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El Catoblepas, número 46, diciembre 2005
  El Catoblepasnúmero 46 • diciembre 2005 • página 21
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La violencia contra las mujeres:
algunas precisiones conceptuales

Teresa Maldonado Barahona

La violencia sufrida por las mujeres ha dejado de ser preocupación exclusiva de las feministas y ha pasado a ser tenida por uno de los grandes problemas que afectan a la sociedad

Después de años de lucha del Movimiento Feminista hemos conseguido que la violencia masculina contra las mujeres salga de las páginas de sucesos: ya no son anécdotas, cosas que simplemente pasan, que acontecen sin conexión ninguna, ya no se entiende que respondan a la casualidad o la mala suerte de cada víctima concreta. Hoy se entiende que esas agresiones son violencia masculina contra las mujeres, violencia sexista, o por lo menos, en la versión menos afortunada que ha triunfado por doquier, «violencia de género». Cada vez que tenemos noticia de que una mujer ha sido agredida, maltratada, golpeada o asesinada por un hombre (a menudo su marido/compañero o «ex») todo el mundo sabe, y no sólo las feministas, que no es algo que ha sucedido accidental e incomprensiblemente, sino que responde a causas, que se trata de un caso más de un determinado tipo de violencia que ahora, si bien no con un único e inequívoco nombre, es nombrada y responde a un concepto bastante definido, es concebible y aprehensible. Ahora estamos en disposición de saber a qué responde, primer paso para poder erradicarla.

Es cierto que el tratamiento que se hace en los medios no siempre es el más adecuado y que la expresión comúnmente utilizada de «violencia de género» no ayuda a entender el fenómeno, como luego trataré de explicar, pero el hecho de que la violencia sufrida por las mujeres haya dejado de ser preocupación exclusiva de las feministas y haya pasado a ser tenida por uno de los grandes problemas que afectan a la sociedad, es un considerable paso a delante.{*}

Excursus: Conocer es clasificar. Tipos de violencia

Conocer y explicar de forma fidedigna las cosas que pasan en el mundo es algo que los seres humanos sólo podemos hacer mediante conceptos (abstractos y generales) que ordenan y organizan la realidad empírica (concreta y particular) es decir, lo dado, lo que sucede. La operación mental conocida como abstracción –por medio de la cual creamos los conceptos que nos sirven para comprender el mundo– implica separar mentalmente una propiedad de un objeto: el concepto general de 'silla' se obtiene tras «extraer» lo esencial de la pluralidad de sillas concretas que nos son dadas en la experiencia –diferentes unas de otras–, aquello que tienen en común y que las convierte precisamente en lo que son, al margen de las diferencias accidentales individuales (tamaño, color etc.). Con los conceptos elaboramos teorías que intentan explicar la realidad. Las teorías explicativas de lo que hay no están hechas, por lo tanto, de lo que hay, sino de conceptos que lo reflejan mejor o peor. El conocimiento se elabora clasificando, poniendo conceptualmente junto lo similar y separado lo diferente. Cuando los conceptos que utilizamos no tienen correlato extralingüístico, nos hallamos ante elementos de una mitología, ficciones que, por cierto, pueden tener efectos en la realidad y con las que se pueden hilvanar discursos internamente coherentes (como ocurre por ejemplo, con 'los centauros', 'las sirenas', 'la patria' o 'la droga').

Al comienzo de su libro Las palabras y las cosas, Michel Foucault evocaba un texto de Borges en el que el escritor argentino aludía a una clasificación de animales según la cual estos se dividirían en clases tan sorprendentes como «pertenecientes al emperador», «embalsamados», «dibujados con un pincel finísimo de pelo de camello» o «perros sueltos», entre otras muchas no menos chocantes. Este desconcertante texto de Borges, que resulta tan cómico como turbador, le sirve a Foucault para plantear la cuestión de con qué fundamento hacemos las clasificaciones con las que andamos por la vida: «Cuando levantamos una clasificación, (...) cuando decimos que gato y perro se asemejan menos que dos galgos, aun si uno y otro están en cautiverio o embalsamados ¿cuál es la base a partir de la cual podemos establecerlo con certeza?»{1}. La investigación sobre la racionalidad es en buena medida investigación sobre la forma de establecer taxonomías. No es casualidad que la obra de Mario Veggeti Los orígenes de la racionalidad científica{2} arranque también con la misma asombrosa clasificación que Borges atribuía a una imaginaria enciclopedia china.

