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El Catoblepas, número 40, junio 2005
  El Catoblepasnúmero 40 • junio 2005 • página 23
Libros

El mito de la contracultura

Eduardo Robredo Zugasti

Sobre Rebelarse vende. El negocio de la contracultura de Joseph Heath
y Andrew Potter, Taurus, Madrid 2005. Un repaso crítico, satírico
y pragmático de la «izquierda pop»

¡La revolución es una prostituta!
Rebelde mexicano en Los profesionales (Richard Brooks, 1966)

§. 1

Quizás el estilo amable, diáfano y cuasi periodístico de los autores canadienses de éste libro no colme las expectativas del público europeo más preclaro, dada su orientación eminentemente mundana –no por ello mundanista– y su aparente indiferencia por el engolfamiento autocrítico típico de las corrientes analíticas, o bien por los sublimes trinos propios de la casi «musical» hermenéutica filosófica. Sin embargo, por estos pagos nos atreveríamos a decir que éste es un ensayo muy estimulante de filosofía crítica, escrito desde y hasta cierto punto contra el presente, sólo que desde una filosofía entendida al modo pragmático y casi instrumentalista. Se trata de intentar comprender un presente que desde luego no está inmediatamente tocado por el cielo de las ideas puras, sino inmerso en el fango de la economía, la historia infecta, las psicologías prosaicas y las ideologías blandas de las modas y el marketing cultural.

§. 2

No cabe duda de que el prestigio de la idea de «cultura»{1} continúa prácticamente intacto a pesar de todas las tentativas críticas. Pero ¿qué se puede decir entonces de la así llamada «contra-cultura»? ¿No se trata, acaso, de un relato moderno actuando prácticamente a la par del triunfal «mito de la cultura»{2}?

En efecto. Si la maduración de la idea metafísica de «cultura» tiene lugar en medio de la formación de los estados modernos (a partir del siglo XVIII), en cuanto portadores del «espíritu de los pueblos» o «culturas nacionales» que marcarían el paso del «reino de la gracia» al «reino de la cultura», la idea de una «contra-cultura» habría que situarla en un momento de escepticismo político –dentro de la inequívoca tradición cínica{3}– dirigido tanto contra el poder político del estado como contra su «hegemonía cultural». Por eso la idea de una «contra-cultura» sólo podría surgir de entre las cenizas de las ideologías del siglo XX, franqueando el camino hacia la formación de las izquierdas indefinidas, divagantes y «pop». La contra-cultura, en efecto, se dibuja ante todo como una figura dialéctica «alternativa» a la «cultura» dominante sancionada desde los ministerios de cultura de las distintas «culturas nacionales». Por eso resulta aún más patente, si cabe, la falsa conciencia de algunos miembros de las «farándulas nacionales» que pretenden mantener sus principios contra-culturales compatibles y en armonía con las subvenciones del estado.

La rebeldía contracultural, según tesis que consideramos implícita en el ensayo de Joseph Heath y Andrew Potter, habría logrado desplazar el centro de la gravedad política desde la crítica tradicional de las instituciones y del trabajo industrial enajenado, hasta la esfera del ocio (o diversión) como el ámbito privilegiado de «realización humana». El «homo faber» daría paso a un tronchante «homo ludens» que traería bajo el brazo el pan de la ética de la felicidad, la auto-realización y la fiesta perpetua: make love, not war. Es así que, animados por la utopía de una «economía de la posescasez» (Marcuse) en la que las máquinas nos habrían liberado finalmente de la vita activa más alienante, los teóricos, patólogos o charlatanes más variopintos de la contracultura, desde Raoul Vaneigem a Valerie Solanas, habrían podido crear distintas «teorías de la diversión» alternativas a las «teorías del trabajo» propias de la sociedad industrial. Ya no es suficiente con el «trabajo práctico» codo con codo con el campesino y el proletario, tal como enseñaba Mao, lo que esta «izquierda pop» desea es, ante todo, divertirse con ellos, «pasárselo pipa»{4}. El gusto por la fiesta perpetua habría obtenido tanto éxito que incluso dentro de las éticas y «filosofías del ocio» más aparentemente conservadoras, al estilo de Joffre Dumazedier, latería el principio contracultural de la liberación lúdica. Theodore Roszak en El nacimiento de una contracultura llama, por ejemplo, a la «liberación psíquica de la clase oprimida» como un modo de superar la critica institucional de la izquierda más rancia y tradicional (tanto del marxismo como de la socialdemocracia). Todo ello apuntaba hacia la necesidad de crear esa «nueva cultura» que ya fue augurada por el análisis de la «hegemonía cultural» de la burguesía, por decirlo a la manera de Antonio Gramsci. El «nuevo ocio» resultante va a pasar a ocupar, a partir de entonces, una centralidad no conocida en el mundo clásico o en el mundo de la ética weberiana del trabajo, cristalizando incluso en jóvenes disciplinas académicas como la misma «filosofía del ocio»{5}.

