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El Catoblepas, número 38, abril 2005
  El Catoblepasnúmero 38 • abril 2005 • página 12
Artículos

La «España Imperial»
y los distintos modos de pensar su identidad

Manuel de la Fuente Merás

Se ensaya una tipología de modos de entender la España imperial

La Idea de «España Imperial» que presentamos en este ensayo usa categorías políticas, materiales históricos, sociológicos o psicológicos, así como ideas ontológicas muy diversas. Por ello, es necesario usar una idea filosófica para su desarrollo, debido a que el propio material sobre el que gira este ensayo desborda cualquier disciplina categorial.

Las ideas de Nación, de Imperio, de Unidad, de Todo y Parte usadas, entre otras, en este artículo, obligan a reconocer al lector que al usar este tipo de constelación semántica se está ante una construcción filosófica y no dentro de la ciencia política o de la propia historia positiva. Pero, no por encontramos fuera de los límites propios de una disciplina científica positiva se excluye la necesidad de servirnos de tales disciplinas para realizar nuestra construcción filosófica, más bien al contrario, las exige como paso previo.

La primera muestra de la evidencia y necesidad de tal modo de proceder, se aprecia al analizar los títulos de la propia bibliografía sobre el problema. Unos se refieren a la «España Imperial», otros al «Imperio Español»; como si fuese posible adoptar dos perspectivas distintas al cambiar de nombre.

Una primera perspectiva, digamos, emic, que se refiere a la «España Imperial» como una especie de sujeto paciente que no sabe hacia donde camina pero que, de repente, se encuentra formando parte de un Imperio, el Sacro Imperio Romano Germano, del que nunca había formado parte –ya que la referencia al Imperio Romano parecería ridícula– y que decide comenzar a jugar sus cartas en esta nueva situación.

Otros, desde un punto de vista etic, entienden que el «Imperio Español» adquiere su punto de realidad al oponerlo a otras realidades efectivas como son África, América o Asia. Es esta la postura más común entre los historiadores extranjeros ya que desde ella se justifica lo bueno realizado por España en el marco del Imperio como un simple reflejo de las influencias exteriores que contribuyeron a fijarlo y, las desviaciones de esa norma, como meros reductos del atraso español, que no se ha podido eliminar, a pesar de la labor conjunta europea en el desarrollo imperial.

Dentro de esta misma postura se encontrarían aquellos que rehuyen del uso de términos como Imperio o España Imperial, como meras reliquias de tiempos pasados, que sería adecuado borrar de nuestra concepción como meras ideologías. Buen ejemplo de este tipo de análisis sobre la construcción historiográfica, literaria y artística de los mitos que rodearon a la España Imperial, sería el siguiente ejemplo: la ponencia titulada «La imagen histórica de la España imperial como instrumento político del nacionalismo conservador» donde se analiza las interpretaciones historiográficas dominantes en el siglo XIX sobre la Monarquía de los Austrias, con especial atención a la obra de Cánovas del Castillo y de Modesto Lafuente, por la relevancia política que ambos tuvieron en la época de construcción nacional de España. Las interpretaciones del pasado se muestran, en este caso, más vinculadas a la legitimación de posturas políticas coyunturales que a los resultados de una investigación documental todavía muy incipiente. El tono decididamente liberal de los escritos de la primera mitad del XIX explica la censura sin paliativos a los reinados «extranjeros» de los Austrias mayores, exacerbado al referirse a sus sucesores del siglo XVII. Pero ese tono cambió desde la revolución de 1854 y, sobre todo, después de 1868, cuando el temor a una revolución liberal-democrática, llevó a posiciones conservadoras y nacionalistas a las que convenía otra interpretación de la historia de España: los reinados de Carlos I y Felipe II pasaron a verse, desde entonces, como épocas gloriosas en las que España había destacado por encima de las demás naciones, apoyándose en la fuerza de la Monarquía y en los principios del catolicismo. La época en la que España se había extendido por el continente americano como una gran potencia no podía ser vista sino con nostalgia por los ideólogos de la Restauración; y las censuras pasaron a concentrarse sobre el periodo de «decadencia» de los Austrias menores{1}.

No se trataría por tanto al abordar la realidad histórica de la España Imperial de optar por hacer ciencia o filosofía. Se trata de intentar auxiliado por las ciencias históricas y políticas hacer un reconstrucción filosófica de esta realidad lo más adecuada posible. Diferenciando en primer lugar los distintos modos desde y en los que se ha pensado la identidad española como Imperio.

La tesis central del artículo es que la unidad de la España Imperial, se constituye gracias a la invasión musulmana, que determinó la descomposición de la unidad política lograda en los últimos años de la monarquía goda. Uno de esos grupos refugiado en las montañas de Covadonga en torno a Don Pelayo desarrollo una estrategia que pretendía recubrir, paso a paso, los cursos de las invasiones musulmanas. Esta estrategia, sostenida y renovada, se consolidó en territorios más extensos, asumiendo el ortograma de un imperialismo diapolítico genuino.

Este ortograma imperialista no será abandonado a lo largo de los siglos. Transformándose esa ideología imperialista inicial en una idea imperialista de grandes vuelos, que desarrolla componentes cristianos fundidos en el objetivo de la Reconquista.

Fue en torno a esta idea imperialista donde se fraguará una necesaria unidad política que se veía reflejada en el ejercicio de un Imperio español.

Este imperialismo que llegó a usar técnicas depredadoras, se transformó en un imperialismo generador cuyos límites eran infinitos, recubrir al Islam. Para ello era necesario desbordar los límites peninsulares tanto hacia el sur como al poniente.

Para dar lugar a la formación de una idea de España Imperial fue necesario pasar por dos fases bien diferenciadas. Una primera que comprendería los siglos VIII al XV, en la que la unidad política española era la propia de una koinonia de pueblos, naciones, etnias o reinos que colaboraban, obligados en muchas ocasiones por las circunstancias de su entorno, en un proceso de expansión global imperialista.

Y una segunda fase, desde finales del siglo XV al XVIII que como consecuencia del desbordamiento peninsular que el imperialismo español había determinado, lleva como fin a que la España Imperial adquiera la forma de una nación en sentido étnico aplicado, más con significado geográfico que político, a los ojos de Europa.

El propósito de este artículo será analizar las distintas variantes que alguno de los diferentes autores usan al referirse a esta etapa de nuestro pasado, clasificando las diferentes variedades y criticando aquellas que desde puntos de vista categoriales pretenden hacer ciencia, cuando son incapaces de abandonar la filosofía mundana.

La «España Imperial». Tipos de identidades

Antes de afrontar cualquier punto de nuestra argumentación debemos enfrentarnos con la pregunta, desde el más clásico modo escolástico por aquello que identificamos como «España Imperial». Es decir preguntarnos por la «cosa», por su identidad, por su esencia. Pero, como de todos es sabido, la esencia, el ser, se dice de muchas maneras y muchas de ellas llevan a equívocos.

En primer lugar, podríamos decir que la identidad de lo que pudiese significar la «España Imperial» debería venir dada en torno a una serie de unidad. Así las definiciones históricas, sociológicas, psicológicas o meramente históricas vendrían referidas al conjunto de lo que cada cual entenderá por «España Imperial».

Así, un historiador como Elliot considerará que la España Imperial es un periodo que se circunscribe desde 1469 en que se fragua el matrimonio de Fernando e Isabel y terminará con la promulgación del Decreto de Nueva Planta en 1716 que simboliza el cambio de dinastía y de época{2}.

Henry Kamen, sin acudir a un modelo tan eurocéntrico como el de su colega inglés, en su libro Imperio,{3} lo prolonga hasta el siglo XIX. Considera la labor española como la primera obra globalizadora moderna, a pesar de que al imperio no era dirigido por nadie, y para asombro de todos funcionaba perfectamente. Debido, claro está a que el Imperio no es una creación española, sino que fue el resultado de un conjunto de esfuerzos comunes que (milagrosamente diríamos), terminó en un Imperio «español»{4}. Conclusión absurda, ya que si no era creación española, ni era constituido esencialmente por una sola nación, sino por una serie de naciones sin centro fijo, cómo es posible que de forma efectiva existiese como tal un Imperio español.

Hugh Tomas{5} considera a lo largo de más de 700 páginas, (divididas en diez libros, 38 capítulos, 22 mapas y varios árboles genealógicos de las familias más importantes de la época) que el Imperio se forjo gracias a la combinación de cuatro elementos de modo más o menos azaroso: curiosidad, deseo de ver, voluntad de gloria individual y fiebre del oro. Quizás por ello el título de la obra en inglés sea el de Rivers of gold. Junto a ello señala también como determinante el espíritu de los libros de caballería. Pero, acumular tal cantidad de evidencia histórica positiva para concluir con unas tesis de marcado carácter psicologista sus conclusiones resulta poco menos que paradójico. Circunscribir el resultado de un periodo de más de tres siglos, que duraría la España Imperial y sus resultados, al azar o la curiosidad resulta poco menos que increíble.

Aunque también debemos decir en su favor, que su obra se centra en las primeras décadas de la expansión en América, desde 1492 a 1522. Lo cual tampoco explica la magna obra de la conquista realizada por los españoles. Por ello considera como extraordinario e inaudito el debate mantenido sobre los derechos de los indios, calificándolo de insólito a la vez que considera que dicho debate no se produce en suelo inglés ya que «los ingleses jamás hemos hablado de eso, siempre pensamos que estábamos involucrados en el Imperio por razones filantrópicas. Nunca hubo discusiones por eso entre anglicanos y católicos o entre empresarios y políticos»{6}.

Lo que resulta claro, con estos breves ejemplos, es que las acepciones sobre la identidad a la que nos referimos dentro del punto de vista de la Historia Universal tienden a ver la identidad de la España Imperial desde posturas metaméricas, desde posturas exteriores a esa misma realidad. Así, no es de extraño que Elliot considere que España antes del Imperio no era más que: un territorio sin unificar, invadido de infieles y con rencillas entre sus partes. Un complejo de razas y lenguas. Territorios dispersos, con un centro poblado y una periferia empobrecida.

Esto y no más sería la situación peninsular a los ojos del ilustre historiador. Pero, de repente, a finales del siglo XV y principios del XVI, toda esa situación cambia de modo «sorprendente», siendo superada de un modo «repentino» y para muchos casi «milagroso».

Evidentemente y por más que a estos tres autores les pese, España no era la Inglaterra del XV que los historiadores ingleses tienen en su mente. Es una postura al modo, diríamos, teleológico, donde el historiador ocupa el puesto de Dios. Un Dios que va moviendo sus piezas al antojo, haciendo aparecer y desaparecer situaciones según place a su voluntad.

Junto a lo señalado, en estos autores, muy especialmente en Thomas y Kamen, también está presente el mito de la existencia de un Imperio no español. Olvidándose, o no considerando como determinante, la política imperialista iniciada anteriormente por los reyes castellanos, o queriendo dividir la labor de conquista en sectarismos etnográficos. La condición imperial que podía ostentar España no sería más que una mera formalidad, mostrando datos históricos de tal situación efectiva.

Frente a tales posturas debemos promulgar la necesidad de construir una concepción de la España Imperial basada en concepciones diaméricas. No es ahora la Humanidad la que construye planes y programas, sino unos grupos frente a otros los que proyectan unos determinados planes o programas que llevan a dar como resultado el que aparezca un Imperio. Un Imperio que venía formándose desde Covadonga y con una intención clara: recubrir en primer lugar al Islam y, luego, bien sea asumiéndolos, rectificándolos o destruyéndolos otros territorios con la intención de en el límite ocupar todo el orbe.

Es también por eso, para nuestra desgracia, que la España Imperial acabo siendo recubierta por los vencedores. Vencedores que impusieron su modo de ver la historia y que ha dado como resultado la «imposición» de una leyenda negra, la interpretación de las aportaciones españolas como reflejo de tendencias europeas (entiéndase erasmismo o maquiavelismo) y que culmina con nuestro consabido complejo de inferioridad.

