Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
publicada por Nódulo Materialista • nodulo.org
El Catoblepas • número 49 • marzo 2006 • página 1
En algunas regiones españolas se han producido, en las últimas décadas, una sucesión de conflictos lingüísticos. En las siguientes líneas trataremos de indagar sus orígenes y sus repercusiones en la sociedad
[El domingo 26 de febrero de 2006 publicó el diario La Nueva España, de Oviedo, el siguiente interesante artículo, que reproducimos con autorización de su autor. El periódico lo presentaba con la siguiente nota: «Jesús Neira (El Valle, Lena, 1916) es catedrático jubilado de dialectología española. Maestro por el plan de la República y profesor de Lengua y Literatura en la Escuela Universitaria de Magisterio, llega a la Universidad de Oviedo a principios de los sesenta. Ya entonces había publicado su primera obra, la tesis doctoral El habla de Lena, pionera en las monografías lingüísticas sobre el bable, reeditada ahora por el RIDEA. Centró sus estudios en el análisis de las distintas hablas peninsulares y, más en concreto, en la realidad lingüística de Asturias. A sus libros El bable: estructura e historia y Bables y castellano en Asturias siguió su obra clave, el Diccionario de los bables de Asturias, del que es coautora su mujer, María del Rosario Piñeiro. Preocupado por los actuales conflictos lingüísticos en España, el profesor Neira rompe con éste artículo un largo silencio en la Prensa.»]
A partir de la Constitución de 1978, las provincias españolas se reorganizaron en comunidades autónomas. Cada una tuvo desde entonces su gobierno, su parlamento y el estatuto que recoge sus atribuciones y las competencias otorgadas por el Gobierno central. Inicialmente tres comunidades autónomas (Galicia, el País Vasco y Cataluña) fueron consideradas históricas y se denominaron nacionalidades. En todas ellas se inicia desde entonces un proceso en el que se busca destacar su singularidad, y en el que se toma la lengua propia –cooficial junto al castellano– como la seña máxima de identidad. El esfuerzo de conservación y potenciación de las lenguas propias de estas autonomías, e incluso su recuperación en algunos casos, ha hecho que éstas hayan ido asumiendo paulatinamente usos antes reservados sólo al castellano.
Esta progresiva potenciación de la lengua regional ha llegado en Cataluña a un grado máximo con la ley de la normalización del catalán y la de la inmersión lingüística. De hecho, el catalán se ha ido convirtiendo en estos últimos años en la única lengua oficial de Cataluña en todos los organismos que dependen de la Generalitat y el uso del español se ha ido reduciendo o suprimiendo progresivamente de los lugares en los que aún perduraba.
Actualmente, apenas hay posibilidades de escolarizar a un niño en español, aunque éste sea su idioma materno, y en los planes de estudio de algunos centros sólo existen como asignaturas el catalán y el inglés. La promoción del catalán en detrimento del castellano se ha extendido también al ámbito privado: un ejemplo lo encontramos en la obligación de rotular en catalán en todos los centros comerciales, y en la creación de un organismo para vigilar el cumplimiento de las leyes lingüísticas, en el que se admiten delaciones anónimas respecto a los que quebrantan la norma.
En el reciente proyecto de un nuevo Estatuto se sanciona por ley lo que ya se viene practicando de hecho en los últimos años: el catalán –considerado el único idioma oficial– es la lengua de Cataluña, que todos los ciudadanos deben conocer y utilizar en sus relaciones con la Administración. De este modo, el castellano queda marginado y silenciado, perdiendo su carácter de lengua oficial al relegarse sólo al ámbito privado.
Este planteamiento oficial contrasta radicalmente con la realidad lingüística de la sociedad catalana, en que aproximadamente la mitad de la población tiene como lengua materna el catalán y otra mitad el castellano, y donde la mayoría de los hablantes maneja ambos idiomas.
Ante esta situación sorprendente nos preguntamos: ¿Cómo es esto posible? ¿Cómo se puede silenciar una lengua viva en toda una comunidad? ¿Cómo se puede prescindir de una lengua que sirve para comunicarnos con el resto de España e Hispanoamérica? ¿Cómo se puede intentar en un breve espacio de tiempo cambiar una situación lingüística pasando del bilingüismo al monolingüismo? Esta pretensión de hacer desaparecer artificialmente una lengua es totalmente irrealizable y constituiría, además, un empobrecimiento de la sociedad catalana, una automutilación que afecta no sólo a los castellanohablantes, sino también a los catalanohablantes.
¿Cómo es posible que se haya llegado a este clima de limpieza lingüística? La sociedad catalana ha sido tradicionalmente floreciente en todos los órdenes y a Cataluña llegaron, en los dos últimos siglos, múltiples gentes procedentes de todas las regiones españolas y de Hispanoamérica que se sintieron recibidos como compatriotas y no como extranjeros, contribuyendo todos ellos a la prosperidad de la comunidad que los acogió. Algunos formaron ahí su nuevo hogar y encontraron en Cataluña una nueva patria sin perder la suya propia, lo que fue posible, entre otras cosas, gracias a la existencia de un idioma común, el castellano. La adquisición posterior de la lengua propia de la comunidad, el catalán, se produjo de forma natural, sin que supusiera ninguna limitación, sino, por el contrario, un enriquecimiento.
