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El Catoblepas, número 45, noviembre 2005
  El Catoblepasnúmero 45 • noviembre 2005 • página 1
Documentos

Intervención de Mariano Rajoy
en el debate sobre el Proyecto
de Reforma del Estatuto de Cataluña

Por su interés para los «españoles de ambos hemisferios», que decía la Constitución de 1812, reproducimos la intervención del presidente del
Partido Popular en el Congreso de España, el 2 de noviembre de 2005

Mariano Rajoy en su intervención del 2 de noviembre de 2005

Sr. Presidente del Congreso, señores Comisionados del Parlamento de Cataluña, señoras y señores diputados,

Soy consciente de que estamos ante un debate muy delicado, con muchas sensibilidades a flor de piel. Esto no es casual.

Cuando alguien agita el agua, señorías, suele ocurrir que el agua no se está quieta. La culpa no es del agua, señorías, sino de quien la mueve. Tampoco tiene la culpa quien discrepa, sino quien propone lo que no debe.

Yo no voy a mover el agua. Mi deseo es que celebremos un debate serio, sin prejuicios y sin vehemencias. Me he propuesto no pronunciar una palabra más alta que otra, no excitar emociones ni dañar sentimientos.

Voy a ser muy respetuoso con el texto aprobado mayoritariamente en el Parlamento de Cataluña. Muy respetuoso. No hasta el extremo que reclaman algunos cuando piden que nadie estorbe el paso del Estatuto por esta Cámara, como si el ejercicio de nuestra responsabilidad fuera un delito de lesa democracia. Eso no sería respeto sino indolencia. Ser respetuoso no significa pasar por ciego ni por mudo. Me propongo, con todo respeto, decir lo que pienso y, aunque no esté de moda, llamar a las cosas por su nombre. Con todo respeto, señalaré las responsabilidades y, con todo respeto, pediré que no se tome en consideración el texto que patrocina el Presidente del Gobierno.

Que nadie interprete estas palabras como que soy insensible al fuerte sentido identitario de la población de Cataluña. De ninguna manera. Lo reconozco y lo admiro, como me ocurre con todas las regiones españolas. ¿Hay alguna que no muestre una historia milenaria y un amor reverencial, a veces desmedido, por su personalidad? No doy la espalda a los sentimientos de los catalanes. Me importan mucho sus sentimientos y sus intereses. Lo que ocurre es que mi atención no se restringe a los catalanes nacionalistas. Yo me preocupo de TODOS los catalanes.

Por cierto, señorías, no quiero seguir adelante sin repetir algo que viene al caso. Yo no estoy de acuerdo con quienes boicotean productos catalanes. Ni los catalanes en general, ni los empresarios y trabajadores de Cataluña en particular, son responsables de los desaguisados que puedan cometer sus políticos, del mismo modo que los españoles no somos responsables de los desvaríos de nuestros gobernantes. Quien boicotea un producto catalán comete una injusticia y además incurre en un error porque alimenta a quienes buscan excusas para atizar el fuego del enfrentamiento y de la ruptura. Yo pido, públicamente, una vez más, que no se haga.

Y digo, también, que todo iría mucho mejor si algunos en Cataluña no facilitaran estas reacciones mezclando, o permitiendo que se mezclen, asociaciones y clubes deportivos con los intereses políticos del Tripartito.

Señorías, no hemos venido para hablar de sensibilidades sino de leyes. Por eso, me propongo hacer abstracción de cuál sea el origen del Estatuto y de quiénes hayan sido sus creadores. De este modo ganamos en objetividad y despejamos la mesa de catalanismos y anticatalanismos.

Por supuesto que Cataluña tiene una importancia grande por su peso demográfico y económico, por su historia y su cultura, pero, para lo que yo tengo que decir, me da igual que el proyecto de Estatuto proceda de Barcelona o de cualquier otra comunidad española. Mis criterios son coherentemente constantes y se defienden sin acepción de origen o de colores. Me importan todas las comunidades por igual; deseo que todas cumplan la ley por igual; y critico a las que no lo hacen, por igual.

Quiero hacer abstracción de todo lo que no sea el texto desnudo, la proposición de ley en sí misma. Quiero examinarlo a la luz de sus propios méritos sin más ayuda que la razón.

