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El Catoblepas, número 42, agosto 2005
  El Catoblepasnúmero 42 • agosto 2005 • página 7
La Buhardilla

La lección de Alcibíades

Fernando Rodríguez Genovés

En el presente texto ofrecemos un comentario del diálogo platónico Alcibíades I a la luz de nuestra reflexión sobre la antepolítica y la teoría del contento moral

Alcibiades

Aunque muchos estudiosos todavía lo sigan ubicando en el conjunto de su obra dentro del nebuloso apartado de «diálogos dudosos»{1}, la obra platónica, Alcibíades I, constituye, de cualquiera de las maneras, un texto capital, un compendio magnífico de las principales tesis políticas del discípulo de Sócrates en lo que concierne a ese tema vidrioso que es la relación entre la ética y la política, del que asimismo se ocupó en libros definitivos como la República y las Leyes. En la justa ponderación de Alcibíades I (o Sobre la Naturaleza del Hombre), Michel Foucault{2} ya llamó la atención hace unas cuantas décadas sobre una particularidad muy relevante contenida en dicho texto, a saber: la importancia de preparar la personalidad y el espíritu humano antes de lanzarse a las tareas públicas. Y téngase en cuenta que la expresión «antes», en el contexto de la antepolítica, lo empleamos no tanto en sentido temporal o histórico, como causal y serial, esto es, referido a aquello que antecede a cualquier otra instancia en el orden conceptual, lógico y propedéutico de la praxis, más que nada por ser primordial a aquélla.

Cada persona se encuentra incorporada a la sociedad (a una sociedad determinada), a la que pasa a formar parte desde el mismo momento del nacimiento en el seno de la familia. En esta circunstancia no cabe apreciar intencionalidad ni vocacional espíritu deliberativo alguno, a menos que adoptásemos el artificio contrafáctico característico de posiciones tibiamente contractualistas. Ocurre más bien, en lo referente a la realidad personal y fáctica constituyente, que nos hallamos ante un acontecimiento que acaece en forma de imposición primaria, o, como también podríamos decirlo, natural; no por capricho hablamos de la sociabilidad como de atributo «natural» del hombre, o «segunda naturaleza». Nada nos impide, entonces, pasar de la perspectiva sociológica o de historia de la cultura (historicista) a la perspectiva ética, es decir, de la constatación a la reflexión moral, a la hora de atender a nuestro asunto. En este ámbito, en el continente de la ética, contemplamos la situación de encuentro del hombre con la sociedad desde una perspectiva de voluntariedad y libertad, en la que el individuo se enfrenta a sus circunstancias como sujeto autónomo y libre, privilegiando su condición moral sobre cualquier otra, por ejemplo, la política. Pues, atiéndase a esto: el hombre es antes individuo libre que ciudadano.{3}

Dice Ortega y Gasset en La rebelión de las masas que la actividad política destaca en el conjunto de la vida pública por ser la más eficiente y visible, si bien, y en rigor, no puede privilegiarse como el primer y principal atributo de la existencia humana. Esto es así porque constituye una categoría «postrera»{4}, resultante de otras más «íntimas e impalpables»{5}. No importa que, desplegado el conjunto de las facetas del hombre sobre la arena, o coso ciudadano, sea la política la esfera de acción que se haga de notar por delante de las otras, situándose así al frente de lo público –lo público anteponiéndose a lo privado y solapándolo–, pues ya sabemos que la política es materia presurosa, impaciente e invasiva, acaso como ninguna otra tarea o aplicación humana. Si, en verdad, no importa esta circunstancia, entonces, pongamos desde el principio a la política en su sitio, a fin de que no invada ilegítimamente las otras esferas prácticas del hombre, o las eclipse.

En el diálogo platónico tomado por «dudoso» que ahora nos ocupa, Sócrates instruye al joven y ardiente Alcibíades sobre la necesidad de conocerse a sí mismo y de cuidar de la propia persona como condición previa a la tarea de observar y administrar los asuntos públicos, de la polis.