Esta política lingüística, que afecta en distintos grados a todas las comunidades con idioma propio, se basa en unos principios –implícitos o explícitos–, entre los que se encuentra, como idea fundamental, el concepto de «identidad», concebida como el conjunto de características propias de un pueblo, de una raza o de una comunidad, que la definen a lo largo de su historia y la diferencian de las comunidades próximas. Entre estas características, la lengua es una de las más perceptibles, convirtiéndose así en signo máximo de la identidad, y eso es el gran error que está produciendo graves consecuencias en algunas regiones españolas. El artificial enfrentamiento de dos lenguas que han convivido durante siglos en el mismo territorio conduce a una discriminación entre ellas: una, la más representativa, la que refleja la identidad, pretende ser conservada, protegida, recuperada, exhibida en la Administración, mientras que la otra es progresivamente reducida, silenciada incluso, a veces, prohibida. Esta política lingüística necesariamente fracasará porque va en contra de la realidad de la lengua, lo mismo la presente que la del pasado, la de sus orígenes y su evolución en cada persona y en cada grupo humano.
Estos planteamientos implican, a nuestro juicio, un profundo desconocimiento de la naturaleza y funcionamiento de las lenguas. Veamos lo que sucede en el aprendizaje del lenguaje por el niño, que es representativo del proceso de adquisición de cualquier lenguaje.
En pocos años el niño adquiere el lenguaje del ambiente en el que vive, a través de un proceso que combina repetición y creación. Los miembros de la familia tienen la misma lengua, pero realizada de un modo distinto, en la pronunciación, en las palabras, en los distintos usos. El niño, en principio, es un mero oyente de estas hablas y las interpreta, creando un lenguaje con el que entiende y es entendido pero que no coincide exactamente con los miembros de su entorno; desarrolla de este modo un lenguaje a su imagen y semejanza. Mas allá del entorno familiar –en la escuela, en el barrio– el proceso sigue siendo el mismo: entre la diversidad de las hablas individuales el niño va incorporando algunas, tal como él las interpreta.
Este mecanismo se repite de un modo análogo en cualquier hablante adulto: la palabra oída, si la entendemos, pasa a ser nuestra, aunque modifiquemos levemente su pronunciación y su sentido. La diversidad entre los usos individuales o colectivos determina que las palabras no tengan una delimitación precisa. Esta imperfección es, precisamente, la que favorece la capacidad creadora del lenguaje: la palabra es, en cada individuo, dúctil y maleable, siendo capaz de revestirse de nuevos sentidos. De este modo, las palabras que se van conociendo tienen vida dentro de su propio lenguaje, están en constante renovación.
Las lenguas son obras colectivas y anónimas en las que todos los hablantes son los protagonistas, aunque no tengan conciencia de ello. Por eso tienen un ritmo evolutivo propio, no coincidente con otros cambios bruscos que pueden afectar profundamente a la sociedad. En las lenguas nunca se producen revoluciones. Por eso no podemos asistir al nacimiento o a la muerte de una de ellas. Las lenguas están abiertas, no tienen fronteras definidas, no están adscritas necesariamente a un territorio, a un pueblo o a una raza. Existen guerras, invasiones de unos pueblos a otros por diversas causas; pero nunca hubo guerras para imponer una lengua o suprimir otra. Mostremos algunos casos. Los invasores germánicos que ocuparon zonas profundamente romanizadas y latinizadas adoptaron la lengua de los vencidos. La invasión y ocupación de España por los musulmanes durante ocho siglos no cambió el panorama lingüístico de las Península; los incipientes dialectos latinos se transformaron durante este tiempo en las lenguas romances hispánicas. Las huellas del árabe se manifiestan hoy, sobre todo, en un léxico muy amplio y en la toponimia. La expansión del español en América no se debió, como pensaba Nebrija, a la difusión de su gramática. Los españoles utilizaron la lengua que tenían y ello no impidió el mantenimiento de las lenguas indígenas. La misión fundamental de los misioneros era evangelizar y, para ello, aprendieron las lenguas nativas que han llegado hasta la actualidad, y fueron los primeros en recogerlas por escrito. Y más tarde, cuando los virreinatos se transformaron en naciones independientes, el castellano adquirió un nuevo impulso, porque se consideraba que una lengua común era un medio de unión, aunque se tratara de distintas naciones.
El cambio lingüístico está siempre en la misma base de las lenguas y su funcionamiento se basa en dos fuerzas o tendencias de sentido opuesto: una que parte de la diversidad hasta llegar a la norma, la que va del idiolecto a la lengua, pasando por el dialecto, y otra en sentido opuesto que nace de la unidad, la lengua, y va al idiolecto, la diversidad. Cuando este mecanismo no funciona, o se corta en el sentido de la lengua al idiolecto, se pasa del cambio lingüístico al cambio de lenguas; ha desaparecido una lengua y simultáneamente los dialectos se han convertido en lenguas. Podemos decir que realmente las lenguas nunca mueren de todo; el latín sigue presente en las lenguas romances. El vascuence no se extendió hacia el Sur, como las otras lenguas románicas de la Península, sino que retrocedió o fue sustituido por el castellano perdurando como lengua viva en pequeñas zonas del País Vasco o Navarra, pero sus huellas están presentes en el castellano, especialmente en el sistema fonético, y éste es, precisamente, lo que separa el castellano de las otras lenguas de la Península. Navarra tuvo también en la Edad Media un romance navarro que, al evolucionar sobre un sustrato vasco, coincidió o se confundió con el castellano.
