC en 2003 no tenía otra inspiración en forma de justificación pacificadora: lograr una «tregua» para Cataluña es más que nada; al menos, se salvan algunos (catalanes); algo es algo. El resto es silencio. Salvando a un individuo, salvamos a la humanidad entera. ¿No está claro el aviso? A Spielberg nunca le ha importado, en realidad, entrar en el fondo de la cuestión que trata en sus películas «serias»; por ejemplo, el tema del Holocausto. O también la Segunda Guerra Mundial: Salvar al soldado Ryan. El título dice mucho.
En la agenda de producción de Spielberg ahora «toca» tomar conciencia (sin tomar partido) del conflicto árabe-israelí y de afrontar un nuevo reto supra-artístico. El tema de nuestro tiempo. Y hacerlo con buena voluntad, procurando salvar lo que se pueda e intentando colaborar en la pacífica solución del «conflicto»: esta es una condición necesaria del «compromiso» que permite instalarse en la equidistancia en estos tiempos de relativismo y multiculturalismo rampantes; pero, no se olvide, en los tiempos también de la cólera y la vesania. En la práctica, ya sabemos a lo que lleva semejante actitud: al ¡sálvese quien pueda!
En La lista de Schlinder no hay valoración sobre el régimen nazi en su conjunto ni alusión a la trama civil, social, económica e ideológica que abrió la espita del Holocausto y del nuevo desastre mundial. No afrontaba tampoco la cuestión en términos de justicia ni de reparación a las víctimas. Iba más allá de la dialéctica de los vencedores y los vencidos. No vale decir aquí que no es ésta la función de un cineasta o un discurso que puede esperarse de un producto de Hollywood. Porque, sencillamente, hay otros modelos o muestras que ofrecen un distinto resultado. Por ejemplo, el Juicio de Nuremberg (1961), film realizado por el también cineasta «liberal» (en la acepción norteamericana, no europea) Stanley Kramer, en el que los perfiles del criminal y de la víctima están claramente determinados y diferenciados, sin ambages ni ambigüedades. Con un mensaje neto: si no hay identificación inequívoca y reconocimiento explícito de vencedores y vencidos no hay justicia. Ni libertad. Ni paz.
Spielberg, por el contrario, no atiende a cuestiones de justicia o de geoestrategia, porque su inquietud es de orden moral y/o estético (¿justicia poética?). En el caso de Munich, preocupa el conflicto de conciencia sobre el empleo de la violencia (la «espiral de la violencia»); la frontera entre la justicia y la venganza (la cuestionable moralidad de la ley del talión: quien a hierro mata, a hierro muere); las sinergias del terrorismo (el «terrorismo de Estado» como una forma más de terrorismo). Ahora bien, en su oceánica irresponsabilidad, Spielberg no sopesa la naturaleza y las repercusiones políticas de su número equilibrista de circo sobre dos pistas. Siguiendo el manual del perfecto idiota intelectual o artista «liberal (left)» americano de nuestros días, al director de ET le preocupa más que nada el problema de la (mala) conciencia, o lo que es lo mismo: salvar su mala conciencia de rico judío americano en Hollywood. Y de paso –no se diga que no hace nada, que no es un artista comprometido–, poner su granito de arena en la solución del «conflicto». ¿No es esto de manual?
En consecuencia, no abordaré aquí el análisis de la película, porque, como digo, el film no tiene suficiente valor cinematográfico para merecer una crítica cinematográfica. Sin embargo, la última escena es de antología. Su significación, su alcance semiótico, muy relevante en nuestros días.
Munich es un largo rodeo de casi tres horas de metraje sin otro objeto que lanzar un mensaje final a quien corresponda. Primero, a Israel; segundo, a USA; tercero, a la opinión pública mundial. Un mensaje sutil. Puesto que, después de todo, nos referimos a un veterano autor que no desconoce los mecanismos del cine y la comunicación, y, por ende, de la manipulación de las emociones y los sentimientos del público, el recado que lanza a la cara y a la conciencia del espectador es subrepticio; incluso diríase que subliminal. Para muchos pasará inadvertido. Pero, al subconsciente no se le escapa. Tampoco al espectador atento, despierto y perspicaz.
