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El Catoblepas, número 48, febrero 2006
  El Catoblepasnúmero 48 • febrero 2006 • página 3
Guía de Perplejos

De la curiosidad

Alfonso Fernández Tresguerres

Elogio de la curiosidad y refutación de sus críticos

1

Conocida es la afirmación de Aristóteles según la cual lo que propiamente habría movido a los hombres a filosofar fue el asombro o la admiración –y tanto valdría, creo yo, decir la curiosidad– ante la contemplación del Universo o de la physis. Mas, sin ulteriores matizaciones, esto no es decir gran cosa, pues no se entiende por qué de tal admiración o curiosidad habrían de nacer necesariamente la ciencia o la filosofía, en lugar de la fabulación mítica o mágica, la técnica, e incluso la religión, pues todas ellas son hijas, igualmente, de un asombro similar. Para dar cuenta del nacimiento del saber científico o filosófico es menester tomar en consideración otra serie de circunstancias muy concretas, y no basta con ese mero (y difuso) maravillarse ante el Cosmos. Pero teniendo en cuenta que todos los que acabamos de mencionar son saberes de algún tipo, acaso sí tendría sentido decir que del asombro nace el saber, pues quien se asombra es casi seguro que acabará por advertir y reconocer que no sabe, y un reconocimiento tal de la propia ignorancia (de ese saber que no se sabe) terminará por despertar, con toda certeza, la curiosidad y, con ella, el deseo de conocer; si es que todo eso –asombro, reconocimiento de la ignorancia, deseo de saber y curiosidad– no es, en el fondo, una y la misma disposición. Y adviértase que yo no pretendo insinuar que Aristóteles no haya reparado en esto que digo: «el que se siente perplejo y maravillado –leemos en Metafísica, 982b– reconoce que no sabe (de ahí que el amante del mito sea, a su modo, 'amante de la sabiduría')». Pero que el amigo del mito lo sea, asimismo, de la sabiduría, es decir, que sea, a su manera, «filósofo», significa, ciertamente, que el mito es una forma de «saber», que tiene –también podemos decirlo así– su logos propio. Y, desde luego, cuando entendemos el término «saber» en ese sentido amplio, no hay mayores inconvenientes en considerarlo nacido del asombro o la admiración; mas cuando pasamos del saber (fruto siempre de la perplejidad) a los saberes concretos, y entre ellos a la ciencia y la filosofía (y esto es lo único que yo quería subrayar), es necesario movilizar otros factores explicativos, sin los cuales, decir que la filosofía nace del asombro o de la curiosidad, es afirmación del todo huera y banal.

Como quiera que sea, si convenimos en considerar el saber como el resultado (o uno de los resultados) de una actitud inteligente ante el mundo, y si nos mostramos asimismo de acuerdo en que el camino que al saber conduce tiene su punto de arranque en la curiosidad, inseparable del hacerse cuestión de los más variados asuntos y de la interrogación, entonces deberemos mostrar, por similares motivos, nuestro asentimiento a la conjetura de que lo que llamamos «inteligencia» guarda con la curiosidad una relación tan estrecha, al menos, como la que tiene con la propia duda, la sospecha o la disposición interrogativa, si no es que lo que acaso suceda es que todos esos nombres («inteligencia», «curiosidad» «duda» o «interrogación») denotan una única y sola realidad: la actitud de situarse ante el mundo manteniendo la permanente sospecha de que en éste, necesariamente, las cosas no siempre son lo que parecen ser.

