Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
publicada por Nódulo Materialista • nodulo.org
El Catoblepas • número 41 • julio 2005 • página 8
Con noticia cierta de los califas almohades
y el cuadro de los filósofos que les hicieron de secretarios
La reforma almohade
En el año 456/1063 Ibn Hazm se retira a morir a su casa solariega de Montija, víctima de la intolerancia de los juristas mâlikîes y de la furia antilegitimista de las Taifas andaluces. Pero sólo veinte años después, la noticia de la conquista de Toledo por Alfonso VI en el 470/1085 hace que todos abandonen la falsa seguridad de que disfrutan. El carácter emblemático y la situación estratégica de la Ciudad, que es desde la dominación de los godos la capital espiritual de la península da por primera vez a los reinos cristianos la iniciativa política. Los andalusíes piden ayuda de muy mala gana a las órdenes militares del Islam, que ocupando una cadena de fortalezas, las rábidas, dominan todo el norte de Africa desde Marruecos hasta el Senegal. El imperio de los almorávides, con su poderosa unidad, su fanatismo y austeridad es la negación del vitalismo anárquico y de la refinada civilización de los árabes españoles. Sin embargo, los monjes soldados se instalan al parecer definitivamente en la península, derrotando primero al monarca de León en Zalaca en el 479/1086, y aprovechando pocos años después una fetua de los alfaquíes, que les autoriza a deponer a los reyes de Taifas.
Los primeros años del siglo XII, todavía el V de la Hégira, confirman el dominio de los almorávides, que vencen brillantemente a los generales de Alfonso VI en Uclés –501/1108– y ocupan dos años después el reino de Zaragoza, expulsando de la frontera norte a los Bânu Hûd. Pero la enérgica reacción de los cristianos, capitaneados por Alfonso el Batallador, consigue reconquistar Zaragoza 511/1118, vencer en Cutanda, tomar el valle del Jalón e invadir por primera vez Andalucía, liberando a los mozárabes y produciendo un tremendo impacto psicológico. Bastante más grave es lo que sucede en la frontera sur del Imperio durante estos mismos años. Un asceta de la tribu de Masmûda, Ibn Tûmart, inicia una predicación rigorista, oponiéndose a la doctrina de los mâlikîes y organizando en la región de Tinmallal un embrión de estado con un consejo privado, compuesto de diez miembros y una asamblea de cincuenta representantes de las tribus que han tomado partido por él. Los almorávides reaccionan débilmente, encerrándolo en el Gran Atlas y bloqueando todos los desfiladeros que conducen a Marrakûs.
Durante los diez años siguientes los monjes soldados tienen que soportar en España la continua presión del incansable Alfonso VII, y sólo su muerte en la batalla de Fraga en 527/1134 les deja las manos libres. Ya es tarde, pues el sucesor de Ibn Tumart, Abd al-Mu'min, consigue forzar el bloqueo al que está sometido, vence a la escuálida guarnición que los almorávides han dejado en Marruecos, y termina la conquista del Africa Menor, expulsando a los normandos de Túnez.
Después de su triunfo, Abd al-Mu'min se proclama Califa y Emir de los Creyentes uniendo el supremo poder espiritual a su concreta realización histórica. Es verdad que su nombramiento es irregular, pues no pertenece a la tribu de Qurays, igual que Mahoma y después de él los Omeyas y los Abbasidas. Pero los juristas –para eso están– dan el visto bueno a su atrevida pretensión. Desde entonces los almohades, fieles al monoteísmo más riguroso y a la lectura directa del Corán, pueden hacer suyo un lema tan sencillo como contundente: «Un solo Dios, una sola fe, un solo califa.»
La política de los unitarios
Cuando Ibn Tûmart comienza su aventura en el norte de Africa no es un iluminado que ha sacado de la nada su propia doctrina. En su juventud ha estudiado en los grandes centros de enseñanza de oriente y occidente, precisamente en Córdoba y Bagdad, y ha sido discípulo más o menos directo de Algazel y de Ibn Hazm. Igual que esos grandes maestros sabe conjugar el más extremo rigorismo con la exigencia de un elevado nivel cultural, hasta el punto de quedar dolido y escandalizado por la ignorancia de las masas a las que predica. Después de él, los dos primeros califas, Abd al-Mu'min y Abû Ya'qûb Yûsuf, son también rigurosos y hasta implacables a la hora de aplicar su credo y su política a los súbditos del Imperio. Pero por otra parte, además de conocer personalmente las más difíciles cuestiones que plantea la sabiduría de los antiguos, logran rodearse de una camarilla de ilustrados y alcanzar uno de los momentos más brillantes de toda la historia del pensamiento. Esta mezcla contradictoria de fanatismo y de inteligencia es la clave para interpretar la forma de ser de los celosos soberanos unitarios.
