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El Catoblepas, número 43, septiembre 2005
  El Catoblepasnúmero 43 • septiembre 2005 • página 7
La Buhardilla

Espectáculo y devastación

Fernando Rodríguez Genovés

Sobre los problemas de naturaleza estética, moral y política
que provoca la recreación inmoderada y morbosa de los actos terroristas
y sus efectos, como, por ejemplo, los relacionados con el 11-S,
cuyo cuarto aniversario rememoramos aquí

«el gran peligro que nos amenaza colectivamente es esta forma de guerra del todo atípica e inédita que culmina con el culto a la aniquilación. Hoy resulta fácil matar a gran escala... Me obsesionan esas imágenes de devastación.»
Elie Wiesel

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Vanidades en la hoguera

And then the wind started. It was like a hurricane wind. Just like black stuff just blowing and hitting us El asunto es todo un clásico en teoría de la comunicación, ética del periodismo y teoría política, entre otras especialidades, a saber: el debate sobre la conveniencia o no de dar completa y puntual cobertura informativa de los atentados terroristas. En esta ocasión, como la nube negra de los estorninos que cubre las alamedas urbanas en otoño, la disputa sobre si cubrir determinada información, especialmente sensible, con un velo de ignorancia o develarla íntegramente a través de informes y reportajes que ponen «al desnudo» la verdad del asunto, vuelve en el mes de septiembre. A la complejidad, y aun al dramatismo, de la cuestión se le suma la ambigüedad del lenguaje. En español llamamos «cubrir» a la acción de poner un objeto encima de otro a fin de ocultarlo o resguardarlo, pero también de satisfacerlo o violentarlo; en este segundo caso, se dice de un sujeto que «cubre» a otro (u otra) en el sentido de que lo (o la) monta o acaballa. En el lenguaje de la información, el acto de «cubrir» alude, por lo general, a la tarea del reportero destacado en el frente bélico, que mimetizando su labor a la estrictamente militar, protege un objetivo como primer paso para tomarlo.

Hay, es cierto, otras formas más fabulosas de encubrimiento, como el que relata la Canción de los Nibelungos. Según cuenta este relato de bárbaros y héroes, Sigfrido, echándose sobre los hombros el manto mágico que lo hacía invisible, dispuso de esta guisa de un poder tan inmenso que le permitió suplantar a reyes sin par a la hora de enfilarse hacia batallas singulares a fin de perseguir ardientes fines. El engaño, finalmente, acaba descubriéndose y la trama termina trágicamente. Mas para no perdernos en la emboscadura de la leyenda, centrémonos en otras historias no menos fenomenales, aun sin abandonar del todo el arte de la confabulación.

Mucho ojo, entonces, con quienes tienen el gusto de cubrir la información sin frenos ni contenciones, y no me refiero ahora a los denominados «reporteros sin fronteras», esos dignos profesionales de los medios que simbolizan en su oficio, sine ira et studio, la nueva era de la globalización. Llamo la atención de aquellas cadenas de televisión y radio, agencias de prensa y periódicos, rotativas y rotativos, que no ponen coto a la persecución de noticias y titulares de impacto. Señalo a aquellos medios que pretendiendo investigar y revelar al público lo que pasa fuera para convertirlo así en noticia y dominio público, remueven, destapan y hasta profanan lo que debiera mantenerse dentro de la integridad, honorabilidad y reserva de los verdaderos propietarios del objeto del deseo. Sucede que no todo lo que es dado descubrir o destapar puede ser poseído por el primero que pase. Que no todo lo que puede saberse debe ser sabido por todos. Que no toda pieza en disposición de conquista debe ser ganada en todo momento o a cualquier precio.

En las sociedades abiertas, la libertad de información constituye un bien que, por supuesto, hay que proteger, pero también resguardar de quien aspira a someterla. Una sociedad abierta, demasiado expedita, pasa a transformarse fácilmente en un artefacto de descaro y una máquina de producir impudicia. A fin de mantener las formas, conservar la virtud y asegurar la eficiencia, debe aprender a guardar las distancias y salvar las apariencias, de modo que su hospitalidad y accesibilidad no sea interpretada como insensata dilapidación y gratuita penetrabilidad, ni se confunda liberalismo y liberatorio con liberalidad y libelo. No se trata de contentarse con lo que hay, pero sí de aprender a contenerse, para que lo que en verdad hay, no se malogre{1}.

