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El Catoblepas, número 46, diciembre 2005
  El Catoblepasnúmero 46 • diciembre 2005 • página 3
Guía de Perplejos

De la crueldad

Alfonso Fernández Tresguerres

Intento de explicación (en modo alguno justificación) de una de las disposiciones más viles e infames que pueden caracterizar a un ser humano

1

En su Diccionario filosófico, André Comte-Sponville, que ha reparado con acierto en la indudable relación existente entre el sadismo y la crueldad, sostiene que, sobre ser ésta «más culpable»: «El sadismo es una perversión. La crueldad, un vicio». La distinción se me antoja en exceso débil. Y es que, por un lado, el más o el menos culpable, a lo que yo entiendo, no caben ser predicados de la crueldad o del sadismo sin más (quiero decir, en términos absolutos y siempre), sino tan sólo de los actos concretos que en cada caso engendren tales pasiones, de tal modo que habrá acciones nacidas de la crueldad que sean, sin duda, «más culpables» que otras que tienen por padre al sadismo; mas también, ciertamente, podrán hallarse ejemplos de lo contrario. Pero al margen de eso, la delimitación que se establece entre ambas disposiciones me parece, además, en extremo confusa y quebradiza, por cuanto no se alcanza a ver en qué profundo error se incurriría si se dijese que el sadismo es un vicio y la crueldad una perversión.

Hay, con todo, alguna diferencia. Principalmente, aquélla que recoge el propio lenguaje, sin que nosotros tengamos para qué venir ahora a descubrir territorios ignotos o perspectivas novedosas y sorprendentes; lenguaje en el que el sadismo aparece asociado al erotismo, y aún más en concreto, al impulso o a la satisfacción sexual, constituyendo una práctica «rara» e inusual (seguramente también perversa) mediante la que alcanzarla. El sadismo es, en suma, una parafilia, una desviación patológica de la conducta sexual que cabe calificar como «normal»; por el contrario, ese componente sexual, e incluso erótico, por decirlo de una manera más general, puede considerarse ausente de lo que sería la crueldad en sentido estricto, a la que habría que entender nacida de otras fuentes y propulsada por otros resortes motivacionales. Y esto sin que sea preciso negar que exista también una cierta erótica del poder, un cierto disfrute y regocijo en la posesión de la fuerza y en el ejercicio del dominio, que es, en último término, en lo que consiste la crueldad: una manera (probablemente la más cobarde y la más ruin) de sentirse (no de serlo en realidad) fuerte y poderoso. Pero es claro que hablar aquí de «erotismo» no deja de tener un cierto sentido figurado, o, al menos, sólo cobra alguna significación si utilizamos tal término de una forma muy amplia, y alejada, en todo caso, del ámbito propio de la sexualidad; precisamente, porque si la acción cruel recae en él, entonces tendríamos que dejar de hablar de «crueldad» para comenzar a hacerlo de «sadismo». No es satisfacción sexual lo que se busca o se alcanza mediante el hábito de la crueldad, sino alivio de un yo menesteroso y deficiente, incapaz de imponerse al otro y tenerse a sí mismo en estima de otro modo que no sea por el miserable procedimiento de saberse depositario del poder para causar daño.

Ahora bien, seguramente porque Comte-Sponville no ignora esta relación entre el sadismo y el sexo (relación a la que es ajena la propia crueldad) es por lo que (sospecho que sin darse cuenta) califica al primero de «perversión» («sexual», parece sobreentenderse), y considera a la segunda (a la crueldad) «más culpable», puesto que, al fin y al cabo, se dirá, el sádico persigue un objetivo; el dolor que provoca se halla al servicio de una necesidad primaria (el sexo) que no puede ser satisfecha de otro modo, en tanto que la crueldad presenta siempre un exceso, un algo de acción desproporcionada, innecesaria y gratuita. Mas esto no basta para que se puedan sostener con algún fundamento ni el juicio de valor («más o menos culpable») ni la delimitación «perversión» o «vicio») establecidos por el filósofo francés a propósito del sadismo y la crueldad, porque cuando vamos al fondo de las cosas ni el uno ni la otra resisten el análisis ni se mantienen en pie.