Lo primero que hacen es seguir al pié de la letra la doctrina de Algazel, suprimiendo todas las revelaciones anteriores al Corán. Abd al-Mu'min obliga a exiliarse o apostatar a los cristianos que encuentra en Túnez, y al pasar a España Yûsuf hace lo mismo con los judíos, a pesar de la influencia cultural y administrativa que han tenido desde siempre. La judería de Córdoba, dirigida por Rabbi Maimónides, padre del gran filósofo, tiene que disolverse, y desde ahora sus miembros mantienen la fe refugiados en la fortaleza impenetrable de la vida doméstica.
Por otra parte los almohades eliminan, no sólo a los santones morabitos, sino a todas las escuelas que se interponen entre los creyentes y el Corán, fragmentando y multiplicando el contenido de su mensaje. De esta forma la unidad de Dios y la de su califa se prolonga en la lectura o la escucha directa de una única profecía. Los juristas mâlikîes que habían establecido su autoridad doctrinal en el Andalus y los teólogos de toda condición van a ser según esto los principales enemigos de los soberanos unitarios.
Es cierto que Abd al-Mu'min y Yûsuf y también sus filósofos de cámara en funciones de secretarios particulares, prescinden del contenido de las doctrinas jurídicas y teológicas que se interponen entre la primitiva revelación y la fe de los creyentes, llenando de confusión los espíritus y haciendo imposible un credo unitario. Pero al propio tiempo admiten y fomentan desde el punto de vista formal una doble o triple lectura directa del Corán, de acuerdo con el nivel intelectual y la experiencia mística de quienes han recibido este mensaje único. Esta afortunada política cultural permite a los soberanos almohades, no sólo resucitar en el Andalus el pensamiento de Algazel y de Ibn Hazm, sino también salvar a la razón, que deja de ser dominio de los infieles y pasa a ser uno de los criterios de interpretación de la Escritura. Por eso los unitarios, a pesar de su intolerancia incluso con los otros credos monoteístas, van a asegurar en el Islam occidental y después en toda Europa la permanencia y la transmisión de la filosofía clásica en todas sus variantes.
Los que tenéis entendimiento
El Corán tiene en primer lugar un sentido externo, asequible a los fieles comunes, y en consecuencia una interpretación literalista. Su lenguaje imperativo e inapelable obliga a una obediencia incondicional y de paso organiza una sociedad teocrática, imponiendo la paz civil bajo la amenaza de sanciones definitivas. Nadie está autorizado a turbar la tranquilidad de espíritu de quienes sólo son capaces de esta lectura exotérica, sustituyéndola por una interpretación alegórica o racional. Por ello no tiene nada de particular que los almohades den la espalda a las cuatro escuelas jurídicas –especialmente la mâlikî, que dominaba en España y norte de Africa– y en cambio se vuelvan al pensamiento de Ibn Hazm. El maestro cordobés, igual que los demás zâhirîes, sólo admite una fuente de derecho, el Corán interpretado literalmente por cualquier fiel. Según esto el zahirismo –sobre todo cuando la misma palabra de Dios tiene carácter imperativo– no es una escuela más, sino un método de hermenéutica y de lectura directa de la revelación contenida en el Libro.
También Algazel tiene una influencia decisiva sobre el pensamiento de Ibn Tûmart y de los califas unitarios que le suceden. En primer lugar sigue la escuela sâfi'î, que además del Corán y los Hádices, y el consenso universal de la entera y única comunidad islámica, deja abierta la puerta a una interpretación no literal del mensaje revelado. Por otro lado su sobria teología as'arî tiene como doble punto de partida un voluntarismo y un nominalismo radical, y al afirmar de esta forma la absoluta omnipotencia de Dios es el complemento del lenguaje imperativo de Ibn Hazm. Pero sobre todo Algazel practica durante la segunda mitad de su vida la mística sûfî, que introduce en el Islam una religiosidad interior y una segunda lectura directa del Corán con su correspondiente interpretación alegórica. Dentro de la literatura almohade esta espiritualidad del corazón está representada por el asceta Absâl, que es uno de los dos héroes de la novela de Ibn Tufayl. De todas formas el altísimo nivel de sabiduría alcanzado por los sûfîes no les autoriza a escandalizar a los fieles comunes, comunicando su lenguaje a quienes no pueden entenderlo.