Lo cierto es que la idea de una izquierda «rebelde», de una pos-izquierda revolucionaria cada vez más indefinida en lo que hace al sujeto político nacional no ha dejado de cosechar éxitos desde la acuñación de la «contra-cultura» por parte de Roszak. Los distintos gestos y figuras de esta ya célebre «contra-cultura» son admirablemente criticados por el ensayo de Potter y Heath. No es difícil calcular que las razones de esta celebridad se basan, más que en ninguna otra cosa, en la extrema confusión y oscuridad de las mismas críticas contra-culturales y en su incapacidad para superar su propia identidad negativa. La contra-cultura ha cantado a cosas tan contradictorias como el LSD (The Beatles), el irónico God Save The Queen de los Sex Pistols o el algo menos irónico God Bless President Bush de parte de Dee Dee Ramone{6}. Se trata, en suma, de jugar al diabolo (en lugar de a los video-juegos) calzarse unas Converse (en lugar de un par de Nike) o participar en un happening (en lugar de ir a la ópera) a la vez que reformamos radicalmente nuestra mentalidad «conformista». Porque ya no se trata sólo de jugar a la reforma institucional o a su derribo revolucionario (para implantar, por ejemplo, la dictadura del proleteriado), sino de desenmascarar la «conciencia esclava» de toda la humanidad masificada. La crítica contra-cultural intenta, en consecuencia, desvelar la «apariencia metafísica del mundo», pero no sugiere ningún programa coherente para llegar a la trastienda del mundo verdadero. Esta es justamente la idea que expresaba Guy Debord –que soñaba con una sociedad de obreros-artistas y en las que ya no fuera posible «morir de aburrimiento»– en La sociedad del espectáculo. Una idea que los Hermanos Wachowski popularizaron, por cierto, en su famosa trilogía Matrix, echando mano de las nuevas mitologías ciber del siglo XXI.

Después del «chasco perpetuo de las ideas» la rebeldía contracultural se ha presentado a sí misma como la intérprete legítima de la verdadera emancipación. Desde eso que incluso Habermas reconoce como el «cansancio de la teoría», dentro de esa misma tradición del idealismo alemán en el que madura la idea de «cultura», se arroja ahora el testigo de la libertad no sólo a las manos del «pensamiento posmetafísico» sino de una contra-cultura que pretende cuestionar radicalmente «la soberanía de las cabezas» (Sloterdijk). La escena de un Theodor Adorno estupefacto ante el desnudo-protesta de una de sus alumnas «contra-culturales» podría quizás ilustrar esta brecha abierta entre la teoría y la práctica, la izquierda tradicional y la izquierda «pop», o dicho de otro modo, el conflicto entre la soberanía de las cabezas y la soberanía de los cuerpos libres. Puesto que el rebelde contracultural pretende haber descubierto un cuerpo viviente, divertido y liberado que es la parodia tanto del «pringado» conformista como del revolucionario circunspecto, y que se afirma a sí mismo ante todo desde un ocio «alternativo» al gris consumismo de la tecnocracia. Desde esta perspectiva, se comprende que la «cultura» dominante se perciba como poco más que basura{7}.