En suma, señorías: No voy a dirigir mis palabras a las pasiones ni a los sentimientos. No tomaré en cuenta a los creadores del Estatuto ni a sus intenciones. Me limitaré a considerar cuáles son las características del proyecto y qué debemos hacer con él. En concreto:

Estas son las cuestiones que tenemos sobre la mesa y hemos de responderlas en ese mismo orden.

En primer lugar debemos preguntarnos si es lo que dice ser; si estamos ante la reforma de un estatuto de autonomía.

No hay tal. Un documento que comienza proclamando la existencia de una nación y reclama para sí las competencias de un estado, es obvio que renuncia expresamente a todo lo que pudiera recordar a una administración autónoma. Calificar este documento como reforma del Estatuto de Autonomía no pasa de ser un eufemismo capcioso.

¿Acaso es constitucional? Tampoco. Está escrito de espaldas a la Constitución. No se orienta por la Constitución. Ni siquiera la toma en cuenta. Lo que no es inconstitucional o es insolidario o es contrario al interés general. No gastaré ni tiempo ni argumentos en sostener algo sobre lo que todas las opiniones solventes se han mostrado unánimes.

No sólo se aposenta en las afueras de la Constitución. Sobrepasa con creces las competencias asignadas a los parlamentos autonómicos. En un claro ejercicio de extralimitación, define a Cataluña como nación y a España como un estado plurinacional. No estamos, pues, ante un estatuto de comunidad autónoma sino de comunidad autárquica que adopta con franqueza las hechuras de una constitución para una región emancipada. Una de las constituciones, lo digo con respeto, más extensas, pormenorizadas y metomentodo que se han visto en toda la historia del Derecho Constitucional.

No digo más, señorías. No entro a considerar si el texto es justo o injusto, conveniente o pernicioso, solidario o egoísta. Renuncio a los juicios de valor y a las pormenorizaciones. Digo que choca con la Constitución, que es incompatible con la Constitución, que no se puede aplicar sin quebrar la Constitución. No insistiré. No creo que haya que gastar razonamientos en lo que a estas alturas es de común conocimiento.

El propio Presidente del Gobierno, promotor y abanderado de este proyecto, ha reconocido que, tal y como está, no se puede admitir porque choca con la Constitución. Hemos oído hablar de ajustes, de retoques, de correcciones, de que deberá ser constitucional (porque no lo es), respetuoso con la unidad de España (porque no lo es), y con los intereses generales (porque tampoco lo es). Todo eso y más hemos oído. El señor Rodríguez Zapatero, incluso ha utilizado el símil eclesiástico de la patena eucarística.

Otra cosa es que el señor Presidente, sordo a sus propias convicciones, no haya querido reconocer hasta ahora que el Estatuto está reñido con la Constitución. No ha querido reconocerlo antes para no tener que bloquear su admisión en la Mesa del Congreso.

Estaba él tan convencido de la inconstitucionalidad que ni siquiera quiso permitir las consultas previas que nosotros solicitamos. Sabía de sobra lo que iban a decirle. Era consciente de lo que hacía, pero necesitaba cubrir las apariencias a la hora de cometer el fraude.

Nos ha traído un proyecto inconstitucional a sabiendas. Por lo visto, no le parecía bien que el respeto a la verdad, a la ley y a los procedimientos hubiera que llevarlos tan lejos como para perjudicar al Gobierno. Hay personas que se confiesan enamoradísimas de la democracia pero se olvidan de ella en cuanto estorba sus conveniencias. ¿Sería mucho pedir que respetaran lo más elemental de un sistema democrático que son los procedimientos? Tal vez sea mucho pedir.

Lo gracioso es que mientras se hacen estas cosas y las que comentaré más adelante, se nos habla de confianza en la solidez de las instituciones democráticas. ¿Es una broma? La cosa tiene su sorna. Señorías, a las instituciones democráticas españolas les ocurre como a la economía. Son sólidas todavía porque el señor Rodríguez Zapatero no lleva más que un año y medio gobernando.

El sr. Rodríguez Zapatero pretende quitar importancia a este desaguisado alegando que tiene remedio. Se supone que, si se admite a trámite este proyecto, una vez en Comisión y tras varios meses e incontables retoques, podrá parecerse a un estatuto de autonomía. Yo lo dudo, pero eso no es lo que se debate aquí. La cuestión de hoy no es lo que pueda ocurrir o dejar de ocurrir dentro de seis meses. Aquí no hemos venido a discutir si tiene arreglo. Tampoco hemos venido a debatir sobre las posibles enmiendas que precisa. Lo que se debate es si debemos admitir un texto que HOY no es un estatuto de autonomía y que HOY no es constitucional.

