Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
publicada por Nódulo Materialista • nodulo.org
El Catoblepas • número 48 • febrero 2006 • página 9
La internacionalización y el anonimato del capital han convertido en entelequias las identidades históricas y los actos de los habitantes de cualquiera de ellas, muy a menudo, no son ni siquiera lo que sus autores creen que son
Los libros de Historia emplean una serie de palabras para referirse a las personas que, de una u otra manera, a lo largo de los siglos, han detentado y ejercido el poder; la de contenido más rico, por sus numerosísimas aplicaciones metafóricas, particularmente vivas en el vocabulario religioso del cristianismo, es la voz rey, con su femenino reina. Sinónimos más o menos puros de rey son, por ejemplo, monarca y soberano; junto a rey cabe mencionar otras voces como emperador, faraón, sultán, emir, palabras que suelen ir asociadas a la civilización y a la lengua respectiva en la que han surgido y en la que se han consolidado. Naturalmente, puede haber muchas otras, pero éstas son las más familiares al oído de un español de hoy. Todas ellas vienen a designar de un modo general a la persona que ejerce el poder de manera más o menos absoluta sobre un determinado grupo humano, que suele recibir, sobre todo, los nombres de país, nación, pueblo.
Por muy absoluto que se quiera imaginar el poder de un rey, siempre dependerá y siempre ha dependido de otros factores: sus familiares, más o menos próximos, sus cortesanos, los líderes o jerarcas religiosos de la comunidad en cuestión, los jefes militares de su ejército, &c. Frente al poder absoluto representado por un rey, un emperador, &c., diversos grupos humanos conocieron desde hace siglos, otro tipo de gobierno que suele describirse mediante la voz república. Son, naturalmente, los avatares de los griegos y de los romanos los que han proporcionado el léxico y las ideas que tal léxico expresa. Simplificando las cosas, cabría decir que al poder convencionalmente unipersonal de un rey podríamos contraponer el poder compartido, o menos unipersonal, de una república. En todo caso, en cuanto se sobrepasan las dimensiones o conceptos que encarna la voz tribu, los detentadores del poder han tenido siempre a su alrededor cuerpos que pueden recibir los nombres de consejo (colegio en el ámbito religioso), senado y aun corte. Cabría decir que, en esencia, el poder absoluto de un gobernante está en razón inversa a la capacidad y ejercicio de crítica y control ejercidos por quienes le rodean. Cuando el poder absoluto se ejerce con más pureza, el que lo ejerce suele recibir en los libros de historia el nombre de tirano, nombre que en los siglos más recientes parece limitarse a usos metafóricos, o funciona más bien como un epíteto, siendo sustituido sobre todo por el de dictador. Antes de concluir esta breve revista al vocabulario inherente a los regímenes políticos en general, cabe recordar al lector que las dos maneras más frecuentes de sucederse en el tiempo los detentadores del poder han sido la hereditaria y la electiva. Y curiosamente, a lo largo de la Historia han llegado a darse monarquías electivas y repúblicas hereditarias, aunque lo más frecuente sea lo contrario en cada caso.
Todo lo hasta aquí dicho y lo que de aquí en adelante digamos se refiere de modo especial a Europa, la cual, a su vez, ha venido a condicionar y aun a conformar en gran medida a muchos de los seres humanos que han poblado y pueblan otros continentes. Hoy, a fines del siglo XX con arreglo a la cronología cristiana, parece fuera de duda que el sistema político más prestigioso en la mayor parte del mundo es el llamado sistema democrático. En esencia, se caracteriza por el hecho de dotarse, durante un predeterminado período de tiempo, de unos gobernantes que llegan a detentar el poder mediante una elección, es decir, mediante el voto de los componentes del grupo humano al que pertenecen y que han alcanzado una cierta edad. No deja de ser curioso que haya un límite mínimo de edad para votar, dando así a entender que ese límite mínimo de edad para votar se identifica con la madurez racional del individuo, lo que implica a su vez independencia de criterio, pero no hay límite máximo, por lo que cabe entender que las personas de edad avanzada pueden votar según las indicaciones de sus acompañantes o protectores, aunque carezcan de la independencia de juicio que exige el sistema. El otro rasgo esencial de la democracia consiste en que esos detentadores del poder están, a su vez, sometidos al control de ciertos cuerpos que suelen recibir, sobre todo, los nombres de Parlamento y Senado. En la práctica son variadísimos los matices y aun grandes las diferencias que el funcionamiento de la democracia puede ofrecer de unos países a otros. Desde el punto de vista lingüístico es importante tener en cuenta que palabras como Parlamento y Senado son mucho más antiguas que partido político. En la larga marcha hacia lo que hoy entendemos por soberanía popular el partido político representa a un grupo más o menos numeroso de individuos, sin límites precisos, de una fluidez notable, que se identifica más o menos sincera y abiertamente con el ideario que los dirigentes de ese partido publican y ensalzan como reclamo de votos.
