Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
publicada por Nódulo Materialista • nodulo.org
El Catoblepas • número 47 • enero 2006 • página 7
Texto de la conferencia pronunciada por el autor el día 21 de noviembre de 2005 en la Biblioteca del Barrio de Salamanca de Madrid organizada por la Asociación Cultural «Mas que posmoderno, muy siglo XXI»
1
Las últimas palabras, para empezar
Queridos amigos:
Permítanme que mis primeras palabras en esta charla se refieran al tema de las últimas palabras, entre otras razones porque con ello comienzo a justificar y dar sentido al título de la conferencia. «Dígales que mi vida ha sido maravillosa»: he aquí las últimas palabras pronunciadas por Ludwig Wittgenstein el 29 de abril de 1951 en Cambridge, mensaje célebre y celebrado que tomamos aquí como pretexto a partir del cual desarrollar nuestro particular discurso acerca del contento moral, la ética y la antepolítica: he aquí el subtítulo.
Las ultimas palabras de los grandes personajes, y acaso no sólo de ellos, provocan en nosotros una sugestión poderosa: nos atraen como nos atrae y fascina toda aproximación al abismo y al más allá, a los momentos y situaciones límite. Ese paso hacia la eternidad, esa vuelta hacia dónde hemos venido, lo registra misteriosamente las palabras del moribundo, del ser humano que está a punto de dejar de ser (sin por ello tener que deshumanizarse: he aquí otro enigma), quien tiene un pie aquí y otro allá, quien todavía tiene un hilo de voz para hablar y después callar para siempre. Sugiero que pongamos atención por un momento a estos discursos a punto de interrumpirse, certificados de que se ha vivido, proclamados por los humanos que se despiden del mundo y de sus semejantes. Los que van a morir y nos saluda, y demás tienen algo que decir, que hablen, pues, y que callen para siempre, que descansen en paz.
Hay algunas declaraciones postreras de últimos hombres y mujeres que me tienen verdaderamente fascinado. Citaré algunas de ellas:
Zenón de Citio convoca al final de su vida a la Muerte, mas tratándose la situación, según se cuenta, de suicidio, nos asombra hasta el ultimo minuto proclamando: «Ya voy... ¿por qué me llamas?»
Hay otros que muestran su escepticismo y su mal humor hasta más no poder. El escritor francés Paul Valéry, antes de expirar declara: «La vida, ¡qué bobada!»
No todas las despedidas son tan displicentes como ésta. Veamos otras. Yo siempre he admirado a las personas elegantes, lo que me lleva al mayor tributo que puedo hacerles: mostrarles mi admiración. Pues bien, me quito el sombrero ante Henry James, quien con superior distinción afirma en su fin: «Por fin, esa cosa distinguida, la muerte.»
A unos, el largo adiós se les antoja algo interminable, por ejemplo a Valle-Inclán, que suspira ante la larga noche: «Me muero, pero lo que dura esto...». A otros, en fin, el trance se les pasa, como quien diría, volando y resuelven con cierta jactancia, a la manera del soberano Luis XIV: «Siempre creí que morir era difícil, pero ahora me parece tan fácil...» Esta misma sensación apreció, por cierto, R. L. Stevenson en la última etapa de la vida emocional, momento cumbre en el que confiesa a su mujer: «No tengas miedo. Si esto es morir es bien fácil.»
Celebro decir que existen personajes que hasta el final de sus días no pierden el sentido del humor, don humano inseparable de la elegancia, todo sea dicho. Se habla de un noble inglés (Lord Palmerston, creo recordar) que cruzó la línea de la existencia tranquilizando, y aun consolando, al médico que le asistía ya sin remedio en ese trance: «¿Morir, querido doctor? Le aseguro que eso es lo último que haré en mi vida.»
