Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
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El Catoblepas • número 39 • mayo 2005 • página 7
La vida y la obra de Marco Aurelio constituyen un ejemplo perfecto de cómo es posible armonizar en el hombre la acción de gobierno interior (la ciudadela interior) y la actuación pública (la polis). Hablamos de un filósofo estoico que no sólo no se desentiende, como ciudadano romano, de las voces de la calle, del ruido de la plaza, sino que ejerce nada menos que de emperador y vive en el límite luchando contra el bárbaro
Mi ciudad y mi patria, en tanto que Antonino, es Roma,
pero en tanto que hombre, es el mundo. En consecuencia,
lo que beneficia a estas ciudades es mi único bien.
Marco Aurelio, Meditaciones, VI/44.
1
Civilización y orden universal
En términos generales, si bien ha sido señalado de manera expresa{1}, es característico de los filósofos estoicos el dejarse afectar por las relaciones espirituales entre los hombres más que por las de carácter estrictamente político o económico (puestos a dejarse afectar por algo que llegue desde fuera del propio individuo, lo cual ya es mucho conceder por su parte). La moral social estoica se basa, según esta línea de interpretación, en las disposiciones del corazón y en las emociones (en el amor, fundamentalmente) y no tanto en consideraciones estrictamente sociopolíticas, como lo muestran con claridad las reflexiones teóricas y actuaciones prácticas que desarrollaron sobre el tema de la servidumbre y el esclavismo, por poner un ejemplo.
Los lazos que unen a los hombres en la comunidad están regidos por las leyes ciudadanas y políticas, pero su sentido y finalidad últimos vienen dictados por las leyes cósmicas. Estas leyes, dictadas por la Naturaleza, la Inteligencia o Razón del Todo, materializadas en el escenario de la ciudad constituyen de esta forma la Ciudad del Mundo: espacio común de los seres razonables, quienes lo serían así plenamente al estar regidos por una ley común universal y natural. Como proclama Marco Aurelio, los hombres están hechos los unos para los otros, pues en la constitución humana prevalece el atributo de la sociabilidad{2}. Por este motivo, logikós y koinônikós, noerós y politikós, suelen ser descritas como entidades inseparables e intercambiables{3} en el hombre, pues comparten un mismo origen y fin: el bien del Todo y el bien común. En la meditación V/30, declara sin vacilación el filósofo emperador: «La inteligencia universal es sociable»{4}. El conjunto racional del Universo ha ordenado, en efecto, las cosas según la naturaleza y el mérito, según razón de justicia, y ha reunido a los seres superiores, en razón de su inteligencia, para la concordia mutua. De este hecho, sin embargo, no debe colegirse ningún principio que justifique la igualdad moral. Los antiguos griegos creían profundamente en la igualdad ante la ley y la asamblea (isonomía e isegoría) de la ciudad, pero no por ello renunciaban a la excelencia moral (areté).
No hay aquí contradicción desde la perspectiva de los antiguos. De ninguna manera la podría haber, por lo demás, entre los estoicos. El deber superior del hombre para el estoicismo dicta someterse al orden universal sin lamentos ni recriminaciones, y aceptar el lugar que le ha sido asignado, según razón, ley y justicia ordenadas por la Naturaleza. De la reflexión de raíz ontológica brotan las reglas máximas de la moralidad y, por encima de todas, una: dilucidar en todo momento, antes de disponer la acción o siquiera concebirla, qué es lo que depende de mí y qué no depende de mí.