Pero, volvamos a nuestra pregunta inicial: ¿Qué es la España Imperial? Partíamos del supuesto de la existencia de una unidad fenoménica mínima y situada en el contexto de la Historia Universal, ya que si no se diese tal situación sería imposible responder a la pregunta. Así, la España Imperial sería un sujeto al que podríamos añadirle diferentes predicados pero, sin llegar a ser ella misma un predicado.

Entonces, deberíamos comenzar por distinguir entre tipos de unidad: sinalógica o isológica. Pero la «unidad de un término o concepto dado podrá alcanzar determinaciones diversas cuanto a su identidad, es decir, podrá alcanzar identidades diferentes y, lo que es más grave, no necesariamente compatibles entre sí»}{7}. Es por lo que decimos que la unidad tiene que venir codeterminada por la identidad. Pudiendo una identidad determinada corroborar la unidad de referencia, pero también comprometerla, romperla e incluso destruirla. Del mismo modo esa unidad de referencia, de partida puede llegar a mantenerse aunque se produzcan cambios de identidad.

Es decir, que la unidad fenoménica de la España Imperial viene dada por las identidades que le pueden ser atribuidas. Luego, habrá que determinar cuantas son las identidades que le pueden ser atribuidas. Para ello se debe usar un criterio holótico, basado en una Teoría de los todos y las partes{8}.

La pertinencia del criterio es clara ya que la unidad de la España Imperial de partida, no es una unidad de simplicidad, sino de complejidad, de contenidos corpóreos formado por territorios, leyes, seres humanos, bestias, alimentos y demás. Los cuales nos serán dados en diversos grados de claridad y distinción.

Así, las diferentes respuestas a la pregunta; ¿Qué es la España Imperial?, la podemos entender, de acuerdo con el criterio señalado, de dos modos:

  1. Suponiendo a la España Imperial como una totalidad de partes integrantes, bien atributivas; bien distributivas
  2. Suponiendo a la España Imperial como una totalidad cuyas partes determinantes se les considere de modo intencional como comunes o como propias.

Atendiendo al primer criterio, la España Imperial se vería de dos grandes modos o familias:

  1. Las respuestas que apelan a identidades en la forma de una totalidad atributiva.
  2. Las respuestas que apelan a identidades en la forma de una totalidad distributiva.

Pudiendo en cada familia establecer las subfamilias que se considerasen oportunas.

En la segunda perspectiva, la España Imperial formaría otras dos familias de clasificación y análisis:

  1. Las respuestas que apelan a identidades determinantes definidas y comunes a otras sociedades
  2. Las respuestas que apelan a identidades determinantes definidas como propias de la sociedad en su conjunto.

Si atendemos ahora a las diversas identidades vinculadas a los modos de totalización correspondientes a los que resultan de su clarificación, debemos aplicar los siguientes criterios. Debemos partir de que o bien concebimos a la España Imperial como un todo, deslindado de las partes que la componen, o bien suponer que es una parte más de otra totalidad envolvente en la que está inscrita.

Atendemos al criterio que distingue los todos de las partes. La España Imperial será concebida como una parte, o conjunto de partes inserta en alguna otra totalidad envolvente, o bien la concebimos como una totalidad respecto de sus partes internas.

En un segundo lugar está el criterio que opone las partes o todos atributivos a los distributivos. Este criterio cruzado con el primero permite diferenciar las ideas que conciben a la España Imperial desde una perspectiva holótica distributiva de la atributiva.

En tercer lugar nos aparecen aquellas Ideas que se refieran a las partes que forman la España Imperial de un modo confuso, frente a las que la interpretan de un modo distintivo. Sin que por ello la claridad garantice la distinción o que la oscuridad parezca prever la confusión.

Por último si nos referimos a los todos, tendremos en cuanta los criterios que interpretan a la España Imperial como una totalidad isológica de sus partes y las que consideran que la totalización de sus partes no se ha llevado a cabo de un modo isológico.

Si se combinan sistemáticamente estos criterios llegamos a establecer ocho funciones distintas que serán significativas a la hora de analizar las distintas perspectivas encontradas sobre la España Imperial.

I-(A) La unidad de la España Imperial vista como una parte atributiva de alguna totalidad atributiva envolvente.

Si tomamos este punto de vista en el extremo se concebiría a la España Imperial como una identidad que no sólo permanecería aislada con respecto a otras identidades de su mismo género, sino que llegaría incluso a negar la existencia de ese género.

Sería una especia de pars totalis que habría reabsorbido en su Imperio Universal, un Imperio en el que nunca se ponía el sol, al resto de las partes, que se entenderían como excluidas del género de referencia.

Pudiendo, obviamente, no ser necesario cuando hablamos de esta unidad reducirla a una visión tan extrema. Estableciéndose sus identidades, perfectamente, según una función f(1) en la que las partes atributivas sean tratadas indistintamente para que la totalidad «España Imperial» pueda ser delimitada en el contexto de alguna supuesta totalidad atributiva que la envuelva.

Es esta una delimitación externa, que se manifiesta de forma negativa. La forma más obvia de entender esta identificación se corresponderían con las primeras identificaciones históricas al término España Imperial o Imperio en relación con algún reino peninsular.

En este sentido Thomas afirma en el capítulo 37 de su libro anteriormente citado, que fue el arzobispo Pedro Ruiz de la Mota en su discurso en Santiago de abril de 1520 quien introduce el término «emperador» e «imperio» en el uso común del castellano. Reconociendo a continuación que ya algunos otros monarcas habían usado el término, «una o dos veces los reyes católicos». Insiste también en la influencia de otra importante fuente en el desarrollo y uso del término: los libros de caballerías, en especial el Tirant lo Blanc o el Amadís de Gaula{9}.

Pero para analizar de una forma menos confusa y nominalista la aparición del término «Imperio» deberíamos hacer una reconstrucción filosófica de la propia historia de España, para en ella rastrear las primeras manifestaciones en la que se encuentra una denotación tal, a la vez que investigar el origen de tal proyecto imperialista, para así no encontrarnos con la sorpresa de los historiadores ingleses de que aparezca el Imperio sin percatarse de su desarrollo.

Ante estas posturas la tesis de la que tenemos que partir para analizar la España Imperial es la de considerar que la unidad de España, debió de comenzar determinada por motivos geocológicos (antes de existir la Historia), cuando las bandas que formaban la península Ibérica toman contacto entre sí, unas veces de forma violenta, otras pacífica (intercambios). Pero ese todo atributivo que determina la unidad de esos pueblos tuvo que venir dado desde el exterior, como respuesta a las invasiones cartaginesas y, especialmente, de las romanas{10}.

Ese todo asume la identidad que le es propia cuando asumió el papel de parte de una totalidad envolvente. Y eso, se produce cuando comenzó a considerarse una provincia romana, es cuando Hispania se ve como una totalidad diferenciada. Pero esta unidad como provincia romana no se mantuvo invariable, sino que se transforma en el momento en que se fragmenta el Imperio romano. Dando lugar a una nueva identidad estable bajo el Reino de los visigodos.

En este momento España no deja de formar parte del Imperio Romano dependiente de Constantinopla, sino que asume una nueva identidad perteneciente a la Cristiandad y al Imperio, lo que la diferenciaría de los nuevos Reinos bárbaros sucesores del Imperio de Occidente: francos y ostrogodos.

La unidad política establecida en los últimos siglos de la monarquía goda se fragmenta con la invasión musulmana. Restos de esta antigua unidad goda se constituyen con la norma de resistencia al invasor en núcleos catalanes, navarros o asturianos. De entre ellos, uno de estos grupos reunidos en torno a la figura de Don Pelayo, desarrolla desde los primeros momentos una estrategia de recubrir, en sentido contrario, los pasos dados por el Islam hasta las montañas de Covadonga. Comenzando esta nueva unidad a asumir unos planes y proyectos propios de un imperialismo. Imperialismo en primer término depredador que buscaba seguridad para sus territorios y justificado con la Idea de la «Reconquista».

Este impulso da lugar a una precaria unidad territorial que confería nuevos horizontes a la diversidad de Reinos, Condados o Principados existentes en España en la Edad Media. Se remitirían al momento de configuración de la identidad española, como lo ocurrido en un lejano y remoto lugar situado en las montañas asturianas, concretamente en el risco de Covadonga. Donde comenzó el mito que fusionado con la figura de Santiago Apóstol hizo avanzar la Reconquista hasta el momento de convertirse en Conquista.

Es en estos momentos y no en otro punto, donde comenzaría a esbozarse la unidad histórica de España, a la par que su identidad como Imperio, desarrollándose como un ortograma{11} expansivo, con sus fines y proyectos en el decurso de la historia.

Dándose una efectividad objetiva en los planes y programas a desarrollar, que la monarquía asturiana asume desde el primer momento. Estos planes vienen asociados al título de Emperador que se atribuyeron los reyes asturianos, en primer lugar dentro de nuestro territorio y, que posteriormente asumirán los reyes leoneses y castellanos.

Dejando a parte las implicaciones psicológicas que la posesión del título depararía, resulta presente en el empeño la necesidad de establecer un Imperio efectivo que se contrapusiese tanto al Califato de Córdoba, como al Imperio Carolingio. Situación que comienza a mostrarse en nuestro país con el Códice Vigiliano, donde nos muestran ya unos retratos de los reyes Sancho I el Craso (957-966)y su sucesor Ramiro I (966-984), recubiertos con la aureola imperial{12}.

Lo relevante de la situación es que los monarcas sucesivos, en uno sólo de los reinos que configuraban la península Ibérica, el nacido en Covadonga, canalizará la voluntad de poder apelando al título de Emperador. Título que aparece vinculado constantemente a motivos cristianos, aunque relacionados más con la iglesia española, que con el propio papado, lo que dará lugar a constantes diatribas.

El punto de inicio, de forma abierta, de dicha confrontación habría que marcarla en tiempos de Alfonso II. Este rey iniciará la confrontación de Santiago con Roma, como dos capitales erigidas en plano de igualdad dentro de una sola cristiandad. En una estaría Pedro, pero en la otra estaría Santiago, el hermano de Jesús.

De un embrión formado por la Monarquía asturiana partiría la germinación del Imperio español. Porque una de las características básicas del proyecto iniciado en el siglo VIII, era el no dirigirse tanto a la restauración de un reino visigodo destruido por la invasión musulmana, cuanto el dotar de renovadas energías a un proyecto expansionista despertado por la invasión musulmana y fortalecido ideológicamente por el recuerdo visigodo.

No siendo ese nuevo y minúsculo reino, en modo alguno, una continuación del poder visigodo, pese a los escasos once años que transcurren entre la batalla del Guadalete, en el 711, y la de Covadonga, en el 722. La principal prueba a favor de negar que en su constitución estuviese presente un proyecto de restauración se encuentra en los nombres regios usados habitualmente. Pues, frente a los Leovigildos o Rodrigos, nos encontramos con Alfonsos o Ramiros, nombres que se continuaran usando en todos los reinos. Ello supone una prueba clara de que la Monarquía astur nunca se consideró políticamente como continuadora de la visigoda{13}.

En sus orígenes la forma que dispondría este núcleo primitivo, en su conjunto sería de carácter plurinacional. Al estar formado por diferentes poblaciones indígenas, así como de elementos de los restantes núcleos de resistencia, desde la Cordillera Cantábrica, a los Pirineos (astures, cántabros, vascos, catalanes...). Formando entonces y ahora lo que es España, no una región de autonomías independientes y aisladas como reinos de taifas, sino un todo poblado de primos, sobrinos y hermanos.

