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El Catoblepas, número 48, febrero 2006
  El Catoblepasnúmero 48 • febrero 2006 • página 8
La soledad sonora

La utopía realizada

José Ramón San Miguel Hevia

El descubridor ignorante y de cómo una utopía se llega a realizar,
gracias a la acumulación de errores

El Descubrimiento

Los reinos de la Península Ibérica, que durante toda la Edad Media y a pesar de su posición marginal, han tenido intervenciones muchas veces decisivas en la evolución cultural del continente siguen desde mediado el siglo XIV dos caminos históricos totalmente distintos. Portugal desarrolla una ciencia rigurosa basada en las mediciones de los astrónomos antiguos y las de sus propios navegantes, una técnica de orientación en el mar y de construcción de navíos y una sociedad de comerciantes burgueses que organizan paso a paso, a lo largo de un tiempo y un espacio cada vez más amplios, sus viajes ultramarinos. Pero la misma racionalidad de este proyecto es causa de que los monarcas y sabios rechacen una y otra vez las pretensiones de un alucinado marino genovés, que pretende interrumpir la dirección de una ruta largamente meditada y lanzarse sin más explicaciones al espacio exterior, hacia occidente.

Los reinos de España y concretamente Castilla son incapaces y seguirán siéndolo de prolongar durante siglos el mismo camino con la monotonía propia de un proyecto racional, calculado y seguro. En cambio sus pueblos están instalados de lleno en el mundo mágico de la Edad Media, ignoran los infinitos peligros del Océano, son teatrales, imaginativos y sobre todo impacientes. Sólo aquí puede encontrar esa disparatada empresa la ayuda que los demás países de Europa le niegan.

Colón

Colón nace aproximadamente el año 1541 en Génova. Es un puerto de mar del occidente italiano, perpetuamente enfrentado a la otra gran potencia marítima de la península, Venecia. Mucho antes de asistir a la brillante aventura marinera de Portugal en busca de los tesoros de las Indias, puede conocer las hazañas de los comerciantes venecianos, que han logrado abrirse camino, primero por mar y luego por tierra hasta el Océano Oriental. Precisamente en la cárcel de Génova ha escrito dos siglos antes Marco Polo su Libro de las cosas maravillosas, que descubre nuevos horizontes y orienta hacia ellos a los últimos hombres de la Edad Media. El linaje de Colón es bien modesto, pues su padre es artesano tejedor y ese mismo oficio va a seguir él en sus primeros años. En cuanto a su cultura, es rudimentaria y sólo consigue ampliarla con el paso del tiempo gracias a unos escasos libros, que vienen a ser como la enciclopedia de la última Edad Media. El gran navegante no cree que esta falta de letras tenga especial importancia, pues según su espíritu del todo medieval la ciencia tiene que obedecer religiosamente a la utopía. «Para le hesecuçión de la inpresa de las Indias no me aprovechó rasón, ni matemática ni mapamundo: llenamente se cunplió lo que diso Isaías.»

Muy pronto Colón se enrola como marino mercante en las naves fletadas por las casas más ilustres de Génova. Participa en una expedición a la isla de Quíos –1475– y un año después, también en una flotilla mercantil, naufraga a la altura del Cabo San Vicente y tiene que ganar tierra a nado en Portugal. Vive en Lisboa, donde forma parte de la colonia genovesa y sigue en su oficio de marino al servicio de los Centurione. Realiza entonces viajes cada vez más atrevidos y amplios, y en uno de ellos alcanza el último límite del mundo conocido, la isla de Thule –Islandia– en el Noroeste del Océano Occidental.

Cuando Colón se casa con una dama portuguesa, hija del capitán donatario y colonizador de la isla de Porto Santo en las Madeira, Diego Perestrello, abandona las empresas mercantiles de sus compatriotas genoveses y se embarca en la aventura colonizadora de Portugal. Toma parte en los viajes que bordean el África visitando las cabezas de puente que los reyes lusos han establecido por debajo de la línea equinoccial y al mismo tiempo se interesa por los temas científicos y geográficos. Es entonces cuando concibe su idea de alcanzar las Indias siguiendo el camino de Occidente, pero su propuesta es tan nueva y heterodoxa que tanto los monarcas como las universidades y las juntas de sabios la rechazan.

Los libros a los que Colón da fe en esos años decisivos de su vida definen mejor que nada la personalidad del navegante. En primer lugar la Biblia en la versión latina de San Jerónimo, sobre todo los pasajes en que los profetas anuncian en tono triunfal la conversión de islas desconocidas y lejanas. La lectura de un texto apócrifo –el cuarto Esdras– cuya peculiar geografía aproxima al máximo el extremo occidental de Europa a las Indias, convierte la utopía bíblica en una aventura por lo menos posible.