La etimología de la palabra partido alude inequívocamente a la palabra y significado de parte frente a todo; es decir, define a uno de los segmentos o grupos en que se divide una determinada sociedad. Presupone, por tanto, la quiebra de una determinada homogeneidad, la ruptura de una perspectiva común, sin duda con fines enriquecedores para la totalidad de esa sociedad: de ahí la legitimidad de su existencia. Pero hay que añadir inmediatamente esta observación: la sociedad en cuestión no está sola en el planeta, sino rodeada de otras sociedades a las que llamamos países, naciones, pueblos y que están ubicados en territorios próximos unos de otros a lo ancho de toda la redondez terráquea. En cierto modo son como eslabones de una estructura total y resulta por tanto lógico y natural que la proximidad geográfica, es decir, la noción de vecindad, sea el factor más decisivo cuando se trata de ejercer –o sufrir– algún tipo de influencia entre unos eslabones y otros.
A lo largo de la historia, los diversos grupos humanos han podido conformarse en grupos más grandes, por razones geográficas y religiosas sobre todo, y de ahí que se hable de entidades como Europa, Asia, Cristianismo, Judaísmo, Islam, &c. Dentro de esos grandes conjuntos, uno de los grupos humanos puede ir adquiriendo con el tiempo una superioridad que ineludiblemente repercute sobre los otros, influyéndolos de una u otra manera. Esa superioridad puede verse discutida por otros grupos rivales: ésa es, en esencia, la Historia de la Humanidad. En el caso del conjunto que llamamos Europa han sido varios los grupos humanos –léase naciones, pueblos, países– que se han disputado ese papel dominador. Desde los últimos siglos medievales, dos grupos humanos, dos grandes pueblos, se enfrentaban ya de modo inequívoco: Francia e Inglaterra, dos monarquías apoyadas en sendos centros irradiadores de situación privilegiada, París y Londres. La enemistad secular entre estos dos poderosos países duró en realidad hasta el siglo XIX, cuando Prusia se convirtió en una amenaza para Francia, es decir, cuando este país comprendió que el peligro ahora venía del este tanto o más que del oeste. Pero para entonces había ocurrido ya algo totalmente nuevo en la Historia de Europa: la existencia de un poderoso país al otro lado del Atlántico que si había conseguido su independencia respecto de Inglaterra por medio de las armas, no por ello dejaba de mantener una intensa relación con la antigua metrópoli, relación basada, sobre todo, en la comunidad de lengua y en la actitud vital, actitud que era la consecuencia natural de ser ingleses, irlandeses y escoceses los primeros colonizadores y creadores del nuevo país. Esa particular relación entre ambas naciones iba a seguir durando hasta el presente y sigue tan viva que, metafóricamente, no es muy exagerado llamar al Atlántico del Norte un lago anglosajón.
Como es bien sabido, la llamada Primera Guerra Mundial, entre 1914 y 1918, terminó con el triunfo de los aliados, cuyas tres grandes potencias eran la Gran Bretaña, Francia y los Estados Unidos de América. Por primera vez en la historia combatían en suelo europeo ejércitos venidos de allende el Atlántico en una alianza que era novísima y en la que también por primera vez combatían juntas, frente a un enemigo común, Francia y la Gran Bretaña. Esta situación volvió a repetirse en la Segunda Guerra Mundial de modo casi idéntico: en ambas guerras, el enemigo derrotado fue el pueblo germano, aunque hubiera una cierta variedad de nombres y de coronas imperiales, y aunque en el caso de la última guerra tienda a hacerse creer que el derrotado enemigo era un régimen y no un pueblo. Cabe añadir aquí también que los protagonistas principales de ambas guerras fueron esencialmente germánicos, pues de estirpe germánica hay que considerar a los Estados Unidos de América (aunque étnicamente contenga altos porcentajes de otras procedencias) y hasta cierto punto a Francia, como el origen de su nombre indica bien. Todo esto no implica olvidar a los pueblos eslavos ni a los japoneses y otros pueblos asiáticos, pero es un hecho que ambas guerras mundiales se llevaron a cabo con la tenacidad y el racionalismo característicos de los pueblos germánicos, aunque naciones de otras procedencias étnicas se vieran también arrastradas al conflicto como comparsas más o menos importantes.