Este núcleo de resistencia se caracterizó desde sus orígenes por tener una gran fuerza expansiva, asumiendo desde los inicios la forma imperialista. Ello debido a que otros núcleos de resistencia como el Condado de Aragón se encontraba a principios del IX en controversia con los francos. Este comportamiento diferencial de la Monarquía asturiana, caracterizado por un expansionismo ininterrumpido desde sus comienzos no tiene parangón con los demás núcleos. Extendiéndose hacia el Poniente, con la incorporación de Galicia, Oriente con la anexión de Cantabria y hacia el sur con vistas a la meseta. En este contexto es donde aparece la fundación de Oviedo{14} como Ciudad Imperial, como sede regia desde la que dirigir las operaciones, a imagen y semejanza de cómo se constituye Madrid, tras el abandono de la corte de la ciudad de Valladolid, cuna de Felipe II e infestada de focos luteranos.

El punto de inflexión en este recorrido se produce en el siglo XIII, cuando Alfonso X logra que confluyan la idea tradicional de Imperio hispánico con la idea de Sacro Romano Imperio. No en vano en su persona se juntaban las tres estirpes imperiales: española, germánica y bizantina. La idea de Imperio así reformulada, tal como aparece en la Partida II, nos ofrece luz sobre todo lo anterior. En ella establece la concepción diapolítica de imperio: como institución que pasaba por encima de los demás poderes, cuyo objetivo es mantener los reinos de modo justo, y protegerlos del exterior. Destacando en ella como punto de partida la tesis de la unidad del imperio, un Imperio que ante la imposibilidad de ser universal debía procurar unificar la mayor extensión posible y, por ello, las múltiples unidades políticas que estarían dentro de sus reinos.

Sin prejuicio de reconocer en otros reinos peninsulares la presencia de un ortograma imperialista, como podía ser el caso del Reino de Aragón con Jaime I el Conquistador, la circunspección a Castilla-León parece clara tanto por motivos de génesis, como de estructura. Conviene recordar que a Castilla le correspondían las dos terceras parte de la población y territorios peninsulares. Un buen ejemplo del superior estatuto, aunque fuese a modo simbólico del reino de Castilla, sería la batalla decisiva en el proceso de Reconquista celebrada el 17 de junio de 1212 de las Navas de Tolosa, en la que fue destrozado el ejército almohade. Pese, a la colaboración de los distintos reinos no puede olvidarse que la batalla la dirige el Emperador Alfonso VIII, cuya vanguardia a cargo de Diego López de Haro ocupó el centro del triángulo infiel distribuido en forma de media luna.

Pero, este ortograma imperialista del que venimos hablando no podría entenderse al margen de la política de pactos paralela a las conquistas militares. La posición central castellana resultaba vital a la hora de incorporar los reinos periféricos. Por ello, los enlaces matrimoniales eran el método más cómodo y económico de incorporar nuevos territorios. Siendo este uno de los métodos más fértiles a la hora de desarrollar el ortograma. Pero, pese a usar de todos los métodos posibles a la hora de incorporar territorios, existe una nueva diferencia frente al resto de los reinos. Su intento de alejar todas sus conquistas de la supuesta dependencia de Roma.

El recuerdo en este ortograma de su partida de Covadonga se manifiesta en 1388 cuando Juan I de Castilla instituye el título de Príncipe de Asturias, para ser asignado al heredero de la corona. La elección de Asturias era clara: ella encarnaba las tradiciones más antiguas de la corona, reivindicando el heredero con dicho título la mayor antigüedad, a través de sus estirpes visigodas, entre las monarquías de occidente.

El fortalecimiento del entramado político del Estado en los siglos XIV y XV, tras la victoria de Enrique II y sus sucesores Trastámaras, que implicó la creación de los primeros embriones de un incipiente ejército (sostenimiento de las ciudades de un determinado número de lanceros y ballesteros), creación de instituciones administrativas, fortalecimiento de la marina frente al poder de los mercaderes de la Hansa, &c. Aparece como la apertura de una expansión económica a mercados internacionales, que supone el fortalecimiento de la postura de Castilla y el desarrollo fuera de la península del ortograma que pretendía expandirse de forma universal. Dando lugar a que las relaciones matrimoniales, junto con el desarrollo de los intercambios comerciales y culturales que llevaban consigo, resultasen más provechosas que las guerras y conflictos armados en el desarrollo de tal despliegue.

A la luz de ello se entiende que Juan II, en su intento de frenar a la casa de Anjou, promoviese el matrimonio, que sellaba la alianza con Castilla, de su hijo Fernando I con Isabel de Castilla.

La alianza política de las dos coronas: Aragón y Castilla, fortalecía otros vínculos, tanto en el terreno político (supresión de fronteras y aranceles) como religioso (Tribunal de la Inquisición). Era, sin duda, la previsión de estos efectos lo que aconsejaba la celebración del matrimonio, como pone de manifiesto el acuerdo en las Cortes de Toledo de 1480, que declaran libre el transporte de bienes entre ambos reinos. Quedando el mercado interno peninsular plenamente abierto.

Con la conquista del Reino de Granada se cierra la franja de los pasos previos, que era necesario recorrer, para pasar a posteriores despliegues del ortograma, que ya había contemplado la posibilidad de asumir valores fuera del litoral peninsular. Este despliegue, que ya anteriormente se encontraba presente, comenzaría por Marruecos (Enrique III de Castilla entra en Tetuán) y con la Conquista de las Islas Canarias a cargo de Betancourt. Del mismo modo inmediatamente de la toma de Granada los Reyes Católicos pasaron a África y ordenaron la exploración hacia poniente, que dio como resultado el descubrimiento de América, y que tenía, entre sus intenciones primigenias, envolver a los turcos por la espalda, gracias a la concepción de la esfericidad de la tierra. La conquista de las Indias se convirtió en el mito que pervive hasta que Juan de la Cosa en 1500 lo cambia por el de la Conquista de América{15}.

El éxito del viaje de Colón, que pondría a España en contacto con los países de Oriente, es absolutamente necesario verlo dentro de los planes expansionistas de la España Imperial. Si su viaje tenía éxito estos países del Oriente podrían ayudar en la lucha contra el turco. Y se podría, con un poco de suerte, hacer volver a Colón por la ruta de Jerusalén y abrir así un camino para atacar al Imperio Otomano por la retaguardia. Misma intención estaba en los planes del reino de Portugal que con la toma de las Azores y Madeira, a la vez que encontraba nuevas tierras de cereales, estaba planeando una parte de una cruzada que algún día habría de dar la vuelta al mundo y sorprender al Islam por la espalda.

Se ha pasado por alto en muchas ocasiones la importancia que la concepción de la esfericidad{16} de la tierra ha tenido para el descubrimiento de América. Hablando en muchos casos de encuentro entre dos mundos o de influencias recíprocas. Pero lo que si está claro es que gracias a la idea de esfera se puede ver al descubrimiento como un suceso en el cual no es posible la simetría. España descubre América y no viceversa porque con los conocimientos de astronomía maya no podría haberse dado a la inversa. Buena prueba de ello es la insistencia de Colon en seguir el mismo paralelo en su navegar de forma obsesiva.

Pero, mientras que la Reconquista contra el infiel no planteó a los filósofos españoles ningún tipo de dificultad doctrinal, la conquista genera infinidad de tropiezos en el ámbito, teológico, jurídico o filosófico, en nuestros pensadores cuyo foco principal se encontraba en San Esteban de Salamanca.

Nadie había puesto en dudas los derechos del desarrollo del ortograma imperialista en la lucha contra el infiel, a la hora de apoderarse de sus tierras, asolar sus ciudades, destruir sus mezquitas, atravesar sus fronteras o transformar sus templos para mayor gloria de Dios.

Claro está que si atendemos a nuestro desarrollo anterior debemos relativizar un poco una tesis tan radical. Pues bastaría fijarnos en las primeras obras escritas en castellano para darnos cuenta de la clara vocación política presente en ellas, especialmente a la hora de incorporar nuevas tierras y gentes con el menor desgaste y la mayor concordia posible. Así en el Libro de los doce sabios,{17} se aprecian los planes y programas propios que animaban el proyecto político de Castilla, en la línea de un imperialismo generador y no depredador. El mismo proyecto imperialista que, culminada la reconquista peninsular en 1492, trasladaría su tarea hispánica al nuevo mundo americano que España acababa de descubrir. Esta obra ofrece abundantes consejos sobre cómo disponer las guerras y las conquistas, pero no para realizar razzias ni establecer colonias en otros territorios, ni someterlos respetando su organización a cambio de impuestos, tributos o riquezas, sino para lograr, mediante esas guerras y conquistas, apropiarse de los territorios peninsulares de los que se habían apropiado hacía siglos los estados enemigos sarracenos, para incorporarlos al nuevo proyecto que piensa, habla y escribe en español: así por ejemplo el capítulo XXVII: «Que habla de como el rey debe catar primero los fines de sus guerras y ordenar bien sus fechos», el capítulo XXIX: «De las gentes que el rey no de debe llevar a las sus guerras» («Otrosí no cumple llevar a la guerra en la tu merced gentes y compañías ricas ni codiciosas, y que no son para tomar armas ni usar dellas, y que su intención es más de mercaduría que de alcanzar honra y prez»){18}.

Pero, América era otra cosa. De inmediato se plantea la cuestión de los derechos de los españoles al entrar en conflicto con los indios.

Desde el inicio de la Conquista el pensamiento español, tiene en su honor, el haberse planteado cuestiones fundamentales sobre la idea de la existencia de unas leyes comunes al género humano. Exponiendo gran variedad de posturas que llegan por su actualidad, hasta nuestros días y que en posteriores artículos desarrollaremos.

Si bien, diremos sobre este aspecto, que pese a los abusos individuales que inevitablemente se producen, el intento de incorporación de los indios a la República es patente en todas las fuentes. Convirtiéndoles en ciudadanos a través del idioma y las costumbres española. Estos hechos objetivos, frente a los desfases de la brutalidad subjetiva se encuentran en la base del imperialismo generador que pretende llevarse a cabo. En este sentido hay que hacer constar el reconocimiento de los indios como hombres libres por la junta de Burgos de 27 de diciembre de 1512 y su posterior establecimiento en las Leyes de Burgos de 28 de julio de 1513. Junto a ello no podemos dejar de citar la fundación de ciudades, creación de universidades, establecimiento de virreinatos, audiencias, &c. Todas ellas instituciones civiles antes que religiosas. No cabe hablar de ausencia de principio, pero, por desgracia, toda política real se caracteriza por el incumplimiento de dichos principios.

Es en todo este despliegue del ortograma anteriormente citado cuando el pensamiento filosófico político español alcanzará sus más altas cotas, con el fin de dar respuesta a las nuevas situaciones y resolver los problemas de legitimidad que ellas presentaban.

Muchos historiadores confunden la presencia de distintos reinos en la península con la imposibilidad de mantener un proyecto imperial. Al no darse cuenta de que precisamente la construcción de la España Imperial se situaba por encima de los reinos.

La justificación de por qué consideramos a la Monarquía Asturiana como el punto de partida de la España Imperial la podríamos basar en cuatro tesis:

  1. La Monarquía asturiana se encuentra orientada contra Toledo (musulmán y visigodo). La función de Oviedo como ciudad imperial así lo prueba.
  2. La Monarquía asturiana se muestra orientada a la confrontación con el Imperio de Carlomagno, si es que alguna vez existió.
  3. La Monarquía asturiana se muestra orientada a la confrontación con otros núcleos peninsulares, tanto al oriente como al occidente de su reino.
  4. La Monarquía asturiana tiende, si no a negar, si a tener confrontaciones con la autoridad papal romana. De ahí el «descubrimiento» del sepulcro de Santiago, el hermano de Cristo.

Por ello, resulta inadmisible no asumir el papel imperial que se encuentra presente en toda nuestra tradición histórica, partiendo de Covadonga como esencial a la hora de analizar los resultados de la España Imperial.

Podemos reconocer en este primer tipo de variante una segunda función, a la hora de entender el significado de la España Imperial. Aquella f(2) que ve la identidad de la España Imperial entendida de forma atributiva, en la cual las partes atributivas se nos dan con una distinción precisa en sus partes formales, bien en sensu compositio; bien en sensu diviso, sin por ello dejar de pensar el todo dentro de una totalidad envolvente.

