Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
publicada por Nódulo Materialista • nodulo.org
El Catoblepas • número 44 • octubre 2005 • página 20
Los términos que utilizamos en nuestro lenguaje no son inocentes, a pesar de que esos términos sean términos técnicos pertenecientes a las categorías políticas
Realmente uno no sabe dónde se encuentra el límite propio de la capacidad de quedarse atónito hasta que comienzan a sucederse y, sobre todo, a acumularse los casos que provocan dicha «atonía». Y es que últimamente no paran de ocurrir. Atónito me quedé al enterarme de que un hombre atropelló varias veces con el coche a su mujer y no se percató de nada. Atónito me dejó la eliminación de España en las semifinales del Europeo de Baloncesto de Serbia (después de haber ganado con facilidad a la anfitriona). Aún más atónito, todavía, me dejó saber que una etarra condenada a ochocientos años de cárcel por más de veinte asesinatos (entre ellos el de un niño), fue puesta en libertad tras cumplir diez años de condena (y con la carrera de Psicología gratis).
Pero para quedarse totalmente atónito, lo del Estatuto del Parlamento catalán. Y digo «Estatuto del Parlamento catalán» por la sencilla razón de que yo no sé hablar catalán (y eso que ahora que todo el mundo pronuncia palabras por doquier en la lengua de Jacinto Verdaguer). Resulta que según los «brillantes» redactores de semejante libelo, la Comunidad Autónoma de Cataluña es una «nación». Para quienes no dan importancia a este tipo de «cuestiones semánticas», «simples nominalismos», como ha afirmado en alguna ocasión nuestro Presidente de Gobierno, habría que recordarles que no hace mucho, el propio Alcalde de La Coruña, Francisco Vázquez, fue insultado y casi agredido por permitir que Coruña pueda llevar en su denominación oficial el artículo castellano «La», además del «A» del gallego. Efectivamente, una «pequeña cuestión semántica» viene dada por los nombres con los que denominamos nuestras poblaciones. ¿Se han preguntado por qué el procesador de textos Word no reconoce (lo subraya en rojo) el nombre de Fuenterrabía y sí en cambio el de Hondarribia? Por recordar que no quede, una «pequeña cuestión semántica» (una «y» en lugar de una «o») dividió a nuestros parlamentarios en el debate sobre la Ley de Defensa Nacional. ¡Como si fuera lo mismo una conjunción que una disyunción! ¡Cómo no van a ser importantes los simples nominalismos! Nadie, o casi nadie, recordará la famosa «Polémica sobre los Universales» (un problema sobre los términos universales al fin y al cabo) que mantuvo en jaque durante siglos a autores de la talla de Platón, Aristóteles, Porfirio, Pedro Abelardo o el mismísimo Santo Tomás de Aquino. Excuso aventurar cómo solucionaría (en 59 segundos o menos) nuestro Presidente de Gobierno semejante debate...
El caso es que los términos que utilizamos en nuestro lenguaje no son inocentes, a pesar de que esos términos sean términos técnicos pertenecientes, como es el caso, a las categorías políticas e, incluso, desbordándolas, dando lugar a ideas filosóficas. Y es que las ideas filosóficas son algo más que meros términos, son ideas. Así, cuando el Título Preliminar, Artículo 1 del Estatuto aprobado por el Parlamento catalán reza que «Catalunya és una nació» (los que saben catalán traducen esta frase al castellano como: «Cataluña es una nación», uno no puede dejar de preguntarse: pero, ¿qué es eso de una nación?, ¿de qué nación estamos hablando?, ¿de qué tipo de nación se trata?
Habitualmente, tomamos como referencia el Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española (DRAE) en el que se define «nación» (del latín natio, -nationis) como: 1ª) Conjunto de habitantes de un país regido por el mismo gobierno. 2ª) Territorio de ese país. 3ª) Conjunto de personas de un mismo origen y que generalmente hablan un mismo idioma y tienen una tradición común. 4ª) Nacimiento. 5ª) Natural de... El origen de alguien, o de dónde es natural.
Pues bien, nadie negaría, por ejemplo, la aplicación de la expresión «pertenece a la nación catalana» a todos aquellos individuos humanos nacidos en Cataluña. Desde el punto de vista filosófico, se trata de la idea de nación en su acepción biológica («nación biológica»). No se ve, igualmente, mayor problema en definir a los ciudadanos humanos que conviven o son naturales de Cataluña en tanto pertenecientes a una comunidad insertada dentro de una sociedad más compleja. Hablamos en esta ocasión de la idea de nación en su acepción étnica («nación étnica»).