Los esquemas conceptuales de que partimos predeterminan la imagen del mundo que construimos. Los datos recogidos en la observación sólo se tornan significativos dentro de un entramado conceptual, dentro de una teoría. Para decirlo con el gráfico ejemplo de Ulises Moulines: tan correcto es decir que dentro de un cajón hay tijeras y botones, como decir que hay partículas elementales moviéndose a través de campos electromagnéticos; quien nos dice qué clases de cosas hay es siempre una determinada teoría y según qué teoría adoptemos así será la realidad que describamos{3}. De lo que se trata es de dar con aquellos conceptos y teorías que mejor expliquen la realidad, porque no todos lo hacen igual de bien. Algunos, por cierto, lo hacen bastante mal.

Viene todo este rodeo a cuento de la tipología de violencia que parece asumir María Antonia Caro en su artículo «Diagnósticos, enfoques y medidas» en el número 145 de Página Abierta. Tipología que conlleva implícitamente lo que podríamos llamar un determinado «compromiso ontológico»{4}. Veamos: según indica Caro en «el 87% de los casos el agresor es varón». ¿De qué casos? cabría preguntar. Si lo que estamos tratando de explicar es no la violencia cósmica en general, sino la violencia que sufren las mujeres, parece que habría que convenir que de esa violencia las mujeres son las víctimas en la totalidad de los casos, cosa que, de puro evidente, no deja de ser una perogrullada. Pero ¿existe en el mundo algo que podamos clasificar como «violencia contra las mujeres»? ¿Responde este concepto a lo que hay? ¿O es una mera invención arbitraria que resalta como esencial lo que no es sino secundario? ¿Es un reflejo adecuado de la realidad extralingüística o se trata de una abstracción no pertinente generadora de mitología?

Si nos decidimos a hablar de algo como «la violencia contra las mujeres» habrá que fundamentar por qué es más adecuada esta denominación (y la correspondiente clasificación que supone) de los tipos de violencia; según esta tipología habría otras violencias como la ejercida contra los animales, la étnica, la asociada al delito de hurto, la terrorista... y también, como digo, la violencia sexista contra las mujeres. Lo que está claro, en todo caso, es que si el objeto de nuestro análisis es la violencia en general y además incluimos en ella desde la que se da entre personajes de dibujos animados hasta las peleas entre adolescentes, entonces el porcentaje relativo de mujeres que son objeto de violencia bajará necesariamente (aunque incluso de esa manera dudo mucho de que las mujeres no sean las víctimas más frecuentes de violencia en general). La cuestión, en definitiva, es la siguiente: ¿existe un tipo de violencia que sufren las mujeres por el solo hecho de serlo o, por el contrario, que las mujeres sean las víctimas de no sé qué violencia en el «87% de los casos» es un dato irrelevante que responde a la mera casualidad, algo que simplemente sucede, como podría suceder que un determinado porcentaje los casos de violencia fueran provocados por hombres cuyo nombre empieza por la letra P (por poner un ejemplo del estilo de la enciclopedia china mencionada)? ¿Sería adecuado entonces establecer una clase de violencia, la «violencia doméstica» por ejemplo, para designar a la que se da en el ámbito privado al margen del sexo de las personas que agreden y que son agredidas, cosa esta que pasaría a ser un dato de segundo grado, irrelevante frente al hecho resaltado como principal, a saber, la relación personal entre persona agresora y persona agredida?