El número de monarquías se vio drásticamente reducido a partir de la Segunda Guerra Mundial y tal tendencia no se limitó sólo a Europa. El prestigio del sistema democrático como dijimos más arriba, iba ganando terreno cada vez con más fuerza. Aun sin hacer la historia de todos estos cambios, es un hecho generalmente aceptado que el ideal de ese sistema democrático parece haberse ido fraguando en Inglaterra mucho antes que en ningún otro país. No deja de ser curioso que a pesar del radicalismo de la Revolución francesa, sucediera a ésta el increible fenómeno napoleónico y que todavía hubiera otro Napoleón hasta 1870. El parlamentarismo inglés pasa, pues, por ser la quintaesencia del sistema democrático y al mismo tiempo debe siempre tenerse en cuenta que en su enraizada tradición la democracia británica ha sido una democracia bipartidista. Se trata de un sistema que se basa en la alternancia en el poder: cuando el partido que durante determinado período de tiempo ha gobernado, pierde, en un momento dado, la confianza de una mayoría de votantes, se ve automáticamente sustituido por el partido rival. Esto implica naturalmente que un determinado número de votantes cambia el destino de su voto cuando no se siente satisfecho con el gobierno de su partido. Esta mudanza nunca tiene entre los británicos caracteres de traición y revela al mismo tiempo que el votante británico no es un votante «visceral», como se dice a veces de los votantes de otros países europeos. A este respecto, es importante también observar la denominación, los nombres de los partidos: un solo adjetivo para un solo sustativo, partido conservador y partido laborista, herederos de tory y whig, respectivamente. Sólo en este siglo ha conocido la Gran Bretaña algún nuevo partido político (liberal, socialdemócrata, &c.), pero en general no han solido ser nunca una amenaza para el sistema bipartidista. Puede justificarse o explicarse todo esto hablando de la idiosincrasia británica, o si se prefiere, inglesa. El hecho es que en el resto de los países europeos, los partidos políticos han proliferado desde el pasado siglo con denominaciones trimembres y aun cuatrimembres, con nombres y adjetivos que quieren decir todo y nada. Las apariciones y desapariciones de muchos de esos partidos en la mayoría de los países europeos ilustran de modo evidente que los habitantes –y votantes– de esas naciones no conciben el sistema democrático como lo conciben los británicos. Ello se debe, sin duda, a que en el caso de éstos, los partidos –y sus nombres– han aparecido como formas de comportamiento y de actuación con hondas y lejanas raíces autóctonas, es decir, ha sido un desarrollo natural inseparable de las formas de vida de los habitantes de las islas.
La comparación del funcionamiento de los partidos políticos entre los países a uno y otro lado del Atlántico permite ver con mayor claridad aún cuánto debe siempre el presente al pasado: las viejas raíces, con lo que tengan de bueno y de malo, están siempre ocultas pero activas en cualquier comportamiento del cuerpo social, y por tanto, en cualquier comportamiento político. Las respectivas raíces hispánicas y anglosajonas repercuten a través del tiempo en las actuales democracias hispanoamericanas y anglosajonas ultramarinas, aunque la pluralidad del primer grupo contraste con la unidad del segundo y se preste por ello a una diversidad de realizaciones más o menos acusadas.
