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El Catoblepas, número 38, abril 2005
  El Catoblepasnúmero 38 • abril 2005 • página 14
Artículos
Filosofía del Quijote

Elogio del falso Quijote

Carlos Pérez Jara

Que trata de la naturaleza de los supuestos originales y sus copias, para los que hacemos un elogio del simpar y solitario don Quijote de Avellaneda

«Las andanzas [de mi héroe] son tan verdaderas como las que recogió el autor de las primeras partes que andan impresas.» Capítulo XXXVI del Segundo Tomo del hidalgo Don Quijote de la Mancha, de Alonso Fernández de Avellaneda

«...y él, sin escudero, pasó por Salamanca, Ávila, y Valladolid, llamándose el Caballero de los Trabajos, los cuales no faltará mejor pluma que los celebre.» Quijote apócrifo

Cervantes QuijoteCervantes QuijoteCervantes Quijote

1. Introducción

¿Qué es una obra original? Podemos suponer que toda aquella cuya composición no nos recuerde de forma inevitable a otras ya producidas. Ha sido elaborada de tal modo que, aunque en sus distintas partes puedan verse ciertas deudas de origen, lo cierto es que su resultado definitivo sigue siendo algo en apariencia inédito. Como nada surge de la nada (excepto para los particulares petimetres de la teoría mítica del Big Bang) se hace necesario ver que ese aspecto de originalidad no proviene de ninguna inspiración divina. En la época de Homero se tendía a creer que el talento era una dádiva procedente de los favores de alguna Musa. Hoy, en cambio, debemos ser más humildes y sentir que el peso de nuestras influencias recae en hombres y mujeres tan mortales como nosotros mismos. Bajo esta consideración, vamos a tratar de saber si el concepto de originalidad es puro o si bien presenta distintos matices respecto a los cuales veamos que, en definitiva, se trata de una palabra que se emplea de manera un tanto brumosa. Por eso queremos iniciar una expedición por la cara oculta del planeta Cultura (allí donde la luz pública y sublime no ofrece testimonios) con el fin de plantearnos el dilema sobre lo falso y lo verdadero, sobre todo cuando lo falso procede de una copia y lo verdadero parece devenir de algo perfecto e increado antes, casi de una Idea pura que, por su propia naturaleza, es eterna e indestructible. Los moldes y copias de la imaginación no tienen límites, y para ello nos centramos en el problema del Quijote como de un asunto que, de alguna forma, abarca todas las distintas variantes que puedan hacerse respecto a este asunto. El ingenioso hidalgo Don Quijote es, por consiguiente, nuestro modelo para este estudio breve, y lo es por dos razones. La primera porque se trata, como es bien sabido, de una obra literaria troncal de la que han brotado las innumerables ramas de la literatura y la narrativa modernas. La segunda porque, ahora, en medio del marasmo de celebraciones simbólicas patrocinadas por tantos sublimes, es preciso (y si no lo es se me antoja como si lo fuese) que revisemos algunos aspectos de esta novela, principalmente por no caer en el sempiterno error de esos loros de feria que, muy a menudo, gritan las mismas simplezas y halagos entorno a la obra maestra de Cervantes.

2. Elogio del falso Quijote

Estudios y ensayos quijotescos hay muchos de muy diversas fuentes, y puede decirse que no pocos escritores han tratado cualquier temática de la novela cervantina: la locura, la soledad, la tristeza, el supuesto realismo que emana... Ciertos filósofos ven en Don Quijote un problema de calado político, pues aciertan a asociarlo con sus propias ideas respecto al declive del Imperio español, o a la propia condición de lo español respecto al resto del mundo. Algunas de estas interpretaciones son muy interesantes, sin duda; otras, en cambio, me parecen por completo gratuitas, y casi tendríamos que llamar al propio Cervantes para conocer el sentido de lo que ciertos iluminados le achacan, aunque la verdad es que creo ni él mismo podría saberlo, «si resucitara solo para eso».{1} Esto es, por otra parte, algo bastante comprensible, y encierra el problema de acercarse al Quijote desde ángulos muy distintos: se ha caminado tanto sobre los senderos de dicha novela que, o bien a menudo se repiten cosas ya acartonadas, o bien se lanzan nuevas y «revolucionarias» teorías entorno al tema. La realidad, siendo compleja, a veces no lo es tanto como para buscarle tres pies al gato; si la potencia simbólica de una obra es enorme, también debemos ver hasta qué punto son razonables ciertas críticas literarias contemporáneas. Este elogio del falso Quijote no es, en consecuencia, un elogio inédito u original en una supuesta pretensión sublime, ni tampoco yo lo pretendo: muchas, si no todas las ideas que se articulan aquí, con mejor o peor fortuna, han sido ya elaboradas por otras personas, en diversas épocas, bajo otras circunstancias, de modo que no vamos a descubrir ahora América ni a inventar la penicilina. No obstante, tal y como expondremos luego, el posible mérito o demérito de cualquier obra se halla en la composición de las ideas que encierra, y no tanto en el hallazgo de algo realmente nuevo que hoy, cuatro siglos después de la publicación de la novela, sea un punto y parte con el que verla con otros ojos. Para empezar, la idea de copia, pivote sobre el que gira todo este elogio, nos lleva hasta el pensamiento de Platón sin mucha resistencia.

Todo objeto del mundo sensible participa de las Ideas del mundo eterno, nos dice el padre de la Academia a lo largo y ancho de toda su obra. Una flor terrestre participa de la Idea de flor, pues, como ya sabemos, lo que hace Platón no es sino intuir un desarrollo lógico basado en los caracteres comunes que conforman los atributos de cualquier cosa. Nuestros sentidos captan solo sombras sobre la caverna, pero por medio de la reminiscencia es posible volver a ese espacio eterno de las esencias puras, donde todas las flores son la flor, todos los hombres el hombre, todos los fuegos el fuego. Esta conclusión, en buena medida influenciada por la filosofía y los ritos órficos de los pitagóricos y por la obra de Parménides, bastante impregnada de Vedanta, ha madurado en la filosofía de Occidente a lo largo de más de dos mil años. San Agustín, nutrido de la obra platónica, divide el mundo en dos grandes ciudades, la ciudad humana y su divino e inmaculado reflejo, la Ciudad de Dios: en cierto modo, esa separación de dos realidades, la fenoménica y la idealizada, corresponde a la herencia platónica de distinguir el mundo sensible (en el caso del santo de Hipona, un espacio donde puede caerse fácilmente en la concupiscencia) y ese ámbito sublime y perfecto de los individuos puros, bajo el amparo de Dios en las alturas. El hombre está contaminado por el germen indestructible del pecado original, que va pasando de un sujeto a otro, de una generación a otra como si de un maleficio se tratase. Sin embargo, esto mismo provoca una dificultad seria, ya que, como expone con precisión Bertrand Russell en su Historia de la Filosofía{2}, «hay realmente solo una dificultad intelectual que perturbaba a San Agustín. No es que parezca una lástima haber creado al Hombre, puesto que la inmensa mayoría está condenada al tormento eterno. Lo que le perturbaba es que si el pecado original se hereda de Adán, como enseña San Pablo, el alma, tanto como el cuerpo, debe ser propagada por los padres, porque el pecado es del alma, no del cuerpo» De manera que del pecado surgen copias de un modelo puro, algo a lo que el santo no da ninguna solución concreta.