Mas repárese en que lo dicho no nos obliga a hacer nuestra la tesis de que el conocimiento tiene por fuerza su origen en la duda, y menos en una duda universal y completa (aunque sea metódica), porque, antes bien, con frecuencia sucede lo contrario, esto es, que el saber nace de otros conocimientos firmes y de otras verdades sólidamente establecidas, entre otras razones porque sólo a partir de un estado tal tiene sentido la indagación: desde un no saber absoluto o desde una duda total, ni siquiera nos hallaríamos en condiciones de determinar cuáles son las preguntas pertinentes (afirmación ésta, me parece a mí, muy próxima a la tesis defendida por Platón en el Menón). La filosofía, por ejemplo, no se generó a partir de una oscuridad plena ni de una duda absoluta, sino de la luz arrojada por conocimientos científicos (acaso principalmente geométricos) y tecnológicos objetivamente válidos; y lo que es más: únicamente dada una situación inicial de saber cobra algún sentido la actitud de dudar y la curiosidad que empuja a ir más allá de lo sabido o a ponerlo en cuestión, aunque no sea más que para averiguar si podría ser de otro modo. La duda no puede alimentarse de la duda, ni por lo general desemboca en ella, sino en nuevas evidencias o verdades. Es cierto, como tantas veces se ha dicho, que todo principiante es un escéptico, pero lo es, asimismo, que todo escéptico es un principiante. Ahora bien, el camino que conduce de unas verdades a otras, sólo en compañía de la duda o del asombro puede ser recorrido: sin tales aditamentos ni siquiera abrigaríamos la sospecha o la esperanza de que exista tal camino. Y por eso la curiosidad es enemiga de la satisfacción y de la confianza plena en uno mismo o en los logros alcanzados. Quien ha perdido la capacidad de maravillarse ante el mundo (o quien nunca la ha tenido), vive cómodamente instalado en la realidad tal como ésta le es dada, o en una realidad que ha sido creada, por otros, para él, y sólo nominalmente puede considerarse miembro de una especie inteligente; porque la inteligencia consiste, ante todo, en correr riesgos, aunque sea el riesgo de errar o el de pasar de la seguridad a la zozobra o la desdicha. Tal es, creo yo, la lección última de la caverna platónica y los prisioneros que la habitan. Tal es, interpreto también, el sentido del lema ilustrado: ¡Sapere aude! En efecto: atrévete a saber, aun en el supuesto de que no te guste lo que descubras. Atrévete a darte la vuelta, podría haber dicho Platón, y a despojarte de la inocencia y la tranquilidad que te proporcionan las sombras conocidas.

Tiene, pues, la curiosidad su grandeza y su importancia, mas también sus peligros; y no carece de interés y utilidad percatarse de ello, por si fuese llegado el momento de tener que afrontarlos como justo pago a la satisfacción de aquélla. Ningún goce es superior al del descubrimiento y el saber, especialmente si la duda y la indagación lo han precedido. Pero no dejará de haber quien diga que ocasiones hay en las que quizá fuera preferible no saber, especialmente si con ello nada se gana (ni siquiera la dicha del saber mismo) y, por contra, se pierde algo (aunque no sea más que la tranquilidad). O como de manera más concisa apunta nuestro refrán: «ojos que no ven, corazón que no siente». Asuntos, pues, que no se refieren a un saber desinteresado acerca del mundo y de las cosas, sino, de manera muy inmediata, a un saber (profundamente interesado) acerca de nosotros mismos, o por mejor decir, de aquello que nos afecta de modo directo. A mí, sin embargo, no me es fácil convenir, al menos por principio y con carácter general, en esta recusación, aunque sea restringida, de la curiosidad, pues si es cierto, seguramente, que ningún dolor se encierra en la ignorancia cuando ésta es absoluta (es decir, cuando no sólo no sabemos, sino que ni siquiera sabemos que no sabemos, o, lo que es igual, cuando ni siquiera sabemos que haya algo que saber), creo también que ninguna desdicha mayor que el desconocimiento cuando se ve acompañado de la duda y la incertidumbre, de la sospecha y el temor. Tales circunstancias, que son acicate y estímulo para el estudio y el pensamiento cuando se trata de cuestiones a las que podemos mirar y tratar con un relativo y sereno distanciamiento, resultan, en cambio, en aquéllas otras en las que se halla en juego nuestra dicha o nuestra tranquilidad, espina excesivamente dolorosa que más vale arrancar de una vez que tenerla permanentemente clavada.