2
Social por naturaleza, no por deber moral
Mas ¿constituye la sociabilidad una obligación inexcusable de carácter moral y político o es más bien una realidad derivada de la naturaleza de las cosas y, por tanto, inserta en la naturaleza humana? Antes que Marco Aurelio, Epicteto indagó con especial cuidado este asunto principal de la sabiduría práctica. Leemos en las primeras líneas del Manual:
Recuerda, por tanto, que si lo que por naturaleza es esclavo lo consideras libre y lo ajeno propio, sufrirás impedimentos, padecerás, te verás perturbado, harás reproches a los dioses y a los hombres, mientras que si consideras que sólo lo tuyo es tuyo y lo ajeno, como es en realidad, ajeno, nunca nadie te obligará, nadie te estorbará, no harás reproches a nadie, no harás ni una sola cosa contra tu voluntad, no tendrás enemigos, nadie te perjudicará ni nada perjudicial te sucederá.{5}
La noción de la sociabilidad, interpretada como una manifestación de la inteligencia universal de naturaleza cósmica, contiene, sin duda, una dimensión innegablemente moral y política, lo cual no significa que se plasme merced a un contrato social, un pacto inter pares o un acuerdo humano semejante (nomos), sino que descansa sobre un sustrato natural (physis), nutrido por un humus espiritual y aun religioso del que, por ejemplo, Fustes de Coulanges ha dado oportuna cuenta y razón:
Estos hombres [los antiguos] están ligados, en efecto, por un lazo mucho más fuerte que el mero interés, la convención, la costumbre, a saber, por la salud pública, piadosamente realizada en presencia de los dioses de la ciudad.{6}
Aunque no insensibles a los problemas de raíz material, los hombres antiguos, en el momento de formularse problemas sobre la reforma de la humanidad, ponen en primer lugar, y antes que nada, las operaciones del espíritu y, en particular, las labores de perfeccionamiento interior. Las grandes construcciones y modificaciones de la polis, de la Ciudad del Mundo, son, de esta suerte, una obra de los dioses que supera y sobrepasa la acción humana, motivo por el cual es cosa justa y razonable que queden fuera de las preocupaciones humanas. Ni Séneca ni Epicteto ni Marco Aurelio se proponen alteraciones bruscas en el orden de las cosas del mundo y la ciudad (de la Ciudad del Mundo), ni conciben un proyecto radical de una nueva República. El filósofo emperador expresa muy claramente esta convicción: «No esperes realizar la república de Platón» (Meditaciones, IX/29).{7}
No encontramos entre los antiguos rastro alguno de conflicto moral relativo a nociones como egoísmo y altruismo, vale decir, entre hacer el bien a uno mismo y/o a los demás, puesto que ambas facetas se solapan mutuamente y remiten a un mismo capítulo de la acción y su disciplina. La voluntad explícita e intencionada de hacer el bien a la comunidad y a los otros resulta estéril. Sí conciben, sin embargo, como cosa provechosa el no hacerles mal ni producirles intencionadamente, voluntariamente, cualquier clase de perjuicio. El impulso que mueve al hombre al bien común es, en realidad, inconsciente e irreflexivo, comparable incluso a una «fe animal» (George Santayana) o instinto animal.{8}
¿He realizado algo útil a la comunidad? En consecuencia me he beneficiado. Salga siempre a tu encuentro y ten a mano esta máxima, y nunca la abandones. (Meditaciones, XI/4).{9}
Así hablaba Marco Aurelio.
3
Poder y meditación en el limes
Marco Aurelio no ansía realizar en el mundo el sueño de la República de Platón, ni siquiera consumar la gloria del Imperio romano hasta un punto desmesurado. Es emperador por adopción, no por voluntad política. Pero, es «romano viejo», lo que quiere decir, persona leal y agradecida con los antepasados y la familia. Protege el Imperio hasta el límite de sus fuerzas como quien guarda la propia casa de merodeadores y agresores. En cualquier caso, preserva el modelo de la civilización, del orden racional y justo, de las sacudidas de los bárbaros que la acosan y hostigan. Pero, Marco Aurelio no anhela más poder ni Imperio, no se desvive por ampliar las fronteras, sino por conservarlas intactas.
El Imperio romano significa para Marco Aurelio un continente de civilización y un modelo de vida humano que merece la pena resguardar y defender. No otra razón política fundamental ni superior a ésta le movió para frenar al bárbaro. Y en ninguna otra cosa pensaba tampoco cuando tomó la decisión de ordenar la represión sin compasión contra los cristianos que por entonces alteraban el orden amenazando el imperio de los sentidos, los dioses, los ritos y la ley de los romanos.