Podríamos considerar a los Reyes Católicos como los responsables de llevar a cabo esta integración in sensu compositio, dejando a pesar de todo bolsas sin integrar como fue el caso de moriscos o judíos. Así, se entiende desde esta postura, que para lograr la plena unidad de la capa conjuntiva del cuerpo político de los hombres que habitaban los reinos cristianos fueran definitivamente expulsados.

Quizás sea además este un buen momento para aportar algún dato más a la polémica habida en esta revista sobre el papel de la expulsión de los judíos.

Los judíos siempre fueron vistos como un elemento esencial dentro del desarrollo mercantil de los reinos cristianos, pero siempre se mantuvieron ajenos a la comunidad de fieles. Como bien dice Atilana Guerrero en su encantador artículo: «ser judío o musulmán suponía para los individuos así definidos ser miembros flotantes de la capa cortical del cuerpo de una sociedad política «en ciernes». Y, así, finalmente, como tales, expulsados o segregados por la acción del «núcleo» dirigente, ante su resistencia a su inclusión como elementos de la capa conjuntiva, es decir, de aquella capa que se constituye a través del eje circular en múltiples estructuras sociales». Creo que los ejemplos reseñados a continuación vienen a corroborar, insertando en esta variante f(2), su acertada valoración del caso

Como es sabido, la iglesia, especialmente a partir de mediados del siglo XIV, comienza un ataque que permitiese cómo decía San Vicente Ferrer «convertirlos por tristeza». En este panorama se inicia una ofensiva misionera basada en la disputa. Ello logra que se produzca dentro de la comunidad judía un panorama de crisis y polarización.

Sólo había dos opciones: ser segregados o asimilados por la acción del núcleo, con el fin de ser incluidos como elementos de la capa conjuntiva o, por el contrario negarse a ser incluidos en las estructuras sociales. Produciéndose, entonces, gran cantidad de conversiones sinceras, que escriben diálogos de disputa en los que justificar la coherencia intelectual del paso. Los sabios judíos responden con otros escritos polémicos para defender su status. Ello da como resultado una bipolarización tan grande del que no se recuperarán las distintas comunidades judías peninsular y que acabaría con la expulsión de la postura contraria a la integración.

En esta misma línea está la postura de Pedro de Luna, que expresó un programa para solucionar el «problema judío», programa que coincide con las tesis de San Vicente Ferrer, que defienden la solución del problema por la conversión sin llegar a la violencia. Estas tesis moderadas también eran suscritas por el Cardenal de Sevilla, Pedro Gómez Barroso. Posturas que dieron como resultado que gran parte de los judíos que habitaban la península se convirtieran y, muy especialmente, la mayoría de sus rabinos.

Es especialmente relevante en el contexto de esta controversia el caso del rabino Don Sem Tob, nacido en el corazón de Castilla, tierras de Carrión, y que endereza a Pedro I de Castilla una serie de consejos morales en ocasión de su ascenso al trono. A lo largo de las 686 estrofas que componen sus Proverbios morales, en los que extrañamente, debido a la dirección de la obra, no concede ningún tipo de validez a la mentalidad del cristiano centrando toda moral en la resignación.

Mostrándose agresivo ante las mentalidades y costumbres de las otras creencias, mayoritarias y dominantes, con las que compartía el territorio. Estas rimas son ejemplo de la difícil línea fronteriza que en la Castilla del XIV llevaba el «convivir» de estas mentalidades, que vivían paralelas, con contactos esporádicos, pero siempre agresivas y recelosas, sin ser propicias al abrazo. El mito de la «armonía» y de la «vida en común» de las tres religiones cae por su propio peso ante testimonios como este.

En situación semejante al anterior se encuentra la obra de Sem Tob Ibn Saprut, nacido en Tudela y que es obligado en debate público a defender sus posturas ante la figura del cardenal y legado de la Santa Sede, el influyente don Pedro de Luna, futuro Benedicto XIII, en el año 1379. La disputa reunió a un amplio grupo de obispos y teólogos que disputaron sobre el pecado original, la salvación, artículos de la fe cristiana, &c., siendo convoca por Carlos II de Navarra. Fruto de este debate es el origen de su obra Eben Boham{19} (La piedra de toque), que fue completada con la refutación del famoso apóstata y polemista, Abner de Burgos, contra quien dirige muchos de los esfuerzos de la obra.

Dirige el autor la obra al lector que se inicia en el estudio del debate judeo cristiano: «La finalidad de este libro es serme útil a mí y a cuantos comienzan a iniciarse en el estudio, como yo hoy, y sirva como escudo a mi generación frente a las preguntas de los cristianos; respecto a los sabios, para que mueva su corazón hacia estos estudios y mediten la clase de respuestas que darán» .

Los personajes de la obra son dos interlocutores, ha-Mesalles, confesor del Dios trino y ha-Meyahed, confesor del Dios uno, haciendo de moderador un tercer personaje, ha-Mehabber, el autor. La técnica de composición es el diálogo con preguntas y respuestas, recayendo el peso de la argumentación en el doctor judío.

Un paso más adelante en esta polémica viene representado por la postura que muestra el rabino burgalés Salomón ha-Levi. Corresponde a los momentos de paso del judaísmo al cristianismo por una parte de los miembros de la sinagoga. Así, ha-Levi abandona la sinagoga para convertirse en Pablo de Santa María, escalando bajo este nombre los más altos cargos desde el Obispado de Cartagena, a ser privado de Enrique II, nuncio de Benedicto XIII o ayo de Juan II. Sus obras más que moralista nos aparecen como las de un auténtico apologeta en lucha contra sus antiguos hermanos, poseído de un extraordinario fervor. Su labor, más adoctrinadora que política, fue el precedente de un sistema perfectamente ordenado, mezclando las reglas morales con el obrar público de forma rigurosa.

Su obra más conocida es el Scrutinium Scripturarum{20} (que es la réplica cristiana a la obra de Yosef Albo de Soria), muestra en ella como la ley antigua pende de la nueva. Sienta en todos sus escritos unas normas morales rígidas para obrar en el orden político.

De mayor trascendencia que sus predecesores es la huella que dejó el hijo de Pablo de Santa María, Alonso de Cartagena –también llamado Alonso o Alfonso García de Santa María de Cartagena, o de Burgos, y también el Burguense– llevó su vida entre 1384 y 1456. Bautizado a los cinco años, y sucesor de su padre en el obispado burgalés. Alumno de las aulas salmantinas, de lo cual se enorgulleció toda su vida, auditor en Corte, miembro del consejo real de Juan II, embajador en Alemania y Portugal, representante en el Concilio de Basilea y figura preponderante, al igual que el Marqués de Santillana, en su lucha contra don Álvaro de Luna. Gozó de fama general, siendo como dice Hernando del Pulgar en sus Claros Varones{21} ejemplo de vida y doctrina.

Quizás merezca la pena pararnos en una anécdota de su vida, para ver la valía y el reconocimiento que comenzaba a ganarse la Universidad de Salamanca. En 1434 camino de Basilea, verificó en Aviñón delante de los profesores de dicha Universidad una disputa pública acerca del tema jurídico romano De postumis instituendis vel exhaeredandis,{22} en la que manifestó el altísimo nivel de los estudios salmantinos, obteniendo laurel tan florido que su halo le precedía a la llegada a Basilea.

Entre sus múltiples obras al servicio de la corona destacaría su Proposición sobre Portugal y los derechos de los reyes castellanos sobre la conquista de las Canarias, donde discute y defiende el mejor derecho de Juan II de Castilla sobre el de don Enrique de Portugal para el dominio de tales islas. Sobre ellos dice Américo Castro «no creo que ningún otro pueblo de Europa haya expresado a comienzos del siglo XV una tal y tan cabal conciencia de sí mismo. Castilla sintió la ineludible necesidad de salir al mundo; con paso y voz firmes se enfrento con quienes pretendían amenguar su dignidad; (...). indirectamente, sin embargo, las palabras del obispo de Burgos descubren, tras la arrogancia del ataque, un afán de justificación y un propósito defensivo»{23}.

Escribe también un tratado a favor de los judíos titulado, Defensorum unitatis christianae, aunque más conocido entre sus contemporáneos como Defensorum fidei, dirigido a Juan II. Se trata de un alegato contra los que pretendía postergar socialmente a los conversos, abogando por la igualdad entre cristianos viejos y nuevos. Manteniendo éstos su antiguo rango social y accediendo a cargos relevantes según su preparación, pese a mostrar siempre cierta severidad contra los judíos que se negaban a la conversión. En la misma línea de respeto se encuentra, más de un siglo después, la provisión del Consejo Real de 24 de octubre de 1493 en que se imponían sanciones a los que injuriasen a los «tornadizos» o cristianos nuevos.

La conclusión que podemos sacar de tal situación es que quienes no se convirtieron, quienes no se incorporaron al núcleo social, provoco que las distintas capas del cuerpo político con el fin e alcanzar suficiente estabilidad provocasen la expulsión, al negarse a formar parte de la capa conjuntiva de la sociedad.

Ya que tanto los judíos como los musulmanes representaban una función práctica al servicio del estado, representados por las relaciones radiales, y formando parte de las capas basales y corticales de la sociedad, por lo que es imposible que existiese convivencia entre las distintas clases sociales.

Por último quisiera terminar esta reflexión sobre el problema judío, al igual que hace Atilana Guerrero, citando el apoyo que los judíos recibieron por parte de la «totalitaria España» en relación con el problema nazi. Donde la obra por ella citada de Federico Ysart{24} es de lectura obligatoria.

Ángel Sanz-Briz Así, de esa amplía lista de apoyos, quisiera destacar por lo cercano a mi lugar de trabajo, la postura del zaragozano Ángel Sanz-Briz{25}. Sanz-Briz procedente de una familia de comerciantes y militares, concluyó sus estudios poco antes de iniciarse la Guerra Civil española y, comenzada ésta, se enroló de voluntario en las tropas rebeldes del General Franco como conductor de camiones del Cuerpo de Ejército Marroquí. En 1939  fue destinado como encargado de negocios en El Cairo, hasta que en 1943, fue trasladado a la delegación española en Budapest. Desde su puesto puso en práctica todo tipo de estratagemas que consiguieron que miles de judíos escaparan de una muerte segura a manos de los nazis.

Casado con Adela Quijano, natural de los Corrales de Buelna en Cantabria (además de esposa, entregada colaboradora en su causa), salvó en Budapest más de 5.000 mil judíos. Su mujer, Adela Quijano, abandonó Budapest a principios del año 1944, poco después de dar a luz a Adela, la mayor de sus cinco hijos. Sanz-Briz permaneció allí solo, «porque era su obligación», afirmó la viuda.

A falta de un reconocimiento explícito de la obra de Sanz-Briz, muchos españoles desconocen que su compatriota goza del título de «Justo de la Humanidad», otorgado por el Gobierno de Israel. Junto a ello se honra su memoria en el museo Yad Vashem de Jerusalén. Siendo el único español que ha sido invitado a plantar un árbol en el Paseo de los Justos.

Ángel Sanz-Briz Los dos únicos actos de reconocimiento a su persona se producen cuando con motivo del 50 aniversario del Holocausto, en 1995, el Gobierno húngaro rindió homenaje a la labor del funcionario español, descubriendo una placa colocada en uno de los edificios (frente al Parque de San Esteban) que sirvieron de albergue y refugio a los judíos. Al acto asistieron el entonces ministro de Asuntos Exteriores español, Javier Solana, y la viuda de Sanz-Briz, Adela Quijano. En España su rostro y nombre ilustran una estampilla conmemorativa de una serie dedicada a los derechos humanos.

Así como, podríamos considerarla in sensu diviso el intento de los Comuneros de lograr una identidad en el cual las partes quedasen perfectamente separadas (ciudades). Esta segunda variante f (2) es la que muchos, aún hoy, intentan vincular con el movimiento comunero para reivindicar la Europa de los Pueblos.