No sé si alguna excepción podría hallarse a lo que digo, pero, desde luego, ésa no es, en contra de lo que sostiene Montaigne, el caso de la cornamenta. Sé que el ejemplo es un tanto frívolo y fuera de lugar (no se me recrimine por ello: además, es suyo, no mío), pero ejemplo, al cabo, del que hay que decir que a las razones del filósofo francés pueden oponerse otras:

«Os secáis y morís en el inquirimiento de una comprobación tan tenebrosa. ¡Cuán lastimosamente llegaron a ella aquéllos de mis conocidos que lograron tocarla! […] No es objeto de burlas menores quien se encuentra apenado buscando la causa de su deshonra que aquel que todo lo ignora. El carácter de la cornamenta es indeleble; a quien una vez le crecieron los cuernos no se le caen jamás: el castigo lo declara más que la falta. ¡Bueno es eso de querer arrancar de la sombra y de la duda nuestras desdichas privadas para trompetearlas en andamios trágicos! Errado proceder, si los hay, puesto que estos males no punzan sino por la divulgación: buena esposa y matrimonio bueno se dice, no de quienes realmente lo son, sino de quienes las cualidades se callan»,

asegura él. O lo que es lo mismo: lo malo no es ser cornudo, sino saberlo, o mejor aún, que se sepa. Mas no veo por qué no habría de poder decirse que lo malo no es ser cornudo, sino ignorarlo, puesto que con el conocimiento (que no equivale a la divulgación o al trompeteo) desaparece el engaño, quedando sólo el hecho desnudo y escueto ante el que puede optarse (en eso allá cada cuál y sus motivos) por el consentimiento o la ruptura. El engaño no existe más que acompañado de la ignorancia (¿no es obvio que si yo sé que alguien me engaña ya no me engaña?). Y disipada la ignorancia, lo que resulta no es un engaño, sino la constatación de haber sido traicionados. Y llegado a ese punto, aun en el supuesto de que alguien se decante por ser cornudo consentido, puede tener al menos la tranquilidad de saber que no es marioneta de otro, sino que es él mismo quien mueve los hilos de su propio negocio. Y la tranquilidad, por añadidura, que, apartado el velo que ocultaba la verdad, genera la disipación de toda duda: se puede vivir con un hecho, por doloroso que sea, mas no con una sospecha.

Pero, en fin, dejemos ya esto de los cuernos. A lo que iba, en cualquier caso (y lo anterior, como decía, no era más que un simple ejemplo), es al hecho de que es distinta la curiosidad dirigida hacia el mundo de aquélla que tiene por objeto los pormenores de nuestra vida diaria; y si gozosa parece ser en toda ocasión la primera, no siempre necesariamente sucede así con la segunda. O dicho como habíamos hecho antes, hablando más en general, que junto a su innegable grandeza, conlleva asimismo la curiosidad, y tal vez sea inevitable, algunos peligros.

Idéntica conclusión es a la que llegamos si decidimos acercarnos a ella desde otro ángulo. La curiosidad, en efecto, podría ser vista como una variedad de la conducta exploratoria. Esta, por así decirlo, constituiría el comportamiento de carácter etológico-genérico, en tanto que la curiosidad propiamente dicha sería una de sus especies. Y digo «propiamente dicha» porque aunque, ciertamente, la conducta exploratoria de los animales (muy acusada en los cachorros, incluidos los de la especie humana) puede ser, sin desatino aparente, ser denominada también «curiosidad», entre ella y la así designada en el caso humano existen importantes diferencias esenciales: en primer lugar, lo que suscita el interés del animal, y aquello que explora, es su medio entorno, siempre limitado, en tanto que el medio entorno del ser humano es el universo todo («exploración del medio», tal podría ser el carácter genérico de la curiosidad, pero que en el caso del hombre ese medio sea el universo entero, vale decir, el medio de todos los medios, conformaría una primera diferencia específica y esencial). Pero también, en segundo lugar, mientras que el animal presta atención a aquello que le afecta de una forma directa e inmediata, a aquello que necesita saber ahora o necesitará saber más adelante, el ser humano, en cambio, le importa incluso aquello que no le concierne de un modo obvio, y experimenta curiosidad ante asuntos que ninguna incidencia tienen en su diario vivir (¿o se dirá, tal vez, que no podríamos continuar existiendo hasta que el sol se apague sin conocer la posible ecuación que dé cuenta de la unificación de las fuerzas elementales o el motivo por el que se produjo la extinción de los dinosaurios?).