Por nuestra parte, tiempo habrá de ir atando los cabos que hemos dejado sueltos y que hasta el momento nos hemos limitado a señalar.

2

Más difícil de entender resulta la posición de Espinosa sobre este asunto; tal es así, que tentado estoy a dudar si realmente comprendo lo que quiere decir:

«La crueldad o saña –afirma– es el deseo por el que alguien se siente incitado a infligir un mal a aquél al que amamos o del que nos compadecemos».

Y en otro momento sostiene que:

«Quien imagina ser amado por aquel a quien odia, será arrastrado a la vez por el odio y por el amor [...] Y, si prevaleciera el odio, se esforzará en inferir un mal a aquel por quien es amado, y este afecto, se llama crueldad, principalmente si se cree que quien ama no ha dado ningún motivo especial de odio»,

sin que resulte fácil determinar cuál de las dos afirmaciones resulta más extraña. Y eso dejando a un lado el hecho de que ambos textos, aun sin que pueda decirse que se contradicen, es obvio, con todo, que casan mal, porque, al menos, resulta patente que sostienen dos cosas distintas: según el primero, «crueldad» es el nombre que damos a la acción por la que alguien daña a quien nosotros amamos; lo que supone, sin duda, un estrechamiento ridículo del término, como si no fuera igualmente lícito utilizarlo para referirnos al daño que, de una determinada forma y en unas determinadas condiciones, se inflinge a alguien a quien nosotros no sólo no amamos, sino que incluso ni siquiera conocemos. En cambio, lo que se dice en el segundo de tales textos es que «crueldad» sería causar daño o hacer mal (nosotros) a quien nos ama (o imaginamos que nos ama), siempre que, por nuestra parte, le odiemos, y siempre que en el subsiguiente conflicto amor / odio, suscitado por esa situación, domine el odio. Mas la concepción de «crueldad» que ahora se dibuja, siendo igualmente estrecha (¿o es que acaso solo tendría sentido hablar de «crueldad» en la situación descrita?), resulta, en cambio, mucho más pintoresca. Primero, porque a mí no se me alcanza la razón por la que si soy amado (o imagino serlo) por alguien a quien odio, habré de debatirme en un profundo conflicto amor / odio hacia esa persona. Además, ¿significa esto que, hipotéticamente siquiera, tal conflicto podría resolverse a favor del amor, y que entonces yo, a mi vez, comenzaré a amar a quien me ama, aunque previamente le odiase? Es decir, yo odio a alguien, pero cuando descubro (o imagino) que ese alguien me ama, dejo de odiarle y comienzo a amarle. Puede ser. No digo que no: cosas más raras se habrán visto. Ahora bien, no sé Espinosa, pero yo suelo ser más constante en mis afectos, y cuando odio a alguien (lo que no me acontece sino muy raramente) suelo serle bastante fiel. Por lo demás, la situación es meramente hipotética: el amor no es necesariamente mutuo, pero el odio lo es casi siempre. Es muy difícil que alguien ame a quien le odia: lo más corriente es que le odie a su vez. Por desgracia, muchas veces no somos correspondidos en nuestros amores, pero casi podemos tener la entera seguridad de que lo seremos en nuestros odios. Y en cuanto a la segunda situación, esto es, que el conflicto se dirima a favor del odio, de tal modo que cuando alguien odia a otra persona y descubre que es amado por ésta continúe odiándola (lo que me parece más puesto en lógica y razón), no se entiende por qué, con el conocimiento del amor que se le profesa, al odio, que de por sí ya siente, tenga que venir a añadirse, como su culminación obvia, la crueldad (y más si, encima, el pobre amante, como dice Espinosa, «no ha dado ningún motivo especial de odio»). Estas no son más que afirmaciones tan imprecisas como gratuitas: suponiendo que se sea amado por alguien a quien se odia (y repito que no sé yo si esto no es mucho suponer), podremos, quizá, replantearnos las causas de nuestro odio, y acaso advertir que no tenemos motivos reales para odiar (que por el hecho mismo de ser amados comenzásemos a amar, sería, sin duda, síntoma de una veleidad preocupante y patológica), pero toda vez que continuemos considerando bien fundado el odio que sentimos, digo yo que continuaremos odiando. Y punto. Mas que ahora, por el hecho de sabernos amados, nos veamos inclinado actuar con una crueldad a la que nuestro odio no nos había empujado antes, cuando acaso podríamos suponer que éramos odiados también, confieso que es algo que se encuentra más allá de mis entendederas.