En segundo lugar Colón conoce, gracias a Marco Polo, las maravillas del imperio tártaro, que al mismo tiempo tiene riquezas infinitas y puede atacar al Islam por la espalda, anulando su poder sobre los Santos Lugares. Conoce también la cruzada iniciada por Pío II para recuperar el Asia Menor y –por lo menos de modo indirecto– su «Descripción de Asia», que es algo así como el Baedeker de la frustrada expedición contra los turcos. En línea con este espíritu medieval de los cruzados el navegante sueña –y es una de sus obsesiones centrales– «redificar la Casa del Monte Sión».

Los otros documentos que Colón utiliza tienen más que ver con la ciencia de los modernos y en concreto con su cosmografía. El italiano Toscanelli ha diseñado en el mismo siglo XV un mapa de la Tierra –por supuesto esférica– que favorece el proyecto de navegación occidental. Inspirándose en la Imago mundi de Pedro de Ailly, supone que cada grado de meridiano mide cincuenta y seis millas y dos tercios, y «todo lo demás –comenta Colón– es palabrería». La circunferencia del globo queda así acortada en más de un tercio, porque sus trescientos sesenta grados equivalen a vente mil millas, o lo que es igual, veintiséis mil kilómetros, en vez de los cuarenta mil reales.

El otro error es mucho más grave, pues se refiere a la longitud Este Oeste de las tierras habitadas, y alarga disparatadamente la extensión del continente euroasiático. Como en este caso los navegantes o los geógrafos no puede consultar la diferencia de altura de la Polar o del Sol sobre el horizonte, sus mediciones están sujetas al azar y dejan un margen prácticamente ilimitado a la imaginación. Toscanelli sigue la opinión de Máximo de Tiro, que distribuye tierras y mares en una proporción de 225 por 135 grados y todavía resta 10 al Océano, dejándolo en 125. Colón exagera esta relación y ateniéndose a la autoridad del falso Esdras, calcula la distancia desde España a las Indias en un séptimo de la longitud de la esfera, es decir, según su patrón de medida menos de tres mil millas o de cuatro mil kilómetros. La distancia real –en el caso de no encontrar algún obstáculo– supera con mucho los veinte mil. Para completar esta colección de disparates, un cartógrafo alemán, Martín Behaim, dibuja un mapa de la Tierra, que responde matemáticamente al sueño de Colón haciendo a España casi vecina de las costas de Asia, de India, Catay y Cipango.

Todos estos conocimientos tienen la ventaja de estar equivocados y por eso mismo pueden chocar con algo absolutamente inesperado y nuevo. Por otro lado se trenzan en el espíritu del gran navegante con una serie de utopías específicamente medievales, que dibujan definitivamente su figura humana y el sentido de su empresa. En primer lugar se trata de que la Iglesia Militante pueda conquistar la «Casa Santa» de Jerusalén con la ayuda del oro que las Indias han de proporcionar. Colón escribe de ello, no sólo en los momentos solemnes en que hace testamento e instituye mayorazgo, o en la carta al papa Alejandro VI, sino también en la misma crónica del primer viaje refiriéndose a sus conversaciones con los Reyes Católicos: «Protesté a Vuestras Altezas que toda la ganançia d'esta mi empresa se gastase en la conquista de Hierusalem.»

Así pues, este ideal acompaña al Almirante desde los comienzos de su aventura insensata hasta su muerte. Por otra parte el avance imparable de los turcos, que ya a mediados de siglo han conquistado Constantinopla, hace urgente repetir la frustrada experiencia de Marco Polo y entrar en contacto comercial, político y hasta evangélico con los tártaros siguiendo el camino de occidente. Según esto la empresa de Colón es medieval por partida doble, pues participa al mismo tiempo del espíritu de los cruzados y de los embajadores franceses y los comerciantes venecianos del siglo XIII.

Esta conquista de Jerusalén es tanto más urgente cuanto que el fin del mundo –otra utopía medieval– está ya cercano. Colón, igual que todos sus contemporáneos, participa de esta esperanza apocalíptica que toma en él forma, gracias a una interpretación fuertemente imaginativa de San Agustín, completada con la consulta a las tablas de Alfonso X y la particular visión astrológica de los acontecimientos de la humanidad, tal como aparecen en el propio Pedro d'Ailly. La historiografía de la Edad Media no se preocupa tanto del pasado como del porvenir y por eso consulta a las estrellas, que son su mensajero más cierto.