Hay, con todo, dictámenes sucintos que nos sirven, más que para despedirnos, para iniciar de veras el tema que nos ha convocado hoy en este acto. Me refiero al testamento existenciario de Alejandra Pizarnik, quien, según se dice, declaró al morir simplemente esto: «Me he quedado sin palabras». Para un escritor –escritora, en este caso– qué mejor excusa para ausentarse del mundo de los vivos.
«Me he quedado sin palabras» dicen que dijo Alejandra Pizarnik al final de sus días. «De lo que se puede hablar. Mejor es callarse», escribe Ludwig Wittgenstein como remate definitivo de su Tractatus logico-philosophicus. ¿Van comprendiendo ahora, queridos amigos, el porqué de este prólogo? Sea como sea, tendré que abusar todavía más de su paciencia y pedirles que no dimitan de su puesto, que se queden un poco más sentados en sus asientos, que esperen a que la conferencia concluya, para que puedan comprender el alcance último de mis palabras.
Las últimas palabras de Wittgenstein ya las sabemos: «Dígales que mi vida ha sido maravillosa.» ¿A quién traslada tal confesión? A la esposa del doctor Bevan. Ambos, esposa y doctor, le acogen en su casa durante la última etapa de la vida del filósofo, y ella, la señora Bevan en particular, le acompaña junto al lecho en el instante en que Wittgenstein, antes de perder la conciencia, dejó dicho este testimonio verdaderamente maravilloso. La buena señora le habla de los amigos que tienen previsto visitarle al día siguiente. De pronto, Wittgenstein creyó presentir que para él ya no habría ningún mañana más, que no podría recibir la entrañable visita como corresponde, ni ser tampoco un correcto anfitrión, como es menester. De manera que dejó recado de la conclusión de su vida a la señora Bevan, la única persona que le vio morir. «Dígales que mi vida ha sido maravillosa.»
Las últimas palabras no tienen por qué suponer necesariamente un severo ajuste de cuentas con la vida y con el mundo. Al menos, no es el caso en el personaje y situación que ahora rememoramos, o al menos eso creo. A veces, ocurre también que la mirada retrospectiva a la vida vivida, y que da fe de la plenitud que uno piensa haber alcanzado, se adelanta extraordinariamente en el tiempo a la fecha del fallecimiento. Este caso lo hallamos en el prefacio que escribe Friedrich Nietzsche en su libro autobiográfico y autobibliográfico Ecce Homo. Allí leemos:
En este día perfecto en el que todo madura y no sólo la uva se dora, un rayo de luz acaba de posarse sobre mi vida: he mirado hacia atrás, he mirado hacia delante, y nunca he visto de una sola vez tantas y tan buenas cosas. No en vano he sepultado hoy mi año cuarenta y cuatro, me era lícito sepultarlo –lo que en él era vida está salvado, es inmortal. [...] ¿Cómo no iba a estar agradecido a mi vida entera?
Tomemos estas palabras de Nietzsche, escritas en noviembre de 1888, como su testamento vital y filosófico, como las últimas palabras de un discurso-vida-río filosófico, pues dos meses después, el solitario de Sils-María pierde por completo sus facultades mentales y se pierde, a sí mismo, en el laberinto de la locura, para siempre. El hombre del mismo nombre que moriría en 1900 sólo sería entonces una sombra del filósofo que fue.
Referido a Nietzsche o a Wittgenstein, o a otros más, lo cierto es que sólo aquellos que muestran conformación y agradecimiento a la vida pueden hablar propiamente de «vida lograda». Sólo los individuos que no se rebelan contra el mundo y no difaman a la vida, pueden ser considerados personas sabias y felices, o como yo prefiero denominarles, «personas contentas».