Mas la conducta exploratoria, la curiosidad, si se quiere (y aquí quería llegar), tiene para el animal sus pros y sus contras: esencial, sin duda, en la supervivencia, puede abocarle, asimismo, al cebo o a la trampa del cazador, esto es, a la muerte. Con lo que llegamos, por otro camino, a lo que antes decíamos: que la curiosidad no se halla exenta de peligros. Ahora bien, con todo, y aun admitiendo esas consecuencias ocasionalmente dañinas o dolorosas; aun admitiendo que a veces acabemos por saber algo que no teníamos ninguna necesidad de conocer, por principio es siempre preferible el saber al ignorar, porque con sobrada frecuencia resulta más útil y, desde luego, es siempre más gozoso: sin duda que hay muchos placeres, pero el supremo de todos ellos es saber. No se me negará que incluso existe un cierto deleite (morboso, si se quiere) en el descubrimiento de una traición.

2

Descartes, que considera la admiración (en el sentido de admirarse de, no de admirar a, algo muy similar, por tanto, si no idéntico a la curiosidad), que la considera, digo, una de las seis pasiones básicas, la define como «una súbita sorpresa del alma que le hace considerar con atención los objetos que le parecen raros y extraños». Y añade:

«El resto de las pasiones pueden servir para hacer que se observen las cosas que parecen buenas o malas, pero sólo sentimos admiración ante las que parecen raras. Por eso vemos que los que no tienen ninguna inclinación natural a esta pasión son generalmente muy ignorantes»;

las observaciones son, casi en su totalidad, por completo atinadas. Si prescindimos del hecho (por lo demás, bastante insustancial para lo que ahora nos ocupa) de que hoy (a lo que a mí me parece) no consideraríamos que la curiosidad sea una pasión, más que si entendemos tal término en un sentido muy genérico, siendo «pasión» todo aquello que se padece o que se experimenta, pero no cuando utilizamos el concepto en el sentido más restringido y estricto, tal como lo maneja la moderna psicología; si hacemos a un lado tal disquisición terminológica, entiendo que las dos afirmaciones que hace Descartes son profundamente certeras: ser curioso, que más que una pasión sería una forma de ser, o mejor habría que decir, una forma de estar en y frente al mundo, supone no sólo hallarse poseído por el deseo de saber, sino también (y acaso de modo más primario) una manera de ver las cosas y situarse ante ellas, cuyos rasgos más característicos son la perplejidad y la extrañeza (de las que nacerá, al cabo, aquel anhelo de conocer); el ver como raro y extraño no ya, únicamente, lo que en verdad lo es, sino, en ocasiones, incluso aquello que a los más les resulta del todo cotidiano y normal. Y éste es, sin duda, uno de los rasgos constitutivos (tal vez el primordial) de eso que llamamos «inteligencia». El individuo inteligente (el individuo genial, incluso) no es, por lo común, alguien que en un golpe de inspiración (o de fortuna) descubre un paraje absolutamente insólito y desconocido, sino aquél que es capaz de ver lo mismo de otra manera, que es capaz de combinar y relacionar los mismos elementos de otro modo. Y para ello hace falta, ante todo, la disposición a mirar el mundo con ojos de extrañeza, como constituido por un conjunto de fenómenos inusuales y raros; a mirarlo con el desasosiego de averiguar si las cosas que parecen ser como son no podrían ser acaso de otra forma distinta. Estamos otra vez, como no dejará de advertirse, en el corazón mismo de la alegoría platónica de la caverna: a quien todo le resulte familiar y lo considere obvio y habitual, jamás conseguirá liberarse de las cadenas de su propia ignorancia, y vivirá, sin saberlo, como en sueños, en un mundo de simples sombras. Por eso tiene razón Descartes al afirmar que los que carecen de curiosidad son con frecuencia ignorantes; mas sucede eso, no tanto porque la falta de ella les vete el paso a las respuestas, sino, principalmente, porque los torna ciegos a las preguntas. Después de todo, el verdadero ignorante no es primordialmente el que desconoce las respuestas, sino el que ni siquiera advierte que hay preguntas. En último término, las soluciones, cuando las hay, suele ser fácil hallarlas, pero los interrogantes son patrimonio y privilegio de la inteligencia, y ésta no existe allí donde la capacidad de sorprenderse y la curiosidad se hallen ausentes: «Los necios y los estúpidos no están naturalmente inclinados a la admiración», insiste de nuevo Descartes; y de nuevo yo insisto en que está en lo cierto.