Según todos esos testimonios falta muy poco para la consumación de los tiempos, que coincidirá con el séptimo milenario de la historia del mundo. Los astros anuncian que antes de ese momento decisivo desaparecerá la secta de Mahoma por la fuerza de los cristianos o los tártaros, y la ciudad santa de Jerusalén volverá a ser habitada. Colón está del todo impregnado del espíritu profético de la época y cuando más tarde consulta unos escasos libros los interpreta de acuerdo con él, poniéndolos al servicio de una desbocada imaginación y utilizándolos para hacer publicidad de su empresa.

Por si todo esto fuera poco, el navegante conoce la Imago mundi, que diseña Honorio de Autun ya en el siglo XII y que siguen después de él los más imaginativos geógrafos medievales. Según estas enciclopedias el Paraíso Terrenal, después de su desalojo forzoso por los primeros padres, sigue existiendo en algún lugar oculto de la Tierra. Colón –igual que los «filósofos e teólogos sacros e sabios»: Isidoro, Juan Damasceno, Beda, Estrabón, Avicena– lo sitúa en el más lejano Oriente. Por su forma –muy parecida a la de la Imago– es una montaña inaccesible que sube hasta el cielo. De ella sale una fuente poderosísima de agua dulce, que después de esconderse bajo tierra, reaparece mucho más lejos formando cuatro ríos –el Eufrates, el Tigris, el Nilo y el Ganges–. La utopía del Paraíso desempeña un papel central en la más emocionante aventura del Descubrimiento, el tercer viaje.

La personalidad de Colón, por su formación intelectual y humana está totalmente integrada en la Edad Media. Por eso tiene que abandonar Portugal en el año 1485 ya viudo y sin otra compañía ni riqueza que su alucinado ideal. Pero en los reinos de España –a pesar de la lógica resistencia de la ciencia oficial– encuentra pronto insensatos que participan de sus ideas. Y lo que todavía es más importante, la propia Isabel de Castilla juega magistralmente con su doble oficio de mujer y de reina y sin tener en cuenta los razonamientos de los varones más ilustres y el escepticismo e indiferencia de su mismo esposo, decide en el último momento apoyar el imposible proyecto.

Desde ahora Colón se va a convertir en su propio mito. Muchos años después de realizar su primera expedición escribe de sí a través de una profecía –por supuesto apócrifa– de Joaquín de Fiore: «El abad Johachín, calabrés, diso que había de salir de España quien havía de redificar la Casa del Monte Sión». Y traduce los versos de la Medea de Séneca en unas pocas líneas que no tienen ortografía ni vocabulario ni sintaxis, pero que a pesar de todo eso son un documento verdaderamente impresionante. «Vernán los tardos años del mundo ciertos tiempos en los cuales el mar Océano afloxerá los atamentos de las cosas y se abrirá una grande tierra, y un nuebo marinero, como aquel que fué guía de Jasón, que obe nombre Tiphi descubrirá nuebo mundo y entonces non será la isla Tille la postrera de las tierras.» A finales del siglo XV Thomasso Campanella, en libro dedicado precisamente a los reyes de España resume magistralmente el sentido de la empresa colombina. «El Reino de Dios empezó en Jerusalén y a Jerusalén volverá después de dar la vuelta al orbe.»

La aventura

El prólogo de la crónica del primer viaje define con toda precisión su objetivo central: «Por la información que yo había dado a Vuestras Altezas de las tierras de India y de un príncipe que es llamado el Gran Can, que quiere decir en nuestro romance Rey de Reyes, cómo muchas veces él y sus antecesores habían enviado a Roma a pedir doctores en nuestra santa fe porque le enseñasen en ella y que nunca el Santo Padre le había proveído... Vuestras Altezas, como católicos cristianos y príncipes amadores de la santa fe cristiana y acrecentadores de ella y enemigos de la secta de Mahoma y de todas idolatrías y herejías, pensaron en enviarme a mí, Cristóbal Colón, a las dichas partidas de Indias para ver los dichos príncipes y los pueblos y tierras y la disposición de ellas y de todo, y la manera que se pudiera tener para la conversión de ellas a nuestra santa fe.» Así pues, el planteamiento mismo de la empresa es ya un descomunal anacronismo, pues pretende repetir siguiendo el camino de occidente pero con dos siglos de retraso el proyecto de alianza con el Imperio Mongol, que en la mitad del siglo XIII –la época de Marco Polo, de Luis IX y de Clemente IV– es una gran potencia enemiga del Islam, pero muy poco después queda desintegrado y totalmente anulado.