Pero, en fin, repito que habrá de todo, y supongo que cualquiera de esas situaciones podrán darse de hecho, incluso aquélla en la que parece no reparar Espinosa y que acaso sea más frecuente que cualquiera de las anteriores: que a veces seamos crueles con aquéllos a los que amamos (y precisamente por amarlos). Pero, de todos modos, podríamos enredarnos y perdernos en los vericuetos de esta casuística, sin que acertáramos jamás a hallar la salida, y lo peor es que continuaríamos sin saber lo que es la crueldad. Porque independientemente de cuándo, cómo y con quién somos crueles, importa, principalmente, saber qué sea aquello a lo que nos referimos cuando hablamos de «crueldad». Y las afirmaciones de Espinosa (creo que no haría falta añadir esto) enredan el asunto todo lo que se quiera, pero ni por asomo apuntan a una construcción del concepto mismo de «crueldad». Veamos si podemos hacerlo nosotros.

3

Por de pronto, digamos que la crueldad no consiste en hacer daño sin más, sino en regocijarse con él: es, pues, una forma de goce o placer experimentados ante el mal sufrido por otro; mas no (como se acaba de insinuar) un mal o un daño cualesquiera, sino, muy precisamente, aquéllos provocado por nosotros y del que somos, por tanto, causantes. Por lo demás, ese dolor o ese daño inflingidos pueden ser de naturaleza muy variada, y en modo alguno han de entenderse en un aspecto meramente físico: la humillación, el insulto, o el desprecio, cuando se practican con la persistencia y la intensidad características de un acoso, son formas de crueldad que, si tal vez más refinadas, no por ello son menos dolorosas ni culpables que el castigo físico (y aun, en algún sentido, puede que lo sean más).

Añadamos también que sólo cabe hablar de crueldad cuando el sufrimiento provocado no es querido por quien lo recibe. Y adviértase que esta exigencia, lejos de tratarse de una broma de mal gusto, es condición inexcusable para distinguir una acción cruel de lo que, de otro modo, no sería sino una relación de carácter sadomasoquista. Y el que cuando tal relación traspasa los límites de lo que no sería más que un inofensivo juego erótico, para convertirse en una interacción francamente cruenta, nos permita dudar de la salud mental de quien goza siendo torturado, no nos autoriza, sin embargo, a calificar de «cruel» a su verdugo (aunque ello no signifique que sea mayor el equilibrio mental de quien disfruta haciendo daño), sencillamente porque no está causando daño (aunque provoque dolor), sino placer (por más que se trate de un placer enfermo que probablemente autorizaría a someter a los dos a un tratamiento psiquiátrico). Cuando alguien, voluntariamente, acepta ser maltratado significa que no desea evitar el sufrimiento que se le causa, y esto obliga a entender que sólo cabe hablar de «crueldad» cuando el daño provocado ni es deseado por quien lo recibe ni está en su mano tampoco el evitarlo o eludirlo.

Pero no es suficiente con lo que llevamos dicho. Es preciso, además, matizar las características mismas del daño en cuestión. Porque nadie dirá que el que se causa a otro con el objeto de defenderse constituya una acción cruel; de donde se deduce que no hay crueldad entre iguales en fuerza (con independencia de que ambos se dañen), ni tampoco puede haberla, en una relación de fuerzas asimétrica, del inferior respecto a alguien superior, porque el daño que aquél pueda causar será siempre ocasional y puramente defensivo. La crueldad, pues, sólo tiene asiento en una relación de asimetría básica, y ejercida por el más fuerte sobre el más débil. Pero repárese en que «superioridad» e «inferioridad» no han de ser entendidos en términos absolutos, sino únicamente relativos a la situación en la que se produce la acción cruel. Quiere esto decir que ni el superior ni el inferior habrían, por fuerza, de continuar siendo tales colocados en una situación distinta. Un varón, por ejemplo, puede maltratar físicamente a una mujer porque, por lo general, es más fuerte que ella, y, en ese sentido y bajo ese aspecto, diremos que es superior; pero eso no significa que tal superioridad se extienda también a otros ámbitos, de tal modo que, cuando cambian los parámetros de referencia, esa misma mujer puede resultar extremadamente cruel con aquél, pese a tener una fuerza física menor. Así, pues, diremos que sólo puede ser cruel quien, en un determinado aspecto, adecuado a la situación y a las condiciones en las que se produce la interacción entre dos individuos, es más fuerte que el otro.