Según parece desprenderse de su artículo, la respuesta de María Antonia Caro a esta última pregunta sería afirmativa. Ella quiere centrarse, según dice, «en el maltrato físico, psicológico y abuso sexual entre las parejas o ex-parejas que se produce fundamentalmente en el ámbito familiar» y por lo que se ve, al margen del dato del sexo de agresores y agredidas. Lo que quiero poner de manifiesto es que, al optar por una investigación en estos términos, María Antonia Caro ha hecho una opción conceptual, ha adoptado implícitamente una caracterización de la violencia entre otras posibles que va ha predeterminar en gran medida la propia investigación. Pienso además que esa clasificación no es la más apropiada que puede hacerse y que no da cuenta de la realidad correctamente. Creo que desde el feminismo se ha propuesto ya otra manera (más correcta por más ajustada a la realidad) de concebir la violencia, aquella que afirma que, de entre todos los tipos de violencia que en el mundo se dan, hay uno que responde al sexismo y a la subordinación de las mujeres, expresión del secular dominio masculino sobre ellas y de la diferente construcción de las identidades masculina y femenina en el patriarcado. Este tipo de violencia puede ser denominado con las expresiones «violencia masculina contra las mujeres» o «violencia sexista» (cada una de las cuales viene a subrayar o a enfocar distintos aspectos de esa violencia). Violencia masculina que se da en distintos ámbitos, incluido el privado o familiar, pero no sólo en él{5}.

Proponer el concepto de violencia sexista o violencia masculina supone considerar esencial a todos los diversos casos particulares (y en consecuencia abstraer) su carácter de manifestación del sexismo dejando de lado lo tenido por accidental (como la letra por la que comienza el nombre de los agresores). Supone también separar conceptualmente la violencia que sufre una mujer en su hogar de la que puede sufrir en el mismo lugar un hombre, por mucho que sean similares en el accidente «lugar» (igual que en el ejemplo de Foucault referido arriba se afirmaba que, si se trata de clasificar animales, son más similares dos galgos que un perro y un gato, por mucho que estos dos estén ambos embalsamados).

La violencia masculina contra las mujeres se manifiesta con distintos grados de intensidad y en diferentes ámbitos, no toda es igual, pero es importante entender que toda la violencia, cuando es sexista, responde a las mismas causas y es expresión de lo mismo.

Tal vez esta taxonomía que propongo le parezca a María Antonia Caro demasiado reduccionista y no suficientemente «multicausal», pero el objetivo de una clasificación no es ser multicausal, sino reflejar verazmente aquello que pretende explicar. Bastante compleja es de por sí la realidad para que ahora vengamos a considerar adecuado diferenciar, sin ser Borges, la violencia que se ejerce con un pañuelo de seda rojo de la que se ejerce cerca del mar. Es cierto que María Antonia Caro no llega a tanto, pero con la obsesión por ofrecer un «tratamiento multicausal», a veces se acerca bastante.

Ni de género ni intrafamiliar

Al contrario de lo que afirma Caro, la expresión «violencia de género» no es un concepto acuñado por el feminismo. En este punto, es necesario reparar en el uso inadecuado y abusivo que se hace a menudo del término «género» llegándose casi al disparate de equiparar «de género» con «relacionado con las mujeres»{6}.

Es el concepto de género el que ha sido elaborado por el feminismo. Gracias a él hemos podido analizar y explicar mejor la subordinación histórica de las mujeres. Como es sabido, «género» es un concepto que permite distinguir las diferencias entre hombres y mujeres que responden a la naturaleza (la biología, la genética) de aquellas que son establecidas por la sociedad y que no son por tanto ni irremediables ni inamovibles{7}. Así, a lo que se basa en la naturaleza lo llamamos sexo y a lo que tiene origen social género. Ser macho o hembra sería un cuestión biológica, de nacimiento. Devenir hombre o mujer sería producto de una determinada socialización, de una educación persistente y tenaz interiorizada inadvertidamente. Esto último precisamente es lo que se trata de modificar creando nuevos modelos de feminidad y masculinidad no jerárquicos o disolviendo todo modelo de género (dentro del feminismo se dan los dos planteamientos: según algunas habría que redefinir qué es ser mujer y qué ser hombre manteniendo ambos polos, mientras que según otras se trata de deshacer todo modelo para dejar aflorar la individualidad no marcada genéricamente; todas estamos de acuerdo, sin embargo, en rechazar las formas tradicionales de feminidad y masculinidad). Utilizar la noción de género permite también sacar a la luz, dado que géneros hay por lo menos dos, que la subordinación de las mujeres tiene que ver con los hombres. La discriminación femenina es inseparable de los privilegios masculinos, y por eso es imposible acabar con aquella sin tocar estos. Los géneros están absolutamente interrelacionados, tanto analítica como fácticamente. Lo que el feminismo plantea no tiene que ver sólo con las mujeres.