3

Mas si la curiosidad engendra la interrogación y el saber, si es, en suma, actitud inteligente ante el mundo, falta saber por qué ha sido tantas veces denostada.

A mi juicio, las razones han sido varias, y erradas todas ellas, nacidas, en algunos casos, de la confusión y el mal entendido, del hecho de considerar «curiosidad» lo que es otra cosa distinta.

De la primera de ellas, puede servirnos de ejemplo el propio Descartes, quien, a los que podemos considerar elogios de la admiración, no deja de oponer también algún reparo. Y entre ellos, el que pueda tornarse excesiva, y venga a dar en lo que él denomina «asombro»:

«un exceso de admiración que siempre es malo [porque] da lugar a que todo el cuerpo permanezca inmóvil como una estatua y a que no se pueda percibir del objeto más que el primer aspecto que de él se presentó, ni, por consiguiente, adquirir un conocimiento más particular de él.»

Ahora bien, aunque resulta obvio que Descartes tiene razón, no es, desde luego, de eso de lo que aquí estamos hablando. Cuando hacemos el elogio de la curiosidad o de la admiración, es claro que no nos referimos a un estado de cosas en el que el asombro adquiriese unas proporciones tales que acabe por convertirse en perplejidad anormal (que nos incapacitaría incluso para llegar a entender los contenidos de la atención) o en sentimiento de extrañeza (que podría conducir, en el límite, a experimentar sentimientos de despersonalización y des-realización, y, en consecuencia, a percibir lo mismo nuestro yo que el propio mundo como algo extraño y ajeno). Sin duda, tales trastornos psicológicos (porque eso son, ciertamente), que suelen darse en esquizofrénicos, y aun en personas que podemos calificar de «normales», cuando se hallan en determinadas condiciones extremas, no tienen nada que ver con el asunto de la curiosidad, tal como aquí lo estamos abordando, por lo que, sin el menor titubeo, podemos dejar esta primera objeción a un lado.

Mas la curiosidad ha sido repudiada también por otros motivos, que si bien tienen más peso que éste que acabamos de señalar, no por ello resultan menos erróneos ni nacidos de confusiones menores. Me parece que el tener plena conciencia de esto es lo que ha llevado a La Rochefoucauld a hacer la siguiente matización:

«Hay varias clases de curiosidad –escribe–: una, interesada, que nos empuja a querer enterarnos de lo que pueda sernos útil, y otra de orgullo, que procede del deseo de saber lo que los demás ignoran.»

Así es, en efecto. Y los hay que han confundido la genuina curiosidad con el entrometimiento o el cotilleo, como también los hay que la han identificado con disposición nacida, a partes iguales, de la vanidad y de la pedantería, y que conduce a querer saber para poder decir que se sabe y alardear de ello, o a coleccionar viajes no por el deseo ver o conocer, sino por el placer de poder presumir de que se ha estado allí. Tales confusiones, acaso más la segunda que la primera, son patentes en algunos de sus críticos. Así sucede con Montaigne, para quien: «La curiosidad es en todas las cosas instrumento vicioso»; mas, sin duda alguna, porque entiende que es siempre pasión nacida de la avidez y la codicia. Y muy similar es la posición de Pascal, quien no duda en equipararla a la vanidad y al orgullo:

«Orgullo: Curiosidad no es más que vanidad. Lo más frecuente no es querer saber más sino poder hablar de ello; de otro modo no se viajaría por mar, si no se había de decir jamás nada de ello, y por el sólo placer de ver sin esperanza de poderlo comunicar nunca.»

Y hasta el propio Descartes ha llamado también la atención sobre esa

«enfermedad de los que son ciegamente curiosos, es decir que buscan las rarezas solamente para admirarlas y no para conocerlas.»