Lo que podemos ver, de cualquier manera, es que la idea de copia queda remarcada tanto para la filosofía académica como para el pensamiento dogmático de San Agustín, y con éste del cristianismo durante casi toda su historia. La abstracción platónica se esconde, en última instancia, en una respuesta tan redonda como razonable: nuestros sentidos captan multitud de rasgos y atributos del mundo sensible, pero cada uno de ellos puede ser agrupado por la similitud con otros con los que comparte aspectos comunes. Luego si cada cosa se parece a su vez a otra, algunos podrían intuir que cada una pertenece a algo infinitamente puro y único del que deviene en su origen. Pero suponer que existe algo infinitamente original es concebir un Mundo bajo el latido del origen de una creación legendaria, adaptable a los sueños sugestivos, aunque no por ello menos falsos, de ciertas leyendas religiosas, de las cuales han tomado cuerpo, ahora bajo una cháchara seudo científica, teorías «serias» y actuales acerca de explosiones inesperadas, vacíos inconmovibles y una existencia que se nos aparece como el conejo que surge de la chistera del prestidigitador sonriente. Seis días necesitó Dios para crear este mundo, y al séptimo nuestro creador abnegado descansó un poco, para tomarse unas vacaciones, suponemos. Bien, este mito en nada se diferencia del que toma como real la suposición de que haya obras verdaderamente originales en su estado puro. Por supuesto, hay libros más originales que otros, como películas o cuadros, pero nunca ninguno del que pueda decirse que lo es absolutamente, ya que de lo contrario veríamos que esa tal obra con semejante reputación es el origen de todos los demás libros, películas y cuadros que hayan sido o puedan ser realizados por el hombre. Esto mismo sucede con la novela de Miguel de Cervantes: se ha insuflado sobre ella tanto humo de botafumeiro que es imposible ver su silueta nítidamente. Se dice que es la obra más original de todos los tiempos, lo cual supone que sea el germen de todas las obras artísticas que se han hecho en los siglos posteriores. También se dice que Don Quijote es, más que una novela, el símbolo de la Cultura, como si la novela cervantina fuese una Idea platónica de la cual surgen las sucesivas réplicas culturales. En definitiva, lo que se está propagando no es sino el mensaje de que Don Quijote es el Big Bang de la historia de la novela, y que las pálidas galaxias que han surgido con su eclosión cósmica pertenecen a la naturaleza de las copias.

Parece casi imposible ignorar que este año se cumplen cuatro siglos de la publicación de la primera parte. Desde las instancias institucionales ya se levanta la gran feria de los festejos entorno a don Quijote, a sus virtudes y sus encantos perennes. De esa forma, en los puestos de libros aparecen políticos respetados para hacerse la foto junto a un escaparate, así como individuos públicos que hablan con sorprendente elocuencia de una obra que no han leído ni piensan leer nunca. Todo el mundo, pues, habla de Don Quijote como si fuese su libro de cabecera, ese objeto fetiche que ocupa las mesitas de noche de tantos dormitorios. Es la novela que nadie desconoce, de la que siempre puede hablarse con juvenil desparpajo. Otros, un poco más honestos aunque no por ello menos idiotas en sus manifestaciones, afirman que no hace falta leerla linealmente, que se puede acceder a ella como quien recurre a los versículos de la Biblia, a un librito de citas ingeniosas o a un compendio de cuentos. Nunca he sido devoto de los días simbólicos, pero el día del libro es, sin duda, el que más rechazo, pues parece encarnar todas las infamias de la cultura sublime. Estoy harto de oír que Cervantes muere el mismo día que Shakespeare (lo cual, por cierto, es más que dudoso), que el Quijote es la gran novela de todos los tiempos, y que después de ella no se han escrito más que pálidas réplicas entorno a algunas de las cuestiones que Cervantes dispersa por su relato. Estoy harto de escuchar esto, aunque los que lo digan no dejen de tener algo de razón en cuanto a la influencia literaria de ciertas Ideas filosóficas. Y es que los agasajos recargados de incienso me producen una tirria insoportable, sobre todo porque no obedecen a un criterio maduro de alguna investigación concreta sino a esa clase de comentarios comunes que se van propagando como una epidemia a lo largo de los siglos.

Lo cierto es que su influencia está fuera de toda duda. Nadie puede obviarla porque se halla en la obra de novelistas como Liev Tolstoi con su Ana Karenina, personaje que posee algún rasgo quijotesco; Volteaire con su divertido y estúpido Cándido; Gustave Flaubert y su histérica y antipática Emma Bobary; Charles Dickens con su iluso y bondadoso señor Jardnyce, o el propio Azorín y su Ana Ozores, la buena Regenta. Es una sombra que abarca tradiciones y países muy distintos, desde España, Francia, pasando por Inglaterra, Rusia (a destacar el protagonista de Almas muertas, de Nikolai Gógol), hasta la reciente literatura norteamericana, de la que el Ignatius Reilly de La conjura de los necios, del malogrado escritor John Kennedy Toole (1937-1969), es un ejemplo bastante significativo. Aún más: son tan poderosas las Ideas que la obra propaga a lo largo del tiempo y el espacio, que la novela de Cervantes es hoy un punto común de la literatura moderna. Casi no hay camino artístico verdadero que no atraviese nuestro loco de la Mancha, pues la locura, la digresión mental, el choque entre nuestro mundo de ilusiones y delirios y una realidad fenoménica exterior contra la que caen nuestras esperanzas, son todos rasgos comunes a la obra de Cervantes, y aún habría que atender a otro aspecto del que no se habla tanto y que va a ocuparnos en breve: el mundo como una gran farsa. Pero empecemos por la crítica rigurosa que podemos hacer de algunos temas literarios, ya lejos del asfixiante incienso de las celebraciones. Don Quijote no es, como ya se sabe, ni la primera novela de la Historia ni, probablemente, la mejor de todas{3}. No es la primera porque procede de una estirpe de relatos medievales preexistentes, como las novelas bizantinas, o como las propias novelas de caballería que conforman el supuesto leitmotiv de la obra. Ni tampoco puede decirse que sea la mejor de todos los tiempos por la sencilla razón de que quien dice esto con tanta seguridad propaga, sin saberlo, (o incluso sabiéndolo) cierto tipo de verdades relativas asentadas ya de antemano. Las opiniones comunes que se lanzan con el fin de conseguir un pensamiento único y homogéneo son tan detestables que bien merece emprender el esfuerzo de atacarlas a conciencia. Además, decir que es la mejor novela no es decir gran cosa, pues quien lo afirma categóricamente parece tener bajo el yugo de su opinión a las demás novelas que han madurado con los siglos posteriores, obras de mayor complejidad técnica que el propio relato de Cervantes. ¿Son estas opiniones sublimes producto de un dictamen estético, filosófico, histórico? Respecto a si es la obra narrativa más influyente, no tengo la menor duda de que lo es por varias razones. Ahora, respecto de cosas tan relativas como que es la mejor o, sobre todo, la más original, no digo nada en absoluto, pues creo que quien se mantiene en semejante posición no lo hace de forma pretendidamente objetiva sino condicionada por sus propias preferencias.

También suele decirse que Don Quijote es una obra realista, algo que no es cierto en su mayor parte. El realismo narrativo, descendiente del realismo histórico, se desarrolla a partir del siglo XIX y no en el reinado de Felipe III. El realismo francés, por ejemplo, adquiere cuerpo en autores como Emilie Zola (en novelas como La fortuna de los Rougón, o en su retrato al fresco Lourdes), o el propio Flaubert, quien, aunque impregnado del aura de la novela de Cervantes, levanta con su Madame Bobary un curioso puente entre el romanticismo y ese género nuevo por aquel entonces. La descripción detallada y pretendidamente objetiva (a través del uso de una tercera persona omnipresente) de un entorno social y político concreto, expande las posibilidades de dicho realismo hasta transformarlo en un espejo, más o menos exacto, de la época que quiera narrarse: eso mismo ocurre con la novela del mismo autor La educación sentimental, o con el ciclo novelesco de Honoré de Balzac sobre la condición humana. El realismo ruso toma fuerza de la mano de escritores como Dostoievski, Tolstoi, Chejov y, sobre todo, el socialista Máximo Gorki. La reivindicación social que suele haber en muchas de las obras de estos autores (considérense al respecto novelas como Los endemoniados, Resurrección, La Madre, hasta un largo etcétera) tiene un carácter menos satírico que el empleado por Cervantes en su Quijote. El realismo no es imparcial, porque la imparcialidad en el terreno del arte, como en la política o la Historia, no existe. Pero si hay un realismo cervantino podría decirse que es como el reflejo de un espejo deformante, ya que en su relato no dejan de asaltarnos aspectos de una fantasía y una trasgresión inequívoca. Los delirios de Gógol, por ejemplo, están más cerca de Cervantes que los conflictos sociales de la obra de Zola. El Realismo de La Regenta o de la Fortunata y Jacinta de Benito Pérez Galdós no encuentra en el Quijote sino a un modelo bastante pálido y sesgado. Mientras tantos autores decimonónicos (como Dickens con La pequeña Dorrit) tratan de exponer literariamente una realidad social definida por medio de una observación más o menos documentalista, el Quijote entra en el preludio del esperpento de Valle-Inclán: se retratan caracteres, situaciones concretas, pero tanto los caracteres como, fundamentalmente, las situaciones se adivinan tras la máscara de la sátira.