La doble condición humana, demasiado humana, así reunida en Marco Aurelio filósofo y en Marco Aurelio emperador es experimentada como un destino que debe cumplirse sin excusa, dando para ello lo mejor de sí mismo, la vida si es preciso, pero sin renunciar a la libertad interior ni a sí mismo. Lo que hace es por su voluntad, y no porque la haya creado, sino porque la obedece, según ordena la ley que rige el Universo. Esta circunstancia impregna el yo y la personalidad de Marco Aurelio en todo momento, y decide, en última instancia, la intensidad de sus inquietudes, aunque, en el fondo, venga determinada por el contexto físico y espiritual en el que compone sus primorosas meditaciones, allá en el limes, en el límite del mundo civilizado.
Solo, traicionado y sacudido, no dispone más que de la sabiduría, aprendida de los maestros estoicos y recreada por su propia cogitación, para superar la prueba que una vez más le pone delante la Razón universal que todo lo dispone. Marco Aurelio no elige la situación; la circunstancia le pone ante sí mismo y ante la misión que tiene encomendada. Se dirige a sí mismo las meditaciones que incuba. Piensa por sí mismo y para sí mismo: ta eis heautón. Escribe sus pensamientos puros en el instante en que cesa la batalla y cae la noche sobre los vivos y sobre los muertos, durante el retiro nocturno, tras la brega diaria. A veces también, por la mañana, muy temprano, iluminado por las primeras luces del alba, a fin de recordarse cada nuevo día, en el mismo momento de levantarse y emprender la nueva jornada, que tiene por delante la tarea del hombre: cumplir con su destino.
Hombre reflexivo y contemplativo, se ve inducido a someterse a la vita activa no sólo como ciudadano romano, sino nada menos que como emperador. Hombre de paz, se ve impelido a hacer la guerra. Amigo fiel, padre responsable y marido comprensivo, es, ente todo, un hombre paciente y contenido. Conoce la traición de algunos próximos bienamados (como el general Avidio Casio, que se rebela contra él en 175), la muerte prematura de más de la mitad de sus doce hijos legítimos nacidos de la misma madre y la calamidad de tener que ceder el trono a Cómodo, ese vástago bruto y mendaz. Debe asimismo sobrellevar la sospecha constante de la infidelidad de su esposa Faustina.
Marco Aurelio, a pesar de todo, mantiene el control de sí mismo y conserva la fe en la humanidad. Pues él sabe muy bien que la libertad no consiste en decidir lo que a uno le pasa, sino en qué hacer frente a lo que le pasa, y hacerlo con decisión, contención y contento.
El dueño interior, cuando está de acuerdo con la naturaleza, adopta, respecto a los acontecimientos, una actitud tal que puede adaptarse a ellos sin pena, tal y como se presentan. No tiene preferencia por ninguna materia concreta, sino que se lanza instintivamente ante lo que se le presenta, aunque con reserva, y convierte en materia para sí incluso lo que era obstáculo. (Meditaciones, IV/1.){10}
Al comienzo del reinado de Antonino Pío, padre adoptivo de Marco Aurelio y antecesor suyo en el trono imperial, el limes continuaba seriamente amenazado por distintos frentes: en Germania, a lo largo del Rin; en Bretaña (Inglaterra), puesto defensivo que ya Adriano tuvo que ceder Escocia a la presión nativa y bajar al Sur la línea fronteriza; y en los confines occidentales de África, lo que hoy ocupa el Magreb. Menos viajero que Adriano, Antonino deja a sus generales la dirección de las batallas y la contención de las hostilidades, y en gran medida debido a esta dejadez, su heredero –Marco Aurelio– recibirá una deuda gravosa que le obligará a emprender largas campañas militares para preservar el limes. ¿Dónde está el frente? El limes constituye la línea defensiva, el muro de contención construido con el fin de detener las invasiones bárbaras, compuesto por asentamientos en los que se comerciaba y trataba con las tribus locales, con el fin de cultivarlos y mantenerlos dentro de los límites de la romanización. Dicho de otra manera, el limes constituía «una línea de comunicación paralela al frente que se había de defender, jalonada de fortificaciones.»{11}