Mas restan aún algunas importantes precisiones.

Schopenhauer entiende la crueldad como «regocijo enteramente desinteresado en el sufrimiento ajeno». Yo preferiría decir gratuito; porque el término «desinteresado» se me antoja menos neutro respecto a aquello que se quiere decir (y que supongo que también quiere decir el propio Schopenhauer), puesto que no hay (no puede haber) regocijo alguno (tampoco el derivado del ejercicio de la crueldad) que pueda considerarse plenamente desinteresado, dado que, siquiera, se hallará interesado en el goce mismo. Verdad es que acaso (y con el mismo argumento) quepa decir otro tanto de «gratuito», si por tal se entiende que se despliega sin objetivo alguno, dado que en su horizonte se perfila, al menos, el objetivo de gozar. Pero, con todo, me parece que este último término se ajusta con una mayor precisión a esa ausencia de otra causa (algo que en la crueldad se da) que no sea la propia satisfacción con el sufrimiento de otro. En cualquier caso, se diga como se diga, la idea es ésa: la crueldad, en sentido estricto, ninguna otra finalidad persigue más que el placer que se obtiene causando daño y provocando dolor. Y esto es así aun en el caso de que el motivo que inicialmente suscitó las acciones que acabarán desembocando en un comportamiento cruel sea el deseo de castigar una falta. Puede, sin duda, existir tal falta o tal delito; puede, ciertamente, el infractor ser culpable de aquello por lo que se le castiga; puede, incluso, considerarse que tal castigo es del todo justificable y lícito; ser, si se quiere, un acto de justicia el castigarle; aun así, continuará existiendo crueldad siempre que el castigo sea excesivo y desproporcionado a la culpa misma.

Flagrantior aequo
non debet dolor esse uiri nec uulnere maior,

Juvenal, Sátiras, XIII, 11-12.
[«El resentimiento de un hombre
no debe ser más ardiente de lo justo ni desproporcionado a la ofensa»].

En efecto, tiene razón Juvenal: no debe serlo el resentimiento, pero menos aún puede tolerarse que lo sea el castigo. Y es que incluso en el supuesto de que el delito resultara tan atroz que pudiera pensarse que de ningún castigo más liviano que la muerte es merecedor, con ella basta, y todo otro sufrimiento añadido resultaría no sólo cruel, sino también infame y vil:

«Todo cuanto va más allá de la simple muerte me resulta pura crueldad»,

dice Montaigne. Y así lo creo yo también. Pero el individuo cruel (y hablo ahora, desde luego, de una crueldad extrema) no tiene como objetivo prioritario la muerte de su víctima, porque ello supondría el fin del juego y el agotamiento de la fuente de placer: lo que busca es una tortura sin fin y sin liberación posible; aunque ésta no sea otra que la que proporciona la muerte. Y es que, como de nuevo apunta Montaigne:

«Matar a un hombre es ponerle al abrigo de nuestra ofensa»;

y aunque tal vez no sea del todo cierto que queda por completo a salvo de nuestra ofensa, porque, al fin y al cabo, después de muerto podemos continuar ofendiendo su memoria, sí lo es, sin ningún género de dudas, que queda absuelto del sufrimiento (incluido el que pudiera provocarle la ofensa a su memoria, porque, como es sabido, los difuntos son bastantes insensibles al dolor o al insulto: «son –como decía Jardiel Poncela– gente fría»). Pero el individuo auténticamente cruel (y repito que me estoy refiriendo a formas extremas de crueldad) no busca un fantasma, sino una víctima, y es dudoso, por tanto, que se conforme con tan poca cosa como la muerte de aquél a quien tortura.