De forma que el esperpento parece mejor adaptado a la silueta quijotesca que otras obras con fama de ser herederas de la tradición cervantina. Y es aquí donde observo que, en el fondo, por mucho que se afirme que, ante ese ámbito imaginario de su protagonista, la Mancha de Cervantes es la «realidad» retratada de 1605, a menudo ese espacio «externo» no deja de ser tan falso como los gigantes que encarnan los molinos de viento, los encantos de la cueva de Montesinos o la ínsula Barataria. Es verdad que se trata de una España muy aproximada en la manifestación de ciertos rasgos humanos, como los de la hipocresía del cura, la alegre malicia del bachiller, la simpleza analfabeta de Sancho o el semblante hipócrita de los duques (algo que, por cierto, también es adaptable a cualquier época, como es el caso de Bouvard y Pecuchet), pero bastante lasa y gratuita en lo que se refiere a las propias peripecias habituales del relato, a muchas de sus tramas secundarias y, sobre todo, a ciertas situaciones y retratos característicos. La obra, claro está, se encuentra aún en una etapa histórica de la narrativa un tanto embrionaria en cuanto a ciertos logros técnicos, por lo que Cervantes nunca se esmera mucho en esa clase de descripciones naturalistas usadas a partir del siglo XIX, y donde se emplean decenas de páginas en describir (a veces de forma demasiado prolija) el entorno y sus paisajes. Y es que, ¿puede decirse que haya un realismo social en la descripción de esos pastores que recitan poemas de amor como si fuesen personajes, no ya cervantinos, sino brotados de Petrarca, o del propio Garcilaso de la Vega?{4} ¿No hay una «inspiración» en Salicio y Nemoroso respecto a los inverosímiles poetillas rurales con quienes se topa el loco y su gordo compañero de infortunios? ¿Y qué sucede con las ventas de paso, decorado común de la novela? Las ventas en las que suele acabar nuestro incauto Don Quijote son tan falsas como sus propios delirios, pues son un producto reciclado de las novelitas italianas medievales y no de ningún propósito documentalista ¿Hay algún realismo verosímil cuando vemos que Don Quijote conoce durante sus aventuras una novela recién impresa donde se describen sus propias hazañas? No parece que haya, muchas veces, ningún deseo de retratar fielmente una realidad social y política, si no es, al menos, bajo apariencias simbólicas, no descriptivas ni «fotográficas», al estilo de una buena parte de la actual novela contemporánea. No obstante, en la sátira el mérito se encuentra en saber concebir, por medio del brochazo espontáneo de ciertos detalles, una impresión fehaciente de que, aún así, pese a posibles trasgresiones, la acción se desarrolla en la España del siglo XVII.

Por otro lado, ni Alonso Quijano es un caballero andante, ni en su época existen tales figuras, ni tampoco nadie lee en 1605 tantas novelas de caballería como para erigir un ataque demoledor contra ellas, tal que fuesen el virus endémico de entonces.{5} Realmente, varios géneros literarios sirven de armazón (y de necesaria excusa) con el que levantar el edificio de esta farsa, sobre todo los relatos acerca de hidalgos nobles, dragones, encantamientos y princesas hermosas y enamoradas. Lo extraordinario del caso es que los mecanismos de dicho género acaban dominando a una supuesta realidad objetiva, en principio impertérrita a los absurdos del loco; que la ficción de esos libros caballerescos, causa de su demencia, se materializa en el mundo «externo» con sus propias aventuras. Así, esa ficción de los libros de caballería se adentra, a veces de forma sigilosa, en ese espacio fenoménico contra el que lucha el loco y su obeso mayordomo de fatigas. Como en un juego de muñecas rusas, las farsas, unas mayores que otras, se van ensamblando poco a poco, de tal modo que lo que vemos como resultado definitivo no es sino una realidad esquizofrénica y delirante con algunas gotas de cierta verosimilitud. Esas gotas aparecen en el último tramo de la segunda parte, cuando Don Quijote emprende su amargo regreso a casa tras haber sido derrotado por otro falso caballero que no es sino su paisano, el bachiller Sansón Carrasco, y sobre todo cuando ya reposa en el lecho de muerte y hace balance de sus errores: su negación final del alter ego quijotesco supone su propio fin como personaje; justo cuando se desprende de su personalidad imaginaria, producto de la ficción caballeresca, es cuando desaparece en ese supuesto mundo real aunque ignoto. Y como colofón de las farsas, se superpone la mayor de todas, obra no exclusiva del genio auténtico de Cervantes: la existencia real, no derivada de una ficción cervantina, de un falso Quijote. El Quijote de Avellaneda es, sin duda, la joya de la corona con la que se articula el núcleo de la obra de Cervantes, pues no hace sino reforzar el discurso de las apariencias y juegos de artificio de la imaginación humana.

Lo que sucedió ya es cuento viejo: andaba bien entrada la redacción de su segunda parte cuando, de repente, surgió a la luz pública otra segunda parte de su novela homónima, escrita, según parece, por un tal Avellaneda del que sabemos muy poco, aunque hoy los investigadores señalen a varios sospechosos o candidatos. Casi tanto se ha hablado de este falso Quijote como del verdadero, y nunca nada bien, por cierto; se le han dedicado las más diversas críticas y rechazos, se lo ha tratado siempre como a uno de esos bastardos a quienes algunos reyes niegan como hijos suyos y que, en consecuencia, tienen prohibido el acceso en el reino de sus progenitores. Una cuestión de paso es que nadie sabe casi nada de su procedencia ni de su autoría real, pues los estudios actuales ofrecen respuestas muy variopintas. Personalmente, no me interesa demasiado conocer quién se esconde tras la máscara del farsante, aunque, de todos modos, veamos algunas intrépidas teorías con las que nos asaltan ciertos eruditos investigadores de lo estéril. El profesor Javier Blasco, de la Universidad de Valladolid, considera que detrás de la careta burlona del fantoche se esconde Fray Baltasar Navarrete, un autor poco afamado en su época del que se conoce una obra, La pícara Justina. Al comparar, dice el señor Blasco, los estilos de estas dos novelas (la citada Pícara y el Quijote apócrifo) surgen, a su juicio, ciertas certezas entorno al supuesto de que ambas hayan sido elaboradas por la misma mano. Esta teoría, como tantas otras, es puesta en tela de juicio por una serie ingente de opiniones contrarias, como las del también profesor Francisco Martín Jiménez, que se halla seguro de dos cosas, a saber, que su ilustre colega se equivoca y que solo él sabe la identidad del autor misterioso, un tal Jerónimo de Pasamonte, a quien el propio Cervantes cita en varias partes de su novela. Francisco López de Ubeda, Fray Baltasar Navarrete, Jerónimo de Pasamonte: las caras del autor ignoto van cambiando con los estudios de los individuos que los abordan, muchas veces bajo el soterrado propósito de una fama y una gloria futura. Se trata de aventureros del enigma que sueñan con tener, el día de mañana, una estatua con pedestal que los represente y conmemore como a los únicos que supieron decir quién es, después de todo, el tal Avellaneda.

Lejos de estos debates superficiales entorno a la identidad del autor o su propósito, me parece mucho más fascinante la forma en que la obra espuria se ha integrado en su propio modelo, de tal modo que es ya imposible separarlas a ambas sin dañar a la «auténtica». Las dos novelas forman un cuerpo inseparable y compacto, tanto por la voluntad genial cervantina como por algunos méritos de Avellaneda. Hay quienes dicen que la publicación apócrifa cogió por sorpresa a Cervantes a partir del capítulo 59 de la segunda parte; yo me inclino a creer que, aunque sospechara con cierta antelación algo acerca de una «falsa» segunda parte a punto de ser publicada (hablo de 1614), no pudo haberlo confirmado sino hasta cuando aún no había concluido su propia obra, lo que ocasionó los cambios y modificaciones que la alteran severamente hasta su desenlace. Las tenues referencias iniciales de asombro en ciertas páginas (alguien que le hubiese soplado a Don Miguel lo que se estaba cociendo antes de su publicación) se transforman en agrias certezas cuando el Don Quijote de Avellaneda sale a la luz pública. Entonces surgen ciertos cambios forzados, y la Zaragoza a donde iba a encaminarse el hidalgo loco (falso caballero) se convierte en una Barcelona inesperada, al menos porque así don Miguel instala su conciencia de ser el dueño exclusivo de su «criatura», pudiendo alterar el rumbo de sus hazañas allí donde se lo proponga. Esto, que no deja de quedar impregnado por la sombra trivial de un despecho artístico (no nos interesa el estado de ánimo de nadie, sino su propia obra), es de importancia enorme para darnos cuenta de que la supuesta libertad de don Miguel no es sino aparente, pues viene condicionada por los efectos de un supuesto falsificador en la sombra. Al querer representar a su Don Quijote como a un ser libre que elige ir allí donde no fue su sombra falsificada (Zaragoza) no hace sino convertirlo en un muñeco determinado por circunstancias extra literarias. Así vemos que, de manera inequívoca, lo supuestamente original es dominado por su irreverente copia. Hay que decir que esa decisión de seguirle el juego a Avellaneda, lo que bien podría haber disecado para siempre la obra cervantina, es resuelto de forma espléndida por los parpadeos geniales de Cervantes, ya que es entonces cuando la obra adquiere la proporción de un híbrido entre relato de caballería y reflexión meta-literaria entorno a ciertas cuestiones pertinentes, todas relativas a la «creación» artística, los originales y sus falsificaciones sempiternas.