Juan Leon Gerome (1824-1904), Socrates se encuentra con Alcibiades en la casa de Aspasia (1861)

El punto de vista de Sócrates se encuentra limpiamente sintetizado en este fragmento (Alcibíades I, 132b):

Sócrates.– En primer lugar, ejercítate, mi querido amigo, y aprende lo que hay que saber para meterse en política, pero no lo hagas antes, a fin de que vayas provisto de antídotos y no te ocurra ninguna desgracia.{6}

¿Qué quiere significar Sócrates con esta exhortación? Algo tan sencillo como que no es prudente, sabio ni discreto el lanzarse a la arena política sin conocer las propias facultades y posibilidades, ni arrojarse al vacío sin red, ni saber a ciencia cierta cuál es la utilidad social y la consecuencia que dicho gesto pueda comportar, ni considerar, en fin, antes de «dar el salto», qué es lo verdaderamente bueno, lo mejor, para el individuo y para la ciudad. Si uno mismo no es capaz de saber quién es y lo que quiere, poco puede saber del alma de la ciudad y lo que a ella le conviene. El proverbio intuitivo y el refranero antiguo ya dejaron dicho que mal puede gobernar la ciudad quien no sabe gobernar su propia casa o gobernarse a sí mismo. La creencia común coincide aquí –sin que sirva de precedente–, en intenciones y resultados, con la idea filosófica del asunto.

A Sócrates le preocupa el futuro, personal y político, del ambicioso muchacho, pues sabe bien que la ambición ciega, así como la cruda pasión política, cuando son concebidas por un sujeto inexperto e indeciso, ignorante e ingenuo, bruto y exaltado, resultan catastróficas para individuo y comunidad.

El joven Alcibíades, cuando todavía está recibiendo las lecciones morales del maestro y cuando aún no se encuentra suficientemente maduro para la «participación ciudadana» o para la «acción deliberativa», según expresiones recientes, salta de las palabras a las obras –acaso demasiado pronto–, y tan velozmente, sin contención y sin remedio, que olvida en seguida aquello que se le enseñó. Dicho sea esto contando con que algo hubiese aprendido, después de todo. Resultado: su biografía da cuenta de una de las carreras políticas más trapaceras que se ha tenido noticia en la historia de la humanidad, una trayectoria pública propia de un sujeto falsario y corsario, pionero del transformismo político, catedrático del embuste y el cambalache, traidor y perseguido, ateniense réprobo que acaba sus días tropezando contra el cuchillo de un sicario extranjero que venía de una tierra lejana sólo para asesinarle. Ciertamente no podía estar más justificado el recelo socrático sobre la «desgracia» que podía sucederle, y fatalmente le sucedió, al impetuoso doncel.

Juan Bautista Regnault (1754-1829), Socrates apartando a Alcibiades del seno de la voluptuosidad (1791)

Con gran acierto ha advertido Foucault de la estrecha relación existente entre el cuidado de sí (epimeleia heautou) y el conocimiento de sí contenida en Alcibíades I. Para Sócrates, ambas actitudes se precisan mutuamente, aunque la segunda mande sobre la primera; justamente lo contrario que sostendrá el estoicismo, piénsese si no en los escritos de Cicerón, Séneca, Epicteto y Marco Aurelio. La sabiduría moral (sophrosyne) coincide, a juicio de Sócrates, con el conocerse a sí mismo (Alcibíades I, 133 b){7}, y en ella se halla la más alta realidad moral. Es asunto de cada uno el cuidado y la mejora de sí mismo, atendiendo, por ejemplo, a las necesidades del cuerpo y la protección de nuestros bienes. La diferencia entre ambos cuidados estriba en las artes respectivas que utilizamos para cada fin, distinto por su género, pero el sentido intransferible de ambas es el mismo; a menos que la enfermedad y el deterioro físico y mental que acompañan el envejecimiento de las personas –cuando no la vaga irresponsabilidad– trastornen y alteren el orden natural de las cosas.