Pero es obligado caer en la cuenta de que esa desproporción en el castigo, que viene a instalarse, así, en el ámbito de la crueldad (y podemos volver de nuevo a pensar en modalidades de ésta menos extremadas que aquéllas a las que acabamos de referirnos), no apunta sólo a la trivialidad de que se convierte en excesivo, sino a algo mucho más importante y fundamental, a saber: que deja de ser propiamente un castigo. Porque éste busca siempre corregir (mediante una suerte de condicionamiento operante) a aquél a quien se castiga; en tanto que la crueldad (aun cuando se diga acción dirigida contra una falta cierta, y aunque en verdad lo sea) se desconecta del objetivo mismo del castigar para convertirse, como acertadamente apunta Schpenhauer, en un fin en sí mismo:

«Para ésta –escribe, refiriéndose, obviamente, a la crueldad–, el sufrimiento ajeno ya no es, como en el caso del egoísmo, un mero medio para obtener los fines de la propia voluntad; la crueldad constituye un fin en sí mismo».

Así es: con ella ya no se busca en absoluto la corrección del otro, sino la sola satisfacción de su verdugo. Nos hallamos, pues, no únicamente en presencia de uno de los vicios (y de los temperamentos) mas abyectos, sino también, con toda seguridad, de los más ruines y enfermizos, porque es cierto, como acabamos de leer en Schopenhauer, que su despliegue y el dolor que con él se infiere no parecen servir a un determinado propósito u objetivo (por egoístas y deplorables que pudieran ser, y por censurable que resulte el medio de alcanzarlos), sino meramente a la consecución de un goce que de ningún otro lugar nace más que de la contemplación del sufrimiento ajeno. Ninguna otra motivación tangible, excepto ésa, es fácil descubrir en las acciones del cruel, y, en consecuencia, diríase obligado concluir que el único resorte que mueve su brazo es la maldad (una maldad en estado puro; una maldad absoluta). Tiene, por supuesto, el castigo unos límites (aunque, como antes señalábamos, haya quien sostenga que, en según qué casos, ese límite no puede ser otro que la muerte); mas lo tiene también la venganza, para la que, después de todo, si lo es de veras, siempre hay una causa, y acaso por eso mismo y con frecuencia quepa atisbar en ella siquiera un poso de nobleza y quizás hasta de derecho, tal como de nuevo sugiere Schopehauer:

«Lo que diferencia a la venganza de la crueldad sin más, y en algo la disculpa –escribe–, es cierto barniz jurídico, por cuanto ese mismo acto, que ahora supone una venganza, si estuviera dispuesto legalmente, es decir, si estuviese previamente determinado y constituyese una regla asumida por la sociedad, supondría un castigo y, por lo tanto, quedaría inscrito en el derecho.»

Y hasta el daño que se causa a otro en la consecución de un objetivo egoísta o en la satisfacción de un deseo culpable sabe de algunas limitaciones; pero ningún límite parece conocer la crueldad, porque, en apariencia, su único objetivo es ella misma. Convertida en fin autónomo, sólo con ella se cumple y se satisface, y es difícil ver a qué otra finalidad, que no sea ella, pueda servir como medio. La crueldad, en suma, se nos presenta como una forma de goce o de placer experimentados por el dolor que causamos a otro. Mas un dolor, a lo que se ve, innecesario y superfluo. Se trata, por tanto, de un medio que sólo a sí misma se persigue como fin, de un camino que sólo a sí misma conduce.