Con esa finalidad y con el visto bueno de los reyes de España, el día 3 de Agosto de 1492 sale del puerto de Palos de Moguer la expedición más extravagante de toda la historia. Unos cuantos marineros abandonan la tierra rumbo a un horizonte absolutamente desconocido, a bordo de tres pequeñas embarcaciones y con alimentos para unas escasas semanas. De acuerdo con las mediciones más exactas de los astrónomos de la antigüedad el Extremo Oriente está a mucho más de un año de recorrido, pero el optimismo de Colón hace que sus acompañantes emprendan el viaje con un espíritu lúdico verdaderamente medieval. Las naves reciben los carnales apelativos de la Pinta, la Niña y la Marigalante, y tiene que ser el propio almirante quien ponga un punto de seriedad, bautizando Santa María a la nao carabela capitana. La bandera de los Templarios, expulsada primero de Jerusalén y después de todos los reinos de Europa, adorna las velas y camina de nuevo hacia su primer destino, «la Casa Santa».

Naturalmente, toda esta acumulación de errores forzosamente tiene que tropezar en algo nuevo e inesperado para todos y especialmente para el propio Colón. Cuando los expedicionarios alcanzan tierra el 12 de Octubre en Guanahaní, que rebautizan con el nombre de El Salvador, en las Bahamas y después tocan otras islas del mismo archipiélago –la Santa María, la Isabela, la Fernandina y cuando sobre todo llegan a las Grandes Antillas, contornean Cuba– la Juana y finalmente van a dar a Santo Domingo –la Española– el Almirante está totalmente seguro de haber llegado a los dominios del Gran Can. La aparición de grandes cantidades de oro –totalmente imaginario– y el empleo de unas etimologías, destinadas –igual que en Isidoro– a asegurar la identidad real de cada cosa –Civao por Cipango, caribes por canibas– son la confirmación de su descubrimiento.

En todo caso cuando Colón emprende la vuelta a España deja ya preparado el escenario del segundo viaje. Esta vez al frente de dieciocho naves continúa la exploración y el poblamiento de todas estas islas y descubre además Jamaica y Puerto Rico. Por supuesto que el Almirante sigue fiel a su proyecto inicial de entrar en contacto con el mítico Imperio Tártaro y aprovechar de paso las infinitas riquezas del Oriente. Todavía en el testamento deja encargado a su hijo Diego «ayuntar el más dinero que pudiere para ir con el Rey Nuestro Señor, si fuere a Jerusalén a le conquistar» y resume su primera hazaña escribiendo que en el año de noventa y dos descubrió «la tierra firme de Indias y muchas islas entre las cuales es la Española, que los indios de ella llaman Ayte y los monicongos de Cipango».

En el año 1498 Colón organiza una tercera expedición, siguiendo un camino que hasta entonces nunca había ensayado. Al llegar a las Canarias envía el grueso de la flota derechamente a la Española, y tomando él una nao y dos carabelas navega hacia el sur, pasando por las islas del Cabo Verde y llegando a la latitud de cinco grados en el paralelo de Sierra Leona. Después de sufrir durante ocho días un calor apenas soportable decide seguir, aprovechando el viento de levante, la dirección oeste, con la esperanza de encontrar el mismo «mudamiento de temperanza», que ya ha experimentado en su primer viaje al traspasar la raya de las doscientas millas a poniente de las Azores.

Después de diecisiete días de navegación siempre con viento a favor alcanza la desembocadura del Orinoco y observa allí un cambio total en el clima, la vegetación y el aspecto y la forma de vida de los hombres. La temperatura es suave y no cambia del verano al invierno, las tierras son tan lindas «como las huertas de Valencia en Marzo», los que le salen al encuentro «todos mancebos, de buena disposición y no negros, salvo más blancos que otros que haya visto en las Indias, y de muy lindo gesto y fermosos cuerpos y los cabellos largos y llanos, cortados a la guisa de Castilla». Lo que es más prodigioso todavía, hay en las dos bocas del mar un rugir muy fuerte, que es pelea de dos aguas. «La dulce empujaba a la otra porque no entrase y la salada para que la otra no saliese», pero al tomar la boca del norte «hallé que el agua dulce siempre vencía». En cuanto al cielo –probablemente por la refracción de la luz en la zona ecuatorial, tanto mayor cuanto más fría y densa sea la capa de aire– «hace gran diferencia en poco espacio», pues la polar está al anochecer alta de cinco grados y sólo a la media noche alta de diez.

Esa trasformación de los cielos y los climas es más que suficiente para disparar la prodigiosa imaginación de Cristóbal Colón. Hay que corregir según él la astronomía y la geografía de los sabios antiguos y modernos, pues la Tierra sólo tiene forma esférica en la parte donde están Europa y África, mientras que más al occidente de las Azores y sobre todo en la nueva tierra descubierta al suroeste es como una pera o más exactamente «como una teta de mujer en una pelota redonda». Esa zona es la más noble por hallarse «más propincua al cielo», y en lo más alto de ella está sin duda el Paraíso Terrenal, y la fuente prodigiosa de donde salen los cuatro grandes ríos, el Eufrates, el Tigris, el Nilo y el Ganges. «El sitio es conforme a la opinión de estos santos e sanos teólogos, y así mismo las señales son muy conformes, que yo jamás leí ni oí que tanta cantidad de agua dulce fuese así dentro e vecina con la salada ; y en ello ayuda así mismo la suavísima temperancia.»