Sucede, entonces, que en el último plano del film está el fin.
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>«No habrá paz al final de esto»
He aquí el mensaje. No me esperaba, francamente, ya lo he dicho, el final de la película Munich. Tras dos horas y cuarenta minutos de una muy mediocre película de acción, llega el momento de terminar, convertido en instante de conclusión. Avner (Eric Bana) es jefe del comando secreto israelí a quien encomienda extraoficialmente el Gobierno de Golda Meir que localice y ejecute a los responsables de la masacre en la Ciudad Olímpica de Munich en 1972: el grupo terrorista palestino Septiembre Negro secuestra y asesina a once atletas israelíes. Concluida la misión, Avner y Ephraim (Geoffrey Rush), su superior, se encuentran finalmente en Brooklyn (Nueva York) y cambian impresiones sobre la naturaleza del plan de ejecución llevado a cabo; sobre el sentido de la acción/reacción de los grupos de Inteligencia israelí; sobre adónde lleva todo «esto» (o sea, la «venganza»; o tal vez, la misma respuesta al terrorismo); y sobre el futuro, en fin, que nos aguarda (el futuro que hemos dejado a nuestros hijos...).
Avner, el protagonista del film, el «héroe» de la acción, confiesa las profundas dudas que le atenazan, sus miedos (teme más al Mosad y al Gobierno israelí que a una represalia terrorista palestina), verbaliza sus problemas de conciencia sobre el sentido de lo que han hecho. Todo esto se lo revela a Ephraim, personaje presentado, en todo momento, como un manipulador, el brutal e insensible conductor de la «otra» masacre, esta vez contra los palestinos: ¿el «malo» de la película? Quid pro quo.
Finalmente, Avner sentencia concluyente: «No habrá paz al final de esto». Ambos personajes se separan, quedando la imagen congelada ante un horizonte inquietante: el perfil del skyline neoyorquino ¡con las Torres Gemelas en el centro de la imagen!
Abandone toda esperanza aquella alma cándida que haya querido ver en este plano un homenaje a las víctimas del atentado terrorista del 11-S porque tal actitud le conduciría, como mínimo, a un verdadero infierno significativo. ¿Resulta, entonces, inocente esta alusión, esta manipulación de una imagen rodada en 2005, cuando, ay, las Torres ya no están en pie, han sido recortadas y pegadas, y algunos la quieren invocar ahora? Dos años después de la vesania, en septiembre de 2003, escribíamos en esta sección de «La Buhadilla» lo siguiente:
«La imagen de las Torres Gemelas de Manhattan está grabada en las mentes de millones de personas del mundo entero, registrada en infinidad de fotografías y películas que pasan diariamente por las televisiones de todas las naciones del globo –algo lamentable para la americanofobia, pero que ahora venía muy oportuno a los productores de la vesania: por eso la eligieron–. Cada plano, cada secuencia, cada ángulo reproducido nuevamente desde la destrucción del modelo, representa una nueva agresión y una nueva victoria para el provocador.
No se trata, por tanto, de que con esta planificación de la fechoría el criminal vuelva otra vez al lugar del crimen, sino más bien que la víctima y sus deudos vuelvan incontables veces a contemplar lo que ya no existe, lo que les falta. El skyline define el horizonte y delimita nuestras vistas. Pues bien, el objetivo de la vesania de los sacerdotes era convertirla en silueta del abismo y orla de las tinieblas. Hacer de ella un retrato del horror con el que meter el miedo en el cuerpo a los infieles; una evocación del holocausto que no busca tanto recordarles que son ser para la muerte, cuanto literalmente anunciarles que van a morir por mano santa y vengadora, vesánica, muy pronto, próximamente, y que como los demás impíos arderán en el infierno de los injustos. Los destinatarios del mensaje son cristianos y entenderán el mensaje. Y si no, para eso están los monaguillos occidentales vergonzantes, haciendo sonar las campanillas, para hacer de intérpretes y traductores, acercando el recado profético, la llamada del desierto de los tártaros, a los habitantes sobrecogidos de una ciudad –y, por extensión, del mundo– condenados a la pena de muerte por el solo delito de haber nacido en el otro lado del paraíso.»