La sociedad libre y abierta es, ciertamente, incompatible con el régimen de sociedad secreta, pero no menos con un programa de comunidad desordenada y menoscabada. De estos excesos y extremismos nos previno Georg Simmel al repasar las artes y costumbres de algunas escuelas filosóficas y otras agrupaciones propensas al sectarismo:

[...] cuando la asociación secreta de los pitagóricos prescribía a los novicios un silencio de varios años, probablemente, pretendía algo más que un fin de entrenamiento para que aprendiesen a guardar los secretos de la asociación; pero la causa no era sólo aquella torpeza, sino la ampliación del fin diferenciado. No se conformaban, en efecto, con que el adepto aprendiese a callar algo determinado, sino que querían que aprendiese a dominarse, en general.{2}

Leemos, asimismo, en La democracia en América esta otra pertinente observación sobre nuestro tema, de la mano de su autor, Alexis de Tocqueville:

Hay una ignorancia que nace de la extremada publicidad. En los Estados despóticos, los hombres no saben cómo obrar porque nada se les dice; en las naciones democráticas, a menudo obran al azar y porque se les ha querido informar de todo. Los primeros no saben, y los otros olvidan.{3}

De manera que ni secretismo ni entrega absoluta ni «extremada publicidad» en nuestras asociaciones. Es preciso saber el contenido de las cosas tanto como su límite. Saber hablar y comunicar, pero igualmente aprender a callar y a dominarse. Hay que calibrar dónde acaba la simple observación y dónde comienza el voyeurismo. Cuándo termina la información y cuándo empieza el espectáculo...

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It's showtime, folks!

The New York Times

Viene esta digresión de vago estío acerca de la discreción y mesura en la averiguación a propósito del desvelamiento propiciado, durante el verano de 2005, por el diario The New York Times, que ha puesto al descubierto un material informativo tenido hasta ahora como materia reservada, convenientemente retenida por motivos de estética, moral y política, así como por el expreso deseo de corporaciones muy implicadas en el asunto, como es el cuerpo metropolitano de Bomberos de la ciudad de los rascacielos que acudió al auxilio de los hombres y mujeres cuya vida peligraba en las Torres Gemelas aquella funesta jornada. Aproximémonos respetuosamente a este caso y echémosle un breve y discreto vistazo, con circunspección y con la limpia mirada de quien quiere saber mejor y no sólo saber más.

El empeño periodístico consiste en exhumar 12.000 páginas y 1000 horas de audio que recogen el relato oral de 503 bomberos, médicos y personal de emergencia, tomadas del listado de las llamadas a los servicios de emergencia y de otros valiosos documentos que The New York Times exigió al Ayuntamiento de la ciudad en febrero de 2002 amparándose en la ley sobre libertad de información, para ver así quien ganaba la partida. Los documentos eran reclamados también por familiares de las víctimas de los atentados que esperaban así que la publicación les ayudara a determinar lo que ocurrió exactamente aquel día. El consistorio, por su parte, y en una primera instancia, se negó a entregar el ansiado dossier, siguiendo consejo y directrices de autoridades federales, por entender que su publicación contraería dos graves problemas: uno, dificultar las tareas de persecución de algunos implicados en la masacre, y todavía sin detener; y dos, atentar a la privacidad y la intimidad de las personas implicadas al revelar comunicaciones confidenciales. La custodia y reserva de la documentación constituía, por lo demás, una doble demanda exigida por el Departamento de Bomberos de Nueva York que perdió 343 de sus hombres aquel infausto 11 de septiembre de 2001.

A principios de este año, la corte de apelaciones interesada en el tema ordenó a las autoridades de la ciudad que hicieran público gran parte del material. «Estamos contentos» por la difusión, dijo David E.McCraw, abogado del NYT, «creemos que debía haberse hecho hace tiempo». «El público será el gran beneficiado», agregó finalmente. Se espera, leo asimismo en las crónicas y boletines de prensa, que el material publicado, aparte de revelar vivencias personales de interés, arroje luz sobre los errores, presuntamente cometidos por autoridades e instituciones, en la operación de rescate.