Ni que decir tiene que el papel de los comuneros ha dado lugar a numerosas interpretaciones a lo largo del tiempo. Quizás sea conveniente antes de acabar con este periodo acercarnos a las opiniones que sobre ellas tenían sus contemporáneos del siglo XVI y XVII.

En primer lugar se encuentran los cronistas, Antonio de Guevara, Pero Mexía, Alonso de Santa Cruz o Juan Maldonado en el XVI y Diego de Colmenares y Prudencio de Sandoval en el XVII. Desde diferentes enfoques llegan a la misma conclusión: la condena de la revuelta. Ella es una rebelión inadmisible contra un soberano legítimo. En el propio Siglo de Oro las alusiones a las Comunidades se dan de modo despreciativo. El mismo vocablo pasa a significar una rebelión popular del tipo que sea. Los dos grandes diccionarios de la lengua castellana en el Siglo de Oro, el de Covarrubias a principios del XVII y el de la Real Academia en el XVIII señalan esta significación.

Pero, lo más significativo del caso es que ninguno de los autores atribuye a los acontecimientos de 1520-21 la menor trascendencia en el destino histórico de España. Aparece reflejada como una revuelta más, como otras tantas que se producen dentro y fuera de España.

Muchas de las interpretaciones actuales de este movimiento tienen su base en la tradición romántica, impregnada de nacionalismo, donde se ve la lucha de los comuneros como la lucha contra la dominación extranjera que intenta acabar con la libertad de Castilla. Los Comuneros son auténticos patriotas liberales que luchan contra la servidumbre que amenaza su patria.

En la actualidad una de las interpretaciones más citada es la de Maravall{26} que ve a las Comunidades como la primera revolución moderna. En dicha interpretación dos son los pilares básicos:

Desde nuestro punto de vista y a la luz de lo anteriormente expuesto las interpretaciones que sostienen que en Villalar se perdieron las libertades castellanas, próximas a corrientes de izquierda, son erróneas. Ya que para perder algo habría que previamente haberlo tenido y en tales circunstancias las libertades en Castilla no existían. Las comunidades de la aldea eran mera utopía.

En las ciudades y villas las nuevas instituciones se basaban en el poder de una oligarquía dominante. El recelo hacia el Imperio en el terreno de la protesta social fue aplastado por la caballería (nobleza y gran comercio) frente a la infantería.

Asimismo, sus modernos proyectos de repúblicas urbanas autónomas eran pura utopía en la época de apertura de los grandes comercios y aparición del mercantilismo en escena. Baste recordar al respecto que Cisneros, gobernador del reino entre 1516-17, pretendió mantenerse fiel a esta nueva orientación. Hacía él se dirigen algunos de los más famosos memoriales como el de Luis Ortiz, analizando el subdesarrollo económico de Castilla y sugiriendo los medios económicos para solucionarlo. En la misma línea irán las obras de Pedro de Burgoa y Rodrigo de Luján. En ellas se encuentran los puntos esenciales de la nueva doctrina: incremento de las exportaciones que puedan resultar beneficiosas y prohibición de la exportación de materias primas e importación de artículos de lujo o de productos que puedan fabricarse en el país.

Muchos han querido interpretar la disyuntiva Carlos V / Comuneros, como la oposición entre la modernidad europea y el arcaísmo castellano. Dicha postura es insostenible ya que tan modernos eran los Comuneros que se revelaban contra las Cortes constituidas en la Coruña, como medieval era el propio Carlos V solicitando de dicha asamblea se le financiase la coronación del antiguo imperio de los Otones{27}.

Fueron desde esta perspectiva los Comuneros los que se dieron cuenta que la idea de Sacro Romano Imperio Germánico al que miraba el Emperador no era el objetivo de Castilla. El Emperador de las Alemanias no podía ser a la vez Imperator totius Hispaniae.

Gattinara había sugerido la idea de un Imperio entendido como Monarchia Universalis. Este proyecto debía llevarse a cabo mediante la adquisición de territorios que sustentasen las necesidades del proyecto. Una depredación formal en toda regla. Frente a esta postura se encontraba la del obispo de Badajoz, Don Pedro Ruiz de la Mota que defendía no tanto un Imperio territorial, sino una Universitas Cristiana que ejerciera la función de poder moderador universal. El gran especialista en Carlos V, Fernández Álvarez, ha resaltado en este último sentido que el Emperador era el hombre adecuado para la Europa del siglo XVI, una persona que soñaba con la paz de la Cristiandad, pero al que las circunstancias obligaban una y otra vez a tomar las armas{28}.

Buena prueba de lo anteriormente dicho es que la mayor parte de los que se opusieron al levantamiento fueron integrados al proyecto triunfante en el que pudieron recuperar más poder y libertades de las que habían perdido. Su éxito, más subjetivo, radicó en la afirmación del punto de vista español en el desarrollo del ortograma imperialista y su presencia en la propia Idea de Imperio. La España Imperial ya no es posible fundirla en la propia idea europea de Sacro Romano Imperio. El propio Carlos es consciente de ello y en su discurso ante el Papa Paulo III en Roma (17 de abril de 1536) habla en español, pues su lengua materna le es repulsiva.

Desde esta segunda variante, también podríamos analizar la obra de los historiadores ingleses Thomas y Kamen anteriormente citados. Ya que podríamos suponer la existencia de una segunda variedad de f(2) a la hora de entender la unidad atributiva interna, que equivaldría a su liquidación de la unidad sinalógica que se daría entre sus partes, como se ve en el ejemplo comunero, si atendemos a la concepción que estos autores muestran al referirse a la configuración del Imperio Español.

Así, lo que entendemos por España Imperial no es más que una unidad que englobaría de forma confusa, isológicamente, a una serie de pueblos o culturas cuya unidad sólo viene dada de forma accidental por formar parte o encontrarse bajo dominio español o colaborar de forma activa con el gobierno español, en esos determinados momentos. Parecería asemejarse a la f(1) como definición geográfica.

Según este modelo esta multiplicidad de pueblos que han coexistido, en conflicto muchas veces, se integran en el proyecto imperialista de una forma efectiva, más allá de una unidad supraestructural, con el fin de desarrollar un proyecto común como fue la Conquista de América. De este modo podemos interpretar las afirmaciones de Henry Kamen al describir la forja de España como potencia mundial como un camino en que España sólo llevó a cabo un papel catalizador.

Toda la empresa fue un mérito conjunto al que contribuyen de igual modo los españoles que el resto de nacionalidades europeas y americanas: «Ninguna de estas ganancias se produjo por una supuesta superioridad del poder español, ni a causa de un apetito expansionista. Tanto en Nápoles como en Navarra, el factor desencadenante fue un derecho hereditario al trono. Además las clases dirigentes de ambos reinos aceptaron las demandas de Fernando sin oponer grandes objeciones. A veces se ha dicho que el secreto del éxito fue la emergencia de «España» como nación. El potencial para la expansión marítima, sin embargo, nunca vino dictado por su potencia como «estado-nación». Los territorios peninsulares conocidos en conjunto como «España» no comenzaron su desarrollo como nación antes del siglo XVIII. Ni fueron capaces de originar por sí solos el ímpetu necesario para su crecimiento como imperio. La expansión fue siempre una empresa múltiple, alcanzable únicamente mediante el uso conjunto de los recursos. En una Europa sin estados-nación, la empresa colonial fue en el siglo XVI un reto aceptado por todos los que tenían medios para hacerlo, más producto de la cooperación internacional que de la capacidad nacional»{29}.

La verdadera identidad de estos pueblos no se encontraría en formar parte del proyecto encarnado por la España Imperial, sino que su unidad efectiva sólo y exclusivamente se encontraba marcada por la ilusión del Imperio, por las oportunidades de rapiña que el propio avance imperial podría ofrecerles con el único fin de expandir la eutaxia de sus negocios. España ocuparía en la historia el papel del término medio de los silogismos; a través de ella se llegó a la conclusión: los logros del Imperio. Pero, esos logros, en nada dependen de la propia España, que desaparecería de la conclusión. Su papel es el mismo que el del resto de los pueblos implicados en tal labor. Sólo queda mirar a los logros del Imperio y otorgar medallas o deméritos a los distintos términos medios que en su realización intervinieron.

I-(B) La unidad de la España Imperial entendida como un todo atributivo respecto de sus partes

La identidad atributiva interna se entiende en este caso desvinculada de cualquier todo envolvente. Sería percibir a la España Imperial como una identidad perfecta, irreductible a cualquier otra identidad de su género, con la cual podría convivir o coexistir, pero manteniendo siempre las diferencias irreductibles. Sería una especie de esencia megárica, donde la idea de España Imperial aparecería como una identidad perfecta, irreductible a cualquier otra de su género.

Se puede entender desde este modelo la identidad como fundado en un todo global atributivo (f3), y diferenciándose de otras de su mismo orden. Sólo sería necesario que la totalidad de las partes formales se considerasen irrelevantes a la hora del participar en el todo como sucedía en f(1). No resulta fácil encontrar en la actualidad referencias a dicha función, pero sí en la filosofía política incluida en el periodo ocupado por la España Imperial.

Buen ejemplo de ello son las obras de Fray Juan de Salazar o de Gregorio López Madera sobre las «Excelencias» de la Monarquía Española frente a Europa. Analizaremos en aras de brevedad la obra de López Madera, para ilustrar esta postura.

Gregorio López Madera Transcurre la vida de López Madera entre medias de los siglos XVI y XVII, gozando de fama y respeto general. Pero, como suele ser habitual, su amplia influencia no fue muy lejos en el tiempo, salvándose alguna cita ocasional. Nace en Madrid, como recuerda en alguna de sus obras, en 1562. Tendría una cómoda infancia gracias al puesto de su padre como protomédico de la corte. Realizó estudios universitarios en su ciudad natal y en la docta Salamanca, hasta alcanzar el doble grado de licenciado en Derecho civil y canónico, terminando esta primera etapa de su vida como catedrático de vísperas.

Inicia su carrera como oidor en la Casa de la Contratación de Sevilla. Pasando poco después, en 1590, a ocupar el puesto de fiscal en la Chancillería de Granada. Permaneciendo varios años en su puesto.

En 1597 publica su obra más famosa, Excelencias de la Monarquía y Reino de España,{30} terminada unos años antes. Su vuelta a la capital se produce en 1602, ocupando el puesto de fiscal del rey, adscrito a la Contaduría mayor de Hacienda, lo que a efectos prácticos suponía entrar a formar parte del Consejo de Hacienda. Su persona comenzaba a ser conocida, de forma positiva, en influyentes círculos cortesanos. Pasando a ocupar el cargo de Alcalde de casa y corte. Consolidándose su fama de persona íntegra y de ejemplar rectitud, como dice el nada sospechoso en elogios Quevedo{31}. En su trabajo le llovieron los encargos y comisiones. Pero su puesto de alcalde en el corazón del Imperio era sinónimo de futuros encargos de mayor alto rango. Y, para un jurista de prestigio, como era su caso, el puesto más deseado era el de miembro del Consejo de Castilla. Su nombramiento se produciría en 1619. Permaneciendo en él, hasta que sus continuos achaques le obligaron a abandonarlo. Era tal su pasión, que ni la ceguera que sufre por los años cuarenta, le hizo abandonar su trabajo de consejero hasta tiempo después. Como Consejero fue reclamado para formar parte de importantes juntas de la Monarquía española, destacando en su labor, pues pese al cambio de validos, su figura; bien con Lerma; bien con Olivares, no se vio afectada por la perdida de confianza hacia su persona. En esta etapa final continuo escribiendo dos gruesos volúmenes de temática religiosa, algo no muy habitual en un seglar como era su caso.