¿Qué significa, entonces, «esto» para un espectador de 2006? Traduciendo el lenguaje cinematográfico a palabras que se entiendan: «esto» (la lucha contra el terrorismo, la intolerancia y la «cerrazón» ante la «causa palestina», y, por tanto, la «no solución del conflicto», todo esto dicho entre paréntesis) ha sido la causa de los ataques del 11 de Septiembre de 2001. ¿Llevamos la «lectura» del plano todavía más lejos? Ha sido la intransigencia israelí, en connivencia con la política exterior estadounidense, la que ha provocado la devastación de Manhattan. Israel sería, por consiguiente, la auténtica culpable de lo que ha sucedido. He aquí el mensaje.
Spielberg, curtido en el oficio del cine, sabe manipular las emociones humanas. El miedo atenaza el corazón de Occidente. La comunicación de corazón a corazón es, pues, directa y llana. El «mensaje», como una flecha, da en el centro de la diana. «No habrá paz al final de esto». Si queremos paz, hay que poner fin a «esto». THE END.
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Así habló Winston Churchill en 1938
Lo que no parece preocupar a la producción de Spielberg es que en toda cesión hay un precio que pagar, una víctima ofrecida en sacrificio para aplacar al agresor o intimidador. En 1938, la primera pieza ofrecida fue Checoslovaquia, pero la fiera no se aplacó y quiso más. Tiemblo al pensar cuál es esta vez la pieza sacrificial que algunos, desde cancillerías de Gobiernos en Oriente y Occidente hasta producciones cinematográficas de toda laya, piensan que debe ofrecerse ahora al ogro de un solo ojo y un solo libro para que nos deje en paz. Tiemblo al pensar que esa pieza sea la de costumbre: el judío.
He aquí una conclusión, ciertamente, terrible, terrorífica. Pero, nada sorprendente: la vemos y escuchamos a diario en los medios de la mayor parte del globo; a veces, de manera sutil e implícita, a menudo, sin contemplaciones («borrar a Israel del mapa»). Una entrega pareja tuvo lugar en 1938, cuando otro espíritu de Munich recorría Europa.
Del Septiembre Negro al septiembre de la vesania. Munich (2005): un viaje a través de la conciencia desdichada desde septiembre de 1972 a septiembre de 2001, todo ello en dos horas y cuarenta y cuatro minutos de metraje. No está nada mal para un pretendido docudrama sobre las causas-objetivas-del-terrorismo en formato de thriller. El problema está en que hay que esperar hasta el final para percatarse de este prodigio y sopesar si, en realidad, hemos asistido a la proyección de un film «basado en hechos reales», como advierte la producción en el prólogo como queriendo curarse en salud, o a una cosa bien distinta.
¿Qué entendemos por «espíritu de Munich»? Atendamos a esta exposición: «'El espíritu de Munich' alude así a una política de estados y pueblos que rechazan confrontar una amenaza e intentan obtener paz y seguridad mediante la conciliación y el apaciguamiento o, incluso, en algunos casos, la colaboración activa con los criminales.»{1}
El día 5 de octubre de 1938, en respuesta al célebre «acuerdo de Munich» entre Chamberlain y Hitler, Winston Churchill pronuncia un no menos memorable discurso ante la Cámara de los Comunes en Londres donde rebaja la euforia desatada tras el regreso del por entonces Primer Ministro británico de su cita en Baviera. Repasemos algunos pasajes del speech de Churchill y que cada uno extraiga sus conclusiones:
«Lo máximo que ha sido capaz de conseguir [Chamberlain] para Checoslovaquia y en las cuestiones sobre las cuales todavía no se había llegado a ningún acuerdo ha sido que el dictador alemán, en lugar de agarrar los víveres de la mesa, se conformase con hacer que se los sirvieran, plato por plato.»