Y, sin embargo, yo no acabo de quedar enteramente satisfecho con esto, ni creo que debamos renunciar tan fácilmente a encontrar alguna explicación (que no justificación) a las acciones del cruel. Porque no creo que quepa pensar que el mero goce constituya explicación suficiente: ¿o es que acaso no puede buscarse y lograrse de otro modo? ¿Qué tiene, pues, de especial el placer logrado a expensas del sufrimiento provocado al prójimo? ¿No vendrán a paliar tal placer y la crueldad que lo engendra alguna deficiencia presente en el agresor, facilitándole, así, el logro del algún objetivo (por vil que sea el procedimiento para alcanzarlo) que sólo con la humillación o el domino de otro puede ser logrado? ¿O nos conformaremos, tal vez, con pensar que el comportamiento cruel cae siempre por entero del lado del trastorno mental, o al menos de la psicopatología, siendo, por tanto, inexplicable en el fondo, como lo son, en general, los actos del loco o del enfermo mental? Tales son las preguntas que debemos tratar de responder.

4

Comenzando por la última de ellas, habría que decir que la crueldad parece, en efecto, disposición casi específica y exclusivamente humana; y esto podría, quizás, abonar la tesis de que se trata de patología propia de nuestra especie (o, por mejor decir, de alguno de sus miembros), a la que ninguna funcionalidad cabe asignar ni ninguna explicación ofrecer, como no sea su carácter meramente enfermizo y desviado.

«Ninguna bestia hace jamás algo cruel; eso es monopolio de quienes tienen sentido moral. Cuando una bestia inflinge dolor lo hace inocentemente»,

decía Mark Twain. Y, ciertamente (salvo algunas pocas y raras excepciones), no es fácil detectar en el resto del mundo animal la frecuencia de comportamientos que pudieran, propiamente, ser adjetivados como «crueles». E incluso esas escasas excepciones suelen producirse casi siempre en circunstancias especiales, como cautividad o hacinamiento, y muy pocas veces en el habitat natural del animal. Es cierto que H. Kruuk ha podido detectar casos en los que zorros y hienas, cuando la caza es extremadamente abundante y fácil de lograr, se entregan a un auténtico frenesí de matar, sin que, aparentemente, exista razón alguna para hacerlo. Pero lo más normal es que esas acciones animales que pueden considerarse crueles tengan lugar, como decimos, en condiciones muy concretas e inusuales: así, en grupos de palomas encerradas en un espacio tan pequeño que los animales apenas pueden mantener entre sí una distancia mínima de intimidad y seguridad, ha podido observarse a alguna de ellas provocando la muerte de otra de una forma despiadada, arrancándole pluma a pluma. Pero hablando en general, y utilizando el término «crueldad» en el sentido estricto que he tratado de dibujar, puede afirmarse, con entera seguridad, que es fenómeno prácticamente desconocido en el mundo animal:

«Sólo el hombre –como señala Fromm– parece sentir gusto en aniquilar a un ser vivo sin más razón ni objeto que destruirlo. Para decirlo de un modo más general –continúa–, sólo el hombre parece ser destructivo más allá del fin de defenderse o de obtener lo que necesita».

¿Por qué? Tal es la pregunta que de modo inmediato habría que plantear. El asunto es enormemente complejo, y una respuesta mínimamente adecuada obligaría a enfrentarse al problema de la agresividad y la agresión, en general, al de la violencia, como una de sus categorías, y, por último, al de la crueldad como una de las manifestaciones más ruines y gratuitas de la violencia misma. Yo no voy a hacer aquí tanto, aunque sí lo he intentado en mi libro El signo de Caín, publicado hace un par de años; mas no procede repetir ahora los análisis de entonces (en los que quiero pensar que todavía pueda hallarse alguna sugerencia de interés).

Diré sólo, volviendo a la crueldad, que el hecho de que podamos considerarla patrimonio casi exclusivo del ser humano no autoriza a lanzarse a especulaciones (como algunos hacen) tendentes a demostrar nuestra condición de mal endémico del mundo, de error garrafal de la selección natural, quien habría acabado por dar a luz a un mono loco y asesino. Y ni siquiera autoriza a considerarla como una prueba de la maldad intrínseca e inherente a nuestra especie. Una tal generalización es completamente abusiva: simplemente, no es verdad que todos los seres humanos sean crueles; y hasta creo que cabe decir que lo son los menos.