Una lengua rígidamente normalizada se convierte en una lengua muerta, sin capacidad creadora, que provocaría un divorcio entre lo que se escribe y lo que se habla. Esto es precisamente lo que a lo largo de los siglos ocurrió al latín. La lengua del Latio se extendió por todo el Imperio Romano y algunas zonas quedaron profundamente romanizadas y latinizadas. Este latín imperial se enriqueció al contacto con las diversas lenguas de las zonas conquistadas. La invasión germánica no cambió, en principio, la lengua latina, incluso después de la fragmentación del Imperio. Sin embargo, al perderse la comunicación entre las provincias, los dialectos latinos se transformaron en lenguas distintas, y el latín continuó como lengua escrita, aunque sin capacidad creadora. Durante siglos fue la lengua de la cultura: de la filosofía, de la teología, de la liturgia, de la jurisprudencia, y perdió el contacto con la lengua hablada al quedarse inmovilizada, algo parecido a lo que ocurre con los lenguajes técnicos; gracias a eso se mantuvo la unidad cultural en toda Europa Occidental. Ese latín no era el latín de ninguna zona, sino que se aprendía como una lengua extranjera: se había divorciado, por lo tanto, de la lengua hablada. La exactitud de las frases latinas es una consecuencia de su no evolución. Por eso la Iglesia terminó ordenando a los clérigos que se dirigiesen a sus feligreses en la lengua que hablaban. Ésta comenzó a usarse también como lengua literaria, primero en las canciones, después en narraciones populares. Así Berceo, aunque sabía latín, consideraba que se sentía mejor expresándose en la lengua que hablaban y no en el latín aprendido: quiero fer una prosa en román paladino / en la cual suele el pueblo fablar a su vecino / ca non so letrado por fer otro latino. Estas nuevas lenguas, llamadas en principio vulgares, fueron avanzando en su uso literario, utilizándose finalmente para temas científicos o filosóficos.
En los párrafos anteriores hemos tratado de explicar el funcionamiento habitual de las lenguas. La observación de esta realidad contrasta con los aparentes conflictos lingüísticos que parecen darse en la España actual. El enfrentamiento entre las diferentes lenguas que coexisten en el mismo territorio supondría ir contra su propia naturaleza y su función primordial, que es la de la comunicación. A modo de conclusión y para apoyar esta idea, podemos extraer las siguientes consideraciones a partir de lo comentado hasta aquí:
Ha existido siempre una diversidad de lenguas, cada una de las cuales contiene a su vez distintos dialectos, hablas y otras modalidades, hasta llegar al idiolecto. Esta variedad lingüística es un reflejo, en especial en el vocabulario, de la variedad de situaciones en que las gentes y los pueblos han vivido a lo largo de su historia. La infinita variedad de lenguas y dialectos no produce un caos, pues la necesidad de comunicación y el carácter abierto del signo lingüístico lleva a un acercamiento entre ellas y a un enriquecimiento mutuo. El aprendizaje de una primera lengua posibilita para el aprendizaje de otras, sin que por ello se elimine la primera. De esta manera se amplía la capacidad de comunicación. Ninguna lengua es superior a otra. Todas tienen la misma naturaleza, la misma función y la misma capacidad creadora. No hay lenguas ricas frente a otras pobres. Todas son ricas en las actividades a las que las gentes que las hablan se han dedicado. La lengua escrita es siempre posterior a la oral, y ésta sigue siendo la base nutricia de aquélla. Si esta comunicación se interrumpe se transforma en lengua muerta. La lengua en su manifestación literaria puede estar floreciente o no; la oral, en cambio, nunca está decadente, siempre está viva, pues está naciendo siempre en los hablantes. La lengua es un producto anónimo y colectivo en el que los hablantes son los protagonistas. De aquí proceden algunos de sus rasgos más característicos: el ritmo evolutivo lento que no se corresponde con otras realidades socioeconómicas; las lenguas no tienen patria –porque están abiertas a todas las patrias–, y la capacidad de evolucionar y organizarse solas. Por esto, las lenguas necesitan sólo la libertad que siempre tuvieron. El lenguaje es un instrumento para el avance y la clarificación del pensamiento: poner nombre a las cosas es, en cierto modo, dominarlas, poseerlas. Pero el lenguaje no tiene identidad, no supone una concepción del mundo propia de un pueblo o de una raza. El pensamiento crea el lenguaje, pero, una vez creado, lo moldea permanentemente en cada individuo y en cada grupo humano con arreglo a sus circunstancias. Esto es, precisamente, el origen de la diversidad de lenguas y de su permanente, aunque lenta, evolución.