El señor Rodríguez Zapatero nos propone que lo admitamos a sabiendas de que no debiéramos admitirlo. Nos invita a que dejemos a un lado la realidad objetiva de hoy y confiemos en su buena mano para enderezar el entuerto mañana. Esto es inédito, señorías. Mal van la Democracia y la Justicia donde no se respetan escrupulosamente los procedimientos. Nuestro deber es decidir sobre el hecho objetivo que HOY tenemos delante, no sobre los golpes de pecho del Presidente del Gobierno ni sobre sus etéreos propósitos de enmienda.

Porque se nos dice que el Estatuto admite corrección. Pongámonos en el supuesto de que hay que corregirlo. ¿Quién debe corregirlo, señorías? Esta es una cuestión que el señor Rodríguez Zapatero se salta a la torera porque él va directamente a lo suyo. No, no. Hay que contestarla: ¿Quién debe corregirlo y por qué?

Si estamos ante un texto que ni es de reforma ni es estatuto ni es constitucional, es decir, que no cumple ninguna de las condiciones exigibles, lo que pide la razón es que devolvamos el texto para que lo corrijan sus autores de acuerdo con la ley. ¿O no?

¿A quién se le encomendó la corrección del Plan Ibarreche? A sus creadores. ¿Por qué? ¿Porque era inconstitucional o porque no había participado el Partido Socialista? Lo principal, eso es lo que dijeron desde el gobierno y desde el Grupo Socialista, es que era inconstitucional. El señor Pérez Rubalcaba denunció 50 artículos inconstitucionales. Pues bien, señorías: si no se admitió el estatuto del señor Ibarreche, ¿por qué se debe admitir el del señor Maragall? ¿Cuál es la diferencia? ¿Por qué los argumentos del señor Rodríguez Zapatero valían en febrero y ya no valen en noviembre?

¿Por qué? Porque si el señor Rodríguez Zapatero no asegura el trámite del Estatuto, el señor Rodríguez Zapatero no puede gobernar. Así de sencillo. El debate de hoy con su previsible resultado es parte del precio que el Presidente del Gobierno debe pagar para que le aprueben los Presupuestos y le permitan seguir gobernando. A esto se reduce todo, señorías. Esta es la diferencia sustancial entre este Estatuto y el Plan Ibarreche.

La pregunta que surge inmediatamente es si el arreglo que se nos promete será posible o estamos ante una ficción de firmeza, un artificio, una comedia para salir del paso.

Como hemos oído, el señor Rodríguez Zapatero se propone ser muy exigente en materias como el modelo de financiación, la salvaguarda de la unidad de mercado y el blindaje de competencias, entre otras. Muy exigente. Parece que no está dispuesto a aceptar las cosas inaceptables que hasta ahora le parecían excelentes.

Ojalá esta sinrazón pudiera corregirse con unos cuantos retoques. No es así. La distancia entre el Estatuto y la Constitución es tan abismal que cualquier acomodo resulta imposible. Por muchos parches que se le pongan, seguirá siendo inconstitucional. Esto es como pretender hacerle la permanente a un puercoespín. Les diré por qué.

En primer lugar porque la inconstitucionalidad no es cosa de tres o cuatro artículos que hayan ido demasiado lejos. No, señorías. La inconstitucionalidad impregna todo el texto, inspira toda su redacción y no se corrige con cuatro enmiendas. Transplantarlo al interior de nuestra Ley Suprema equivale a redactar un texto completamente nuevo que, inevitablemente, ha de resultar irreconocible para sus redactores originales.

¿Está el señor Rodríguez Zapatero dispuesto a esa demolición o se conformará con un poquito de pintura en la fachada para salvar las apariencias?

Con todo respeto señorías, debo decir que, en mi opinión, se conformará con un poquito de pintura. ¿Por qué me lo parece? Porque actúa contra el sentido común. Lo más razonable sería que corrija el Estatuto quien se ha propasado en la redacción. Eso sería lo más razonable, lo más sencillo, lo menos traumático y lo más respetuoso con los procedimientos. Eso pide el sentido común.