Gracias a esta continua vida de trabajo y dedicación, le permitió labrarse un patrimonio y crear un mayorazgo, disponiendo de varias casas en Madrid y la adquisición de algunos cuadros de prestigiosos pintores como era el caso de Rafael o Tiziano{32}. Llegando al fin de su vida, con la correspondiente prueba de limpieza de sangre, la distinción de poseer un hábito como miembro de la Orden de Santiago. Muere a avanzada edad, ochenta y seis años, con dos matrimonios a sus espaldas, y varias hijas bien situadas.

Destaca junto a sus primeras publicaciones como Animadversionum juris civilis o al Discurso sobre la justificación de los censos, de 1590, su Excelencias de la Monarquía y Reino de España, que aquí nos ocupa, junto con obras posteriores, como ya señalábamos, de temática religiosa, como es el caso del Tratado de la Inmaculada Concepción.

Las ya señaladas Excelencias aparecen publicadas en 1597, cuando López Madera tenía treinta y cinco años. En la portada aparece como fiscal de la Chancillería de Granada. Casi treinta años después en 1625, cuando las circunstancias históricas son bien distintas, aparece una segunda edición corregida y ampliada, especialmente con el añadido de un nuevo capítulo. No parece frente a lo que han sostenido historiadores como Maravall{33} que, entre una y otra edición, haya habido nuevas ediciones.

El objetivo de dicho libro, como su título enuncia, es el glosar las excelencias de la Monarquía española. Mostrando, a todos, las perfecciones de dicha formación, que no admite género alguno de comparación.

Su papel de publicista es claro a la hora de exaltar las glorias nacionales, algo común en nuestras letras, cuyo inicio podría llevarse hasta el mismo San Isidoro. Más próximo en el tiempo se encontraba la obra de Marineo Sículo, cuyo título no puede resultar más significativo: De las cosa memorables de España. Paralelo camino llevan las obras de Pedro de Medina: Libro de las grandezas y cosas memorables de España, editado en 1548 en Sevilla o la de Juan Vaseo Chronica rerum memorabilium Hispaniae, en Salamanca en 1552. Y más próxima aún, estaría la obra de Esteban de Garibay{34}, publicada en Amberes en 1571, Los XL libros del Compendio Historial de las Chronicas y Universal Historia de todos los Reynos de España, obra llena de erudición. Tampoco podemos olvidarnos de la figura del Padre Mariana, con su Historia de España, escrita unos años antes, primero en latín y luego vertida al español, de la aparición de la obra de Madera.

Otra línea que confluye en la obra de Madera es el tema de las tan llevadas y traídas precedencias. El primer caso se sitúa a fines de la Edad Media entre los enviados de Inglaterra y Castilla en relación al lugar de preferencia en las relaciones ante la Santa Sede. El obispo Alonso de Cartagena fue el encargado de recoger las argumentaciones, mostrando que brilla más Castilla que Inglaterra{35}. La segunda disputa sobre el asunto se produce en el Concilio de Trento. Un jurista de prestigio toma nota de la intervención, su nombre: Vázquez de Menchaca{36}. Su forma de argumentar tendrá influencia en Madera, que gracias a su obra se siente liberado de afrontar el tema. Toda esta línea de argumentación, en la que podríamos citar para terminar, la obra de Diego de Valera: Espejo de verdadera nobleza. Está presente en la temática de la obra de Madera.

El libro aparece editado en 1597, pero todo hace pensar que su redacción es anterior. No en vano la autorización real para su publicación está fechada en 1593. Y atendiendo a una de las notas marginales referida al descubrimiento de reliquias de Granada, correspondería a antes de 1595. Parece del mismo modo, debido a las abundantes notas marginales y la atropellada redacción, que la obra se escribió con cierta premura. Misma impresión se produce si atendemos al título: Excelencias de la Monarquía y Reino de España, como aparece en portada. Pese a que en la cabecera de folio se cite como Excelencias del Reyno de España, además de darse un tercer registro: Excelencias de la Monarquía de España.

Si atendemos a su estructura compositiva la yuxtaposición y acumulación de capítulos parece ser lo permanente, hasta llegar al número de doce. Bueno prueba de lo dicho es que en la segunda edición se pudiese añadir un nuevo capítulo dentro de la disonancia que los precedía. Bien es cierto, que los dos primeros capítulos son una especie de introducción política al tema, resaltando en los restantes, bajo al autoridad de Santo Tomás, las excelencias prometidas. Comienza con un capítulo que no guarda relación directa con el tema de las «excelencias». Se muestra en él como la organización política es connatural al ser humano, siendo gracias a ella como logra salir airoso de los peligros externos. Sólo al final del epígrafe tercero y último hace girar la digresión a sus predilecciones; en este caso averiguar quien fue el primer rey del mundo. Decantándose por Noé, frente a otros candidatos como el tirano Nemrod.

En el segundo capítulo la aproximación al objetivo del título es más próxima. Se revisan las distintas acepciones del término Monarquía. Siendo sólo la española la que cumple los requisitos pertinentes de su definición: poder soberano que no reconoce superior y formación política única e inigualable, dotada, claro esta, de unas sobresalientes excelencias que se desarrollaran a continuación.

Así en el siguiente capítulo lo dedica a resaltar la antigüedad del reino de España, algo que en el mundo político la dotaría de un valor sobreañadido. Continúa en los capítulos IV y V con dos breves desarrollos centrados en los aspectos sucesorios. Resaltando el papel de la mujer en las líneas sucesorias frente a lo que ocurre en otros países. El alto grado de religiosidad demostrado por España desde tiempos remotos constituye otra excelencia importantísima.

El capítulo V trata el papel de la justicia, concebida no sólo a la manera tradicional basada en las virtudes cardinales, sino en la línea moderna referida al gobierno del país, con sus leyes y magistraturas, orgullo de España y envidia del resto de las naciones. El tratamiento de la fortaleza se realiza en el VIII. No aparece reflejada al modo de los antiguos espejos de príncipes, dotada de una alta dosis de espiritualidad, sino en un plano más externo y competitivo, de mayor grado de concreción política, a través del despliegue de los gloriosos hechos de armas de la nación española, con la Reconquista como empresa única e irrepetible. Ello se ve también en las propias individualidades, como era el caso del Cid, Fernán González o el propio don Juan de Austria.

A la grandeza y potencia de la Monarquía se dedica el capítulo IX. Mostrando la fabulosa suma de territorios que abarca el Imperio. Destacando la forma impecable en que se incorporaron, bien por vía sucesoria y sin el uso indiscriminado de la fuerza como sucedía en otros países. Mostrando la autosuficiencia española, sin necesidad de acudir a ayuda externa. El X analiza las riquezas y su justificación. Mostrando como desde la antigüedad van en aumento, pese a que los españoles no lo sepan apreciar. Para rematar se dedica todo un capítulo XI a los españoles, panegírico de perfecciones, tanto en el pasado como en el futuro. Terminando con un capítulo que analiza los títulos y nombres de los monarcas hispánicos como muestra y recapitulación de sus excelencias.

A esta segunda edición se le añade un capítulo nuevo, de notable extensión, y dedicado al análisis de las excelencias de la lengua española, que desde los tiempos remotos posee una perfecta continuidad. La lengua compañera del Imperio. Esta segunda edición de 1625 ofrece como era de suponer algunas variantes para la adaptación del texto a la figura de Felipe II. Se podría pensar que la personalidad de Olivares estuviese detrás de esta segunda edición, a través de su conocido despliegue propagandístico.

La perspectiva histórica como se aprecia en la obra es fundamental. El mismo Madera insiste en completar la argumentación de Vázquez de Menchaca. Capítulo a capítulo va buscando ese mayor grado de antigüedad para cada uno de los temas tratados. España históricamente aparece a la cabeza de los demás países sea cual sea el tema tratado. Ante dicha postura el encontrar rasgos de historia ficción es tarea bien simple. Este hecho habría influido en que con el paso de los años la obra cayese en descrédito y dejase de manejarse.

Junto a estos planteamientos resultan importantes las referencias jurídicas. Tratando de probar desde este plano una serie de excelencias. Se sigue un sistema probatorio flexible. No se traen a colación todas las virtudes, sino sólo las más importantes, alegando para su defensa los argumentos más relevantes.

El papel de hombre al servicio del Estado se aprecia perfectamente en el broche final dedicado a Felipe II. No en vano su semblanza se corresponde con las excelencias que se ha tratado de probar.

Prendas personales de Felipe IIExcelencias de la Monarquía
Cabeza de la Monarquía presenteCap. II. Sobre el concepto de Monarquía y su proyección hispánica
Señor del más antiguo reino del mundoCap. III. De la antigüedad del reino de España
Hijo y descendiente de la más larga y continuada sucesión de Reyes y Emperadores que jamas ha habidoCap. IV. Aspectos sucesorios
Nobilísimo sobre todos los príncipesCap. V. Nobleza de linaje Real
Defensor de la fe y su reino, el más antiguo en ella y más observante de nuestra sagrada religiónCap. VI. De la religión del reino de España y de su antigüedad en este aspecto
Amador de la equidad y justicia, favorecedor de las letras y conservador de la pazCap. VII. Gobierno y administración pública y de lo mucho que en todos tiempos ha florecido España en las letras
Triunfador victorioso en las guerrasCap. VIII. Fortaleza, valor y éxitos militares
Poderosísimo y riquísimo monarca, superior de todos los mayores y más excelentes príncipesCap. IX, X y XI. Grandeza, potencia y riquezas del reino y de los súbditos
Rey católico y religiosísimoCap. XI. Excelencia de católicos

La glorificación de la monarquía en la línea marcada por las Excelencias tuvo continuadores a comienzos del siglo XVII como fue el caso de Fray Juan de la Puente, con su De la convivencia de las dos monarquías católicas, en Madrid a 1612. O Fray Benito de Peñalosa, monje de la orden de San Benito y profesor en Nájera que escribe el Libro de las Cinco excelencias del español en Pamplona en el año 1629. En la misma línea se encuentra la Política española de Fray Juan de Salazar. Incluso algún autor trato de mediar en las comparaciones entre españoles y franceses como fue el doctor Carlos Gracia con su obra La oposición y conjunción de los dos grandes luminares de la tierra, en Cambray en el año 1622. Tema después continuado por Feijoo, en su Teatro Crítico Universal{37}.

Una pequeña variante f(4) de este esquema holótico podría estar representada por la obra de muchos ilustrados, entre ellos queremos destacar el papel de Eugenio Larruga{38}.

Larruga escribió sus Memorias Políticas y Económicas de las que llegó a publicar nada menos que 45 tomos antes de su muerte, a pesar de dejar la obra inconclusa y bastante lejos de su terminación. Dicha obra constaría de tres partes o series que se irían completando entre ellas. La primera serie se ocuparía de las manufacturas, de las instituciones y tribunales. La segunda serie, abandonando el planteamiento provincial, se movería en un plano general, dedicándose al estudio del comercio y sus diversas negociaciones. Y la tercera y última, se ocuparía de la administración general del comercio. Pretendía con su redacción demostrar a la nación, en su conjunto, el estado de los sectores de los que dependía su felicidad. Tendrían, por tanto, una dimensión práctica, de aplicación en la situación española. Desgraciadamente, no pasaron de la primera serie, que aún así quedó incompleta, al publicarse sólo los tomos correspondientes a las dos Castillas, Extremadura y Galicia. Aunque si para esta primera serie llenó 45 tomos, sería impensable cuantos necesitaría para completar la magna obra. Lo cual no quita valor a su obra, muy especialmente por los datos aportados y las cuestiones abordadas.

Eugenio Larruga y Boneta nació en Zaragoza en 1747. Estudio en esta ciudad, además de Gandía. Obtuvo diversos grados académicos culminándolos con un doctorado en Teología. Siendo en 1778 cuando decide trasladarse a Madrid y comenzar su vida política centrada en los asuntos económicos. Mantenía la convicción de que España gozaba de las mayores ventajas naturales y sin embargo se encontraba en el mayor atraso y dependencia económica. Es la imagen de la España dividida en provincias diferenciadas, que deben contribuir a la unidad del conjunto, sin perjuicio de las posibles relaciones de copertenencia a otras totalidades intermedias que precisen de su apoyo.