Mucho más grave es lo que sucede con el tercer tipo de lectura directa, que traduce las palabras del Libro Santo a un lenguaje racional rigurosamente demostrativo. Esta vez los soberanos unitarios y sus consejeros tienen que nadar contra corriente. Efectivamente, una de las obras centrales del mismo Algazel, el Tâhafut al-falâsafa, declara a los filósofos, infieles y por consiguiente sujetos a excomunión, porque niegan cualquier intervención de un Dios, lo mismo en la creación del mundo, en el conocimiento de los sucesos particulares y en la resurrección de los cuerpos. El ataque de Algazel parece más que justificado. Porque no se trata primero y principalmente de que los pensadores griegos –en especial Aristóteles– estén en desacuerdo con el contenido del Corán en temas al parecer fundamentales, sino de algo mucho más grave. Los falâsafa utilizan un lenguaje que prescinde formalmente del misterio y de cualquier intervención sobrenatural. Por eso construyen un mundo cerrado, sin principio ni causa trascendente, sin acontecimientos individuales que interrumpan su proceso interno y necesario, y sin una escatología, ya que tanto la especie humana como su entendimiento, son eternos e impersonales.
En todo caso los musulmanes abordan esos problemas con cierta libertad, pues su religión no tiene misterios ni dogmas sobrenaturales, y en este sentido las mismas verdades reveladas pueden ser interpretadas racionalmente. Por ello nada tiene de particular que –de acuerdo con los textos de Al Marrâkusî y del mismo Averroes– los califas almohades, desde Abd al-Mu'min hasta Yûsuf, conozcan el estado de la cuestión y los argumentos en favor o en contra de los falâsafa, y que además tomen la iniciativa para resolverlos e inviten a seguir por este camino a los pensadores más brillantes de su corte Algazel dedica mucho más de la mitad del Tâhafut a criticar la eternidad del mundo y de la especie humana, pues cree que esta doctrina de los falâsafa es la clave de todas las otras infidelidades. Precisamente este es el problema que el Califa Yûsuf plantea a un aterrado Averroes ante la divertida mirada de su padrino Ibn Tufayl. Y los argumentos que en aquella lejana conversación presentó a favor de Aristóteles y de los musulmanes demostraban según el Comentador «una erudición que jamás yo hubiera sospechado, ni siquiera en quienes ordinariamente se ocupan de estas materias».
La continuación de este precioso texto, según la cual el Emir de los Creyentes consiguió tranquilizar a Averroes y hacerle hablar, dan a entender entre líneas («así pudo saber lo que yo tenía que decir») que su solución al difícil problema –existencia de una Causa Primera que actúa desde siempre sin que su operación pueda caer en el vacío– coincide fundamentalmente con lo que más tarde escribe en el Fasç. El apéndice que sigue a este tratado (Dhamîma) defiende la existencia de una ciencia eterna de los acontecimientos individuales, y tiene un comienzo y un final tan breves como llenos de sentido. Averroes lo dedica al Califa Yûsuf «que gracias a su superior inteligencia, mayor que la de muchos hombres entregados a la ciencia» se ha planteado esa difícil cuestión, defendiendo la difícil tarea de los filósofos. Además termina con una doble profesión de fe en el Corán: «¿Acaso quien ha creado, el Penetrante, el Sabio, no conoce?», y en los peripatéticos, según los cuales el conocimiento eterno es fundamento de los sueños premonitorios, de la revelación profética y de cualquier otra suerte de inspiración.