Más dificultades encontraremos si intentamos aplicar a Cataluña el sustantivo «nación» en su calificación «política» («nación política»), tal y como parecen pretender el 90% de los miembros del Parlamento catalán. Y ello porque la idea de «nación política», cristalizada desde finales de los siglos XVII, XVIII y XIX debería: 1º) Ser el resultado de la disolución de las «naciones étnicas» existentes en el territorio de la futura «nación política», considerada ésta como proyecto integrador de una nueva sociedad política en la que quede olvidada la cuestión de los orígenes y 2º) Presuponer la existencia del Estado como estructura política previa.
Con respecto al primero de los puntos, podríamos llegar a aceptar que en el territorio hoy conocido como Cataluña conviven, desde los tiempos de la conquista romana (siglo III a. C.) distintas naciones en sentido étnico que podrían haber variado desde sus orígenes (indigetes, laietanos, cessetanos, ausetanos, cerretanos, lacetanos e ilérgetes), otra cosa distinta es que estén dispuestos no a reducirse a cero en favor de la futura nación política catalana (¿Qué sucedería si la provincia de Lérida se autoproclamase «nación» sin más?).
Sobre el segundo punto, si Cataluña nunca ha constituido ni constituye un Estado (a pesar de la negativa del conde barcelonés Borrell a prestar juramento de fidelidad al rey franco Hugo Capeto allá por los finales del siglo X), ¿cómo es que se quiere convertir ahora en una nación política? Por ello, la fórmula, propia del Romanticismo, «nación sin Estado» o «nación como una entidad previa al Estado» (concebida por el Sr. Mas, o el Sr. Pérez Carod) no supone otra cosa, desde el análisis de la filosofía política, que poner, ideológicamente, adrede el carro delante de los bueyes. Si no fuese así, el mundo estaría lleno de estas naciones sin Estado (desde los yanomamos a los maring).
La realidad, que no quieren reconocer la mayoría de los dirigentes políticos catalanes, es que los catalanes sí tienen un Estado: su nombre es España (palabra que ya no figura desde hace años en sus diccionarios. Y, hablando de diccionarios, reproducimos fielmente (traducido al castellano) la definición de «nación» que ofrece el Instituto de Estudios Catalanes en su Diccionario de la Lengua Catalana (1995). Según este diccionario, «nación» es el «Conjunto de personas que tienen una comunidad de historia, de costumbres, de instituciones, de estructura económica, de cultura y a menudo de lengua, un sentido de homogeneidad y de diferencia respecto al resto de comunidades humanas y una voluntad de organización y de participación en un proyecto político que pretende llegar al autogobierno y a la independencia política».
A la luz de esta definición podría pensar el lector que los filólogos catalanes tenían in mente a los yanomamos o a los maring, o a los habitantes de mi pueblo... Ironías aparte, podemos comprobar que se trata de una definición ad hoc, y si no, léanse con atención las dos últimas líneas y las dos últimas palabras, precisamente para poder ser tomada, si cabe, como fuente absolutamente autorizada en la redacción y defensa del Título Preliminar, Artículo 1 del Estatuto de Cataluña. Con todo, la propuesta salida del Parlamento de Cataluña, más que una propuesta de constitución de «nación política», con las dificultades que conlleva, lo que en realidad está encubriendo es, sin duda, la construcción de una nación, sí, pero de una nación que denominamos fragmentaria («nación fragmentaria»), a saber, la que conduce a una secesión respecto de la nación canónica de origen (en este caso de España), un proyecto de nación (la catalana) que sólo puede configurarse desde la desintegración de una nación entera previamente dada (la española) y de la que han recibido sus propias estructuras políticas, económicas o sociales. ¿Acaso esa autodenominación como «nación», la obligatoriedad y carácter preferente de la lengua catalana, la creación de un sistema de tributación y judicial propio, el blindaje de competencias que son exclusividad de un Estado o unas reglas de convivencia específicas para los ciudadanos de Cataluña son sólo los títulos de algunos capítulos de un libro de literatura infantil y juvenil bendecido, por cierto, por el propio arzobispo metropolitano de Barcelona, el Sr. Martínez Sistach?
Claro que, bien mirado, todas estas cuestiones no son más que pseudoproblemas. Hasta tendremos que agradecer a los redactores del Estatuto de Cataluña la solución que nos ofrecen, a saber, que si Cataluña es una «nación», España será una «nación de naciones», solución que parecen estar barajando desde el gobierno de España para hacer encajar el Estatuto de Cataluña con la Constitución española. Y esta fórmula es para quedarse no ya atónito sino «hiperatónito». No contentos con definirse a sí mismos, la osada mayoría de los políticos catalanes pretenden una nueva definición para España. El problema es que una nación política constituida (como es el caso de España) ha de ser excluyente con las posibles naciones políticas que puedan surgir en su seno. Por un lado, una nación política sólo puede configurarse como tal frente a otras naciones políticas (realmente existentes) de su entorno. En el caso de España, frente a Francia o Portugal. Por otro lado, del mismo modo que dos personas no pueden formar una persona, dos o más naciones políticas no pueden formar una nación política. La expresión «nación de naciones», como la fórmula «célula de células», es una expresión contradictoria, una construcción inconsistente. Es más, en el hipotético caso de que pudiera generarse en un instante tal «nación de naciones», el siguiente instante debería consistir en su inmediata desaparición, o dicho de otro modo, una «nación de naciones» dejaría de existir en el momento mismo de su postulación como tal.