Como se ve, el concepto de género sirve para explicar muchas cosas, pero eso no significa que pueda usarse siempre y en cualquier ocasión que se traten cuestiones relativas a la discriminación de las mujeres, como a veces se hace. Claro que la violencia que sufren las mujeres es «de género»: de uno de los géneros contra el otro. Pero la expresión «violencia de género» esconde, entre otras cosas, quién ejerce esa violencia y contra quién lo hace, oculta que es un género (los hombres) el que agrede al otro (las mujeres). Por eso un pseudo-periodista como Urdazi pudo presentar una noticia diciendo nada menos que «un nuevo caso de violencia de género, pero en esta ocasión la víctima ha sido un hombre y la agresora una mujer».

No parece, sin embargo, que nadie pueda creer que todas las muertes causadas violentamente por personas simplemente de distinto sexo que la víctima respondan a los mismos motivos, tanto cuando es el hombre el agresor como cuando (de forma excepcional) lo es una mujer. Nadie puede aceptar que se equiparen los casos aislados de violencia o asesinatos de cualquier tipo con la violencia que sufren las mujeres por el hecho de serlo en una sociedad que, aunque gusta presumir de los avances conseguidos en materia de igualdad (sobre todo ante otras tradiciones culturales), dista todavía mucho de haber erradicado la desigualdad. La violencia masculina contra las mujeres no es un ente imaginario que sólo se dé en la mente calenturienta de feministas radicales y desfasadas: es algo que existe realmente y comprenderlo así ayudaría a ir acercándonos a su eliminación.

Llamarla «violencia doméstica» (o violencia intrafamiliar) también lleva a engaño porque la equipara con la que puede darse entre dos hermanos, relegando a un segundo lugar lo que debería estar en primer plano: la naturaleza sexista de la violencia que sufren las mujeres. La violencia que padece una mujer a manos de su marido tiene algo que ver con la que sufre una mujer que es violada en la calle: son dos ejemplos, distintos eso sí, de violencia masculina contra las mujeres. El sexismo, la discriminación y subordinación de las mujeres se encuentran detrás de ambos casos y los explican.

Bajo los epígrafes «violencia de género» o «violencia doméstica» se equipara la violencia masculina contra las mujeres con los casos (excepcionalísimos, como digo) en que mujeres agreden a hombres (dejo de lado en cuántos de tan infrecuentes casos no se trata de una reacción defensiva ante previos comportamientos violentos del varón). Despropósito similar acontece cuando entre la víctimas de la «violencia de género» se incluyen, como se está haciendo, los hombres que se suicidan después de matar a una mujer. Para no incurrir en equívocos mejor aparcamos, por lo tanto, los ambiguos violencia «de género» o «doméstica» y los sustituimos por los más clarificadores «violencia masculina» o «violencia sexista» contra las mujeres.

La violencia contra las mujeres es expresión del dominio masculino sobre éstas, de la minusvaloración o el desprecio que en las sociedades patriarcales muchos hombres sienten hacia las mujeres. Ese desprecio se manifiesta con distintos grados de intensidad y su punto máximo es el asesinato. En sociedades en las que el dominio patriarcal se ha aminorado en intensidad y/o reducido en extensión –como resultado de las luchas del Movimiento Feminista– las agresiones contra las mujeres parecen cumplir un papel (más allá de la mera afirmación de dominio y poder) de «correctivo» contra aquellas que se deciden a romper una relación que consideran no sólo no gratificante sino muchas veces inaguantable. Las mujeres antes soportaban lo que ahora no parecen estar dispuestas a soportar, cosa que resulta inaceptable para muchos hombres que no quieren permitir que las mujeres tomen decisiones de forma autónoma. El descomunal número de mujeres asesinadas por sus maridos, compañeros [sic] o «ex» parece directamente relacionado con la incapacidad por parte de muchos varones de aceptar la cada vez mayor autonomía de las mujeres a la hora de tomar decisiones sobre sus propias vidas.