Mas también La Bruyère subraya eso mismo cuando sugiere que la curiosidad es, ante todo, un gusto por lo raro o por lo que está de moda. Pero, además, encontramos en él una importante referencia a la primera de esas confusiones a la que antes me refería: la de quienes la entienden como actitud entrometida y cotilla, propia de quien anhela enterarse de lo que no le concierne, y tanta más curiosidad cuanto más morboso resulta el asunto en cuestión:

«Las gentes –escribe– corren detrás de los desgraciados para mirarlos a la cara; se ponen en la fila o se asoman a las ventanas para ver los rasgos o la actitud de un condenado que sabe que va a morir. Vana, maligna, inhumana curiosidad. Si los hombres fueren sensatos, la plaza pública estaría vacía y sería indiscutible la ignominia de presenciar semejantes espectáculos»;

se trata, obviamente, el señalado por La Bruyére, de un caso extremo, mas, sin llegar a tanto, es patente que la curiosidad puede tomar a veces la forma de un afán, no pocas veces malicioso, por enterarnos de aquello que nada nos importa ni en nada nos afecta. Pero identificarla, sin más (y yo no digo que La Bruyère lo haga), con esta manifestación desviada es teorización en extremo descuidada y negligente. Y puramente ridículo es el deseo de saber nacido del mero prurito de querer que se sepa que sabemos, pero una vez más, reducir a eso la curiosidad supone una estrechez de miras verdaderamente imperdonable. Desde luego, yo no insinúo que ése sea el caso de Descartes, quien parece limitarse a señalar esa variedad como una de sus manifestaciones indeseables, algo en lo que indudablemente tiene razón. Mas lo que no alcanza a entenderse, ni en él ni en La Bruyère, es qué necesidad hay de mezclar el noble término curiosidad con esas formas corruptas, cuando perfectamente pueden ser designadas como chismorreo, mas o menos morboso, o diletantismo, siempre pedante. Que en lo que atañe a Montaigne o a Pascal nos hallemos también ante una cuestión puramente terminológica o que, por el contrario, con toda justicia hayan de ser incluidos en el grupos de aquéllos que reniegan de ella por considerarla siempre fruto de la vanidad y la pedantería, es más discutible. Pero de ser así, seguramente habría que considerar los recelos del primero nacidos de un delicado escepticismo, en tanto que los del segundo probablemente tengan su origen en motivaciones de carácter religioso: la curiosidad como vano deseo de saber, que es constitutivamente pecado o fuente de él.

Como quiera que sea, lo que no parece presentar ninguna duda es que esa última es la razón por la que ha sido largamente condenada en la tradición cristiana. Ahora ya no se trata de que la curiosidad, sea en sí misma, sea en alguno de sus extremos desviados y corruptos, pueda ser equiparada al cotilleo morboso o al pedantesco afán de novedades, sino que es vista, de modo directo, como pecado; pecado de vanidad, mas acaso también de soberbia.

No estaría fuera de lugar, a este respecto, recordar a aquéllos Padres de la Iglesia, representantes de lo que algunos designan como cristianismo cerrado, o también a aquéllos que más tarde (ya en la Escolástica) son conocidos como antidialécticos: en ambos casos se sugiere que el buen cristiano debe dejarse de disquisiciones y filosofías, de vanas curiosidades, en suma, que a nada conducen si no es a la duda y con ella quién sabe si también a perder el alma. Pero podríamos ir a un más atrás, remontándonos hasta el propio San Pablo; y aun llegar al Paraíso, en el que el pecado de Adán y Eva, tanto o más que de cualquier otro tipo, puede ser tildado de pecado de curiosidad; curiosidad, tal vez, de saber qué sucede si se come del fruto prohibido, si acaso será verdad aquello de «seréis como dioses» (con lo que, al cabo, es igualmente pecado de soberbia) Mas supongo que nadie piense que es ésta, pura y simplemente, una fantasiosa y gratuita interpretación mía. Antes bien, idéntica es la posición que encontramos en el mismísimo Santo Tomás de Aquino (aunque él considera tal acción como un pecado múltiple, en el que, a los dos señalados, y a otros, incluye incluso el de gula, lo que, sin duda, resulta excesivo, porque, después de todo, una manzana no es más que una manzana):