Cervantes Quijote

Sin duda, el llamado falso Quijote fue escrito por un autor mucho menos dotado que Cervantes, ya que su trama es más tosca y la evolución mental de sus personajes es casi inexistente, mantenida por un argumento sin mucha chispa, aunque con algo de ingenio y gracia: no se olvide que en esta novela el «falso» loco pasa una temporada en un manicomio, que es abandonado por su escudero, y que acaba teniendo como sustituto a una mujer embarazada bajo el disfraz de un hombre. A menudo la obra es despedazada por la crítica solemne sin muchas florituras. Se la acusa de gran abundancia en enumeraciones, de poseer una oratoria pomposa y menos fluida que la cervantina, dotada, como ya sabemos, de una naturalidad apabullante; y finalmente se indica, o se sugiere, que puede tratarse de una obra fraguada en el horno jesuítico. A este respecto, en medio de tanta cháchara, una de las suposiciones que más me divierten es la de que Cervantes hubiera escrito la segunda parte bajo el juego malicioso y privado de un pacto con su adversario en la sombra, a quien conocería muy bien aunque nunca lo delatara. Sea de una forma u otra, insistimos, lo que nos importa es darnos cuenta de que el falso Quijote es la teoría hecha práctica de lo que Cervantes ya hubo dejado escrito en su parte primera, a saber: que los libros de caballerías (las ficciones absorbentes y generadoras de nuevas ficciones) acaban dando sucesivos locos; falsos caballeros, fantoches reales. Para Jorge Luis Borges, Don Quijote es un libro de caballería, porque, aunque se trata de una sátira de Tirano el Blanco, Orlando furioso o Amadís de Gaula,{6} al fin y al cabo, dice el escritor argentino, no es sino una novela construida en gran parte bajo los esquemas de tal género. Otra cosa bien distinta es que, usando esos patrones, logre concebir un retrato nuevo, al menos en apariencia. Lo que Cervantes hace no es sino poner de relieve la farsa de una supuesta realidad por las ficciones derivadas de ella. Lo que Avellaneda consigue no es sino dejar constancia de que Cervantes tiene razón, y lo hace tenga o no conciencia de estar dándole esa razón que probablemente le negaría si le hiciesen ver lo siguiente: que el falso Quijote, menos dotado que su verdadero «original», no es sino la confirmación de que la novela cervantina ha dado con otro loco, una nueva réplica de las ficciones.

El fenómeno de los apócrifos era, por la época de Cervantes, mucho más frecuente de lo que algunos pudieran creer hoy mismo. Ya de antemano, se hace inevitable decir que el género de novelas de caballería, en el que está inspirado el propio Quijote, tomaba con cierta naturalidad la copia de otras obras con el fin de proseguir unas aventuras allí donde su primer autor las hubiera concluido. La lectura definía así a nuevos escritores decididos a continuar la labor «creadora» de otros preexistentes. La hija de la Celestina, de un tal Salas Barbadillo, es otra pieza literaria que comparte el espíritu de la novela apócrifa de Avellaneda, pues es contemporánea de la misma y la mueve un propósito semejante. Quienes han entendido de esta forma la literatura, tienden a considerarla (tal es mi caso) como el producto nunca consumado de muy diversas influencias, donde lo que importa no es tanto descubrir un tema inédito (cosa difícil donde las haya) como interpretar el acervo asimilado por medio de posibles combinaciones. La fabulación no es sino un arte de la combinatoria. No hay detalle literario, explícito o implícito, que no tenga a su espalda la estructura de otras composiciones. El pretendido y sublime autor «original» que cree que su obra no se parece a nada cuanto se haya hecho antes, debería darse cuenta de que no hay ni una palabra que no haya escrito que no tenga su razón de ser en una anterior que le preceda, como si se tratara de una ligera brisa que le recorre por la nuca. El final de la primera parte cervantina concluye con una frase y un verso que resume lo que venimos argumentando a propósito: «Éstos fueron los versos que se pudieron leer; los demás, por estar carcomida la letra, se entregaron a un académico para que por conjeturas los declarase. Tiénese noticias que lo ha hecho, a costa de muchas vigilias y mucho trabajo, y que tiene intención de sacallos a luz, con esperanza de la tercera salida de don Quijote».

Y entonces Cervantes coloca este verso del Orlando furioso de Ariosto:

Forsi altro canterà con miglior plectio

es decir: «tal vez otro cantará con mejor plectro.» Ese tal vez puede ser lo que uno quiera que sea, pero realmente se antoja casi como una invitación (acaso involuntaria) al propio apócrifo. Expresa su deseo de que una segunda parte pueda salir a la luz algún día, (quién sabe, diez años más tarde, hacia 1615) pero no que no pueda hacerlo otro con mejor plectro, esto es, con una mejor «púa» para tocar la guitarra de la composición novelesca. Creo que es aquí, en ese breve párrafo final, justo antes de que uno pueda concluir la primera parte cervantina, donde se esconde la invocación al genio burlón de Avellaneda. Es muy posible que, de hecho, se trate de una apelación involuntaria, pero al fin y al cabo todo su libro se halla cubierto de simbolismos y referencias sesgadas, desde los personajes hasta la propia voz narradora de ese Cide Hamete Benengeli a quien traduce otro personaje falso. Podemos imaginarnos ahora a su supuesto falsificador leyendo estas líneas, iluminado por los versos de Ariosto y bajo la súbita certeza de que, algún día (quién sabe, nueve años más tarde, hacia 1614) él mismo escribiría su propio Quijote. Un Quijote que, a diferencia de lo que ha venido a decirse, respeta bastante a su modelo en cuanto al ambiente de crueldad y locura de la trama cervantina. La lectura hace surgir a otro intérprete de las aventuras del loco fantoche y el gordo lerdo.

Por eso, El Ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha (1605-1615), de Miguel de Cervantes, representa la pieza clave de las ideas de falsificación de una realidad desconocida. Hasta el día del Juicio, o hasta que San Juan baje el dedo, al caballero falso lo acompañará su supuesta falsa sombra: de modo involuntario, con este presupuesto temático, Cervantes puede darle un brillo definitivo a su novela por medio de un suceso externo, independiente a su propio deseo, aptitud artística o propósito revolucionario. No se trata tanto de la pobre reivindicación de un autor indignado por una supuesta falsificación concreta, como del reflejo perfecto que le hubiese faltado a nuestro narrador si ese tal Avellaneda no hubiera escrito nunca su farsa. La lectura de ficciones genera demonios de los que luego es difícil huir, parece decirnos Cervantes mientras nos cuenta su historia; leer es, por tanto, participar dentro del proceso creativo del autor. Avellaneda ha sido un lector de Cervantes, convertido luego en escritor por dicha lectura. Tal posición de partida provoca que el lector pueda identificarse con el escritor de la novela en la medida en que participa de modo activo en su propia trama. La lectura del relato supone entonces una cierta toma de posición, como ya apuntamos una vez, acerca del cine, respecto a la metáfora de la doncella y la cerradura de la puerta{7}. Borges lo supo entender con cierta hondura espontánea en su célebre cuento Pierre Menard, autor del Quijote:

«Quienes han insinuado que Menard dedicó su vida a escribir un Quijote contemporáneo calumnian su clara memoria.
No quería componer otro Quijote –lo cual es fácil– sino el Quijote. Inútil agregar que no encaró nunca una trascripción mecánica del original; no se proponía copiarlo. Su admirable ambición era producir páginas que coincidieran –palabra por palabra y línea por línea– con las de Miguel de Cervantes.»