Por segunda vez la acumulación de hipótesis imaginarias desemboca en un descomunal hallazgo. Colón sigue implantado en la Edad Media, pero esta vez no piensa en los tártaros ni en la reconquista de Jerusalén, ni siquiera en las Indias. «Creo que esta tierra que agora mandaron descubrir Vuestras Altezas sea grandísima y haya otras muchas en el Austro de que jamás se hobo noticia.» Su vecindad con el Paraíso Terrenal asegura la templanza del clima y la diversidad de las estrellas y las aguas, tanto mayor cuanto más al sur se traspase la línea equinoccial, remontando la parte más noble y cercana al cielo. La carta del Almirante es el primer anuncio de que los reyes de España «tienen aquí otro mundo», el más extenso y el mejor que hasta entonces el hombre ha podido conocer o imaginar.

Durante más de tres siglos la Edad Media proporciona a Colón la materia para construir sus propias andanzas. Las aventuras ecuménicas de Marco Polo y de Luis IX en busca de los tártaros, los ideales de los Templarios, las esperanzas escatológicas del séptimo milenario, las enciclopedias geográficas que sacralizan la Tierra adivinando entre sus zonas más desconocidas y misteriosas el mismo paraíso terrenal, las detestables etimologías de Isidoro de Sevilla y sus imitadores, las profecías de la Biblia y de los libros apócrifos, los colosales hallazgos de los modernos y sus colosales errores, todo ello junto hace que al tropezar con las nuevas tierras, el navegante vea realizada su utopía.

El Pacífico

Las hazañas de los grandes capitanes y colonizadores de la antigüedad se desarrollan en un escenario muy real, y muy conocido gracias a los mapas y a las cartas de navegar de los geógrafos. El mundo antiguo está cerrado sobre sí mismo y es para quienes están en él una ecumene, una habitación rodeada por la frontera invencible de los océanos. Las más precisas descripciones de los griegos y romanos, y los más toscos beatos medievales reproducen ese universo familiar, dentro del cual proyectan los hombres su vida individual o colectiva con la seguridad de quien conoce su casa o su ciudad.

Cuando Colón comienza su aventura marinera, todavía se mueve en esa visión de los antiguos y los medievales. El mapamundi que tiene en su imaginación y que le sirve de brújula es el mismo de los astrónomos de Alejandría, reducido a casi la mitad de su extensión por los cálculos de Pedro de Ailly. Los países que quiere alcanzar por un nuevo camino son los mismos que ha visitado Alejandro hace dieciocho siglos, y Marco Polo y los embajadores de Luis IX en tiempo de las cruzadas: la India, Catay y Cipango. Los mitos de la Edad Media sólo sirven para decorar ese universo y hacer atractivos los proyectos más insensatos.

A principios del siglo XVI los viajes de Américo Vespuche, el descubrimiento del Océano Pacífico por Vasco Núñez de Balboa y la expedición de Magallanes cambian bruscamente y amplían este escenario. Por primera vez los hombres se enfrentan a un mundo totalmente desconocido, formado por islas y continentes que no están en ningún lugar de los viejos cartularios, que ni siquiera tienen nombre ni historia. Ahora más que nunca es preciso dar realidad a una utopía.

Los cronistas de Indias no tienen ante sus ojos un mapa de las nuevas tierras, de los pueblos que las habitan o de las riquezas que esconden. No disponen tampoco de un camino a seguir previamente trazado, ni de un destino en su viaje a ninguna parte. Por eso sus libros tan originales como escasos en número –son exactamente diecinueve– describen la historia desde el punto de vista de quienes la están haciendo. Lo primero que cuentan son las propias hazañas, y su mundo es nuevo por partida doble, pues además de ser del todo desconocido, termina siendo producto de la acción y la palabra del mismo historiador.

Las Relaciones de Hernán Cortés y la crónica de Bernal Díez del Castillo describen la conquista de Méjico a través de libros que son al mismo tiempo una historia fiel y una novela de aventuras. Cuando en la primera mitad del siglo XVI los conquistadores quieren explorar las islas y el estrecho del Pacífico Norte, su busca se complica con las profecías bíblicas y hasta con los relatos de caballerías. Y desde 1550 Perú, situado por debajo de la línea equinoccial, descubre, siguiendo utopías cada vez más insensatas, primero las islas que están en su mismo paralelo y después los territorios desconocidos del hemisferio austral.