«La mujer deseó la elevación y la perfección de la ciencia prometida –leemos en Brevis summa de fide, I, CXC–, y a esto se unieron la bondad y la hermosura del fruto, que le incitaron a comer de él, de suerte que, despreciando el temor de la muerte, traspasó el precepto de Dios, prevaricación que encierra una culpabilidad múltiple. En primer, es pecado de soberbia, porque la mujer deseó la elevación de una manera desordenada; en segundo lugar, es pecado de curiosidad, porque mediante ella aspiró a la ciencia más allá de los límites que estaban marcados; en tercer lugar, es pecado de gula, porque fue incitada a comer el fruto a la vista de su suavidad; en cuarto lugar es pecado de infidelidad, porque desconfió de Dios y confío en las palabras del demonio; en quinto lugar es pecado de desobediencia, porque infringió el precepto de Dios.»

La comisión de la falta, además, como puede verse, fue primordialmente incumbencia de Eva, a la que, ya puestos, habría que atribuirle un sexto pecado: persuadir o incitar al bueno de Adán, quien, como resulta notorio, no era muy dado a disquisiciones filosóficas y se limitaba a dejarse arrastrar mansamente (o lo que es lo mismo: que andaba el hombre algo enamorado). Todo lo cual no fue suficiente para que Nuestro Señor hallara en ello el menor eximente de culpa, de modo que el pobre amante corrió la misma suerte que su pareja, que era, a no dudarlo, lo que él deseaba, porque estoy seguro de que si se le hubiese dado a elegir, antes que el Paraíso solo, hubiese preferido la Tierra (y aun el Infierno) con ella. Se mire como se mire, ni el uno ni la otra se encuentran entre las creaciones más logradas del Gran Artífice.

Pero volviendo a nuestro asunto, necesario es reconocer que aunque Santo Tomás considera la curiosidad nacida siempre de la soberbia y la vanidad, la distingue, al mismo tiempo, de aquel sano deseo de conocer que nos conduce a la verdad divina, y no al pecado y a la perdición, como es el caso de la mera curiosidad.

Mas ya antes San Agustín había hablado de «la tentación de la curiosidad», a la que juzga como una especie de concupiscencia, disfrazada, según él, bajo el nombre de ciencia y conocimiento, y como quiera que radica primordialmente en el apetito de conocer, y son los ojos el principal instrumento de tal conocer (aunque el resto de los sentidos usurpan por analogía ese «oficio de ver»), puede ser denominada «concupiscencia de los ojos»:

«Para satisfacción de esta concupiscencia enfermiza –escribe–, en los espectáculos se exhiben monstruos. Esta concupiscencia nos induce a escudriñar los secretos de la naturaleza exterior a nosotros que ningún provecho tiene saber, ni otro aliciente que el de saberlos. Ella, tirando al mismo fin, hace que busquemos esta ciencia perversa por medio de las artes mágicas. De ahí también que en la religión misma se tienta a Dios cuando se le piden señales y prodigios, no para alcanzar alguna suerte de salud, sino por sola curiosidad y experiencia»;

y es que esa concupiscencia de la curiosidad ni siquiera busca lo agradable o placentero, sino más bien al contrario:

«El placer busca lo bello, lo armonioso, lo suave, lo sabroso, lo blando. Mas la curiosidad busca las impresiones contrarias para hacer prueba de ellas, no ciertamente para sufrir molestias, sino por el vivo deseo de experimentar y de conocer.»