¿Vivió realmente Wittgenstein una vida feliz? ¿Murió feliz? ¿Quién puede asegurarlo? Mas ¿quién podría ponerlo en duda a la vista de su propio testimonio, alumbrado por la luz de su misma obra filosófica? Wittgenstein no ha dejado escrita ni leída una Ética. Renunció expresamente a dicha empresa. Se dedicó durante toda su vida a vivirla. La vida, afirma Ortega y Gasset, es todo los que nos pasa. Y digo yo, ¿qué sabemos cada uno de nosotros de lo que les pasa realmente a los demás? ¿Cómo podríamos, en rigor, ponernos en el lugar del otro? ¿Cómo dictar norma de conducta universal, de obligado cumplimiento, y aseverar que esto es la ética, o lo de más allá? Wittgenstein, desde luego, no está dispuesto a hacerlo. Él se propone, entonces, un fin humano dentro de sus posibilidades: adoptar una determinada actitud moral que le procure una vida feliz. Es todo lo que puede hacer. Nada más y nada menos.
La ética, en la medida en que surge del deseo de decir algo sobre el sentido último de la vida, sobre lo absolutamente bueno, lo absolutamente valioso, no puede ser una ciencia. Lo que dice la ética no añade nada, en ningún sentido, a nuestro conocimiento. Pero es un testimonio de una tendencia del espíritu humano que yo personalmente no puedo sino respetar profundamente y que por nada del mundo ridiculizaría. (L. Wittgenstein, Conferencia sobre ética, 1929-1930).
Esto dice Wittgenstein de sí mismo, y en este propósito se empeña a conciencia; quizá signifique esto, y no otra cosa, el dirigir la dirección de la propia conducta, el gobernarse, el único y auténtico acto con sentido moral que podemos pretender realizar en nuestra vida. No anuncio o enuncio un planteamiento novedoso, y mucho menos, moderno. En realidad, remite al ideal de sabiduría ética de la Antigüedad, de las filosofías helenísticas, para ser más concretos; del estoicismo, para ser más precisos; un ideal de vida centrado en la vida contemplativa, el cuidado de sí mismo y la askesis personal. Comoquiera que sea, tengo que decir por mi cuenta que respeto profundamente el testimonio de Wittgenstein y que por nada del mundo osaría ridiculizarlo: «me he esmerado –escribe Spinoza en el Tratado Político, I, 4– en no ridiculizar ni lamentar ni detestar las acciones humanas, sino en entenderlas».
¿Es preciso insistir sobre este punto?
Queridos amigos: yo al proyecto de vida ética basado en la vida buena, la comprensión de las acciones, el control de las pasiones y la búsqueda del perfeccionamiento personal lo denomino «contento moral». Un modelo de vida del que soy responsable, como sujeto moral que soy, y por lo que me toca en la tarea particular de pensamiento, pero de la que no soy el autor principal ni tampoco su creador, pues está en la Naturaleza. Como ya he dicho, esta concepción de la ética concentrada en la eudaimonía, en la felicidad, fue la dominante entre los antiguos, a la cabeza, el más libre de los «esclavos», Epicteto, y el emperador-filósofo Marco Aurelio, y que siguió adelante en algunos filósofos modernos muy meritorios; por ejemplo, Michel de Montaigne y el «bendito» Spinoza. Entre nosotros, Baltasar Gracián. Más actualmente, Ortega y Gasset, naturalmente, nuestro filósofo número uno, de quien hace un mes hemos conmemorado el cincuenta aniversario de su muerte aquí en Madrid.
En la filosofía contemporánea, resulta meritoria –y, por qué no decirlo, heroica, por rara y bien dispuesta– la labor de la filosofía tendente a perseverar en la línea de la ética de la felicidad, del pensamiento alegre, de la gaya ciencia y, por qué no también, del contento moral. Pero al margen de las etiquetas, el propósito y la dirección que se imprimen a la ética son, en todos estos casos, muy afines, como tocados por la gracia de participar de un común aire de familia que nos permite compartir plenamente la humanidad, que nos hace más humanos, tal y como sostiene Chesterton en la siguiente declaración:
El hombre es más humano, más semejante a sí mismo cuando su estado fundamental es la alegría y su estado superficial, la pena. La melancolía debiera ser un entreacto inocente, un tierno y fugitivo rapto del ánimo; y las alabanzas de la vida, en cambio, debieran ser el pulso constante de nuestras almas. El pesimismo debe ser como una tarde de fiesta emocional; y la alegría, como la labor tumultuosa por quien alienta todo. (G. K. Chesterton, Ortodoxia.)