Pero tampoco hay por qué optar por negarla, o, al menos, reducirla a un ámbito de absoluta excepcionalidad, sea el de la enfermedad mental o el de unas situaciones en extremo gravosas o estresantes sobre el individuo que la ejerce. Esto último es lo que parece pensar Voltaire:

«Los hombres sanguinarios –escribe– no lo son más que en el furor de la venganza o en las severidades de esa política atroz que les hace creer que la crueldad es necesaria; pero nadie hace correr la sangre sólo por gusto»;

pero sencillamente no es cierto que todo individuo que se complace con la crueldad, incluso una crueldad extrema, sea un enfermo; ni lo es que por fuerza su acción haya de nacer sólo de circunstancias excepcionales: individuos hay que se complacen en provocar sufrimiento al prójimo (no digo yo que siempre hasta el extremo de hacer correr la sangre) siendo enteramente normales desde el punto de vista psíquico y sin necesidad de encontrarse sometidos a unas presiones o a unas circunstancias extremas, sino en contextos de la más normal y rutinaria cotidianeidad; porque es un hecho que existen individuos perversos y crueles, y sean cuales sean las condiciones en las que transcurra su vida, hallarán siempre un motivo (y si no, lo inventan) que les permita desplegar su maldad y dar rienda suelta a su deseo de provocar dolor.

Mas lo que acabamos de decir obliga a entender la crueldad ligada siempre al individuo. Y no se piense que ésta es conclusión insignificante. La agresividad o la agresión son, probablemente, disposiciones específicas, en el sentido de que todos (humanos y animales) las poseen; capacidades, por tanto, presentes (siquiera de modo latente) en todos y cada uno de los individuos, y que no siempre, cuando se manifiestan, son por fuerza reprobables o perjudiciales, sino que, en no pocas ocasiones, cumplen funciones en extremo beneficiosas (incluso habría que decir que entendida la agresividad en su sentido más amplio, una ausencia completa de tal disposición podría considerarse ella misma patológica). Hasta a la propia violencia cabría asignarle ese carácter específico; no digo en el sentido de que todos seamos violentos, sino en la medida en que, sometidos a determinados condicionantes (ahora sí), todos podemos llegar a serlo. Por eso, si la agresividad, tomada en su sentido más amplio, es universal, la violencia, en cambio, no lo es (el no tomar en cuenta estas consideraciones es lo que conduce a innatistas y ambientalistas a mantener discusiones interminables sobre estas cuestiones). Pero, a diferencia de ambas, la crueldad es siempre individual y dañina, y no conoce de otros desencadenantes que aquéllos que empujan a la búsqueda de un placer perverso. Si la agresividad es una disposición biológica al servicio de la autoconservación, y la violencia una potencialidad que se pon en marcha o no según las circunstancias (con independencia de que en unos casos pueda considerarse lícita, en tanto que otros no lo será en absoluto), la crueldad (también podríamos decirlo así) es un disposición temperamental, un rasgo de carácter, que ni cumple jamás función beneficiosa alguna, ni cabe hallarle tampoco justificación de ningún tipo.

Pero, entonces, ¿quién es el cruel? ¿Por qué un individuo es cruel?

Schopenhauer ha creído encontrar la respuesta en el permanente dolor que es inherente, según él, a nuestra existencia. Sabido es que, en su opinión, nuestra vida no es más que constante sufrimiento e insatisfacción; a tal punto, que aun en el supuesto de que alcanzáramos todos nuestros propósitos, siempre permanecerán la angustia y el vacío. Esa inquietud perpetua y ese sufrimiento irremediable son quienes, finalmente, acaban por engendrar la crueldad. Y la explicación, según él, es la siguiente:

«Todo esto es sentido en muy escasa medida por una volición corriente –asegura el filósofo alemán–, y sólo comporta una pequeña dosis de tristeza, pero en aquel hombre cuya voluntad posee una intensidad inusual provoca la manifestación de la maldad, de lo cual se desprende necesariamente una desmesurada angustia interior, una inquietud perpetua y un dolor irremediable; por eso se ve impulsado a buscar indirectamente el alivio que no es capaz de hallar de inmediato, intentando mitigar el sufrimiento propio mediante esa contemplación del padecimiento ajeno donde al mismo tiempo reconoce una expresión de su poder. El sufrimiento ajeno se convierte para él en un fin en sí mismo, en un espectáculo con el que se deleita. Y así se origina la manifestación de la crueldad propiamente dicha.»