El más claro ejemplo de estas posturas regeneracionistas en el momento de declive de la España Imperial es el intento de reforma llevado a cabo por los arbitristas, a los que ya les hemos dedicado otro artículo{39} en esta revista. Con posterioridad a ellos, pero considerándose descendientes directos de ellos, se encontrarían las posturas reformistas del XVIII.

I-(A'). La unidad de la España Imperial como una parte distributiva dentro de una totalidad distributiva envolvente

Se pueden considerar aquí posibles concepciones que identifiquen a la España Imperial como una parte distributiva dentro de otra totalidad distributiva envolvente, bien sea desde una perspectiva geográfica, bien refiriéndose a conceptos teóricos como los usados en el Derecho Internacional.

En esta situación tomamos a la España Imperial como una parte distributiva del todo de referencia. Así, se nos figura una función f(5) en la que nos ponemos delante de concepciones referentes a la España Imperial que la identifique como parte distributiva de alguna totalidad distributiva envolvente suficientemente definida. Es una definición que se centra en los conceptos jurídicos, antropológicos o religiosos.

Desde esta postura se nos aparece la labor imperial española como una más de la realizada en el concepto más general de las «comunidades cristianas» o de los distintos pueblos que participaron en la conquista americana. Con esta postura somos incapaces a diferenciar las aportaciones de un imperio generador de otro depredador. Son estas las posturas, al solo acudir a conceptos externos, desde las que se explica los motivos por los que Inglaterra puede llegar a prohibir antes que España la esclavitud en sus colonias, para de este modo, sin el menor reparo ético, crear una mano de obra que pueda vender su fuerza de trabajo más barata y sometida a una explotación más refinada que la propia de las encomiendas españolas o el esclavismo tradicional. Por ello no resulta extraño que el héroe del último cuarto del libro de Thomas antes citado sea Fray Bartolomé de Las Casas, que para defender a los indios llega a recomendar la importación de esclavos negros que aliviaran el trabajo de los nativos y lograr con ello aumentar la producción de oro. Llegando incluso a cuantificar que con veinte negros se produciría más oro que con cuarenta indígenas.

Pero, podría haber también una función f(6) que considere a las Ideas que tienen que ver con la España Imperial, según las cuales el nombre de «España» es sólo un rótulo externo de múltiples partes pertenecientes a totalidades distributivas envolventes, pero no dadas como totalidades políticas compactas. Lo cual no incluye, ni excluye la posibilidad de mantener un proyecto de convivencia en común.

Las partes podrían estar talladas a muy diferente escala, la familia o la ciudad, por ejemplo. La España Imperial sería una clase de totalidades universales, la «clase de las familias» al usar esta función. Evidentemente la dificultad de encontrar un modelo de desarrollo de esta función es oscuro dentro de la propia España Imperial o en los estudios sobre ella. Pero, podríamos acoger a esta función el intento del Obispo Vasco de Quiroga{40} o la labor de fray Bartolomé de las Casas.

Vasco de Quiroga El que fuera Obispo de Michoacán, Vasco de Quiroga, realizó entre 1531 y 1535, siendo oidor de la segunda audiencia de Méjico, la compra de tierras para poner en práctica su proyecto. Fundó así dos hospitales-pueblos: uno a las afueras de la ciudad de Méjico, en Santa Fe y el segundo en Michoacán. Siendo elegido Obispo en 1537 funda otros dos hospitales aunque de menor relevancia. Compraba ovejas con que sustentarlos y adiestraba a los nativos en diferentes industrias. Las tierras eran comunales y aunque se disponía de huertos propios, no eran propietarios sólo usufructuarios. La vida social se asentaba sobre la familia. Vestían con una gran uniformidad. La educación consistía en la asimilación de la doctrina y moral cristianas. Los sobrantes de la producción se ocuparían en obras pías.

Con este tipo de organización pensaba Vasco de Quiroga se cumplía con el mandamiento cristiano, lográndose de paso preservar la humildad y sencillez de la vida de los indígenas frente a la corrupción de los conquistadores. Tendríamos que suponer evidentemente, que este proyecto junto con el de Las Casas se entendiesen como partes a distinta escala de la España Imperial.

Una continuación de este experimento, como decimos, lo constituye el intento realizado por el padre Las Casas en la Vera Paz (1537-1550). Para el dominico la evangelización debe de hacerse de un modo pacífico, agradable y razonable para los indios. A través de la guerra y la violencia sólo conseguiremos dolor y repulsa. Los misioneros no deben por tanto forzar las conversiones. Con estas ideas lleva a cabo su evangelización en Guatemala.

Entre sus contemporáneos la idea causo reacciones diversas. Para las autoridades locales era sólo un experimento social; para sus enemigos una forma de que lograsen deshacerse de él, al caer en manos de los indios. Para el fraile la mejor forma de demostrar la verdad divina.

Se propone llevar a cabo su trabajo en la conocida como Tierra de Guerra, situada en la provincia de Tuzutlán, tierra inconquistada, lluviosa, poblada de fieras y sin presencia de sal. Se compromete a predicarles la religión y hacerles vasallos del rey de España sin armas, ni soldados, sólo con la palabra de Dios. Para ello exige tres condiciones:

  1. Que los indios ganados de esta forma dependiesen directamente de la Corona y no se repartiesen entre los colonos.
  2. Los citados indios pagarían un solo tributo y de carácter moderado.
  3. En cinco años no entraría en la provincia otro español que no fuese Las Casas y sus hermanos dominicos.

Aceptadas las condiciones, escoge a tres dominicos para comenzar la hazaña:

Rodrigo de Andrada, Pedro de Angulo y Luis de Cáncer. Estos compusieron unas baladas en lengua local que constituían una historia del cristianismo adaptada a las creencias de los nativos. Se pusieron en contacto con mercaderes indígenas a los que cantaron las estrofas, estos las reproducen ante el cacique local que queriendo escuchar más se ve en la necesidad de permitir la entrada de los frailes en sus tierras.

Las Casas envió sólo a Luis de Cáncer. Le reciben con gran alegría y alboroto. Logra que se construya una iglesia y logró que todo el pueblo se convirtiese al cristianismo. El misionero regresó en la estación de las lluvias a Santiago y, pasadas estas, volvió a la región comprobando atónito que los indios seguían profesando la fe. El éxito de su obra durante 1538 y1539 fue completo, para desilusión de sus enemigos.

En vistas del éxito en 1540 se dictaron numerosas órdenes reales para fomentar las conversiones pacíficas. La corte le apoyó plenamente y bautizó aquella región como Tierra de la Vera Paz. Desgraciadamente diez años después el ambiente había degenerado, las razones no son claras. Los colonos y religiosos polemizaban sobre la utilidad y eficacia de la predicación pacífica. Hubo algunas sublevaciones entre los naturales y la posibilidad de ganárselos por medios pacíficos desapareció.

Otro ejemplo a destacar, ya por último, en esta misma línea, es el de las misiones de indios guaraníes por parte de los jesuitas. Estas misiones se encontraban entre el río Paraná y Uruguay. En cada misión vivían dos jesuitas: el Mayor escogido por su experiencia del país y el Compañero que tenía a su cargo los aspectos espirituales.

Su sistema de gobierno pretendía ser democrático dentro de un orden jerárquico establecido. Intentaron inculcar dos principios en los guaraníes: que la tierra y lo que producía era suya y que ellos eran libres mediante un edicto del rey de España.

El problema de tales posturas es que no eran conscientes de que los indios una vez cristianizados, deberían organizarse políticamente desde la perspectiva de un imperio generador que exigía de ellos que fuesen miembros de la monarquía española, ciudadanos en fin, con unos derechos y unas obligaciones y que, por tanto, dejaban de ser seres que formaban parte del cuerpo místico de Cristo que era necesario permanezcan en su inocencia inicial. Junto a ello, el mito del Buen Salvaje y las posturas del relativismo cultural son inherentes a estos desarrollos.

Cabría la posibilidad de una segunda función de identidad f(6) aunque distinta a la descrita, y de raíz marxista, e incluso anarquista. La identidad de la España Imperial no se encontraría en la unidad fenoménica propia de una sociedad política unitaria de la que partimos; tampoco de una unidad isológica como la considerada; sino que residiría en la unidad sinalógica de sus partes eternamente enfrentadas: explotadores y oprimidos. De nuevo resulta difícil encontrar posturas que cumplan la función. Pero, podríamos considerar a Mateo López Bravo, si hacemos caso a la visión de Henry Mechoulan{41}, como representante de esta variante.

A López Bravo no le interesa tanto la coyuntura económica o política del país, sus intereses se centran en la estructura social. En la capa conjuntiva diríamos nosotros. Es la desigualdad de los bienes el mal que padece el Imperio. Claro está, que también podríamos interpretar al autor no desde un punto de vista socialista, sino como alguien que frente al incipiente empuje del capitalismo depredador que se introduce en la España Imperial propone medidas para que el trabajo no se convierta en explotación. Para ello los modelos son, como no, los personajes bíblicos como Moisés o los legisladores romanos.

Es en el libro III donde hace las acusaciones más duras. La situación agraria era descorazonadora. Por ello, arremete contra los mayorazgos y monopolios, pide que se regularicen las herencias, afirma que el más vil de los ciudadanos es aquel que engorda con la sangre de los perezosos. Llega incluso a sugerir que para ver las diferencias lo mejor sería que a los ricos se les ahorcase con cuerda de oro y a los nobles con una cuerda más alta. Su tendencia nivelatoria e igualitaria es clara. Y el papel que la educación debería jugar en este proceso es clave.

II-(B'). La unidad de la España Imperial como una totalidad distributiva.

Es esta una idea compleja, ya que supone la posibilidad de reproducir la idea en cada una de sus partes, lo que supone el reconocimiento de su existencia aunque ella no tenga porque ser pacífica.

En un primer modelo f(7) las partes en las que se distribuye la España Imperial deben ser reconocidas como partes equivalentes: lo que es español se realiza en cualquiera de sus partes formales aunque estas desaparezcan. Ejemplo de ello podría considerarse la figura de Lope de Aguirre. En su intento de montar otro reino paralelo en el que desplegar el ortograma imperialista, en cuyo desarrollo había participado como soldado de la España Imperial.

Lope de Aguirre

Son muchas las interpretaciones sobre este curioso personaje que se han usado hasta nuestros días. Lope de Aguirre nació en Oñate (Guipúzcoa) entre los años 1511 y 1515, siendo hijo segundón de una familia hidalga acomodada pero no rica. Destinada la herencia a su hermano mayor, parte desde Sevilla a América. Vive un tiempo en la pujante Sevilla del XVI, donde aprende el oficio de domador de caballos, y escucha las múltiples historias que corren acerca del Nuevo Mundo: de Sevilla parten cada primavera las naves que afrontan la Carrera de Nueva España (rumbo a Veracruz y otros puertos de América Central y las Antillas) y para la Carrera de Tierra Firme (hacia Cartagena de Indias y Porto Bello). 

Lope de Aguirre embarca hacia América en 1534 y durante unos años poco se sabe de él: varios Lope de Aguirre aparecen en distintos documentos (al servicio del gobernador Pedro Heredia; en un naufragio cerca de La Habana; y reembarcado hacia América en 1539) pero su identidad no está confirmada. En América interviene sofocando rebeliones como la que él protagonizaría años más tarde: en la batalla de Las Salinas; la expedición de Diego de Rojas; en la batalla de Chupas a favor de Vaca de Castro contra Diego de Almagro; en las Guerras Civiles de Perú (en el bando realista); con Núñez de Vela contra Gonzalo Pizarro; con Melchor Verdugo; en la batalla de Jaquijaguana; y con Baltasar de Castilla.