La metafísica sugerencia literaria de Borges convierte a Menard en un iluminado, siempre con aspiración de concebir una obra por medio del conocimiento de aquellos condicionantes que determinaron a su autor a escribirla:

«El método inicial que imaginó era relativamente sencillo. Conocer bien el español, recuperar la fe católica (Menard es protestante), guerrear contra los moros o contra el turco, olvidar la historia de Europa entre los años 1602 y 1918, ser Miguel de Cervantes.»

La lectura de un libro, como el visionado de una película, no son actividades neutras o pasivas, sino que conforman parte de un proceso mediante el cual, en nuestro caso, el lector atribuye una serie de significados propios a la obra leída, con independencia del propósito de quien pudo componerla. Alonso Fernández de Avellaneda, como lector del Quijote, atribuye su carga de significaciones propias a la novela de Cervantes, todo ello como paso previo a «convertirse» en un nuevo intérprete de las aventuras del falso caballero. Esto es un punto importante, pues avala la tesis de que, en el fondo, Avellaneda no es, en modo alguno, un falsificador como hoy suele entenderse (aunque nosotros caigamos en la imprecisión de calificarlo de ese modo), sino que su novela apócrifa supone una personal toma de partida respecto al «mismo» don Quijote. No obstante, luego haremos mención de las posiciones activas, nunca neutrales, tanto de Cervantes como de Avellaneda, producto de cuya interacción surgen muchas páginas del relato de 1615. Pierre Menard, protagonista del cuento aludido, avala el discurso sobre el carácter improbable de lo que suele definirse, a menudo de forma gratuita, como una falsificación. Naturalmente, a diferencia de las obras originales en su estado puro, las falsificaciones existen, pero a la obra falsificadora, que procede de otra que se presenta como su modelo, suele moverla una clara voluntad de engaño. Las monedas de plata adulteradas que solían correr por la España de Cervantes tienen ese atributo, por cuanto que no han sido acuñadas como una «interpretación» hermosa de sus modelos de plata pura, sino con el mezquino fin de hacer pasar por algo valioso lo que no lo es en su medida exacta: en su valor real, nunca nominal. El falsificador de Van Gogh también hace copias de este tipo, sobre todo cuando trata de venderlas en un mercado o galería como si fuesen verdaderas. Pero con Avellaneda eso no sucede: ¿acaso puso el nombre y apellidos de Miguel de Cervantes a su obra apócrifa? ¿Dijo que su segunda parte fuera el punto de creación sublime del Quijote? Pese a los piropos que dedica a Cervantes en el prólogo de su novela («ese viejo deslenguado»), ¿negó al fin y al cabo su influencia, diciendo que la obra cervantina fuese mala o falsa? Otra cosa es que en su fuero interno deseara imponer su personaje por encima del dominio del personaje cervantino, pero la cuestión es que su copia no es una falsificación de ninguna manera.

La copia, palabra de raíz latina, es la posibilidad de tener algo. Copia era la labor medieval de los amanuenses que redactaban al latín los manuscritos griegos de Platón y Aristóteles. Con el medievo se desarrolla esta actividad reducida a los monasterios, donde se acumulaba el saber humano conocido hasta entonces. Durante varios siglos la tarea del copista se antoja esencial para el uso, manejo y, hasta cierto punto, difusión de manuscritos de filósofos originales. Si embargo, parece que ya en China, en el año 593, comenzaron a reproducirse dibujos y textos por medio de caracteres de imprenta tallados en tablas de madera, en una técnica que se conoce como la xilografía y que no llega a Occidente sino hasta el siglo XV, a través del holandés Lauren Coster, quien fue el primero en emplear tipos móviles de madera. Pero ya sabemos que es el señor Gütemberg el inventor de la imprenta tal y como se conoce actualmente, utilizando moldes con letras de plomo. No obstante, ninguna copia es perfecta en su estado puro, pues la revolución de la imprenta trajo consigo la llegada de los llamados errores tipográficos, de los cuales hay, por cierto, una infinidad en el verdadero Quijote. Este fenómeno no tendría menor importancia en cuanto al respeto por los llamados originales si no fuese porque muchas palabras aparecen en ciertas obras cambiadas por otras muy diferentes. La templada mano del copista queda sustituida por un proceso industrial en el que las obras se difunden por medio de la mecánica de moldes metálicos. Cada vez que una palabra se cambia gratuita o accidentalmente por otra, o incluso se inventan nuevos vocablos (como ha remarcado Jiménez Rico respecto a este mismo suceso en el Quijote) se está introduciendo una variante nueva en la obra modelo. Alteraciones que pueden pasarnos desapercibidas por su existencia anecdótica, pero que dejan constancia de que la copia, ya sea manuscrita o por medio del proceso de imprenta, genera «fallos» que alteran al propio texto en su mismo origen.

De modo que fenómenos como la copia honesta, igual que la turbia actitud del supuesto falsificador impenitente, acabaron afectando a la obra de diversas formas, tanto en ciertas palabras de su vocabulario como en el fondo argumental del relato. La alusión a los fallos tipográficos tiene su causa en un hecho del que luego hablaremos a la hora de definir la palabra origen como concepto puro, aunque por ahora podemos ver que el manuscrito cervantino sufre errores humanos que luego, con los siglos, se han aceptado como parte propia de la novela. Naturalmente, Avellaneda incide de mayor forma en el fondo temático del Quijote, pero su intención se acerca a un curioso término medio entre el copista rudimentario y ese señor Menard del cuento de Borges, pues lo que, de alguna forma, acaba concibiendo nuestro hombre misterioso no es sino la generación de su propio Quijote. Pero no un Quijote cualquiera, puede decirse, sino el Quijote, de tal forma que en un Mundo único solo hay espacio para un hidalgo loco y no para dos simultáneamente. Luego parece que la intención oculta del «falsificador» no era tanto ensuciar la reputación cervantina (aparte de la diatriba virulenta que hace en su prólogo) como la de concebir un personaje que acabase anulando al verdadero, de modo que finalmente no hubiese más Quijote ni más verdad literaria que la suya propia. Muchos hoy en día creen que su fracaso fue estrepitoso: yo pongo en duda que hubiera tal fracaso. Y eso con independencia de que la obra se halle hoy en la sombra de los desamparados de la cultura sublime; eso no importa en absoluto, pues lo que Avellaneda consigue es, pese a la resistencia formidable de Cervantes, algo muy grande y único. Lo que Avellaneda logra (voluntaria o involuntariamente) no es sino insertar en el cuerpo orgánico de la obra cervantina su falso Quijote, de tal manera que ya no es posible entender el uno sin el otro. Hablar del Quijote es hacer referencia a su sombra, ya que, a lo largo de casi toda la segunda parte, el tema de la falsificación es continuo y ocupa los más diversos lugares en la mente de su autor indignado.

Alguien que, sobre el caparazón de la obra cervantina, reflexiona acerca de los modelos y sus falsificaciones, es el escritor italiano Italo Calvino (1923-1985), autor de la obra Si una noche de invierno un viajero{8}, donde se considera el proceso de replica y copiado como una parte misma de la «creación» artística. Una secta se encarga de pervertir obras originales por medio de las más diversas artimañas, todo ello solo con el propósito de hallar una verdad reveladora a través de la falsificación recalcitrante. Nada es original en su estado puro, parece decirnos Calvino, pero la copia es una forma sublime de concebir lo más cercano a la originalidad auténtica: la copia consiste en la reproducción de ciertos caracteres comunes en un autor o un género, pues es seguro que, en definitiva, nadie es Dios padre, y los que se erigen en motores de la creación artística no son sino, como mucho, turbinas de una gran maquinaria de la que forman parte y en la que están determinados por el efecto de otras influencias. La tesis de esta novela es, por tanto, trasgresora para los cerebros bienpensantes y sublimes de la gran Cultura, aunque muy sencilla en su naturaleza; ni Platón es nadie sin Pitágoras y Parménides, ni Aristóteles sin Platón, ni Tomás de Aquino sin Aristóteles, etc. La secta de iluminados de Si una noche de invierno un viajero falsifica el trabajo de un escritor conocido, adaptando los esquemas de su obra literaria a los de las exigencias del mercado:

«–Por estos valles pululan tipos raros –le he dicho para tratar de tranquilizarlo– no piense más en ese libro, caballero; no ha perdido nada importante: era una falsificación, producto japonés. Para explotar fraudulentamente el éxito que mis novelas tienen en el mundo, una empresa sin escrúpulos del Japón difunde libros con mi nombre en la portada, pero que en realidad son plagios de autores nipones poco conocidos, que al no haber tenido suerte han acabado en la guillotina. Tras muchas indagaciones he logrado desenmascarar esta estafa de la cual somos victimas tanto yo como los autores plagiados.»