Así como el arte (la técnica, el oficio) que mejora el calzado es la zapatería y el que mantiene el cuerpo, la gimnasia, el cuidado y el conocimiento de sí constituyen el ejercicio que, en el sentido moral, nos hace mejores a nosotros mismos (Alcibíades I, 128 d-e){8}. Hermanado al concepto del conocimiento o no, la insistencia de la necesidad del cuidado de sí como precepto moral principal es constante en la idea de la vida humana concebida por Sócrates, y tan invariable que literalmente llega a convertirse en su última palabra sobre el tema.

Platón recrea esta principal preocupación socrática en las conmovedoras páginas que cierran el Fedón{9}. Como es sabido, Critón y sus discípulos ruegan al maestro que les transmita su última voluntad, la cual servirá de última enseñanza. En la hora postrera, en la antesala de la muerte, qué tiene que encargarles a sus seres queridos, a los amigos, a los hombres, qué le agradaría que hiciesen cuando él, Sócrates, ya no se encuentre entre ellos, los vivos, cuál es su concluyente lección. El filósofo no vacila ante el desafío de resumir en un breve mensaje el sentido de toda la existencia y de elogiar la actitud plenamente moral: «¿qué es lo que nos encargas a éstos y a mí?»

Esto les responde Sócrates en Fedón, 115b:

Lo que continuamente os digo –dijo él–, nada nuevo. Que cuidándoos de vosotros mismos haréis lo que hagáis a mi agrado y al de los míos y de vosotros mismos, aunque ahora no lo reconozcáis. Pero si os descuidáis de vosotros mismos, y no queréis vivir tras las huellas, por así decir, de lo que ahora hemos conversado y lo que hemos dicho en el tiempo pasado, por más que ahora hicierais muchas y vehementes promesas, nada lograréis.{10}

Efectivamente, «nada nuevo» tiene que decirles Sócrates que no les hubiese dicho antes, nada que no haya practicado él mismo. Nada nuevo bajo el sol de la ética, pues aquello que ilumina las acciones humanas y da consistencia y plenitud, a saber: el contenido de la moral –en especial, cuando es pleno y adquiere la forma de contento moral–, no cambia a lo largo de la vida sino que se extiende y se manifiesta con ella. Sócrates, quien no quiso retractarse ante el tribunal de hombres resentidos e irritados que le llamaban al orden y a juicio ciudadano, ni encuentra motivo para modificar las razones que han regido su existencia de hombre libre, sabio y feliz, ahora que se le acaba el tiempo y es momento de recapitular, tampoco ve razón para abdicar de sí mismo. ¿Qué tiene que decir el sabio a los hombres?

Ya lo sabemos: «Lo que continuamente os digo», esto es, las buenas razones, en cuanto conciernen a aquello que es mejor para el hombre; pues si en efecto son buenas, sólo exigen del renuevo, de la reiteración que regenera y salva la integridad humana; justo lo contrario de la renuncia, que dimite de la tarea de vivir la vida para conformarse con administrarla o gestionarla, como si ambas cosas supusiesen lo mismo.

¿En qué medida resultan relevantes para la política estas lecciones de moral? Ya está dicho: aquel que ignora lo que es bueno para uno mismo y le corresponde por justicia, o no sabe lo que quiere, poco y torcido escribirá en el gran libro de la ciudad, y mucho desconocerá del bien de los otros. Quien desatiende su propia vida, quien no la examina convenientemente, no puede considerarse la persona más indicada para salvaguardar la vida ciudadana: lo primero conduce a una existencia sin virtud (una vida desvirtuada, desnaturalizada, que no merece la pena vivirla), lo segundo causa la desgracia y la ruina de la polis.

He aquí la lección de Alcibíades (o, para ser más precisos: la lección que recibió el joven Alcibíades de Sócrates, y que desgraciadamente no asimiló ni pudo cultivar).