Los reinos de España y los exploradores y conquistadores que desde ellos se embarcan a las Indias, organizan su aventura siguiendo una pintoresca división de trabajo. La ciencia geográfica y la correspondiente técnica de navegación son dos oficios secundarios profanos y hasta sospechosos de herejía, y quedan reservados con brillantes excepciones a portugueses e italianos. El hidalgo español es impermeable al pensamiento racional pero en cambio es fiel al ideal del aventurero andante.

La expedición de Magallanes

En Octubre del año 1519 sale rumbo a las nuevas tierras una flotilla de cinco naves, financiadas por los banqueros alemanes y castellanos, promovida por la firme decisión del tudesco Carlos I y dirigida por un marino portugués, Hernando de Magallanes. La presencia de los extranjeros, por otra parte inevitable, vista la escasa afición de los castellanos por las ciencias exactas y las técnicas de navegación, han retrasado el viaje cerca de dos años, y lo que es más grave, están a punto de hacerle fracasar en su momento decisivo, cuando los capitanes españoles de las otras cuatro naves proyectan amotinarse contra su comandante al Sur de la Patagonia.

Comparando la relación del primer viaje de Colón con los libros de Antonio Pigafetta, uno de los dieciocho privilegiados que consiguieron rematar la hazaña de rodear el mundo, salta a la vista la semejanza entre la conducta y el ideal de los dos navegantes. Aunque Magallanes se mueve en un horizonte todavía más amplio, las etapas sucesivas de su empresa hasta su muerte, se corresponden punto por punto con los pasos dados por el mismo Colón. El primer libro cuenta cómo el descubrimiento del nuevo mundo se corresponde y completa con el acceso al Mar del Sur a través de un desconocido brazo de mar.

La narración de Pigafetta describe después la increíble hazaña de los navegantes que atraviesan de este a oeste y desde la punta sur del nuevo continente hasta los diez grados de latitud norte, el ancho océano, viviendo al día y sin ningún punto de referencia ni otro camino que el trazado por su marcha. Por eso tienen que prescindir de una geografía todavía desconocida, y recurren para dar nombre a las nuevas tierras a la cuarta dimensión temporal del calendario. Cuando llegan a las actuales Filipinas utilizan el nombre del santo del día y las llaman archipiélago de San Lázaro.

Desde su llegada en Marzo de 1521, Magallanes conoce sucesivamente las islas de Samar, Leyte, Cebú y Mactán donde muere violentamente el 27 de Abril, pero todavía sus sucesores completan la exploración y visitan Bohol, Mindanao y Palawan. El cronista del viaje repite constantemente los dos motivos centrales de la utopía colombina, en primer lugar la abundancia de oro en los adornos de los indígenas y en su continuo intercambio de regalos con los navegantes. Magallanes encuentra el metal precioso en abundancia, hasta tal punto que en muchas ocasiones finge despreciarlo para que pierda valor en cualquier posible intercambio futuro.

La otra preocupación de Magallanes, que registra fielmente el libro segundo de Pigafetta, es la conversión al cristianismo de aquellos pueblos gentiles, vecinos de los musulmanes que ocupan Borneo y las Molucas. El propio descubridor portugués se adelanta al envío de misioneros y preside esta tarea de evangelización con sumo celo y al parecer hasta con carisma de curaciones. Todos los pueblos y a la cabeza sus reyes, queman a sus ídolos, reciben el bautismo en masa y al mismo tiempo se hacen vasallos del Emperador Carlos.

A la muerte de Magallanes, motivada por su exceso de celo político -religioso, la expedición pierde su carácter utópico, convirtiéndose en una empresa puramente mercantil. Al llegar a las Molucas se comercia con los reyes moros de las islas, de acuerdo con un sistema muy preciso de pesos, medidas y monedas, se renuncia a todo proselitismo, y desde entonces en la narración de Pigafetta, la especia más codiciada, el clavo, ocupa el lugar central que pertenecía antes al oro, el metal mítico y sagrado por excelencia.

La Isla de San Bartolomé

Las expediciones del Pacífico están llenas de descubrimientos al parecer insignificantes, que sin embargo sirven de foco en torno al cual cristalizan los mitos más estupendos. En el año 1525 la armada de Loaysa, con el pretexto de llegar a las islas de las especias, camina en busca de uno de los objetivos de Colón, la riquísima Cipango. Los navegantes «muy fatigados e trabajados», ponen rumbo al sur, hacia las Molucas, y al llegar a los catorce grados de latitud norte descubren un arrecife de coral, al que ponen nombre de isla de San Bartolomé. Con toda seguridad es un atolón, colocado en el archipiélago de las Marshall, de acceso imposible por los bajos que le rodean e impiden la entrada.