El gran público quiere saber y saber: he aquí el desafío democrático. Los terroristas coetáneos desean salir en la prensa y la televisión, y que sus hazañas sean repetidas, rebobinadas, una y mil veces, en primera página, hasta la saciedad. He aquí su venganza: seguir ganando batallas después de muertos. Su objetivo insaciable: que el gran público, que la población espectadora (y expectante) no les pierda de vista, que no piensen en otra cosa, que no piensen siquiera, que se transmuten en cosa, materia inerte, muerta de miedo, temiendo ser los próximos. El criminal tiene, como es natural, la oscura inclinación de retornar siempre al escenario del crimen, para así resucitar o revivir y recrearse en el mal. Pero al que no lo es, al que ya ha sufrido bastante contemplando la devastación, no siempre es necesario hacerle pasar por ese trance. Cuando se acercan fechas de luctuosa conmemoración, quienes disfrutan con el espectáculo de la devastación, sueñan con la impúdica celebración. He aquí el problema.

Hay teóricos reputados en materia forense que se derriten a la vista de la devastación. Émulos de Nerón, rasgando la lira ante la visión del incendio de la civitas y la civilización, sienten que la inspiración y el éxtasis les viene:

«El espectáculo del terrorismo impone el terrorismo del espectáculo. Y en contra de esta fascinación inmoral (aunque descargue una reacción moral universal) el orden político no puede hacer nada. Es nuestro teatro de la crueldad privado, el único que nos queda –extraordinario en cuanto reúne el punto más alto de lo espectacular y el punto más alto del desafío.» (Jean Baudrillard, El terrorismo.)

Estos intelectuales posmodernos suben al estrado y, para seguir llevando la contraria, entonan el Himno de la Tristeza, el canto del cisne de una Civilización que consumen, pero que aborrecen. En realidad, estos maestros del descontento se aborrecen a sí mismos. Aunque su sintaxis y su semántica sean incomprensibles, en el fondo se les entiende todo. Si ellos deciden caer en la miseria, los demás deben seguir el mismo rumbo.

Las Torres Gemelas de Manhattan, convertidas en teas, representan hoy el icono predilecto de los eternos descontentos{4}. También las fotos de Mohammed Atta y Bin Laden. Estas imágenes excitan su Eros y Thánatos: «Osama, mátanos.»

No han logrado reemplazar la estampa del Che Guevara o de Mao, pero casi. Se complementan entre sí. ¡Cuánto lamentan que el Pentágono y el Gobierno estadounidense hayan censurado las imágenes del ataque sufrido en el centro de Defensa! ¡Cuánto denuncian la falta de trasparencia y democracia del lesionado! ¡Cuántas camisetas y tazas de porcelana han quedado así sin fondo ni logo! Mas, no importa, hay otros pretextos, para algunos siempre hay motivo para la indignación. Queda entonces la imaginación y el contraataque, el cambio de guión beligerante, sembrar la duda y la cizaña, la búsqueda de nuevas excusas para seguir intimidando e intoxicando. Por ejemplo: «si no hay fotos de la barbacoa es que no ha habido barbacoa.» El negacionismo siempre llama dos veces.

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Las reglas de juego han cambiado

Tras el 11-S, y sus secuelas, vivimos unos momentos de anomalía y excepción, en los que las reflexiones abstractas sobre los problemas presentes no sirven. Las divagaciones sobre la libertad y la seguridad son hoy más que nunca maniobras de evasión y de distracción. Hacer de la devastación un motivo de espectáculo es uno de ellos. Antes se hablaba de la banalidad del mal; hoy, podemos hablar de la frivolidad del terror y la obscenidad del corpus delicti.