No debe entenderse que este breve estudio sea, en modo alguno, una apología de los falsificadores. Tan solo tratamos de saber bien si el concepto de originalidad es válido o si, por contra, se halla condicionado por objeciones serias. Probablemente el hombre más original del mundo fue aquel que escribió las primeras letras de su lengua antigua, hablando sobre la luna, los dioses o los pájaros. Pero, a partir de ahí no podemos sino acercarnos, con cautela necesaria, al hecho de que lo que entendemos por copia no es sino un fenómeno particular de un proceso mucho más genérico de lo que entienden ciertos escritores sublimes. Los géneros literarios tienen su génesis en la conformación de una serie de repeticiones que conforman una coherencia propia: el asesinato en la novela negra ocupa casi tanto espacio como la lágrima fácil en el folletín decimonónico. La poesía también se alimenta (y retroalimenta) de ciertas situaciones comunes que configuran un mundo repetido hasta la saciedad a lo largo de los años, pero del que el hombre de cada época no se cansa al verse reflejado, en cada momento, por las mismas pasiones y desdichas. Al hilo de estos abusos, Juan Ramón Jiménez grita al fin en su poema: «No la toquéis ya más, ¡que así es la rosa!» La metáfora lírica se construye a partir de relaciones de semejanza simbólica. Esas relaciones son producto de combinar elementos en principio dispares, pero que por la capacidad de quien las hace logran un efecto estético enorme, sin perder por ello el significado de lo que se pone en relación con otro concepto cualquiera. Los nominalistas, como David Hume, establecen que cuando se encuentra dicha semejanza entre varios objetos se aplica el mismo nombre a todos ellos, lo cual, por otra parte, ha sido objeto de diversas críticas por parte de los detractores del empirismo más férreo. Los simbolistas, en cambio, pueden darle muchos nombres a la misma cosa, pues en ésta parece prevalecer, según ellos, una cierta propiedad de enlace con términos en apariencia muy distintos.

¿Copia libre o detallada reproducción? La reproducción supone el proceso por el cual se genera una obra o un acto cuya naturaleza tiende a ser semejante al de otro por el que se produce. La reproducción de un grabado sobre una plancha de cobre genera láminas de un parecido extremo entre ellas, casi idénticas unas de otras, aunque nunca de modo absoluto. Lo mismo pasa con los rollos de una película que proceden de un original escondido en el cajón de un escritorio, o con los facsímiles de cualquier tirada de imprenta. Sin embargo, la idea de copia trae consigo un espectro mucho más variado de matizaciones; de esa forma, puede copiarse una obra materialmente hablando (esto es, tratando de reproducir sus distintas partes con detalle escrupuloso) o bien solo en su fondo temático o ideológico. La reproducción de una idea por medio de una copia conduce a lo que suele llamarse la «inspiración» hacia su objeto de referencia. Eso encontramos, por ejemplo, en el terreno de la música respecto a obras de las que, aunque no pueda decirse que sean reproducciones detalladas de supuestos «originales», sus temas motores, los llamados leitmotiv, la melodía principal o los ritmos de las mismas nos remiten a sus moldes inevitablemente: ¿hasta qué punto algunas composiciones de Felix Mendelssohn no nos conducen a la estructura musical de J. S. Bach, y las de Bach a la música italiana y española del Renacimiento? Y es aquí donde encontramos que el campo de lo que suele entenderse por copia es extraordinariamente grande, ya que agrupa a toda clase de actividades operatorias de las que podemos destacar muchas muy distintas, tanto las maniobras del mediocre que se apodera de una idea sin aportar nada que resulte nuevo por medio de otras combinaciones, como la elogiable de una imprenta que difunde los miles de ejemplares de un cierto libro. Por eso estimamos que la reproducción fiel (el calco, si me apuran) es un fenómeno particular y concreto de la actividad copiadora. Cualquier parte de la materia está compuesta de copias innumerables, pero ninguna puede decirse que lo sea exactamente igual respecto a otra. El Quijote de Avellaneda es una copia de segundo grado por cuanto que no reproduce más que los caracteres y la atmósfera de la primera parte cervantina; a partir de ahí, lo que hace nuestro misterioso copiador no es sino recrear, por medio de la imaginación, lo que Cervantes había previsto hacer con su personaje.

Y es aquí donde, con sus desperfectos y sus fallas notorias, veo asombrosa la obra de Avellaneda. Su osadía, no exenta de cierta candidez en cuanto a la posible pretensión de ahogar con su Quijote al de Cervantes, pasa por el hecho de que su ejercicio, cargado de todas las deshonestidades que uno quiera o desee atribuirle (fundamentalmente hoy en día, cuando los derechos de autor se imponen como la vacuna imperfecta con la que los escritores dejan sus marcas de territorio, como si de felinos o perros se tratara) es el ejercicio de una fabulación completa. Los personajes que imagina nuestro copiador en la sombra, las situaciones que planifica para su novela: ¿hasta dónde puede decirse que se traten, no ya de una reproducción exacta (lo cual es imposible, pues, entre otras cosas, este falso Quijote aparece en 1614) sino de una interpretación de la obra cervantina? No dudamos que el producto no moleste, o que incluso ofenda al autor que lo ha inspirado (Cervantes), pero es indudable que lo que hace Avellaneda no es limitarse a reproducir fielmente la historia, sino a recrear el mundo cervantino por medio de otra imaginación, la suya propia. En cierta forma, lo que hizo ese hombre (o mujer, quién sabe después de todo) es lo que, luego, con los siglos, han hecho otros escritores que repudian esta obra apócrifa, según parece por ser poco «original». Muchos dicen que Avellaneda no fue original, pero yo, con prudencia lógica sobre esta palabra, sostengo justo lo contrario. Su intrépida, aunque es probable que involuntaria «originalidad» no es otra que la de ser el primero de una serie de infinitos escritores en reproducir el campo literario de Cervantes; pero no porque dicho campo sea original de manera absoluta, sino porque aglutina una serie de Ideas que lo convierten en un santuario para cualquier narrativa venidera. El copiador escribió su copia de un modo un tanto tosco, sin duda, pero también el Quijote de Cervantes queda salpicado de ciertas tosquedades, y nadie nunca osa ponerle la mano a esta gran obra de la Cultura. La hipocresía ideológica nos conduce a la evidencia contemporánea de que ahora suele ignorarse a Avellaneda, o a no darle la importancia que su obra «falsa» tiene en la «genuina», cuando hoy las industrias editoriales difunden millares de libros (best seller en su mayoría) que no son sino fórmulas mucho menos honestas que las del propio apócrifo, pues al menos nuestro hombre misterioso trató de hacer suya una historia ajena, mientras que los falsificadores actuales (los individuos con poder de suscitar ventas masivas de sus productos) son solo cacatúas de salón o grabadoras automáticas.