Queda todavía una última acusación de infidelidad contra los filósofos griegos y los árabes que siguen sus pasos. Cada uno de ellos tiene una particular escatología, que se opone a la letra del Corán al hablar de la resurrección de los cuerpos. Sin embargo el Tâhafut se ha precipitado al tratar este punto, porque sólo es infiel y merece excomunión quien niega la realidad de la vida futura. Pero cuál sea la forma de ser de ese nuevo tipo de existencia es una cuestión que sigue abierta para los fieles musulmanes, que después de leer directamente la Profecía la debe interpretar de acuerdo con su propio nivel de conocimiento. Por lo que se refiere a los filósofos, que están en posesión del razonamiento demostrativo, cada uno de ellos entiende el mundo futuro de forma distinta. Avicena y los árabes orientales, fieles al neoplatonismo más puro, afirman la inmortalidad del alma separada. Avempace de Zaragoza es partidario de la unidad de los espíritus en un conocimiento único. Finalmente Averroes en sus funciones de gran comentador del maestro Aristóteles, defiende la conexión de la especie humana con un intelecto material común, y la doble destinación de cada uno de los individuos que pertenecen a esa especie, según que la inteligencia de cada uno se actualice, gracias al Entendimiento Agente o por el contrario permanezca en estado de pura pasividad.
Una vez que los califas unitarios en conversación con su camarilla de ilustrados han conseguido neutralizar la excomunión que fulmina el Tâhafut sobre el pensamiento racional, mueven ficha y hacen ver cómo el mismo Corán, en unos escasos versículos referidos al aspecto formal de su lectura exige, junto a una interpretación exotérica basada en la retórica y dirigida a la totalidad de los fieles, la búsqueda del sentido oculto del mensaje, reservada a los pocos hombres de ciencia que utilizan la demostración apodíctica. El texto clave es el versículo segundo de la Sura cincuenta y nueve, extrañamente traducida. Deja de ser una advertencia contra los judíos: «¡Que esto os sirva de lección! ¡Que os enseñe! (a no reincidir)» y pasa a ser un enunciado puramente formal, que ordena utilizar la interpretación racional a quienes son capaces de desarrollarla: «¡Considerad vosotros, los que tenéis entendimiento!» La caprichosa interpretación de este pasaje central sirve para introducir la doctrina oficial de los soberanos almohades acerca de la lectura del Corán por parte de todos sus fieles capaces del razonamiento riguroso.
En el tratado Façl el-maqâl Averroes, que ha colaborado con el primer califa Abd al-Mu'min en sus proyectos de reforma de la educación, explica con perfecto conocimiento de causa cuáles son las líneas maestras de esa política cultural. Por supuesto, no se refiere a las religiones anteriores al Islam, que han sido duramente reprimidas durante la conquista del Africa Menor de acuerdo con los principios de la reforma almohade. Pero además amplía esta condenación a todas las escuelas teológicas musulmanas, sin hacer mucha diferencia entre ellas. Efectivamente, sus argumentos están por debajo de la filosofía, porque no cumplen las condiciones mínimas de toda demostración y a veces son puramente sofísticos. Nada tiene de particular que esos falsos doctores se acusen mutuamente de infidelidad y de herejía y que sean a la larga el principio de las sectas que dividen al Islam, rompiendo su unidad. Como además su forma escolástica de leer el Corán es distinta de la interpretación literal y aparentemente muy superior, al predicar a los creyentes comunes turban la seguridad de su fe ingenua y causan así la enemistad, los odios recíprocos y las guerras internas de la comunidad. Afortunadamente «Dios ha suprimido muchos de estos males, estos errores y estos caminos equivocados, gracias al poder establecido».
La segunda preocupación y deber de los jefes musulmanes consiste en reservar los libros que interpretan el Corán siguiendo el método demostrativo a los hombres de ciencia, o lo que es igual a los filósofos, prohibiéndolos a quienes por su inteligencia común no pueden comprenderlos. De esta forma las dos lecturas no se estorban ni se interfieren, y así se respeta la forma de ser y de pensar de cada fiel y se conserva al mismo tiempo la libertad de los hombres superiores y la paz de todos los espíritus. Se evita además una doble infidelidad. Pues cuando los hombres de demostración toman a la letra el texto revelado, negando su sentido oculto que por imperativo divino tienen obligación de interpretar, son evidentemente unos infieles. Y lo mismo sucede con los creyentes comunes si rechazan el significado aparente y lo cambian por una especulación para ellos incomprensible. La unidad de un poder político supremo y de una misma profecía garantiza en cambio la total concordia de la filosofía y la religión «su compañera y hermana de leche».