¿Y qué decir de esto? Pues nada en absoluto. Podemos, ciertamente, discutir con La Bruyère o Descartes acerca de lo que hayamos de entender por «curiosidad», o de la conveniencia o no de usar tal término para designar lo que no son más que formas corruptas de ella. O discrepar radicalmente de Montaigne y Pascal, si es cierto que la consideran siempre disposición culpable, nacida de la vanidad y del orgullo; pero entrar a debatir si es o no pecado, se me antoja excesivo, al menos hasta el día en que Dios Nuestro Señor tenga a bien propiciar mi conversión. Conformémonos, pues, con traducir la recusación cristiana a los mismas coordenadas profanas en que se mueven aquéllos que equiparan la curiosidad a la vanidad o a la pedantería, al fisgoneo o al interés morboso y malicioso, y digamos de ella lo mismo que hemos dicho de éstos, a saber: que si bien, en efecto, tales son extremos viciosos y nocivos a los que puede llegar el curioso, confundirlos con la auténtica curiosidad de la que aquí hablamos, es posición nacida de análisis grosero y torpe (y eso por más que no dejemos de advertir que quienes han podido incurrir en tal confusión son hijos de su tiempo, como nosotros del nuestro y se hallan condicionados por la forma en que entonces se entendía la curiosidad, y hasta por el lenguaje con que se pensaba en ella y se la describía).

Y hay, en fin, quienes la han repudiado por entender que conduce a la desdicha y a la infelicidad.

No sé yo si no habría que considerar como padres de esta posición a los antiguos escépticos, al menos esa podría ser una de las posibles interpretaciones de la postura de Pirrón de Elis, para quien él único camino que conduce a la ataraxia es la renuncia a desvelar la naturaleza de las cosas y la epojé. En cualquier caso, la clave de esta tesis parece radicar en el supuesto (del que se hace afirmación) según el cual a más conocimiento, más dolor y menos dicha, porque el saber engendra la lucidez y cuanto mayor es ésta, mayor es el desconsuelo. En consecuencia, si deseamos ser felices, nada más sensato que cortar el saber desde la raíz misma de la que brota, esto es, el deseo de él, o lo que es igual, la curiosidad.

Nadie, que yo sepa, ha hecho la caricatura de estas ideas con más acierto que Erasmo (porque «broma», sin duda, son sus palabras, como el Elogio de la locura todo, según él mismo señala en carta a Martín Dorp). Nadie tampoco ha extraído de forma tan lograda las conclusiones ridículas a las que lleva:

«¿Hay acaso, ¡por los dioses inmortales!, seres más felices que esos hombres que el vulgo llama payasos, tontos, fatuos y locos de remate, apelativos todos ellos espléndidos, a mi parecer? Quizá lo que digo pueda parecer a primera vista estúpido y absurdo, pero de hecho es una gran verdad. Ya, de entrada, esta clase de personas no sienten miedo ninguno a la muerte, mal no pequeño, por cierto; se ven libres del aguijón de la conciencia. No les amedrentan las historias de los muertos. Tampoco les aterran los espíritus ni espectros. No les turba el temor de males inminentes, ni les saca de sus casillas la esperanza de bienes futuros. En suma, les dejan impasibles los mil y un problemas que ofrece la vida. Carecen de vergüenza, ambición, odio o amor. Finalmente, si creemos a los teólogos, cuanto más se acercan a la irracionalidad de los animales, menos capacidad tienen de pecar. Hora es ya de que me cuentes, sabio estúpido, los días y las noches que pasas atormentándote con tus problemas. Haz un recuento de todos tus males, y entonces te darás cuenta de lo que yo he quitado a mis queridos insensatos».

Poco se puede añadir a semejante alegato. Ciertamente, si del saber nace la desdicha, y si la felicidad reside en la ausencia de toda inquietud y de cualquier desvelo, entonces, obviamente, el principio rector que debe gobernar nuestra vida es tratar de ser cada día un poco más estúpidos que el día anterior. O acaso también podamos conectarnos a una máquina similar a aquélla diseñada por Skinner en sus experimentos con ratas, de tal modo que cada vez que la rata apretaba una palanca, experimentaba un orgasmo. Algunos animales perseveraron en tal ejercicio hasta caer muertos. Quizá nosotros podríamos hacer otro tanto: ninguna vida más dichosa ni ninguna muerte más dulce.

Yo no estoy muy seguro de saber en qué consiste eso de ser feliz (más allá de un estado subjetivo de bienestar, perfectamente compatible, por supuesto, con la estupidez, y acaso acrecentado por ella). Ignoro, pues, si la curiosidad nos hace infelices, pero sé con certeza que una vida sin ella no merece la pena ser vivida.

 

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