El terrorismo y el quintacolumnismo que le asiste conocen bien el terreno que pisan: son unos expertos en manipular los resortes emocionales de la comunicación. Su insistencia, por ejemplo, en traer a colación la guerra de Vietnam y cotejarla con la que hoy libramos no es casual. Saben que en su día funcionó. En el momento actual vuelven a la carga: la opinión pública no podrá soportar el continuo y trágico desfile de ataúdes volviendo a casa para ser homenajeados en el cementerio de Arlington, en Washington. En el verano de 2005 la campaña contra la presencia norteamericana en Irak se ha reactivado.

Cindy Sheehan compadece ante la residencia del presidente Bush y la prensaPrimo Menezes compadece ante el 10 Downing Street y la prensaPilar Manjón compadece ante comisión parlamentaria y la prensa

Todo vale para «sensibilizar» a la opinión pública, y conducirla a dónde se quiere. La opinión pública de unos países resiste más que otra. Es cuestión de tiempo y de perseverar en la causa. Madres con gran coraje y alma dolorida, como Cindy Sheehan, progenitora de uno de los soldados fallecidos en combate, se lamenta de este funesto destino por medio de la sentada y la protesta pública, e inmediatamente es convertida en un símbolo de las manifestaciones en contra de Bush y la Administración estadounidense. Sucede esto en todas las naciones democráticas –en América, en el Reino Unido, en España...–, donde algunos explotan la libertad de expresión sin preocuparse de proteger aquello que la establece y asegura. A veces el resultado resulta singularmente dramático, como cuando el protagonismo, un tanto indecoroso y hasta impúdico, lo adquieren los familiares de las víctimas en el guión de los sucesos. Sea por iniciativa propia o por instrucción de instancias superiores, asociaciones de «afectados», familias concertadas y parientes desconsolados traspasan osadamente la línea que, más allá del pudor y la intimidad propios del duelo, conduce al descaro y a la procacidad característicos del exhibicionismo y la neta propaganda. Creyéndose a cubierto de la crítica y la reprobación, en su presumida calidad de propietarios del dolor y el sufrimiento, sienten asimismo que la verdad y el sentimiento les pertenece. Habitualmente un coro cómplice les sigue la corriente y amplifica sus lamentos y también sus previsibles maldiciones.

Este septiembre rememoramos el cuarto aniversario de los atentados terroristas del 11-S y homenajeamos a las víctimas. W'ill never forget. No es casual que ahora se organice el espectáculo. Desde algunos medios se busca revivir los hechos a su manera, recreándolos y remachándolos. Murieron casi tres mil personas en aquel acto demencial que Baudrillard no duda de calificar de «evento», por no decir «acontecimiento». Otros lo han dicho por él. Con los rescoldos de la tragedia todavía al rojo vivo, Günter Grass lamentaba que se hubiese creado tanto revuelo, todo «porque hayan matado a tres mil blancos». ¿Hay que indignarse ante estas demostraciones de crueldad, cinismo y racismo? No. Pero sí me pregunto lo que sigue: si el Ministerio de Interior británico proyecta expulsar del país, o impedir su entrada, a los sujetos sospechosos de apología del terrorismo, y si las autoridades norteamericanas estudian declarar persona non grata y restringir el protocolo de hospitalidad y libre tránsito por Nueva York a individuos dudosos, como el actual presidente iraní, Mahmud Ahmadineya, no sabría decir por qué hay que ser más condescendientes con otros personajes públicos cuyos desafueros están plenamente demostrados y su reincidencia en el delito estético, moral y político es proverbial. ¿Nueva caza de brujas? No, más bien prevención ante el retorno de los brujos y elemental regla práctica de la reciprocidad y del quid pro quo.

Las autoridades norteamericanas impidieron que, desde el primer momento, el «11-S» fuese tomado al asalto por las cámaras indiscretas y los lápices afilados. No pudo evitarse el primer ataque. Se trata ahora de hacer todo lo posible para evitar nuevas irrupciones y asaltos. Las cadenas de televisión rebobinan una y mil veces la embestida de los aviones contra los rascacielos y sus imágenes son reproducidas por doquier. Pero hay que hacer lo que está en nuestra mano para no dar carnaza gratis al tiburón. Tras los atentados del 7-J en Londres, las autoridades británicas declararon el «apagón informativo». ¿Qué es esto? Muy sencillo: Londres no es el Madrid del 11-M, donde se rueda la muerte y el linchamiento político en directo.