Por supuesto, con esto no se resume todo lo que se puede decir sobre la violencia contra las mujeres y seguramente será necesario añadir cosas que tengan que ver con los comportamientos violentos en general, con la agresividad de nuestra sociedad, etc. Pero que la violencia que sufren las mujeres tenga cosas en común con la violencia en general o con otros tipos de violencia no significa que no sea ella misma una clase específica de violencia que es necesario analizar como tal.

Corrección política

Tal vez le parezca a María Antonia Caro que lo anterior responde a esa presunta «una sola voz» con que reprocha al Movimiento Feminista aparecer en los medios. En todo caso, responde a lo que muchas pensamos. Sé que el M. F. es plural y que lo que digo será compartido por algunas feministas y no lo será por otras. Sin embargo, me parece que así como el debate, la diferencia de criterios, los matices y los énfasis diversos se darán inevitablemente en los remedios propuestos, afinar al máximo en el análisis de qué es lo que pasa, en la descripción de la realidad, es una tarea prioritaria para el feminismo actual, sobre todo visto el embrollo conceptual con el que se está abordando el asunto. Nuestra tarea tendría que ser la de matizar y aclarar conceptos..., para lo que primero habremos de aclararnos nosotras. Pero no creo que el feminismo tenga que aparecer con «una sola voz» ante la sociedad; en este como en otros temas (por ejemplo, la pluralidad cultural o la prostitución) estaría bien trasladar a la sociedad que las feministas hacemos análisis y propuestas diferentes, que los debates hoy en día no son tanto entre el feminismo (así, en bloque) y otras corrientes, sino más bien entre distintas corrientes dentro del feminismo, que a su vez conectan, cada una de ellas, con otras tantas tendencias en Teoría Política.

Lo políticamente correcto, por otro lado, depende de los distintos marcos de referencia, según los cuales varía lo que es tenido por tal. En ciertos contextos no es oportuno decir «España» y lo generalizado es decir «Estado español». Pero si cambiamos de contexto podría ser –y de hecho es– al revés. Así, en determinados ambientes progresistas y/o feministas la alusión constante, venga o no a cuento, a la diversidad (de mujeres, de planteamientos, de lo que sea) cumple desde hace algún tiempo un clarísimo papel de corrección política{8}. María Antonia Caro afirma que considerar que estamos ante «un problema de maltrato de hombres contra mujeres que tiene su origen en el dominio de los hombres sobre las mujeres» es una forma políticamente correcta y unilateral [sic] de abordar el asunto, que ella no comparte. Además de insistir en que también hay mujeres maltratadoras, repite una y otra vez que se trata de un fenómeno multicausal. No lo niego, lo que cuestiono es el marco conceptual adoptado, el calibre de la lente con la que enfoca la realidad: claro que lo que tenemos delante puede ser «una lechuga» o «cloroplastos y núcleos celulares», según la escala a la que nos situemos, según cómo enfoquemos. Lo que quiero decir es que María Antonia Caro desenfoca el problema y no es consciente de que lo que afirma responde también, en todo caso, a concepciones políticamente correctas en determinados ambientes.

La resocialización

Se apunta también en distintos momentos en el artículo de Caro otra cuestión que viene siendo polémica desde hace tiempo dentro del M. F. y que podemos resumir como «reinserción y terapia vs. castigo para los agresores». Ella alude tanto a la conveniencia de «resocializar a quienes han maltratado» (lo cual implica suponer que están des-socializados, lo que acaso sea mucho suponer) como a la necesidad de «responsabilizar de su conducta a los que agreden». Parece, efectivamente, que hoy día todas las feministas reconocemos que ambos tipos de actuación ante la violencia son, junto con la educación más a largo plazo, en distinta medida convenientes.