* * *
«Se puede poner un ejemplo muy sencillo, si la cámara me permite modificar la metáfora. Se exigió una libra esterlina a punta de pistola. Cuando se entregó, se exigieron dos libras esterlinas a punta de pistola. Al final, el dictador accedió a tomar una libra, diecisiete chelines y sesenta céntimos y el resto, en promesas de buena voluntad para el futuro.»
«Siempre he defendido la opinión de que mantener la paz depende de la acumulación de elementos disuasivos contra el agresor, unida a un esfuerzo sincero por repasar los agravios.»
* * *
«Entre la sumisión y la guerra inmediata, había una tercera alternativa, que daba una esperanza. [...]
Se acabó todo. En silencio, triste, abandonada, destrozada, Checoslovaquia se hunde en la oscuridad.»
* * *
«Nos hemos visto reducidos desde una posición en la cual la misma palabra 'guerra' sólo la habrían usado las personas que querían ir a parar a un manicomio. Hemos descendido desde una posición de seguridad y poder (poder para hacer el bien, poder para ser generosos con un enemigo vencido, poder para ponernos de acuerdo con Alemania, poder para concederle la compensación adecuada por sus agravios, poder para impedir que siguiera armándose, si queríamos, poder para tomar las medidas que nos parecieran correctas, por la fuerza, por misericordia o por justicia)... hemos descendido, en cinco años, desde una posición segura e incuestionable hasta donde estamos ahora.»
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«En lo que respecta a este país [Reino Unido], la responsabilidad debe recaer en los que ejercen un control indiscutible sobre nuestros asuntos políticos, que ni evitaron que Alemania se rearmara, ni se rearmaron a su vez a tiempo.»
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«El primer ministro [Chamberlain] quiere que haya unas relaciones cordiales entre este país y Alemania. No hay ninguna dificultad en absoluto para mantener relaciones cordiales con el pueblo alemán. Los acompañamos en el sentimiento, pero ellos no tienen el poder. Se deben mantener relaciones diplomáticas y correctas, pero no puede haber nunca amistad entre la democracia británica y el poder nazi, ese poder que rechaza la ética cristiana, que alienta su avance con el paganismo bárbaro, que se jacta de su espíritu de agresión y conquista, que obtiene fuerza y un placer perverso de la persecución y utiliza, como hemos visto, con brutalidad despiadada, la amenaza de la fuerza asesina. Ese poder no puede ser nunca el amigo leal de la democracia británica.»
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«Dentro de muy pocos años, tal vez de muy pocos meses, deberemos enfrentarnos con demandas que, sin duda, nos harán cumplir; esas demandas pueden tener que ver con la entrega de territorio o la renuncia a las libertades. Preveo y pronostico que la política de sometimiento llevará consigo restricciones a la libertad de expresión y de debate parlamentario, en plataformas públicas, y a los debates en la prensa, porque se dirá (de hecho, oigo, que se dice ahora, de vez en cuando) que no podemos permitir que unos políticos ingleses, comunes y corrientes, critiquen el régimen dictatorial nazi. Entonces, con la prensa bajo control, en parte directo, pero, sobre todo, indirecto, y con todos los órganos de la opinión pública embotados y anestesiados para dar su consentimiento, nos conducirán hacia nuevas etapas de nuestro viaje.»
* * *
«Y no supongan que aquí acaba todo. La hora de la verdad no ha hecho más que comenzar. Esto no es más que el primer sorbo, el primer anticipo de una copa amarga que nos ofrecían año tras año, a menos que, mediante una recuperación suprema de la salud moral y el vigor marcial, volvamos a levantarnos y a adoptar nuestra posición a favor de la libertad, como en los viejos tiempos.»{2}
Notas
{1} Bat Ye'or, «El retorno de Munich: el espíritu de Eurabia», GEES (Grupo de Estudios Estratégicos).
{2} Extractos del discurso de Winston Churchill, «Una derrota total y rotunda. 5 de octubre de 1938. Cámara de los Comunes», en ¡No nos rendiremos jamás! Los mejores discursos de Winston S. Churchill. Seleccionados y presentados por su nieto Winston S. Churchill, traducción de Alejandra Devoto, La Esfera de los Libros, Madrid, 2005, págs. 202-213.