Hay en estas observaciones mucho de verdad, y no necesitamos compartir el pesimismo universal, casi cósmico, de Schopenhauer, para reparar en lo que, en el fondo, hay de acertado en sus palabras. Abandonemos esa consideración de un sufrimiento universal y metafísico, del que adoleceríamos todos (porque, además de ser enteramente discutible, podemos perfectamente prescindir de él), y ante el que algunos individuos especiales responderían provocando daño como una especie de mecanismo compensatorio de su propio dolor, y descendamos a un terreno más concreto, aunque igualmente individual (porque la crueldad es un rasgo del individuo, no de la especie), y de ese modo tal vez podamos hallar (y el propio Schopenhauer nos proporciona las pistas necesarias) alguna explicación al asunto que nos ocupa.

Así, es claro (o por lo menos eso creo) que las acciones del individuo cruel (y la satisfacción que con ellas experimenta) van encaminadas a paliar un estado de malestar, y quizás hasta de angustia, que si sólo puede aquietarse con el sufrimiento ajeno, es debido, con toda probabilidad, a que tiene su origen en sus relaciones con los otros y en la consideración del lugar que él mismo ocupa en el grupo y en las interacciones con los demás; pero el que tal malestar únicamente consiga mitigarse mediante el dominio ejercido sobre otro, al que se causa y provoca dolor, apunta, con toda seguridad, a que el lugar al que nos referimos es, si no pensado, al menos vivido por él como una posición de carácter subordinado e inferior (no importa cuál sea en verdad su status real), que se verá compensada por la subyugación y vituperio del prójimo, en la medida en que eso le conferirá, siquiera momentáneamente, una sensación de poder, de omnipotencia incluso: sólo de él depende el bienestar o el sufrimiento del otro; sólo en sus manos se encuentra la decisión y la capacidad de prolongar e intensificar el sufrimiento de su víctima, o, por el contrario, de ponerle fin. Si a ello se le añade una incapacidad prácticamente absoluta, de sentir y experimentar compasión (como sucede con muchos psicópatas), tendremos todos lo ingredientes para encontrarnos ante un individuo que cabría considerar en muchos aspectos (sin metáfora ni melodramatismo alguno) como la encarnación misma del mal. En último término, de seguir este camino hasta sus límites extremos, probablemente nos encontraríamos con algunas modalidades de asesinos en serie o asesinos múltiples. Mas no hace falta, desde luego, llegar a tanto, ni por fortuna lo hacen todos los individuos crueles.

La crueldad, en suma, nace del sentimiento de la propia insuficiencia y menestorisidad, y es un mecanismo que busca compensar una inferioridad (real o imaginaria) mediante el procedimiento de dañar y dominar a otro, lo que genera un placer y una satisfacción que tienen su origen en el sentirse, aunque no sea más que durante el tiempo que dura el atropello, fuerte y superior. Mas consumado el goce, de nuevo brota la angustia, y el proceso volverá a ponerse en marcha una y otra vez, sea con la misma víctima, sea con otra distinta. Y hasta es posible que entre uno y otro ataque haya manifestaciones de arrepentimiento y promesas de regeneración. Es inútil: las más de las veces son falsas; pero aún en el supuesto de que fuesen sinceras, el dispositivo volverá a dispararse tarde o temprano, con el carácter irrevocable e irremediable de una ley.

Por lo demás, se trata de un mecanismo compensatorio sin parangón alguno en ruindad y vileza, porque la crueldad sólo se ejerce (sólo puede ejercerse) sobre alguien más débil (en el sentido que sea), y, no pocas veces, sin culpa alguna en las frustraciones que carcomen a su torturador: se trata, en muchos casos, de una mera víctima propicia, alguien que resulta accesible y a quien se puede maltratar sin correr mayores riesgos. Y, desde este punto de vista, la crueldad es una de las formas más estruendosas e infames de la cobardía:

«La cobardía, madre de la crueldad»,

dejó escrito Montaigne en el título de uno de sus ensayos. Y así es, en efecto.

 

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