Pero el señor Rodríguez Zapatero se opone. ¿Por qué? Ya lo hemos dicho: porque si lo devuelve, no podrá gobernar. Pero hay otra razón. El señor Rodríguez Zapatero teme que si enviamos el Estatuto a Barcelona, lo más probable es que no regrese porque no logren ponerse de acuerdo allí. Esto no le gusta al señor Rodríguez Zapatero porque en ese caso se quedaría Él sin Estatuto, se quedaría sin coartada para sus devaneos federalistas. Por eso creo que ni devolverá este proyecto ni lo corregirá como es debido.

Todavía nos queda otra cuestión: ¿Están los proponentes dispuestos a que se les enmiende el texto en Comisión? ¿Hasta dónde están dispuestos?

Porque no es que se hayan distraído y se les hayan colado algunas errores en la redacción. Lo han hecho lúcidamente, en pleno uso de sus facultades mentales, conscientes de las consecuencias de su desafío y de los obstáculos que precisaría remover. No han venido a que les expliquemos cómo es la Constitución. Ya lo saben. Han venido, impulsados por el señor Rodríguez Zapatero, a explicarnos en qué sentido debemos modificar nosotros la Constitución para que su Estatuto encuentre acomodo.

Si hemos de hacer caso a lo que dicen, parece que no ven las rebajas con buenos ojos. Además, ¿quién garantiza que a partir de hoy el señor Rodríguez Zapatero pueda conservar sus acuerdos con los proponentes? Hasta ahora venían cogidos de la mano porque los intereses de ambas partes coincidían, pero a partir de hoy habrá que convertir las promesas en realidades y esos intereses dejarán de coincidir.

Tampoco es seguro que los proponentes permanezcan unidos. No es seguro porque compiten, al alza, a ver quién es más nacionalista, y ninguno quiere que le condenen a la picota de los tibios. Así pues, hemos de esperar que no se avengan a un acuerdo que rebaje en exceso los contenidos del Estatuto.

Ahora bien, como el señor Rodríguez Zapatero –principal mecenas y fiador de este delirio– sería el mayor perjudicado si lo retiran, intentará por todos los medios que eso no ocurra. En conclusión, señorías: que no lo corregirá como es debido y se conformará con una mano de pintura.

Todas estas cosas, aunque no lo parezca, son cuestiones menores, señorías. Lo que de verdad hace que el Estatuto resulte incorregible es que parte de un malentendido que al Presidente del Gobierno no le parece mal.

Todo el Estatuto está construido sobre un supuesto falso que dice así: Cataluña es una nación, luego es soberana, luego sus poderes emanan de su soberanía, luego tiene derecho a decidir en solitario sus relaciones con el Estado español.

Este es el error. No he oído que el señor Rodríguez Zapatero lo rechace. ¿Estamos ante un silencio administrativo o ante un consentimiento tácito? Me da igual: lo evidente es que si el señor Rodríguez Zapatero no lo rechaza explícitamente, es imposible que lo corrija.

No entraré en si estas quimeras soberanistas las comparten la mayoría de las gentes de Cataluña o simplemente plasman los sueños ideológicos de sus políticos. Eso no nos importa ahora. Lo que importa es que, a la luz de la Constitución del 78, estos supuestos, vengan con el apoyo que vengan, son inasumibles.

Pues bien, sobre este malentendido, sobre este terreno extraconstitucional, se levanta todo el edificio del estatuto que patrocina el señor Rodríguez Zapatero.

Por eso no admite arreglos parciales. No bastará con modificar uno, quince o cincuenta artículos de la Propuesta de Reforma, porque lo que debe modificarse es su espíritu total, ese propósito de vivir de espaldas a la Constitución que inspira muy coherentemente todo el articulado.

La prueba es, señorías, que si se enmienda este malentendido, si se corrige el error, entonces el Estatuto se desmorona solo. Todos los artículos se apoyan en este fundamento y sin él no se sostienen.

Comprendo que la complaciente laxitud de nuestro Gobierno deje entender que las cosas en España no están claras, que podrían ser de otra manera y que no deseamos parecer intolerantes sobre las fuentes de los poderes constitucionales.

Antes de que este sarampión se extienda, que parece que quiere extenderse, conviene aclarar el malentendido para todas las Comunidades Autónomas que nos envíen proyectos de reforma estatutaria.