Marco Aurelio entiende que en todo género de gobierno es preciso mantener las distancias, los márgenes, el limes, y no permitir que la brutalidad y la barbarie se mezcle con el orden de la racionalidad y la civilización. Esta convicción tiene una raíz política, pero también un rica proyección moral: «La mejor manera de defenderte de ellos consiste en no ser como ellos.» (Meditaciones, VI/6.){12}
Hombre de principios, no duda un instante en detener el empuje de los bárbaros, consciente como es de proteger el orden y el destino del mundo, un conjunto armonioso gobernado por la Razón Universal, desafiado por unas culturas primitivas y bárbaras que se alimentaban exclusivamente de la violencia, de la guerra continua, y hacían de la rusticidad sus señas de identidad, actitudes ambas incompatibles con las reglas de la concordia natural. Cumple, pues, con el deber y el destino humanos de un emperador, aunque tras ellos influyan poderosos la perspectiva y el destino de la divinidad. Así resume Pierre Grimal esta circunstancia:
Tal es el vasto designio al que el emperador consagrará sus esfuerzos y su vida: a permitir que, en el universo, triunfe la Razón.{13}
La protección del limes constituye su máxima preocupación política. Salvar el limes supone salvar el Imperio romano. Y si uno no se salva tampoco el otro puede hacerlo. No puede sorprender, en consecuencia, que Marco Aurelio lleve a la filosofía y la moral esta disposición extrema de ser y estar en el límite, entre el mundo exterior y la propia interioridad. No hay, en realidad, más que un universo, pero posee variadas facetas y una jerarquía: el mundo visto desde dentro, al que uno siempre puede retornar y recuperarse, y el mundo percibido desde los otros, que podrá ser bárbaro o romano, pero pertenecerá siempre a otra voluntad, después, de todo, extraña para uno, inabarcable e incontenible. El segundo se somete al primero.
Marco Aurelio no retrocede, empero, a la hora de aventurarse por los senderos que le circundan, se abre a la comunidad de los hombres, porque, como hemos visto, es sociable a fuer de ser racional. Trata a los hombres, a quienes procura comprender y amar, les instruye y si no lo consigue, no le queda más que soportarles{14}. Sin embargo, en todo momento es consciente de que jamás los podrá contener en y desde su limitada interioridad.
Sea en tiempo de paz o de guerra, en Roma o en el limes, al prójimo hay que intentar persuadirle (soportarle), pero no darle la razón por sistema ni plegarse ante su voluntad sin más. Se trata de concebir la relación desde la reciprocidad, no desde el sometimiento y la entrega de uno a los demás. Si es necesario hay que obrar incluso contra la voluntad del otro, «siempre que la razón de la justicia lo imponga» (Meditaciones, VI/ 50).{15}
Cuando sea necesario, abandonará uno transitoriamente el retiro interior y se enfrentará al bárbaro, le hará la guerra, lo pondrá en su sitio, más allá del limes. Al incontinente es necesario contenerle. Pero no para perderse en el conflicto, sino para restablecer la razón y la ley natural, y poder así luego retornar a sí mismo, más libre por haber cumplido con la tarea del hombre y haber cumplido con los hombres.
Cierto, que el hombre puede volverse magullado o con heridas tras haber librado la batalla de la vida pública en común, la política y la alteración. Templado por mil batallas, como un Ulises viajero ya maduro, retorna al hogar, al domus, al dominio privado, tras haber visto y oído casi todo en la vida. Reconforta y contenta saber que uno tiene un hogar a donde regresar y recogerse, donde repararse y recomponerse de los trajines de la experiencia mundana. A ese ámbito yo le llamo «continente de ética».