No podemos olvidar que los cambios sociales que persigue el feminismo no son sencillos de lograr ni posibles únicamente con la adopción de medidas legales, por importantes que éstas puedan ser. Porque las cuestiones que el feminismo plantea afectan no sólo a lo que las personas hacemos, cosa susceptible de regulación legal, sino que también afectan a aquello que somos, a nuestra identidad, cosa no abordable desde las leyes. El Derecho ha de referirse sólo a las acciones de los seres humanos, al obrar, por eso los delitos han de ser tipificados con detalle, para establecer con exactitud qué es lo que no puede de ninguna manera hacerse: aquello que resulte lesivo para los derechos de terceras personas. El Derecho debe pues abstenerse de juzgar, clasificar, catalogar o calificar a las personas por sus formas de ser{9}. Qué o cómo seamos no es incumbencia de la ley. No debe concernir a la ley si una persona es o no agresiva, sino si agrede. Claro que lo que un sujeto hace está en relación con lo que es, pensemos en cualquier profesión: una arquitecta o una futbolista son tales porque hacen determinadas cosas, y al revés, hacer esto o lo otro es lo que las convierte en aquello que son. La literatura feminista (en campos como la psicología, la antropología o la filosofía) sobre la construcción diferenciada de las identidades masculina y femenina es al día de hoy prácticamente inabarcable. En ella se analiza cómo hombres y mujeres hacemos cosas distintas (todavía) y desarrollamos identidades personales distintas. Estas diferencias van siendo menores, por supuesto, en la medida en que los postulados del feminismo van siendo poco a poco asumidos y la sociedad va siendo más igualitaria.

La violencia sexista contra las mujeres es algo que los hombres (mejor dicho: algunos hombres) hacen y que está en relación con la construcción de la identidad masculina más hipertrofiada, cosa que la magnífica película de Icíar Bollaín pone con toda claridad de manifiesto. Nadie discute que algo habrá que hacer para terminar con esta violencia. Al tratarse de actos de determinados ciudadanos que vulneran los derechos de otras conciudadanas, ha de ser abordada desde una perspectiva ineludiblemente penal. Y por otro lado, al estar en relación con la identidad masculina (tal y como esta es configurada en la sociedad patriarcal), ha de ser abordada desde la educación fomentando valores y actitudes respetuosas y no sexistas, o implementando terapias cuando sea conveniente. No es posible comprender cabalmente este tipo de violencia sin remitirla a las condiciones sociales que la generan, sin plantear que su erradicación absoluta y definitiva pasa por cambios profundos en las relaciones de poder entre los géneros. Pero ello no es incompatible con la exigencia de que quien ejerza este tipo de violencia responda. No se puede plantear la reinserción y la rehabilitación de violadores u otro tipo de agresores (como nadie ha planteado, salvo error, la reinserción de estafadores o torturadores), desde luego no antes de exigir que se les castigue{10}.

Consecuencias de un enfoque desenfocado

Afirma Caro que «la unilateralidad en la mirada, además de dificultar la comprensión del problema, propicia el acomodo y no estimula a seguir investigando». Estamos de acuerdo. Pero no parece que a continuación se pueda sostener que «la visión uniforme» según la cual «las víctimas son siempre mujeres» y el «enfoque dicotómico hombres-maltratadores/mujeres-víctimas» produzcan «efectos muy negativos» o «encasille a las mujeres como seres pasivos». Tal vez le parezca a Caro un esquema conceptual más atractivo uno que no encasille a los torturadores en el rol de tales... salvo, supongo, cuando sea la tortura de lo que se hable. El problema no es estético, sino, una vez más, de adecuación a la realidad que se pretende explicar, que suele ser, por cierto, bastante tozuda: no hay más que reparar en los datos que la misma Caro aporta en distintos lugares de su artículo (sobre el número de mujeres que sufren maltrato y el número de ellas que lo denuncian, el de las que han solicitado protección, el de asesinadas,...).