La especial relación que en el mundo diplomático liga a Londres y Washington, la coincidencia de pareceres en tantos aspectos, el papel de mundo complementario que en tantos otros juegan los países respectivos, en especial en el mundo de la cultura, las artes y la ciencia, se ven reforzados por otro hecho en el que los europeos no anglohablantes no suelen fijarse demasiado: me estoy refiriendo al sistema democrático estadounidense en lo que tiene de bipartidista; como es bien sabido, el Partido Demócrata y el Partido Republicano alternan en el poder y aunque hayan existido o existan partidos políticos con otras denominaciones, no han pasado de existir en el papel. Y lo más curioso y paradójico de este fenómeno es que en los Estados Unidos de América existen, como todo el mundo sabe, numerosas minorías (algunas de considerable entidad, aunque sean minorías), que son la consecuencia de las diversas procedencias de los distintos grupos étnicos que han venido a conformar el país y poblar sus vastos territorios. Cabe decir incluso más: si en el bipartidismo británico es posible hablar de una diferencia ideológica que se identifica con lo que convencional y justamente se llama la Derecha y la Izquierda en todos los países europeos –y por extensión en el resto del mundo– en el caso de los Estados Unidos de América, vistos con nuestros ojos de aquende el Atlántico, el Partido Demócrata y el Partido Republicano vienen a ser ambos de derechas.
De todo lo dicho hasta aquí parece desprenderse una conclusión: que el sistema democrático del bipartidismo británico ha sido exportado al resto del mundo y que ese bipartidismo, si se exceptúa el caso de los EE.UU. y, en grado distinto, el de otros países de la Commonwealth, se ha transformado en los demás países en variopinto multipartidismo, con diversos resultados a lo largo de períodos más o menos largos, según los lugares. La democracia ha sido así quizá la exportación invisible más importante de la Gran Bretaña a lo largo de los últimos ciento cincuenta o doscientos años. A primera vista se diría que se trata de un hecho meritorio a pesar del empleo de la voz exportación. Y sin duda son hoy millones los individuos que sienten gratitud o simpatía ante un «comportamiento» semejante. Ahora bien, cabe preguntarse hasta qué punto un grupo humano que importa un sistema de gobierno extraño a su idiosincrasia, ve debilitado por ello su ser colectivo a causa de las innovaciones que aquel comporta. Es un axioma que la desunión fomenta la debilidad y parece innegable que el multipartidismo es sinónimo de desunión. En todo momento, cualquier grupo humano tiene un determinado grado de fortaleza, siempre relativo y sólo mensurable mediante la comparación con la de sus vecinos y en último término, con la de los demás en general. Para mí no ofrece ninguna duda de que la fortaleza de la Gran Bretaña se ha visto incrementada gracias a la exportación de su sistema democrático al resto del mundo. A partir del momento en que un grupo humano con determinado grado de cohesión contribuye a que disminuya la de los grupos vecinos, está aumentando su fortaleza y su poder. La historia de la paulatina adopción del sistema democrático por la mayoría de los países a lo largo de los últimos cien o ciento cincuenta años ha puesto hoy a los países anglosajones en una situación de poder universal jamás antes conocida. Cosa distinta es que, como dijo uno de sus distinguidos dirigentes, la democracia sea el menos malo de los regímenes conocidos, aserto que parece gozar de una boga cada vez mayor y de mejor grado aceptada.
El avisado lector estará quizá echando de menos a estas alturas la palabra imperialismo: en nuestros días esta voz se emplea, sobre todo, acompañada del adjetivo americano, aludiendo, naturalmente a los Estados Unidos de América. También se emplea la misma palabra con el adjetivo británico o con el apelativo inglés, puesto que la Gran Bretaña se llamó a sí misma durante un largo período de tiempo The British Empire, expresión aún viva hoy. Si el ente político que tal expresión encierra ya no existe como tal, debe tenerse presente, no obstante, que una de las condecoraciones más prestigiosas concedidas por los soberanos británicos en sus distintas categorías, es la O.B.E.: Order of the British Empire.
Como es natural, los historiadores pueden utilizar la voz imperialismo con cualquier grupo humano que en cualquier época haya ejercido en su propio beneficio un tipo de presión, influencia o dominio sobre otros grupos humanos. No deja de ser curioso observar el uso de las voces imperio e imperialismo: la primera es utilizada con profusión por los historiadores para referirse a determinados países o naciones que en determinados momentos de su historia fueron más que reinos o repúblicas. La competencia internacional contribuyó también a fomentar el fenómeno y el empleo de la voz imperio; así, en el siglo XIX, para oponerse de algún modo al Imperio Británico y para reforzar sus identidades respectivas, se llamaron en algún momento imperios países como Francia, Prusia, Austria-Hungría, Rusia, &c. Del mismo modo se dijo –aunque no fuese la única expresión– que «la pérdida de Cuba y Filipinas representaba el fin del Imperio español».