Con la Constitución en la mano, señorías, no cabe error sobre quién posee un poder original y quién disfruta un poder delegado; quién toma las decisiones constitucionales y cuáles son los límites de los poderes transferidos.

En España, mientras no cambien las cosas, es decir, mientras no se apruebe otra constitución, no existe más que un poder soberano.

Ese poder, que ustedes representan, lo ejerce exclusivamente el pueblo español constituido en nación. En eso consiste la soberanía nacional. Ante él nadie habla de igual a igual. Ante él no se blindan ríos ni competencias. A lo sumo, se administran por delegación y siempre al servicio del interés general.

¿Y esto por qué es así? Porque los españoles forman una nación soberana. ¿Por qué? ¡Porque así lo decidieron en 1978! Es la voluntad de la nación la que da obligatoriedad a las leyes. No estamos hablando de esencias ni de unidades sagradas. Hablamos de una expresa voluntad democrática.

Conviene, como digo, que las cosas queden claras para todas las comunidades.

Este es el error esencial del Estatuto como lo era en el caso del Plan Ibarreche. Pues bien, señorías, este error conceptual no se arregla ni con maquillajes ni con chirigotas polisémicas.

Nuestro edificio jurídico no se construye con ambigüedades, con medias tintas, ni con equívocos. Las leyes se hacen para personas de entendimiento medio y deben redactarse de acuerdo con las normas del sentido común. Todos sabemos qué significa el término nación en la Constitución y no necesitamos que nadie revuelva su significado con sutilezas que admitan cualquier sentido o ninguno, según convenga al talante. El concepto constitucional de nación está indisolublemente unido a la soberanía. Si no fuera así, no les interesaría a los redactores del Estatuto.

Lo que no puede ser, señorías, es que este concepto se pacte o se le busquen apaños para, según se dice, integrar el independentismo en la Constitución. Confieso que me estoy habituando a escuchar toda suerte de excentricidades, pero después de escuchar lo del rey republicano y lo del ejército sin armas, lo único que me faltaba por oír era esto del independentismo constitucional.

Señorías, cuando una casa se construye de espaldas a las normas urbanísticas, los ayuntamientos, como es lógico, no exigen reformas sino derribos.

Aquí, por lo visto, no tiene sitio esta lógica de cajón. Tenemos un texto construido sobre una base ajena a la Constitución –que el señor Rodríguez Zapatero, insisto, ni rechaza ni denuncia ni corrige– y se nos propone que lo resolvamos con unos retoques, es decir, con un apaño. ¿Qué pasa aquí, señorías?

Pasa que estamos ante un intento de reforma subrepticia de la Constitución. Una reforma que pretenden imponernos a la chita callando, pasito a pasito, a través de sucesivos hechos consumados y cuyo final no está claro ni para su promotor.

La admisión a trámite de este Estatuto, con las correcciones que tienen planeadas y su conversión en Ley Orgánica, es el procedimiento que ha escogido el señor Rodríguez Zapatero para imponernos un hecho consumado que es incompatible con la Constitución, y que se convierte en el heraldo de su cancelación de hecho.

¿Por qué ese empeño en imponer una reforma subrepticia de la Constitución como efecto colateral del nuevo Estatuto?

¿Por qué, señorías, pudiendo hacer las cosas bien se hacen mal?

¿Por qué no se tramita el Estatuto como lo que es, una propuesta de reforma constitucional?

El Parlamento de Cataluña está legitimado para proponer una reforma constitucional. Esta Cámara tiene la facultad para tramitar el Estatuto como reforma constitucional.

¿Por qué no se hace?

¿Por qué no se atreve el señor Rodríguez Zapatero a ir con la verdad por delante?

¿Por qué prefiere hacer las cosas a escondidas?

Nosotros no nos opondríamos a esa tramitación. Lo que nosotros rechazamos es la chapuza, la reforma de matute, el engaño.

Todos sabemos, señorías, que el PSOE y ERC solamente podrán pactar un Estatuto que diga sin decir, que haga sin hacer y que no sea ni del todo constitucional ni claramente inconstitucional. Un producto elástico, flexible, impreciso, ambiguo, que permita soslayar la Constitución de manera flexible, elástica imprecisa y ambigua. Algo que permita aplicar o dejar de aplicar la Constitución según convenga a los propósitos de transformación del Estado y crear situaciones que, una vez instaladas, resulten incorregibles.