Adoptar un enfoque insistente y dogmáticamente «multicausal» lleva a Caro a sacar conclusiones un tanto precipitadas, por decir lo menos, de constataciones que cobrarían un significado y un sentido completamente distintos de ser otro el marco adoptado, tal y como proponemos algunas al concebir la violencia que sufren las mujeres como producto básicamente del sexismo. Claro que el agresor puede ser y de hecho es en muchas ocasiones padre de los hijos de la víctima, claro que en ocasiones pueden las mujeres que sufren maltrato tener proyectos de vida no separados de quienes las han maltratado, como afirma Caro. La cuestión es qué actitud tomar ante la constatación de semejantes hechos. Y está por demostrar que lo adecuado sea adaptarse a ellos en lugar de tratar de modificarlos. En este como en todos los problemas planteados en el mundo.

Notas

{*} Una versión considerablemente resumida de este artículo se publicó en Página Abierta, núm. 149 (Junio, 2004), págs. 16-18, con el título «Aportaciones al debate sobre la violencia contra las mujeres».

{1} Michel Foucault, Las palabras y las cosas, Siglo XXI, México 1989 (19ª ed.), pág. 5.

{2} Mario Vegetti, Los orígenes de la racionalidad científica, Península, Barcelona 1981.

{3} Agradezco a Susana Maldonado sus precisiones sobre cómo se elabora una teoría científica.

{4} Explica J. Ferrater Mora que con la expresión «compromiso ontológico» se suele aludir en filosofía a la actitud según la cual se acepta que hay tales o cuales entidades. Puede uno comprometerse a aceptar que hay gatos, o que hay centauros, o que hay números primos. El compromiso ontológico adoptado pone de relieve qué tipo de entidades se aceptan como reales. Asimismo, Quine insiste en que todo lenguaje o toda teoría ha de precisar el tipo de entidades que constituyen sus referentes. Cfr. W. O. Quine, Desde un punto de vista lógico, Ariel, Barcelona 1962, pág. 154.

{5} No es baladí señalar que en los otros tipos de violencia (como la asociada al hurto o al hooliganismo deportivo) el dato de ser mujer u hombre no es tampoco irrelevante. Queda aquí solapado otro debate que podrían proponer algunas corrientes del feminismo, en el que no voy a entrar, sobre si la violencia en general (no sólo la que estoy denominando sexista) es o no intrínseca o educacionalmente masculina, y si las mujeres somos menos violentas que los hombres. No comparto las concepciones esencialísticas de la masculinidad/feminidad, aunque me parece necesario reconocer y analizar el componente de violencia que se estimula en la socialización de la masculinidad en las sociedades patriarcales.

{6} Nos hemos referido más extensamente a esta cuestión Anabel Sanz y yo misma en el artículo «Feminismo s. XXI: notas para un 'balance y perspectivas'», en Pedro Ibarra y Elena Grau (coords.), La red en la calle ¿cambios en la cultura de movilización? Anuario de movimientos sociales 2003, Icaria, Barcelona, 2004, pp. 108-119. Reproduzco aquí algunas de las cosas que hemos explicado allí.

{7} De lo anterior no se deduce necesariamente que haya que considerar lo «natural» como inamovible para los seres humanos. El mismo concepto de «natural» –en tanto que tal y como todo concepto– es una construcción humana susceptible de diversas interpretaciones necesariamente culturales e históricas. No voy a extenderme sobre el particular, pero es evidente que los seres humanos actuamos en infinidad de ocasiones contra naturam, hasta el punto de que, para algunos autores, nuestra naturaleza consistiría precisa y paradójicamente en eso. Sin embargo, es cierto que aquello calificado de «natural» sigue connotando las características de invariable e inmodificable, frente a lo que es creación humana que sería precisamente lo que es susceptible de ser cambiado. Cfr. Esperanza Guisán, «Contra natura», Revista de Filosofía, Madrid, Julio, 1983.

{8} Cfr Teresa Maldonado, «Diversidad dichosa», en El Viejo Topo, núm. 134, págs 23-29, noviembre, 1999.

{9} Ver Teresa Maldonado, «La patología como coartada», en El Catoblepas. Revista crítica del presente, nº 17, julio 2003 (nodulo.org)

{10} Teresa Maldonado, art. cit.

 

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