La palabra imperialismo, más propia del siglo XX, está siempre teñida de un matiz peyorativo, es decir, que es la visión que tienen de un país más poderoso que ellos los grupos humanos o países que se consideran perjudicados por la fuerza y la influencia expansionista de aquél. Cuando, a posteriori, ese imperialismo puede no parecer nocivo para los habitantes influidos por él, la voz imperialismo pierde su carácter negativo y hasta se emplea menos: cuando se habla de Roma se dice en general El Imperio Romano y mucho menos el imperialismo romano. Desde nuestra perspectiva parece indudable que en la Europa occidental y en el Mediterráneo occidental la influencia de Roma representó el progreso y una civilización superior que trajo formas de vida mejores que las hasta allí existentes.
Uno de los conceptos más meritorios entre los alcanzados por el sistema democrático es quizá el conocido convencionalmente con el nombre de «derechos de las minorías», cada vez de mayor actualidad en nuestros días. La frecuencia de la expresión nos lleva a preguntarnos qué se entiende por minorías y mayorías. Hay, a mi juicio, dos conceptos posibles y distintos acerca de la palabra minoría; uno es el aritmético y otro el que pudiéramos llamar étnico, y ambos pueden a veces verse íntimamente relacionados en la vida política de un sistema democrático. En países compuestos de grupos humanos de diversa lengua, religión, raza, la palabra minoría suele aplicarse a uno o varios de esos grupos cuando son numéricamente muy inferiores a otro u otros grupos, y así se habla de la «minoría negra», «copta», «ortodoxa», «kurda», «árabe», «lapona», &c. En los sistemas democráticos, este concepto puede verse reflejado en la proporción de sus representantes en los respectivos parlamentos. Dada la variedad de tipos y de matices que existen en la práctica cuando llega la hora de elegir a los representantes parlamentarios según los países, el funcionamiento de las minorías parlamentarias, sean o no reflejo de diferencias étnicas, religiosas, lingüísticas, &c., ofrece enormes diferencias. Como cada país ha ido desarrollando a lo largo de su respectiva historia una tupida red de conceptos legales más o menos inherentes a su propia idiosincrasia, el papel de las minorías puede variar enormemente de unos países a otros. Si a esto se añade que los distintos grupos que configuran un parlamento pueden formar alianzas de dos o más miembros, se echará de ver en seguida la contradicción lingüística y aun conceptual inherente al sistema; es decir, que en el régimen que por antonomasia pasa por representar al gobierno de la mayoría –ése es en esencia el papel del voto– puede darse la paradoja de que tal gobierno dependa de una minoría que incluso puede ser ínfima. Tal situación desvirtúa totalmente la idea de «igualdad» y aun la de «justicia», encarnadas en la ecuación «un individuo mayor de edad =3D un voto». Por otra parte, como los partidos políticos no tienen una duración mínima legal y pueden aparecer o desaparecer en períodos de tiempo más o menos largos o más o menos cortos, se echará de ver que la eficacia política de sus representantes queda sujeta a circunstancias donde lo racional y lo lógico se ven desplazados por factores que deben demasiado al capricho individual y a las argucias de la aritmética.
La historia de los distintos países europeos en los últimos doscientos años –para reducir el campo de observación y teniendo en cuenta al mismo tiempo que son los «autores del invento»– es una prueba, con sus tragedias y sus comicidades, del papel que en ellos han venido jugando los llamados partidos políticos. Los nombres de éstos, expresando a menudo el deseo ideal de un tipo de liderazgo (realista, bonapartista, liberal, progresista, republicano, conservador, &c.), ilustran bien las ilusiones y las aspiraciones de los diversos grupos, a veces en aumento, a veces en disminución, que han ido conformándose en unos y otros países. Se advertirá en seguida que son más bien pocos, muy pocos, los partidos políticos que pueden alardear de una cierta longevidad, si se exceptúa a los dos viejos partidos de la Gran Bretaña y a los dos viejos partidos de los Estados Unidos de América.