Por lo que respecta a mi modesta contribución particular a esta trayectoria tan encomiable, diré que se limita a reintegrar en el vocabulario de la ética el concepto de contento, pariente de la alegría y el gozo, pero, que juzgo, más preciso y, como su propio nombre apunta, más contenido. La alegría suele caer bajo la presión de la pasión («la fuerza mayor» la denomina Clément Rosset), mientras que el contento evita por principio toda fuerza, incluso la misma pasión. No nos esforzamos en estar contentos, tampoco es algo que se padece, ni es algo por lo que podamos estar afectados o preocupados; el contento está más próximo a la categoría de estado de ánimo que a la de afecto. Su causa no proviene de acción exterior sino de nuestra disposición y de nuestro obrar. Si Wittgenstein decía fabricar su propio oxígeno para así poder vivir, por mi parte declaro que el ser humano, si se lo propone, es capaz de componer su propia sinfonía contenta, algo próximo a un himno a la alegría, si se permite decirlo así.
2
El consejo de Wittgenstein *
Wittgenstein no aspira a proporcionarnos un código de ética ni una suma de máximas morales. ¿Qué podemos aprender, entonces, de su testimonio ético? Wittgenstein afirma expresamente que la ética no se puede enseñar y, por tanto, renuncia a construir una teoría ética. Elude, pues, aleccionar a los hombres sobre ética. ¿El resto es silencio? No exactamente. Con cierta modestia nos dice: en lo que respecta a la ética «sólo puedo aparecer como personalidad y hablar en primera persona» (1930; declaraciones del filósofo tomadas por Friedrich Waismann). Si la ética es una forma de vida, no es más, ni menos, que lo que uno mismo vive o lo que hace con su vida.
Acaso el misterio (si es que lo hay) del sentido de la vida de Wittgenstein, que él renunció a dilucidar intelectivamente, se revele en la comprensión de sus acciones y en sus últimas palabras. Como en el Rosebud del Ciudadano Kane de Orson Welles, en un breve y postrer suspiro, tal vez se concentre allí el significado de toda una vida. Probablemente, entonces, también lo mejor de la ética de Wittgenstein esté en su testimonio vital, y no sólo en el contenido en sus últimas palabras.
Consideremos la siguiente cuestión moral: ¿cómo compartir la vida moral y la virtud con los otros? En primer lugar, no confundiendo la virtud moral con la virtud política. En segundo lugar, más que ponerse en el lugar de los otros y actuar en su nombre, invitándoles a que cuiden moralmente de sí mismos y no se conviertan en indigentes de su propio carácter, ni se lamenten de nada, pues en materia de moralidad –presten atención, se lo ruego, a lo que voy a decir– cada uno es responsable de su situación y tiene lo que se merece; a veces también acontece esto en la política.
Los individuos no pueden caer en la indignidad sin su propia participación y concurso, ni ganarse el contento y la felicidad por el esfuerzo ajeno. Se puede forzar al hombre a la esclavitud, pero no a la mezquindad: aquélla puede sobrevenir como una calamidad o fatalidad impuesta de la que siempre cabe concebir la posibilidad de escapar en algún momento; en cambio, ésta, la mezquindad, revela en quien la padece una personalidad y una voluntad débiles y menesterosas, de la que sólo uno es responsable y sólo uno puede sacudirse de encima como una excrecencia. En ocasiones, la ética y la política se solapan entre sí a fin de que una supla (o suplante) la función de la otra. Triste consuelo y vana esperanza, creo yo, pues ni la ética reemplaza a la política, ni al contrario.