«Tal vez por esto –escribe Ortega– la política me parece una faena de segunda clase.»{11}

Sócrates, como Platón, filósofo aristócrata tanto en moral como en política, confía en que sean los mejores quienes gobiernen el Estado, pues los menguados en conocimiento y razón, ¿qué pueden ofrecer de provecho a la comunidad? O dicho con sus palabras (Alcibíades I, 134 c-d){12}, en concisa interrogación que cobija el más profundo enigma de la teoría política:

Sócrates – Por ello, si vas a conducir los asuntos de la ciudad de manera correcta y conveniente, tendrás que hacer partícipes de la virtud a los ciudadanos.
Alcibíades –Desde luego.
Sócrates –Pero ¿se podría hacer partícipe de algo que no se tiene?

Notas

{1} Platón, «Alcibíades I», en Diálogos VII (Dudosos, Apócrifos, Cartas). Traducción, introducción y notas por Juan Zaragoza, Gredos, Madrid 1992.

{2} Vid. Michel Foucault, Tecnologías del yo. Y otros textos afines. Traducción de Mercedes Allendesalazar, Barcelona 1996.

{3} En cualquier caso, «hombre libre», «hombre bueno» y «buen ciudadano» son categorías que no pueden solaparse ni confundirse sin más. Cfr. Leo Strauss, Derecho natural e historia, Círculo de Lectores, Barcelona 2000: «El hombre bueno no se corresponde simplemente con el buen ciudadano sino con el buen ciudadano que ejerce la función de gobernante en una sociedad buena.» (pág. 184).

{4} La calificación orteguiana de la actividad política como actividad «postrera» en comparación con otras más íntimas, se lee en La rebelión de las masas, al final del capítulo VII, «Vida noble y vida vulgar, o esfuerzo e inercia». Vid. Ortega y Gasset, La rebelión de las masas. Edición de Thomas Mermall, Clásicos Castalia, Madrid 1998, pág. 180.

{5} Esta apelación de Ortega a una instancia previa a la política –una instancia «intelectual y moral»– para delimitar con provecho el perfil humano interesa muy especialmente a los fines de este trabajo, motivo por el cual transcribimos el fragmento completo donde aquélla aparece: «La actividad política, que es de toda la vida pública la más eficiente y la más visible, es, en cambio, la postrera, resultante de otras más íntimas e impalpables. Así, la indocilidad política no sería grave si no proviniese de una más honda y decisiva indocilidad intelectual y moral. Por eso mientras no hayamos analizado ésta, faltará la última claridad al teorema de este ensayo.» (Ortega y Gasset, 1998, op. cit., pág. 180). Thomas Mermall, responsable de la edición del texto que aquí utilizamos, hace notar a la sazón que en la primera edición del libro Ortega había escrito sólo «indocilidad intelectual». El añadido, entonces, del vocablo moral a la frase, aporta nuevamente un valor esencial al tratamiento de la cuestión que aquí nos interesa.

{6} Platón, 1992, op. cit., pág. 78.

{7} «El conocerse a sí mismo ¿no es lo que convinimos que era la sabiduría moral [sophrosyne]» (Platón, 1992, op. cit., pág. 81).

{8} Ibid.: 71.

{9} Vid. Platón, «Fedón», Diálogos III. Traducción, introducción y notas por C. García Gual, Gredos, Madrid 1997.

{10} Platón, 1997, op, cit., págs. 136-137.

{11} José Ortega y Gasset, «Ilegitimidad» («Sobre el fascismo»), en «El Espectador VI»), Obras Completas, Tomo II, Revista de Occidente/Taurus, Madrid 2004. Dice esto por «esto», a propósito de una precisa meditación sobre los males del bolchevismo y del fascismo, en concreto del acceso ilegítimo y bárbaro a las instituciones de poder. Estimo que traer a cuenta esta cita no resulta inconveniente. Además, esta idea orteguiana es recurrente en su obra. Nada extraño ni nada nuevo, pues.

{12} Platón, 1992, op. cit., pág 83.

 

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