En esto consiste la reforma encubierta de la Constitución, señorías. En crear las circunstancias que permitan hacer la vista gorda sin demasiado escándalo. Esto no es nuevo. ¿No se está haciendo ya con HB? ¿Todavía no hemos entendido que en España estamos cambiando el imperio de la Ley por el buen talante de la Ley?

Por eso, señorías, al Presidente Rodríguez Zapatero no le ha inquietado en ningún momento la inconstitucionalidad del texto. Quiere salvar las apariencias, por supuesto, pero no le interesa que las correcciones sean tantas que hagan imposible el sueño que su señoría acaricia sobre la reforma del Estado.

Es curioso cómo resulta que lo que menos le importa hoy al señor Rodríguez Zapatero es Cataluña. Está pensando en España, para nuestro mal. La cuestión real, la de fondo y la importante no es qué hacemos con este Estatuto, sino qué hacemos, con la excusa de este Estatuto, con España.

En eso estamos, señorías. Cataluña no es más que una coartada para que el señor Rodríguez Zapatero lleve adelante sus fantasías federalistas y comience a caminar hacia la España Plurinacional, el Estado Federal Asimétrico o la Confederación Ibérica de Naciones... que no sé yo con precisión qué es lo que busca.

Estamos en un viaje hacia lo desconocido que sirve para hermanar al Presidente del Gobierno con el señor Carod Rovira –y dentro de poco con el señor Otegui– porque, si me permiten la expresión, se juntan el hambre y las ganas de comer. La luz de esta imaginativa fraternidad vanguardista ilumina hoy la desconcertada senda de todos los españoles.

Si lo que acabo de exponer es razonable –y debe serlo porque hace semanas que lo repito y he escuchado muchas descalificaciones, pero ningún razonamiento–, estamos ante un fraude descomunal.

Tengo la sospecha de que el señor Rodríguez Zapatero, tan original en sus concepciones sobre la democracia, entiende que los ciudadanos le han dado un cheque en blanco para que haga –o más bien deshaga– lo que le parezca. Me temo que las cosas no son así. Nosotros, desde luego no lo vamos a aceptar y rechazaremos cualquier intento de alterar la Constitución por mayoría simple.

Todos los que nos sentamos en esta Cámara, estamos obligados a exigir el cumplimiento de la ley mientras la ley no cambie.

Esto no admite muchas vueltas, señorías. O nos ponemos de acuerdo para cambiar la Constitución o la dejamos como está. Y si la dejamos como está, hay que respetarla y, desde luego, quien no la respete topará con nosotros.

Termino ya, señor Presidente.

Con todo respeto, señorías, no me sorprende descubrir una vez más que el señor Rodríguez Zapatero hace trampas. Lo lamento, pero no me sorprende. Lo que me deja estupefacto es esta súbita conversión, este abrazo suyo con los valores del nacionalismo, es decir con las prebendas del antiguo régimen, con las ideas que combatieron la Ilustración, la Revolución Norteamericana de 1776, la Revolución Francesa y, entre nosotros, las Cortes de Cádiz.

Digo yo que se habrá convertido puesto que apadrina el desvarío y, para no quedarse atrás, compite con los fundamentalistas más fervorosos. ¡Muy sorprendente!

Lo diré con todo respeto, señorías: protege el señor Rodríguez Zapatero un texto tan avanzado que, de aplicarse, nos instalaría de sopetón en el siglo XVIII, es decir en un clima de privilegios económicos, jurisdicciones especiales, derechos históricos, franquicias diversas y, sobre todo, absoluta sumisión individual. Me sorprende que el señor Rodríguez Zapatero, para completar el cuadro, no haya sugerido que se resuciten los fielatos, los almojarifazgos, las alcabalas... y el sombrero de tres picos.