Todos estos caracteres disparan la imaginación de los navegantes que vienen quince años después, comandados por López de Villalobos, rumbo a Mazagua en las Filipinas. Efectivamente, una de las misiones que el virrey Mendoza, hombre muy leído le encomienda, es la exploración de la isla de San Bartolomé, situada a catorce grados al norte e identificada con el atolón descubierto por Loaysa. Ya entonces se identifica con Ofir, de donde Salomón sacó el tesoro para edificar su templo, y por si esto fuera poco, con la tierra de donde vienen los Reyes Magos precedidos por su estrella.

La isla de San Bartolomé, tal como la describen sus descubridores, tiene un fuerte parecido con la que describe. Tomás Moro precisamente con el nombre de Utopía. Moro, que publica su libro en 1516 conoce los descubrimientos portugueses en el Océano Indico y particularmente en los arrecifes de coral que hay entre los dos trópicos. Según esto sitúa su isla ideal en un lugar indeterminado, relativamente cercano a la isla Taprobana, la actual Ceilán, y la ciudad india de Calicut. En cuanto a la palabra Utopía –fuera de lugar– alude a su carácter inaccesible y demuestra además la preocupación por presentar un ideal casi celeste, frente a la sórdida realidad de los poderes entonces establecidos en Europa.

La imaginación del humanista y la de los navegantes sitúan esa especie de paraíso perdido en una isla de coral tan bella como difícil de alcanzar. Está trazada a compás y tiene forma de luna creciente con una entrada de diez millas, tan llena de bajos y arrecifes que para sortearlos hace falta la ayuda de un ciudadano utópico. Por supuesto que Moro no tiene en cuenta las leyendas bíblicas de Ofir, ni el oro santo que edificó el templo de Jerusalén y más tarde se ofreció a Jesús. Lo sustituye con ventaja por un género de vida feliz, justo y pacífico, tan cerrado a la estupidez humana como el primer jardín.

A principios del siglo XVII Francis Bacon imagina en medio del Pacífico una isla, que le sirve para exponer sus ideales científicos y para desmitificar la leyenda de los descubridores. Los habitantes de la Nueva Atlántida han recibido por mar una caja de cedro con todos los libros del Antiguo y del Nuevo Testamento, enviados precisamente por Bartolomé «servidor del Altísimo» y prologados por una carta del mismo apóstol. Es la versión protestante de la leyenda, que pone de relieve la transmisión escrita de la palabra de Dios, sin ninguna referencia a la predicación oral.

También la leyenda de la edificación del templo gracias a las riquezas de la isla es sometida a un enérgico proceso de racionalización, por otra parte muy de acuerdo con ideas del propio Bacon. La prosperidad de la Nueva Atlántida y el mismo nombre de Salomón nada tiene que ver con el oro, sino con la actividad de una institución central y venerable, que es su joya de mayor valor. Efectivamente, la «Casa de Salomón» tiene por misión según palabras literales de su padre, ampliar los límites de la mente humana para realizar cuanto sea posible.

Las Islas de Salomón

En 1552 una armada comandada por López de Villalobos parte de Nueva España con destino a las islas de San Lázaro donde Magallanes había tenido feliz acogida, y con buen cuidado de no perder de vista el atolón de San Bartolomé. La expedición fracasa al no poder encontrar su camino de vuelta, pero cuando se dispersan los navíos, uno de ellos al mando de Ortiz de Retes, descubre una tierra de gran dimensión, tal vez un nuevo continente, al que dará el nombre de Nueva Guinea a cinco grados sur de la línea equinoccial.

El descubrimiento de Nueva Guinea, situada precisamente en la misma latitud geográfica que el virreinato del Perú, y la noticia de un archipiélago , interpuesto entre los dos territorios, son la ocasión de una nueva y escuálida expedición, compuesta sólo por dos naves, que sale del puerto del Callao en 1567 al mando de Álvaro de Mendaña. Las hipotéticas islas a que se dirige están llenas de misterio y de maravillas, y la nao capitana recibe el nombre de «Los Tres Reyes».

Todo esto quiere decir que los navegantes han imaginado ya una leyenda antes incluso de que se realice. Otra vez se identifican Ofir y Tarsis con las islas que han proporcionado a Salomón el oro para la construcción del primer templo. Pero además esa tierra es la misma donde reinan los Tres Magos, y desde donde viajan, orientados por su estrella a llevar su tesoro al recién nacido Jesús. Sin creer en esta utopía es imposible decidirse a dar un paso por el infinito Mar del Sur, y mucho menos atreverse a recorrer dentro de él, cerca de mil quinientas millas.