No se crea, sin embargo, que porque haya quien se empecine en avanzar hacia (o contra) uno, con el fin de importunarle, y aun cuando le golpee, no se crea por ello, digo, que tenga el poder de dañarle y herirle, aunque una lanza atraviese su piel. El agresor y el bruto, el vil y el miserable, nunca podrán conmover al hombre sabio, justo y feliz.
Y, sobre todo, siempre que censures a alguien como desleal o ingrato, recógete en ti mismo. (Meditaciones, IX, 42, 4).{16}
Ocurre que el sentirse dañado no es más que opinión y el verse herido, una impresión, unas representaciones éstas de las que siempre es posible librarse expulsándolas fuera de las fronteras interiores, del mundo propio.
Notas
{1} A. Bodson, La morale sociale des derniers stoïciens. Sénèque et Marc Aurèle. Société d' Edition «Les Belles Lettres», Paris, 1967
{2} Meditación VII/55. Véase Marco Aurelio, Meditaciones. Introducción de Carlos García Gual. Traducción y notas de Ramón Bach Pellicer, Gredos, Madrid, 1994, p. 139. Adoptamos –o mejor, adaptamos– aquí esta versión española como base de nuestra traducción, pero sólo como base.
{3} «Marc Aurèle reprend l'équation d'Epictète entre logikós (noerós), koinônikós (politikós), adjectifs qu'il met sans cesse en rapport.» Cf., A. Bodson, op. cit., p. 72. Véase, asimismo, Marco Aurelio, Meditaciones III/7; V/29; V/64; VI/44; VII/68; VII/72; VIII/2; X/2.
{4} Marco Aurelio, op. cit., pág. 108
{5} Epicteto, «Manual. Fragmentos», en Tabla de Cebes; Rufo, M., Disertaciones. Fragmentos menores; Epicteto, Manual. Fragmentos. Introducciones, traducción y notas de Paloma Ortiz García, Gredos, Madrid, 1995, p. 183.
{6} Fustes des Coulanges, La cité antique. Hachette, Paris, 1960; citado por Bodson, op. cit., p. 75.
{7} La versión española que tomamos como referencia dice: «No tengas esperanza en la constitución de Platón.» (p.169).
{8} Véase Pierre Hadot, La citadelle intérieure. Introduction aux Pensées de Marc Aurèle. Fayard, Paris, 1992/2001. Repárese, en particular, en este frgamento: «Les réflexions de Marc Aurèle vont dejà dans ce sens. La véritable action bonne doit être spontanée et irréfléchie, comme l'instinct animal.» (p. 218).
{9} Marco Aurelio, op. cit., pág. 194.
{10} Marco Aurelio, op. cit., pág. 81.
{11} Pierre Grimal, Marco Aurelio. Traducción de Mónica Utrilla, Fondo de Cultura Económica, Madrid, 1997, p. 96.
{12} Marco Aurelio, op. cit., pág.114
{13} Pierre Grimal, op. cit., pág. 109.
{14} «Los hombres han nacido los unos para los otros. Instrúyelos o sopórtalos» (Meditaciones, VIII/59, en Marco Aurelio, op. cit., p. 160). Y también: «En un aspecto el hombre es lo más estrechamente vinculado a nosotros, en tanto que debemos hacerles bien y soportarlos. (Meditaciones, V/20, en Marco Aurelio, op. cit., p. 106).
{15} Marco Aurelio, op. cit., pág. 126. Determinadas filosofía morales contemporáneas, de inconfundible inspiración muy a là Levitas y a là Ricoeur, que ensalzan el lugar principal del otro y la posición del otro, frente a la minúscula y menesterosa realidad del yo, no se cansan de transmitir la idea, favorecedora de la comunicación y presuntamente derribadora de ídolos egoístas, de que hay que escuchar al otro porque puede tener razón. Cierto. Pero acaso olvidan que ello no significa que siempre la tenga. Y que si yo se lo digo a ellos, se lo digo como el otro.
{16} Marco Aurelio, op. cit., pág. 174.