Pero ¿y si no existiera semejante «alternativa»? ¿Y si la ideología «hippy» y «yupi» fueran, en el fondo, meras variaciones de lo mismo? Entonces la rebeldía de la contracultura sería, sencillamente, la continuación del mismo sistema por otros medios. La economía de la rebeldía es, de hecho, incapaz de entender que la contra-cultura toma siempre la forma de algún producto, que pronto entra a formar parte del mercado de los bienes posicionales enmarañados en la endémica «creación destructiva» (Schumpeter) del capitalismo global y que, finalmente, todo queda integrado en el mismo consumismo que se trataba de poner en solfa. Las insoportables paradojas de un rebelde «auténtico» a machamartillo como Kurt Cobain vendiendo millones de discos en todo el mundo antes de suicidarse, o de la revista radical Adbusters patrocinando marcas de calzado deportivo «alternativo» son ilustraciones muy claras de esta «crítica de la razón rebelde».

§. 3

Ante la anomia contracultural, los caprichos del «individualismo aleatorio» y el vago anarquismo político de la «izquierda pop», los canadienses Heath y Potter presentan su «alternativa» pragmática que también desbarata el mito del estado débil o del «estado en retirada», dicho al modo de Susan Strange. Las críticas a los planteamientos anti-globalización al estilo de Naomi Klein, el escepticismo ante los mundos «alternativos» o la «ilusión antropológica» del «buen indígena» quizás no suenen muy bien delante de los oídos idealistas, pero todas ellas son tareas urgentes para una filosofía crítica que ya no puede seguir confiando en el utopismo divertido de los falsos apátridas. La ingenuidad sistemática no ha sido nunca el camino. El análisis maduro del consumismo, o los efectos nocivos del capitalismo «global», no puede arraigar en sujetos políticos inexistentes, como la «humanidad» o la «nave tierra». Aún no hay una «riqueza de la humanidad»{8} sino una «riqueza de las naciones» (y quizás de las «corporaciones»), cuyos estados no sólo son todavía los principales garantes del principio de ciudadanía y del derecho a la propiedad, sino también los actores políticos fundamentales en este nuevo milenio{9}.

Notas

{1} Gustavo Bueno, «Sobre el prestigio creciente de la idea de cultura», El Catoblepas, nº 37, marzo 2005.

{2} Gustavo Bueno, El mito de la cultura, Prensa Ibérica, Barcelona 1996.

{3} El cinismo antiguo podría considerarse el antecedente más claro del anti-humanismo cultural, e incluso de la contracultura moderna. Ibíd. Pág. 77

{4} Sabotaje Contra El Capital Pasándoselo Pipa, iniciativa humorística en internet: http://www.sindominio.net/fiambrera/sccpp/index.htm

{5} En la universidad de Deusto funciona desde hace varios años, el Instituto de Estudios de Ocio contando ya con varias publicaciones, seminarios, cursos de postgrado, doctorados, etc...

{6} Además de la clásica The Wall, de los Pink Floyd, otros dos documentales sobre la relación entre música rock y contracultura quizás puedan ayudar a desvelar las mortales contradicciones de la rebeldía: Ramones: The end of the century y Sex Pistols: The filth and the fury.

{7} Raúl Angulo, «El arte basura», El Catoblepas, nº 14, abril 2003.

{8} Esta es la tesis que defiende Adela Cortina en Por una ética del consumo, Taurus, 2002. «(...) la riqueza no se puede calcular ya en el seno de las naciones: no existe la 'riqueza de las naciones', sino la riqueza y la pobreza de la humanidad.»

{9} Como por cierto, demuestra sin lugar a dudas el reciente NO francés y el NO holandés al tratado por la constitución europea.

 

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