No se rían. Estos son los manantiales que han inspirado el texto que hoy debatimos. Según dice el propio documento, Los ciudadanos tienen el deber de implicarse en el proyecto colectivo. Esto, dicho en román paladino, significa que será obligatorio para todos asumir y apoyar el credo nacionalista. ¿Qué les parece, señorías? A nosotros, representantes de una democracia liberal del siglo XXI, nos traen un texto que exige de todos los ciudadanos el sometimiento a unos supuestos derechos colectivos superiores y que, en consecuencia, identifica al buen ciudadano con el nacionalista fiel y las libertades individuales con la subversión. Un texto que sanciona la división en castas de la población catalana; que limita el autogobierno de los ciudadanos de Cataluña para ponerlo en manos de los políticos catalanes. Es muy coherente, porque si el destino colectivo tiene derechos, es natural que el ciudadano sacrifique los suyos para no entorpecer el progreso de las esencias. De ahí resulta que los fieles que se implican en el destino común, sean ciudadanos de clase preferente. Los demás, los sordos a la misión, son hermanos legos... aunque voten al PSOE. Son hermanos legos, como esos escritores catalanes que por escribir en castellano, no pueden representar a la cultura catalana. ¿Hay algo en este Estatuto que no sea retrógrado? Lo pregunto con todo respeto.

¿Hay algo que nos recuerde que una parte muy importante y muy respetable de la población catalana, no comulga con las ideas del nacionalismo? ¿Se les reserva a estos españoles algún papel aparte de la sumisión resignada como ciudadanos de segunda clase? ¿Hay algo que recuerde que todos los españoles somos iguales y tenemos derecho a vivir y a trabajar en cualquier rincón de España?

Me sorprende menos que el señor Rodríguez Zapatero dinamite la idea de ciudadanía que heredamos de la Ilustración, «ese invento de la derecha burguesa». Me sorprende menos porque él mismo confiesa que la derecha no le ha enseñado nada.

Si el ángel custodio de este Estatuto hubiera prestado alguna atención a las enseñanzas de la derecha nefanda, sabría, como proclamó Jefferson, el padre de la declaración de derechos, sabría digo, que en una democracia el pueblo se otorga una declaración de derechos individuales para protegerse contra los posibles abusos del gobierno, es decir, para proteger su libertad. Y, ahora, añado yo: con los derechos colectivos que el señor Rodríguez Zapatero patrocina, ocurre lo contrario; se proclaman para proteger a las esencias contra las veleidades de la libertad individual, es decir, se proclaman como DEBERES individuales y, con frecuencia, como cepos contra la libertad. No se dice que este Estatuto sea intervencionista por casualidad. Lo es por coherencia.

No me voy a extender sobre la igualdad y la solidaridad entre los españoles porque no figuran en el texto que nos ocupa. Tendríamos que hablar, para vergüenza de todos, de la desigualdad y de la insolidaridad. Tendría que expresar una vez más mi sorpresa ante un Presidente de Gobierno que sacrifica la igualdad en honor de la diversidad y acepta que la contribución de los más ricos a los más pobres sea cosa que deban decidir los más ricos. Dice el señor Rodríguez Zapatero que esto se va a corregir, pero esto es lo que suscribió él en Barcelona como abanderado del Estatuto, esto es lo que hemos recibido aquí con sus bendiciones y esto es lo que hubiera salido adelante si el Partido Popular se hubiera callado.

No me digan nada, señorías. Tiempo han tenido de hacer las correcciones y no han querido hacerlas. Yo no lo he escrito. Lo han escrito ustedes.

Confieso mi estupefacción, señorías, ante este buen talante ideológico. En el Partido Popular somos más humildes. Nuestras ideas son las mismas que recoge la Constitución. No aceptamos que nada ni nadie se alce sobre los derechos de la persona. No admitimos que un pueblo, una lengua o un destino colectivo, por utópico que se muestre, puedan tener más derechos que un ciudadano. No consentimos que ninguna ideología recorte la libertad individual o establezca diferencias entre las personas. Porque nosotros, como la mayoría de los españoles y como dice la Constitución de 1978, defendemos que todos los españoles son iguales independientemente de su sexo, de su raza, de su religión, de su lengua o de su ideología. Y como no lo aceptamos, no lo vamos a votar.

Termino como comencé. Lo que digo para este Estatuto, vale para todos los que vengan con las mismas ideas. No hago consideración sobre su origen ni sobre sus autores.

El Parlamento de Cataluña, confiado en las promesas del señor Rodríguez Zapatero, en su laxitud constitucional y en su debilidad política, nos propone una reforma que no puede ser a sabiendas de que no puede ser.

La supuesta reforma del Estatuto de Cataluña que nos ocupa, lejos de ser tal, cancela el Estatuto vigente y sobrepasa crecidamente las facultades que corresponden a un parlamento autonómico. Además, no respeta la Constitución Española porque ni reconoce la soberanía nacional ni toma en cuenta el reparto de competencias establecido, ni acepta la igualdad de los españoles, ni garantiza la preeminencia de los derechos individuales. En fin, como he dicho, facilita una reforma subrepticia de la Constitución.