Es conocida, en este sentido, la anécdota que se relata acerca del encuentro de Wittgenstein con un vecino de un pueblo austriaco en el que se retiró el filósofo vienés huyendo de las alturas de la cátedra universitaria británica, esa «muerte en vida» como la calificó él mismo, para dedicarse a la más pedestre enseñanza primaria. Resulta que el lugareño, inflamado por las proclamas socialistas, y ávido de revoluciones, le confiesa que su mayor deseo es cambiar el mundo, mas no está muy seguro de saber cómo hacer o conseguir semejante cosa. Wittgenstein le contesta: «Pues mejórese a usted mismo; eso es lo único que puede hacer para mejorar el mundo» (Monk, Wittgenstein, 1994: 207).
Nadie vea rastro alguno de cinismo ni de jactancia tras esta exhortación; un temor sería éste, por lo demás, infundado y completamente fuera de lugar en un filósofo como Wittgenstein tan obsesionado por la perfección y el misticismo. Tampoco cabría observar otra cosa que candidez en la pregunta del paisano, quien como tantos hombres sencillos se deja llevar por el embrujo activista, y entiende el compromiso moral y político como una permanente disposición a la acción por la acción. A esa clase de inquietud conduce, entre otras agitaciones, una noción de la vita activa que quiere ver en la política la culminación de toda acción humana, percibiendo sólo pasividad y seducción suicida en su contrario, o sea, en la vita contemplativa que contiene el consejo de Wittgenstein. ¿Qué más contiene? No creo que algo muy distinto de lo que proclamó Ralph Waldo Emerson en su ensayo Autoconfianza (Self-Reliance): «Libérate a ti mismo y tendrás el apoyo del mundo entero.»
Existe un buen número de posibilidades de participar en la ciudad. Algunas son factibles porque están al alcance real de los hombres; otras, en cambio, herederas del voluntarismo y la agitación, se inspiran en el embeleso, las buenas intenciones y la utopía. Por lo demás, la democracia, a diferencia de otros modos políticos, se define por la posibilidad de participación de los ciudadanos en los asuntos públicos, pero ni tal posibilidad debe trocarse en obligación e imposición ni tornarse en obsesión. Se ayuda a la ciudad tanto interviniendo directamente en los asuntos públicos cuanto inhibiéndose o absteniéndose de hacer o actuar, según las circunstancias y según demande el caso, pero principalmente atendiendo a la voluntad del individuo. ¿Qué quiero decir con esto?
La experiencia enseña que no todo el que pide la palabra en una asamblea o acto público lo hace para decir algo interesante o constructivo. Muchas veces, lo más prudente sea mantener la boca cerrada, coadyuvando de esta manera al bien general y a la pacífica convivencia, y si no a la solución de los problemas, sí, al menos, a no enredarlos ni eternizarlos. Cualquier observador, sin necesidad de ser filósofo, psicólogo o sociólogo, percibe un dato singular: en un acto público o reunión social, suelen ser los individuos que tienen palabras más sabias que pronunciar, los que, no obstante, se mantienen en segunda fila, escuchan, intervienen poco o no lo hacen en absoluto. Viene a cuento de esta consideración una aguda observación de Mark Twain, la cual perfectamente puede convertirse en otro sabio consejo para quien quiera y sepa escuchar: cuando no estés muy seguro de lo que vayas a decir, es preferible mantener la boca cerrada, aunque pases por estúpido, que abrirla y romper a hablar, despejando así cualquier duda... He aquí el consejo de Twain.
Hablar o callar, intervenir o inhibirse, ayudar o no interferir: esta es la cuestión... política, o alguna de ellas, la cual (las que sean), sin embargo, se subordina a una instancia de orden moral, anterior a la propiamente política. El valor político de votar, por ejemplo, en unas elecciones no reside en el contenido de la papeleta, sino en el hecho de meterla en la urna, o en el hecho de decidir no hacerlo. El valor y el interés pragmático de una intervención pública no se encuentran en la concreta línea de actuación que se lleve a cabo, sino en el mismo hecho de, libremente, decidir realizarla, o no.