Cervantes QuijoteCervantes Quijote

Por eso, ahora que estamos envueltos en diversos actos sublimes (pues el Quijote no es una novela, es Cultura) no es inconveniente que hagamos este pequeño homenaje a ese supuesto falsificador desventurado sin el cual es muy posible (casi seguro) que Cervantes no hubiese escrito sus mejores páginas, que son las que corresponden a la segunda parte. Cuando, con el fin de destruir al falso Quijote, Cervantes coloca personajes de la obra apócrifa en la suya «verdadera», lo que hace no es sino darle a su falsa sombra una identidad y un cuerpo propios que, de otro modo (esto es, si don Miguel hubiera decidido ignorar a su copiador, mandando a su personaje a Zaragoza, como estaba planeado, y no a Barcelona) la falsificación nunca hubiese tenido por sí sola. Al ser fagocitado, el «falso» Quijote, un tanto basto, aunque en algún rasgo parecido al «auténtico», se convierte en parte indisociable de la propia obra cervantina. Veamos, si no, un ejemplo de lo que estamos hablando. En el capítulo setenta y dos de la segunda parte, ya cerca del fin, Don Quijote regresa con su amigo Sancho, encontrando a su paso a un personaje de la novela apócrifa, el caballero Álvaro Tarfe. Don Quijote, que ya había ojeado la novela de su calificada falsificación, está seguro de que ese hombre con quien se dispone a hablar es, de hecho, el tal caballero, suposición que queda confirmada de inmediato cuando éste le revela su nombre:

«—Mi nombre es Don Álvaro Tarfe –respondió el huésped. A lo que replicó Don Quijote:
—Sin duda alguna pienso que vuestra merced debe ser aquel Don Álvaro Tarfe que anda impreso en la segunda parte de la Historia de Don Quijote de la Mancha, recién impresa y dada a la luz por un autor moderno.
—El mismo soy –respondió el caballero– y el tal Don Quijote, sujeto principal de tal historia, fue grandísimo amigo mío, y yo fui el que le sacó de su tierra, o, al menos, le moví a que viniese a unas justas que se hacían en Zaragoza, a donde yo iba, y en verdad en verdad que le hice muchas amistades, y que le quité de que no le palmease las espaldas el verdugo, por ser demasiadamente atrevido.
—Y dígame vuestra merced, señor Don Álvaro, ¿parezco yo en algo a ese tal Don Quijote que vuestra merced?
—No, por cierto –respondió el huésped– en ninguna manera.
—Y ese Don Quijote –dijo el nuestro–, ¿traía consigo a un escudero llamado Sancho Panza?
—Sí traía –respondió Don Álvaro–, y aunque tenía fama de muy gracioso, nunca le oí decirle gracia que la tuviese.
—Eso creo yo también –dijo a la sazón Sancho– porque el decir gracias no es para todos, y ese Sancho que vuestra merced dice, señor gentilhombre, debe de ser algún grandísimo bellaco, frión y ladrón juntamente; que el verdadero Sancho Panza soy yo, que tengo más gracia que llovidas, y si no, haga vuestra merced la experiencia, y ándese tras de mí, por (lo) menos un año, y verá que se me caen a cada paso, y tales y tantas, que sin saber yo las más veces lo que me digo, hago reír a cuantos me escuchan; y el verdadero Don Quijote de la Mancha, el famoso, el valiente y el discreto, el enamorado, el deshacedor de agravios, el tutor de pupilos y huérfanos, el amparo de las viudas, el matador de las doncellas, el que tiene por única señora a la sin par Dulcinea del Toboso, es este señor que está presente, que es mi amo. Todo cualquier otro Don Quijote y cualquier otro Sancho Panza es burlería y cosa de sueño.
—¡Por Dios que lo creo –respondió don Álvaro– porque más gracias habéis dicho vos, amigo, en cuatro razones que habéis hablado que el otro Sancho Panza en cuantas yo le oí hablar, que fueron muchas! Más tenía de comilón que de bien hablado, y más de tonto que de gracioso, y tengo por sin duda que los encantadores que persiguen a Don Quijote el bueno han querido perseguirme a mí con Quijote malo. Pero no sé qué me diga; que osaré yo jurar que le dejo metido en la casa de Nuncio, en Toledo, para que le curen, y agora remanece aquí otro don Quijote, aunque bien diferente al mío.»

Dos espejos enfrentados reproducen cualquier objeto hasta el infinito. Nuestro elogio al falso Quijote es también, por supuesto, un elogio a su fiel escudero. Pero nótese que Cervantes, en vez de recurrir a la discreta elección de ignorar a Avellaneda, le concede el privilegio de darle crédito, introduciendo algunos de los personajes de la novela apócrifa en la suya propia, hasta el punto de que obliga a este Álvaro Tarfe, surgido de la pluma del apócrifo misterioso, a decir que lo que ha visto y escuchado no es sino producto de encantadores. Sin embargo, el mero hecho de ensamblar dos ficciones distintas no hace sino darle a la «falsa» el atributo de genuina, pues Cervantes acaba reconociendo a ese tal Álvaro como a un personaje verdadero (de lo contrario, por lógica, el verdadero Quijote acaba siendo tan falso como el apócrifo), aunque sea con el fin de que por boca de éste salga su repudio hacia el falso loco. Por cierto, ¿no debería sentirse igualmente irritado Avellaneda con Cervantes por robarle un personaje con fines menos honestos? Dejando correr un poco la imaginación, podríamos imaginarnos la trama tras la muerte, en su aldea, del auténtico Quijote, después de haber sido derrotado por el falso caballero de los Espejos. Entonces, el «falso» Quijote se presenta en esta misma aldea con el fin de discutir ese pleito que corre por algunas tierras respecto a la genuina identidad de cada uno. Viene a librar un combate a muerte con su doble, para que, de ese modo, ese loco que se proclama como auténtico no vaya por ahí mareando la cabeza de viejos amigos, como la del caballero don Álvaro. Pero cuando llega le informan de que Alonso Quijano ha muerto hace ya varios meses, por lo que se da la vuelta y reemprende sus desconocidas aventuras, ocupado en hacer saber, a quien encuentra por los caminos de Dios, que hubo una vez un viejo loco que se hizo pasar por el verdadero don Quijote, que no es sino él mismo.

Para concluir este asunto, es preciso referirnos a un hecho de gran importancia que, si bien queda apoyado por una tradición antigua (el principio de los indiscernibles), no deja de estar menos vigente en la actualidad. Y es que la cuestión nos remite a una serie de problemas ontológicos de gran calado: se trata de la idea de una posible réplica exacta, de la que ya hablamos antes, aunque ahora sea preciso insertarla, a modo de breve comentario, dentro de ciertas coordenadas del pensamiento de Occidente. Cuando hablamos de la repetición a menudo puede caerse en una dificultad extrema, y es que hay quienes creen que una repetición, tanto como cualquier réplica de algo, es o puede ser exacta a su propio modelo. Pero si al principio se habló de las repeticiones del mundo sensible dentro de la ya tan tratada (y a veces mareada) teoría platónica, no fue en modo alguno con la pretensión de sugerir que una copia sea algo idéntico a su supuesto original; que la rosa participe de la Idea de rosa no significa que la rosa sea igual a su Idea. Platón se refiere entonces a la estructura enclasada del mundo, donde todo está estructurado por una arquitectura definida aunque imperfecta: como ya se sabe bien, las flores (y con ellas la mencionada rosa), los perros y las nubes son obra del gran arquitecto, de ese demiurgo que es causa eficiente de las copias sensibles del mundo fenoménico. Sin embargo, que haya copias en cualquier plano de la realidad, ya sea en geología como en genética (las replicas de la cadena de ADN conforman el núcleo mismo de la vida) no supone que éstas sean idénticas, exactas a sus originales. A este propósito, sobre su «hallazgo» de las mónadas que conforman el Universo, el propio Leibniz establece que dos cosas no pueden ser idénticas pues entonces no serían dos sino una sola. Es decir, que una hipotética identidad perfecta entre dos objetos del mundo sensible nos conduce, inevitablemente, a la certeza de que esas dos cosas no son tales sino que conforman una solitaria. La identidad esencial hace que al referirnos a las llamadas réplicas tengamos muy en cuenta dos puntos: que siempre hubo, hay y habrá repeticiones y que éstas no son, ni lo fueron nunca, idénticas. Podemos conducir el debate a la esfera del doble, del que habla Fiodor Dostoievski en su novela del mismo título{9}, pero lo cierto es que el doble seguirá siendo, pese a sus extraordinarias similitudes, otra persona distinta de la de su modelo.