Por todo ello, a pesar de todos los pseudoargumentos con los que nos intentemos autoengañar, el objetivo final de la mayoría de la clase política catalana, un objetivo reconocido expresa y públicamente por el Sr. Pérez Carod, es la constitución de Cataluña como un Estado pleno. Y ello gracias, entre otras cosas, a ese victimismo promovido por la voluntad de poder de una élite de políticos y de intelectuales regionales que consigue presentar como culpable de esa supuesta opresión hacia el pueblo catalán al Estado (español), que no dudan en hablar sin ningún pudor en nombre del pueblo de Cataluña puesto que son sus legítimos representantes y, por tanto, tan sólo han hecho lo que el pueblo de Cataluña había pedido insistentemente (sic), utilizando amenazas claramente guerracivilistas (el propio Presidente Maragall, o el inefable Sr. Huguet). Gracias, también, al uso y, como no, abuso en la aplicación de las transferencias cedidas a la Comunidad Autónoma de Cataluña por el Estado español, transferencias que resultan absolutamente insuficientes para este neonacionalismo catalán cuya voracidad sin límite no duda en fabricar mentiras históricas (no hay más que consultar la página de Convergencia Democrática de Cataluña) con las que moldear ideológicamente a los jóvenes, justificando la preexistencia de una nación política que jamás pudo existir por sí misma.
Y mientras tanto, mientras Cataluña pasa a ser una «nación», lo cual no es una cuestión menor, ¿por qué el Estatuto catalán no llega a interesar ni al 5% de la población catalana? Puede que les tenga que interesar a partir de ahora toda vez que, una vez aprobado en el Parlamento catalán, se va a llevar a cabo una «campaña explicativa» (¿de adoctrinamiento puro y duro?) del nuevo Estatuto (¿Por qué no se llevó a cabo esta campaña antes de ser aprobado?). Y mientras que la lengua catalana se impone como lengua preferente, e incluso como lengua que debieran conocer el resto de españoles, ¿seguiremos asistiendo como testigos atónitos a escenas como la del desconcierto manifestado por un pobre señor en una sucursal de la Caja de Asturias en Tineo cuyo «delito» consistía en haber recibido de la Administración de Cataluña unos documentos fiscales relativos al trabajo de su hijo (residente en Barcelona) que no entendía por estar escritos en catalán? ¿En qué país vivimos?, clamaba escandalizado, y con toda la razón, el buen señor. Y mientras sigan entrevistando a los afectados por el derrumbamiento del barrio del Carmelo o de las inundaciones de Sitges, ¿habrá alguna vez algún entrevistado que tenga acento catalán? Y cuando Cataluña sea una «nación», ¿será nombrado el gorila albino Copito de Nieve ciudadano honorífico de Barcelona y de Cataluña a título póstumo por quien fuera su íntimo amigo, el Alcalde Sr. Clos?, ¿formará parte Cataluña (como nación) de la ONU, o de la Sociedad de Naciones?, ¿participará Cataluña (como nación) en los campeonatos de selecciones nacionales deportivas que tengan lugar? (cabe recordar aquí que ya lo hizo con su selección de hockey sobre patines). Y, cuando España se convierta en una «nación de naciones», ¿entrará a formar parte de la ONNU (Organización de las Naciones de las Naciones Unidas)?, ¿y de la Sociedad de las Naciones de las Naciones?, ¿se enfrentará España a Cataluña en un torneo de selecciones nacionales deportivas o de selecciones nacionales de naciones deportivas? Si Kafka levantara la cabeza...
Muchos recuerdan en estos días el discurso de Ortega y Gasset (frente al de Azaña) en las Cortes Generales aquel 6 de mayo de 1932 con motivo de la llegada a Madrid del Estatuto catalán, impulsado en aquella ocasión por Maçia y Companys. Venía a decir Ortega que el problema del nacionalismo catalán no se puede resolver, tan sólo se puede conllevar. Pero también recuerdo una frase del autor irlandés del siglo XVIII, Edmund Burke: «El único requisito necesario para que el mal se propague, es que los hombres buenos no hagan nada».