3
Algunas pistas sobre la antepolítica
El verdadero hombre sabio y prudente se distingue por estar hecho de fibra y de temple moral, por ser un hombre libre antes que un ciudadano. Necesita pensar en qué va a ocuparse y si debe hacerlo, antes de hacerlo, por eso se preocupa y piensa en lo que hace. Su problema no reside en estar desocupado, sino en atender al reclamo y a las necesidades del propio yo antes de (ante omnia) ocuparse de lo otro y de los demás. En rigor, no es exacto decir que el hombre se preocupa por los demás: uno se preocupa de uno mismo y se ocupa de los demás.
He aquí, hecho patente una vez más, el orden serial de las tareas del hombre: cada cosa a su debido tiempo y cada uno en su lugar. El hombre prudente y sosegado se lanza al mundo, y abandona su continente de ética, cuando no tiene otro remedio: el mundo le llama, las cosas y los otros le reclaman, pero no tiene por qué responder impulsivamente a la llamada. Y, si finalmente decide dar el paso, es porque está seguro de lo que va a hacer; o lo que viene ser lo mismo: ha pensado antes la conveniencia de su decisión y ha asegurado el regreso a su propio ser.
Ya determinó Montaigne que es propio del hombre el prestarse a los otros, pero sólo darse a uno mismo (Ensayos, III, X). Al respecto escribió esto que sigue:
La naturaleza nos ha entrenado en la amplia facultad de valernos por nosotros mismos y a hacerlo nos incita a menudo, para recordarnos que nos debemos en parte a la sociedad, pero que en nuestra parte mejor nos debemos a nosotros mismos (Essais, II, XVIII).
Primero es, pues, la moral, tarea indispensable e insustituible de cada hombre; después vendrá la política, tarea que ocupará a quienes así lo hayan querido, a quienes se lo hayan buscado...
El hombre que sabe vivir contento exige tener control sobre su tiempo y espacio, se preocupa, pero no se impacienta ni se acongoja por ello. En sus cavilaciones se concentra y se reserva el derecho de intervención en el mundo, de hacer cosas. Su razón de ser no reside en el activismo, porque vive para hacer (es técnico), pero sólo cuando conoce su quehacer (es vocacional). Y atiéndase a esto: los quehaceres son múltiples y variados, a veces incluso intercambiables; el quehacer, sin embargo, al estar unido al destino del hombre, es único. En el quehacer elegimos cosas y acciones; en el quehacer, elegimos el ser que somos, que cada uno es.
Cuando algo se le interpone u obstaculiza por encima de cualquier otra circunstancia, ese algo tiene que ver con la inquietud, que remite a la intranquilidad y al desasosiego, a la impaciencia y a la prisa. Su contrario es la quieta meditación, que tiene más de contención que de acción. ¿Se oponen, entonces, entre sí la vita activa y la vita contemplativa, como se enfrentan la política y la ética? ¿Hay que optar entre ellas?
No voy a responder ahora a estas cuestiones fenomenales, y no lo haré nunca con voluntad de adoctrinamiento. No las dejo estar, pues, sino que las dejo para otro momento. Ahora procede ir concluyendo y decir mis últimas palabras, no mi testamento, ojo, ni mi declaración final, pues esa despedida no la deseo próxima. Concluyo, entonces, porque temo haber sobrepasado bastante el consejo de Mark Twain, y ya saben todos ustedes lo que esto significa. Confío, finalmente, en no haber desoído el consejo de Wittgenstein.
Muchas gracias.
{*} Una versión más extensa de este asunto, titulada asimismo «El consejo de Wittgenstein», fue publicada en el número 38, abril de 2005, en El Catoblepas, dentro de esta sección, «La buhardilla».