Si la historia de los países de Europa en los dos últimos siglos resulta inseparable de la aparición y difusión en todos ellos de distintos partidos políticos, resulta obligado hablar de los regímenes que se consolidan sobre un partido político único, el cual, más o menos violentamente, suprime la existencia de los demás. En este caso no deja de ser curioso que los dos tipos de régimen de partido único que en nuestro siglo llegaron a triunfar durante un determinado período de tiempo en determinados países o naciones, hayan sido los que más antagonismo mostraron entre sí: me refiero, naturalmente, a los llamados partidos fascistas y partidos comunistas. Los hechos han probado que en ambos casos, los respectivos regímenes no han respetado los llamados derechos humanos ni las llamadas libertades y que han ejercido criminales violencias sobre determinadas minorías. El conjunto, o la inmensa mayoría, de las restantes naciones del planeta, ha condenado a tales regímenes, y hoy parece posible decir que tales regímenes han fracasado como tales, aunque en algunos casos sigan vivos y vigentes, en estado de mayor o menor pureza.
No obstante, cabe observar que entre ellos el final no fue el mismo ni tuvo lugar al mismo tiempo; la historia y el desenlace de la Segunda Guerra Mundial por una parte y los acontecimientos de los últimos diez años por otra, atestiguan esos finales, cualitativamente distintos, de los regímenes de partido único. Parece también evidente que en uno y otro caso, los países en los que se impusieron dichos sistemas políticos fueron países que exageraron el nacionalismo de un modo tan desmedido y tan a su manera que lo que, desde su punto de vista, pretendía ser una expansión legítima, desde el punto de vista de los otros, en especial de sus vecinos, era una agresión intolerable. Las alianzas y el desarrollo de los sucesos que conocemos con el nombre de Segunda Guerra Mundial dan testimonio de nuestras afirmaciones. En la mayor parte de las naciones que convencionalmente encuadramos en la llamada «civilización occidental», tales regímenes han sido tan mayoritariamente condenados que hoy no parece aceptable más régimen que la democracia pluripartidista. No debe, sin embargo, dejar de observarse que los habitantes –y votantes– de los países llamados democráticos, no han condenado de la misma manera, ni con la misma unanimidad o con idéntica energía, a los regímenes fascistas y a los regímenes comunistas; cierto es que ello podría explicarse porque los primeros fueron eliminados mediante la violencia y en una alianza de la que formaron parte los segundos, mientras que éstos se han visto suprimidos desde dentro, es decir, sin intervención física y militar de otros países.
En esta breve descripción de lo que ha supuesto el invento de los partidos políticos y sus repercusiones en la historia de los dos últimos siglos, hay que referirse necesariamente a un hecho que consideramos nuevo en la historia de la Humanidad. La mayor diferencia entre el discurrir político de tal período y los tiempos anteriores, quizá resida en lo que pudiéramos llamar la internacionalización y el anonimato del dinero, de los capitales. Los banqueros han existido desde hace mucho tiempo pero durante siglos sus labores estuvieron limitadas por las fronteras de los países en los que residían; o en todo caso, la relación entre ellos y los poderes ejecutivos que los utilizaban, si no siempre diáfana, era cuando menos perceptible y hasta clara. Pero a partir del momento en que las patrias de los ciudadanos, de los ejércitos, de los comúnhablantes, y demás habitantes ligados de algún modo entre sí, han dejado de coincidir con las patrias de los respectivos tesoros públicos o patrimonios nacionales, la vieja relación que permitía buscar el equilibrio entre ingresos y gastos se rompió. Las consecuencias de tal ruptura han sido tremendas, y han afectado, de una u otra manera a todos los pobladores de los respectivos territorios que conocemos con el nombre de naciones. La internacionalización y el anonimato del capital han convertido en entelequias las identidades históricas y los actos de los habitantes de cualquiera de ellas, muy a menudo, no son ni siquiera lo que sus autores creen que son. Semejante sin sentido ha sido y sigue siendo posible gracias al llamado sufragio universal. En otras palabras, este es el precio que las sociedades modernas tienen que pagar por el sistema de las libertades.