Mi grupo, señorías, desea sumar sus esfuerzos al de todos los señores diputados que consideren deseable corregir inmediatamente este error. Estamos abiertos al diálogo y al acuerdo con todas las fuerzas parlamentarias; muy especialmente con la que, desde el comienzo de la Transición, ha sido referencia constante en el consenso constitucional. Me refiero, naturalmente, al Grupo Parlamentario Socialista.

Pues bien, señorías, nuestra voluntad de diálogo contempla tres posibilidades honorables de acuerdo:

Pues bien, si no se acepta ninguna de nuestras propuestas, hemos de entender que no existe voluntad de acuerdo; al menos de acuerdo dentro de la ley, que es el único terreno en el que estamos dispuestos a movernos.

En ese caso, por primera vez en la historia de nuestra democracia puede ocurrir que un estatuto de autonomía se apruebe de espaldas al consenso constitucional. Si yo estuviera en el lugar del señor Rodríguez Zapatero, lo pensaría despacio antes de dar ese salto en el vacío.

Y ya les adelanto que el Grupo Parlamentario Popular, en coherencia con todo lo dicho, no está dispuesto a servir de coartada en este fraude ni a legitimar la ilegalidad.

No vamos a secundar la aventura del señor Rodríguez Zapatero y sus socios, pero tampoco nos vamos a desentender. Reclamaremos el respeto a la Constitución. No prestaremos nuestro acuerdo a ningún remiendo. Vigilaremos cada paso que se dé o que se quiera dar e informaremos a los españoles de todo lo que ocurra y de todas las consecuencias que se deriven para sus intereses y para su bienestar. Vamos a estar presentes porque los españoles tienen derecho a que alguien les cuente la verdad de lo que allí se haga.

Porque en España, como todo el mundo sabe, aunque algunos lo olvidan, en España hay españoles, ¿saben? Cuarenta millones de seres humanos que, aunque pueda sorprender, se muestran obstinadamente dispuestos a seguir siendo españoles. Andaluces, sí; Catalanes, sí; Canarios, sí. Pero españoles, también.

España es muy plural, señorías. Ya se ha dicho aquí. No lo van a creer, pero ya lo era antes de la llegada del señor Rodríguez Zapatero. Muy plural, pero no por ser plural deja de ser España.

Así lo entienden los españoles y por eso muestran, MOSTRAMOS, una voluntad obstinada e incansable de vivir juntos pese a quien pese. La nación española, señorías, no es otra cosa que una terca perseverancia en la unidad.

Esta es la España que vamos a defender, y la defendemos:

Lo que se nos propone hoy, señorías, es que renunciemos a un patrimonio sólido, a unos beneficios indiscutibles, a un futuro despejado, a cambio de una aventura sin reglas, sin rumbo, sin resultado concreto. Este es el meollo del despropósito.

Se nos propone quebrar oficialmente la tradición de consenso entre los dos grandes partidos nacionales que ha guiado todos los cambios en nuestro modelo territorial desde 1978. El señor Rodríguez Zapatero oficializa hoy la ruptura de lo que ha sido la mejor garantía de nuestra estabilidad política a cambio de no se sabe qué ni con quién. Ya sé que este capricho no puede durar mucho tiempo. Los españoles no se van a dejar engañar ni todos los días ni en lo que más les importa. Pero, por poco que dure, no será gratuito. Habrá que pagar la factura de un inmenso despilfarro, en tiempo, en esfuerzos, en oportunidades y, tal vez señorías, en nuestra capacidad de convivir. Podemos hacer un negocio realmente ruinoso.

Señorías, cada uno sabe cuál es su responsabilidad ante los ciudadanos. Yo conozco la mía y puedo asegurar que el principal deseo de los millones de españoles que votan al Partido Popular –y el de algunos que no lo votan– es que nos opongamos a esta torpeza. Eso es lo que vamos a hacer con todas nuestras fuerzas.

Muchas gracias, señor Presidente, señorías.

[Texto difundido por la Oficina de Información del Partido Popular paralelamente a la intervención de Mariano Rajoy, en la tarde del 2 de noviembre de 2005, con la advertencia: «este texto puede ser modificado parcial o totalmente por el orador.»]

 

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