Maneras distintas de conducirse ante un mismo problema. Las democracias liberales de larga tradición, como el Reino Unido –o que han aprendido rápido, como los Estados Unidos–, no tienen nada que demostrar. En las épocas más duras del terrorismo del IRA contra intereses y objetivos (targets) británicos, mientras publicistas, intelectuales y artistas recogían fondos destinados a la «causa republicana», medios de comunicación ingleses, incluida la muy diletante BBC, acordaban no dar imágenes de dirigentes del Sinn Fein ni dar cobertura a sus mensajes. No duró mucho el silenciador mediático, pero constituyó un precedente muy respetable.

Al otro lado del océano Atlántico, la Zona Cero en Nueva York y el Pentágono en Washington se miran pero ya no se tocan. Son declaradas zonas protegidas, reservadas para el homenaje y el duelo. En el país del merchandising y del libre mercado por excelencia, la autorregulación se impone sobre el intervencionismo salvaje. Ocurre que no todo en Nueva York lo cubre The New York Times con su manto de influencia. En junio de 2005, he visitado el Ground Zero de Manhattan. En el sur de Manhattan todavía quedan sin cerrar las heridas y el socavón. La gran tumba sigue abierta. Miles de americanos y extranjeros visitan este espacio devastado con la única clase de actitudes permisibles en este espacio sagrado, a saber: el respeto y el recogimiento. También la oración, pero jamás la ovación. Pude observar que en esta zona reservada al duelo, no existe la menor concesión al espectáculo, el compadreo y el negocio. No hay en este punto crítico tenderetes de souvenirs, puestos de comida rápida ni otras gaitas. Están próximos, pero a distancia. En el corazón herido de la Gran Manzana se ha creado un cinturón, un cordón de cordura, riguroso que más que de seguridad es de recato y reverencia, no impuesto por los agentes del orden sino por la restricción y la circunspección.

Los bomberos de Nueva York son, tras el 11-S, más queridos que nunca por sus compatriotas. Tenidos por héroes nacionales, los viandantes se hacen fotos junto a ellos en señal de afecto y agradecimiento por su sacrificio y su patriotismo probados. Ellos contestan que no han hecho más que hacer su trabajo lo mejor posible. Sin embargo, al The New York Times esto no le basta: desea saber e ir todavía más lejos. Verlo todo y oírlo todo. Saber la verdad y llegar hasta el final. ¿Toda la verdad y nada más que la verdad? Vale, pero ¿cuál es el final?

Notas

{1} La discusión acerca de la naturaleza, poder y límites de la confidencialidad y del derecho al secreto profesional, por supuesto, que no puede quedar aquí concluida ni satisfecha. Sin ir más lejos, por no salir del ámbito de referencia norteamericano, un próximo contencioso en el tiempo al que aquí glosamos, en el que así mismo se ha visto involucrado The New York Times, ha concitado atención e interés. Aludo al caso de Valerie Plame Wilson, funcionaria de la CIA y de Judith Miller, periodista del diario neoyorquino, acusadas de no revelar las fuentes y los motivos que acompañaron la filtración de información declarada secreta y que, según los perjudicados, atentaba contra la Inteligence Identities Protection Act de 1982 que prohíbe a los agentes federales sacar a la luz pública información susceptible de ser utilizada por elementos hostiles desde el extranjero. Como consecuencia de esta actitud, la periodista ha ingresado en prisión. No consideraré este asunto ahora, pues merecería consideración aparte, y no es cuestión de minimizar ni trivializar los serios problemas que plantea las políticas de excepcionalidad y «mal menor» que debemos afrontar en nuestros días.

{2} Georg Simmel, Sociología. Volumen I, Revista de Occidente, Madrid 1977, pág. 398).

{3} Alexis de Tocqueville, La democracia en América. Volumen II, Tercera parte, capítulo XV, FCE, México 2001, pág. 188.

{4} Véase, Paul Hollander, Discontents: Postmodern and Postcomunist. Transaction Publishers, 2002.

 

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