3. Una conclusión

Definitivamente hay un cierto misterio en las repeticiones. No debemos asombrarnos, pues la vida está hecha de actos repetidos, de ciclos estacionales, de pautas estables y cotidianas que son calcos aparentes de lo que llevamos haciendo desde hace mucho, o de lo que, de cualquier forma, ya es parte de una rutina invariable. Hoy, la ciencia moderna nos habla de la posibilidad real de hacer clones humanos, meras repeticiones de un mismo individuo ya existente: ¿habrá derechos de autor para tales réplicas, nunca del todo idénticas? Por otro lado, los productos del mercado pletórico se lanzan ya al espacio del comercio con la misma originalidad de una gota de agua en plena lluvia. El hechizo de un cometa que visita la Tierra cada doscientos años no es mayor que el de una experiencia recordada que nos hace volver a otra ya vivida, eso que, llamado vulgarmente como dejavé, los neurólogos han analizado con éxito, y que es a lo que Proust dio el volumen de una simple magdalena{10}. Ciertos místicos religiosos buscan, entre las páginas de un libro sagrado, alguna verdad reveladora en la repetición de números de una serie matemática...Y sin embargo, pese a vivir sobre la superficie de tantas repeticiones (de tantos días que, a veces, parecen iguales, casi simétricos), pese a concebir obras que, de un modo u otro, proceden de otras anteriores ya existentes; pese a hacer actos que no son ni fueron nunca originales, con cierta frecuencia se piensa que lo original existe en su estado puro, como esas ingrávidas Ideas platónicas, eternas e inmutables. Yo, a lo único que le concedo originalidad es a la virtud de poder hacer algo que sea, en cierta forma, nuevo en apariencia, aunque habiendo sido realizado con elementos ya existentes. La Idea de creación solo es válida si nos atenemos a este único condicionante, pero nunca como supuesta forma que, brotando de la Nada (nuevo mito de los sublimes), haga salir afuera su cristalina luz inédita. El Quijote de Avellaneda es una lección insólita de ese reflejo de la farsa que es el propio Quijote de Cervantes: la repetición, la copia fraudulenta (si me apuran, incluso sórdida) se convierte en el espejo en el que se mira nuestro «auténtico» Don Quijote, quien al verse como el único y genuino loco de la Mancha refuerza aún más su propia demencia. Es como si la gran farsa abriera sus cortinas dejando entonces paso a ese revelador aspecto de la esquizofrenia quijotesca, pues en un mismo plano de realidad existen dos Quijotes, y solo uno de los dos ha de ser por narices el verdadero.

Pero ya se sabe que el Don Quijote de Cervantes no es una idea pura ni surge espontáneamente, sino que proviene de las influencias más diversas, por lo que tampoco él es, de algún modo, verdadero, o no lo es al menos en términos absolutos. Se dice que la imagen del caballero loco y su escudero gordo fue copiada por Cervantes del molde tradicional de una de esas historias populares que se contaban por la Mancha hacia finales del siglo XVI. Bajo esta consideración, deberíamos ver que también Cervantes copia la realidad y sus ficciones, siempre con el fin de conseguir algo novedoso, cierto, pero sin olvidarnos de que su obra no es, casi siempre, sino un completo vertebrado de novelitas bizantinas, de cuentos italianos medievales, de novelas pastoriles, de obras fantásticas de caballería, etc. Nuestro Don Quijote cervantino debe tanto a estas influencias como el falso Quijote al auténtico. Pero eso no parece importar mucho a los amigos del Planeta Cultura, contentos por rendir culto a ciertas obras, ignorando otras sobre la base de sus consideraciones metafísicas, ya que no dejan de decir que la Gran Novela Original es Don Quijote de la Mancha. Por eso, mientras se entretienen en largarnos las mismas milongas (nuevas repeticiones hasta el infinito, así cumpla Don Quijote, que en paz descanse, cuatro siglos o novecientos años) me gustaría rendir este velado homenaje a su inevitable sombra, sin la cual no tendríamos al Quijote que queremos, a ese loco que asegura ser, entre posibles impostores, el único e irrepetible Caballero de la Triste Figura. Por lo demás, los detectives de siempre (nuevas repeticiones, los mismos idiotas) pueden continuar con sus hipótesis acerca de si Avellaneda es o no un fraile resentido o un fulano admirador de Lope. A veces, la presencia de la repetición quijotesca parece una metáfora de esas sensaciones cotidianas que nos sacuden de cuando en cuando como un fulgor inédito. Por decirlo de algún modo, me recuerdan a ese conjuro, mitad embrujo ilusorio, mitad sugestión delirante, en el que siempre cae quien se enamora: como nuestro loco de la Mancha respecto a su imposible Dulcinea, apenas llega el deseo hacia el ser a quien se ama, ya casi se lo acaba viendo en todos sitios, ya casi se ve solo a una persona, camuflada bajo la mirada y la sonrisa de tantos farsantes.

V G de la C... YDIODA... de la Real Academia Española

Notas

{1} «...y más cuando llegaba a leer aquellos requiebros y cartas de desafíos, donde en muchas partes hallaba escrito: La razón de la sinrazón que a mi razón se hace, de tal manera mi razón enflaquece, que con razón me quejo de la vuestra hermosura. Y también cuando leía: ...los altos cielos que de vuestra divinidad divinamente con las estrellas os fortifican, y os hacen merecedora del merecimiento que merece la vuestra grandeza. Con estas razones perdía el pobre caballero el juicio, y desvelávase por entenderlas y desentrañarles el sentido, que no se lo sacara ni las entendiera ni el mismo Aristóteles, si resucitara para solo ello.» (Capítulo I de El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha I, Editorial Cátedra, Letras Hispánicas, página 98)

{2} Historia de la Filosofía, del eximio filósofo y matemático Bertrand Rusell (1872-1970) actualmente editada por RBA bajo el sospechoso título sublime de «Grandes obras de la Cultura». La traducción al español corre a cargo de Julio Gómez de la Serna y Antonio Dorta.

{3} Véase al respecto la acerada aunque imperfecta crítica de Vladimir Nabokov en su Curso sobre el Quijote, publicada en España por Ediciones B, y donde el gran narrador ruso señala el importante detalle de las ventas que aparecen en la primera y segunda parte de la obra cervantina. Es obvio que Cervantes satiriza no solo la supuesta realidad histórica y social de entonces sino, sobre todo, los mecanismos de diversos géneros literarios, como las novelas pastoriles, por ejemplo, o los citados cuentos italianos.

{4} Garcilaso de la Vega, poeta y soldado de la corte de Carlos I, escribe su magnífica Égloga I sobre el entorno temático de los amores maltrechos, reflejo artístico de su propia y amarga experiencia con la cortesana Isabel Freyre, a quien amó, sin ser nunca correspondido, durante toda su vida de hombre melancólico, así hasta su propia muerte a los pies de una fortaleza francesa. Salicio y Nemoroso son dos pastores que reviven sus disgustos en medio de un ambiente pastoril y bajo notorias referencias clásicas de la mitología griega.

{5} El éxito de estas obras literarias fue grande durante gran parte del siglo XVI, y se dice que la propia Santa Teresa de Jesús era una lectora fervorosa de las mismas, pero ya en la primera década del siglo siguiente la moda por este género empieza a menguar, de tal forma que cuando surge la primera parte de la novela cervantina el interés público ya no es el que era. Decididamente el auge por la novela caballeresca casi ha desaparecido una década más tarde, cuando aparece la segunda parte, en 1615.

{6} Tirano el Blanco, escrita por Juan Martorell a partir de 1460, fue publicada por vez primera en 1490. Orlando furioso fue escrita en 1516 por el afamado escritor de novelas de caballería Ariosto, autor también de su no menos célebre Orlando enamorado. Amadís De Gaula, inspirada, según parece, por las novelas francesas del ciclo artúrico, fue publicada en 1508 por García Rodríguez de Montalvo.

{7} Ya hablamos de este asunto en el artículo «La pornografía, o el erotismo del otro», publicado por esta misma revista.

{8} Si una noche de invierno un viajero es un libro distribuido actualmente en la elegante editorial Siruela. La novela fue publicada por primera vez en 1979. El fondo argumental de las falsificaciones es profundamente cervantino, y no digamos ya la referencia al tema de las copias imperfectas.

{9} El Doble (1846), del beato escritor ruso Fiodor Dostoievski es una novela publicada en diversas editoriales, una de las cuales es, por ejemplo, Alianza. La Idea de la réplica humana es brillante en el juego detectivesco de la trama, y nos remite a este asunto del que hablamos acerca del doble de Don Quijote.

{10} La moderna neurología resuelve ciertos problemas elementales, pero la magdalena de En Busca del Tiempo Perdido sigue siendo el símbolo del objeto que trae consigo una ráfaga de pasado extraviado. Sin embargo, sobre la base filosófica de Bergson, habría que decir que esa recuperación de experiencias lejanas no es, para Proust, un acto voluntario. La repetición del recuerdo sensible depende así de los recovecos y meandros de una memoria a veces un tanto arbitraria. La titánica obra de Proust está publicada en Alianza editorial y cuenta con siete volúmenes, cinco de los cuales vieron la luz tras la muerte de su autor.

 

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