Cuando, antes de llegar a Nueva Guinea, descubren la primera isla de un nuevo archipiélago, una serie de azares reales e imaginarios confirman el objetivo del viaje. Según el testimonio unánime de los navegantes, aparece frente a ellos una estrella como la que condujo a los tres reyes. Con toda seguridad es el planeta Venus, pero en aquellos momentos la astronomía no es una técnica que señale una dirección, sino una teología que se abre hacia un destino. Además da la casualidad de que los indígenas llaman a la bahía donde desembarcan, Samba, y esto basta para que los españoles identifiquen la tierra a la que han llegado con Saba, de donde según el capítulo 60 de Isaías vendrán todos trayendo oro e incienso y alabando a Dios.

El primer libro de los Reyes cuenta cómo precisamente la reina de Saba viene hasta Jerusalén y cómo proporciona a Salomón una enorme cantidad de oro. Esa noticia, complicada con los viajes de Hiram de Tiro y con la construcción del Templo, da origen a la leyenda según la cual el mismo Rey trae por el mar desde esa mítica isla el tesoro con el que edificará la Casa Santa. Los navegantes todavía enredan más la historia, identificando la tierra recién descubierta –Santa Isabel de la Estrella– con Tarsis, Ofir, y Saba, a donde primero acudió Salomón y donde después vivieron los Magos.

Geográficamente la isla recién descubierta es circular, muy semejante al atolón de San Bartolomé, con un volcán en el centro, rodeado de arrecifes y sólo accesible gracias a la milagrosa luz de la estrella. Todas estas circunstancias juntas hacen que tanto Santa Isabel como las tierras que la rodean reciban y mantengan todavía el nombre de archipiélago de Salomón.

La Nueva Palestina

Los sucesivos arrebatos utópicos de los navegantes españoles descubren en un radio inmenso alrededor del Pacífico una serie de islas, que de mil formas parecen cumplir sus esperanzas. Falta visitar el Mar del Sur por debajo de los veinte grados de latitud meridional en busca de una Tierra Austral que nadie ha visto, y sólo tiene el nombre de Incógnita. Ya a mediados del siglo XVI Urdaneta había proyectado esta aventura, que fracasó por la muerte de su valedor el Virrey Velasco y por la prudencia y el realismo de la Audiencia de Méjico.

En los primeros años del XVII Pedro Fernández de Quirós, una mezcla de cosmógrafo, navegante y místico, se siente llamado a emprender el descubrimiento del cuarto continente. En vista de la negativa del virrey del Perú, visita España y al fin consigue convencer al mismo Papa Clemente VIII de la viabilidad y el provecho de la empresa. Después de todas estas idas y venidas, que recuerdan las del mismo Colón, parte como él en tres naves desde Callao hacia un horizonte del todo desconocido.

Esta vez no va detrás de los tesoros bíblicos, ni busca la India, ni Catay ni Cipango. Su utopía es mucho más atrevida y se inspira en la escatología trinitaria de Joachim de Fiore, según el cual, tras el reino del Padre –el Antiguo Testamento y la institución familiar– y el del Hijo, representado por la Iglesia jerárquica, ha de llegar el momento definitivo de la historia, el reino del Espíritu que se comunica directamente a los hombres comunes y a los monjes –los parvuli y los spiritales– en un régimen de libertad.

Sólo desde estas ideas se puede entender el desarrollo y el desenlace de su extraña aventura. Después de una navegación errática, que baja primero a los 27 grados de latitud sur y desde allí sube hasta los 15 grados, sin haber descubierto nada de interés, la expedición llega a la vista de una pequeña isla de las Nuevas Hébridas, que desde el primer momento se toma por tierra firme y más todavía por la cuarta parte del globo.

Quirós está convencido de que se ha cumplido la utopía de «mi padre San Francisco» y pretende crear aquí una Nueva Palestina y una nueva ciudad de Jerusalén, que dé cumplimiento a la profecía del abate Joachim. La víspera de Pentecostés toma posesión de todas las islas descubiertas y por descubrir hasta el polo sur, crea la Orden del Espíritu Santo, donde han de militar los futuros encomenderos, simboliza el fin de la esclavitud dando libertad a dos esclavos, y llama a la nueva tierra «Parte Austral del Espíritu Santo».

A pesar del fracaso de esta expedición y de la dispersión de sus naves sin lograr sus objetivos, todavía en 1618 un lector de Joachim de Fiore propone al rey Felipe III la colonización de esa región austral, donde sólo habían de tomar parte los frailes franciscanos para que la profecía se cumpliese plenamente. Así pues durante todo el siglo XVI y la mitad del siguiente, el Pacífico es una inmensa avenida marítima por donde se pasean sin otro ideal que su imaginación, los navegantes españoles.

 

El Catoblepas
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