Se cuenta que en Potosí es prendido y azotado por orden del juez Esquivel acusado de infringir las leyes que protegían a los indios. Dice su leyenda que Aguirre caminó descalzo tres años y cuatro meses hasta que, finalizado el mandato del juez, se venga de él, apuñalándolo mientras duerme. A continuación huye disfrazado de negro y se refugia en Guamanga y posteriormente en Tucumán. Participa en 1552 en la sublevación de Cuzco contra el virrey Antonio de Mendoza, durante la cual asesina al gobernador Pedro de Hinojosa, lo que le vale una condena a muerte. En 1553 participa en la sublevación de Sebastián Castilla en La Plata. Ordenado el exterminio de los sublevados, huye de nuevo y pasa un año escondido en una cueva malviviendo a base de pan y raíces. Recibe la ayuda de algunos amigos hasta que, en 1554, Alvarado lo amnistía a cambio de que colabore en el sofocamiento de una nueva sublevación, la de Francisco Hernández Girón. En esta turbulenta época empieza a ser llamado «Aguirre el loco».

Reintegrado al bando realista es herido de gravedad en la batalla de Chuquinga, perdiendo el uso del pie derecho y recibiendo graves quemaduras de arcabuz en ambas manos. Así, tras casi veinticinco años de luchar por la Corona, se ve a si mismo como un viejo de cincuenta años (edad avanzada para el siglo XVI), sin fortuna ni gloria, tullido y deformado por las continuas batallas. Su única familia es una hija, Elvira, mestiza y de madre desconocida.

En estas circunstancias se enrola en 1559 en la expedición que el virrey del Perú, bajo el mando del navarro Pedro de Ursúa, envía en busca del país de Omagua, el mítico El Dorado. La expedición, formada por 300 soldados, tres bergantines y varios cientos de indios, parte finalmente del puerto de Santa Cruz de Saposoa el 26 de septiembre de 1560. A Aguirre lo acompaña su hija Elvira, custodiada por dos dueñas. La expedición desciende los ríos Huallaga, Marañón y Amazonas. La búsqueda resulta infructuosa; se pierden embarcaciones y hombres, escasean las provisiones. El descontento de la tropa va en aumento y muchos piden volver a Perú. Ursúa hace caso omiso y se empecina en continuar el viaje, desoyendo a sus hombres; llega a encadenar a un noble español y a hacerlo remar con los esclavos negros. Ursúa tenía como principal ocupación acostarse con su amante, Inés de Atienza; al hechizo de su belleza mestiza achacan los supersticiosos soldados la enfermedad de Ursúa, descrita como melancolía o humor negro, términos que servían en la época para englobar un elevado número de trastornos mentales, y que probablemente fuese una depresión. Todos estos factores desembocan en una conjura, en la que interviene Aguirre, que desemboca en el asesinato de Ursúa.

Los conjurados deciden escribir una carta a Felipe II exponiendo sus motivos y, a la hora de firmarla, Aguirre lo hace así: «Lope de Aguirre, traidor», explicando que ahora son todos traidores al rey y como tales, están en su contra; los demás se escandalizan y le toman por loco. Aguirre asume el cargo de Maese de Campo y nombra gobernador a Fernando de Guzmán. Más tarde, cuando rompe definitivamente con la Corona y reniega de Felipe II (23-5-1561) nombra a Guzmán «Príncipe de Tierra Firme, Perú y Chile» Pero el campamento de los rebeldes se había convertido en un hervidero de odios, pasiones, miedos y envidias, a lo que contribuía la competencia entre los capitanes por los favores de Inés de Atienza.

Aguirre teje una red de confidentes, espías y hombres de confianza por todo el campamento, gracias a los cuales descubre una conjura en su contra, a lo que responde sin vacilar y drásticamente asesinado a todos sus rivales e incluso a los dudosos: incluidos el cura Henao (al que consideraba sospechoso), a Inés de Atienza (a la que despreciaba) y, por último, al propio Guzmán. Una vez se hace con el mando, abandona la fantasiosa idea de El Dorado y planea ir a Panamá y desde allí conquistar Perú. Desciende el Amazonas con sus hombres, a los que llama «marañones» y llega a la desembocadura, donde se apodera de la isla Margarita (julio de 1561) Desde allí, Aguirre envía a Felipe II una carta, llena de amargura, decepción e insatisfacción, donde llama a Felipe «menor de edad» y le dice «No puedes llevar con título de rey justo ningún interés en estas partes, donde no aventuraste nada, sin primero gratificar a los que trabajaron...»; lo acusa de tener las manos limpias mientras otros se las manchan con sangre propia y ajena en su beneficio.

Siglos más tarde, Simón Bolívar consideraría esta carta como «la primera declaración de independencia del Nuevo Mundo». Aguirre firma como «Lope de Aguirre el Peregrino». A continuación, se proclama «Príncipe de la Libertad de los Reinos de Tierra Firme y las Provincias de Chile» y declara la guerra a España («Ea, marañones, limpiad vuestros arcabuces que ya tenéis licencia para ir con vuestras armas»).

A partir de entonces comienza a desencadenarse una serie de hechos crueles y extraviados. Es nombrado «Príncipe y Rey del Perú» Fernando de Guzmán, un joven sevillano de 25 años, personaje hasta ese momento irrelevante de la expedición. Durante su breve reinado se construyen dos bergantines de 360 toneladas, el «Santiago» y el «Victoria», y se suscribe el «Acta de la Independencia Americana», inspirado y planificado detalladamente por Lope de Aguirre.

Recibiendo noticias la Audiencia de Santo Domingo del arribo de la violenta y alucinada tropa, reúnen una improvisada armada con embarcaciones y hombres de Puerto Rico, Cartagena y Nueva Granada al mando del fraile Montesino. Ante la inminencia de su llegada, Lope le sale al cruce y envía a un hombre de su confianza, el capitán Murguía, junto a 18 soldados, para parlamentar con el fraile, a quien Lope trata de seducir, transmitiéndole la promesa de «hacerlo Papa» cuando regresara y conquistara el Perú. Pero Murguía y sus soldados desertan y se pasan en bloque al bando realista.

Su fin se verificó el 28 de octubre de 1561, día de los Apóstoles San Simón y San Judas Tadeo, según apuntan nuestros cronistas, y, si bien no fue cristiano ni edificante, cumplióse lo que él había dicho: «Mi alma se irá a los infiernos, pero allí están Julio César, Alejandro Magno y otros capitanes, mientras que al cielo sólo van gentes de poco fuste y bríos... Y a lo menos mi fama quedará en la memoria de los hombres para siempre».

Una última posibilidad de esta variante sería aquella que la identifica como una totalidad distributiva definida respecto de sus partes también distributivas pero heterogéneas. La idea de la España Imperial vendría a ser una suerte de idea universal o análoga que se realizase inmediatamente en múltiples partes, cada una de las cuales reproduciría una misma idea de España Imperial. La España Imperial, contemplada desde fuera tendría a ser la totalidad de esas partes. Es la que actuaría bajo el formato de los «Virreinatos». Todo ello da como resultado la aparición de un Imperio generador que logra el desenvolvimiento social, cultural y político de las sociedades colonizadas, haciendo posible su transformación en sociedades políticas de pleno derecho. Propiciando con ello la transformación de sus virreinatos o provincias en Repúblicas constitucionales.

El virreinato constituyó la máxima expresión territorial y político-administrativa que existió en la América española y estuvo destinado a garantizar el dominio y la autoridad de la monarquía peninsular sobre las tierras recientemente descubiertas.

El primer virreinato otorgado en América recayó en Cristóbal Colón como parte de las concesiones que la Corona le hizo en las Capitulaciones de Santa Fe, antes de iniciar su primer viaje rumbo a las Indias. Sin embargo, el virreinato colombino fue de corta duración, extinguiéndose definitivamente en 1536. En cambio, se establecieron en 1535 y 1543, los dos grandes virreinatos de Nueva España y del Perú, unidades que subsistieron durante todo el período colonial.

El virreinato estuvo encabezado por la figura del virrey, representante personal y especie de alter ego («el otro yo») del monarca en las Indias. En los primeros tiempos el nombramiento de virrey se hacía de por vida, luego dicho mandato se limitó a tres años y más tarde se extendió gradualmente hasta los cinco años.

El virrey, además, pertenecía a la nobleza española cercana al monarca y ejerció la autoridad suprema dentro de su jurisdicción indiana. Fue el jefe civil y militar dentro de su unidad administrativa, dependiendo de él también la justicia, el tesoro y los aspectos seculares del gobierno eclesiástico.

Así, el oficio de virrey incorporó a un nivel superior todas las funciones de los gobernadores: atribuciones de gobierno (siempre se le designó virrey y gobernador), militares (fueron invariablemente capitanes generales), hacendísticas (ordenadores del pago del erario, más tarde titulados superintendentes de la real hacienda) y judiciales (fueron presidentes de la Audiencia en la ciudad en que residían, con jurisdicción disciplinaria sobre los oidores, pero sin intervenir en pleitos y sentencias, por no ser siempre letrados).

Este funcionario igualmente estaba encargado de la conservación y aumento de las rentas reales y nombraba a la mayoría de los funcionarios coloniales menores, laicos y eclesiásticos. Entendía en primera instancia en todos los pleitos referentes a los indígenas. También reasignaba las encomiendas vacantes, práctica ésta que dio lugar a muchos celos y discordias.

Esbocemos ahora en segundo lugar a las concepciones de la Identidad de la España Imperial desde la perspectiva intencional.

A) Identidades de tipo determinativo común

La España Imperial sería un pueblo o conjunto de pueblos que lleva a cabo la realización de un ideal imperial, como ha sido llevado también por otros pueblos europeos, como fueron el inglés o el holandés. Sin distinguir en el desarrollo ninguna otra particularidad

B) Identidades de tipo determinativo propio

Se acude a los supuestos hechos diferenciales, aunque no necesariamente. Bastaría con encontrar una característica resultante del desarrollo de la mera sociedad y no reflejo de influencias posteriores. Sólo es necesario en el análisis usar una perspectiva diatética o adiatética.

Desde cualquiera de las posturas podemos situar las distintas interpretaciones de los que hablan de la España Imperial:

  1. Los deterministas exteriores, que interpretan cualquier determinación positiva reconocida a España como un efecto de la influencia exterior, asignando, por el contrario, las determinaciones negativas a la idiosincrasia propia del pueblo español.
  2. El grupo de los deterministas internos constituido por aquellos que interpretan cualquier determinación valiosa reconocida a España, como resultado de su propia evolución, sin perjuicio de que el resultado también sea el mismo en otros países.

El entender la identidad de la España Imperial según se atienda a las interpretaciones a) o b) de sus partes determinantes será muy diversa según los casos. La visión de la España Imperial desde las perspectivas a) se centrará en aquellos aspectos más vinculados con nuestro tan traído «complejo de inferioridad», lo que lleva en muchos casos, como si de un reflejo se tratase a colocarse dentro de una perspectiva b). Lo que ocurre es que muchas de estas situaciones no tienen porque estar situadas en una determinada perspectiva.

En un futuro artículo analizaremos esta situación acudiendo a dos posturas muy características, el erasmismo y el maquiavelismo.

Notas

{1} «La imagen histórica de la España imperial como instrumento político del nacionalismo conservador», en José Martínez Millán y Carlos Reyero (eds.): El siglo de Carlos V y Felipe II: la construcción de los mitos en el siglo XIX. Valladolid, 3-5 de noviembre de 1999, Sociedad Estatal para la Conmemoración de los Centenarios de Felipe II y Carlos V, Madrid 2000, vol. II, págs. 217-235.

{2} La España Imperial, Círculo de Lectores, Barcelona 1996.

{3} Imperio. La formación de España como potencia mundial, Aguilar, Madrid 2003.

{4} Una acertada valoración de la obra de Kamen puede verse a cargo de José Manuel Rodríguez Pardo, en El Catoblepas, nº 22, pág. 24, diciembre 2003.

{5} El Imperio español. De Colón a Magallanes, Planeta, Barcelona 2003.

{6} Entrevista en El País, 29 de octubre de 2003, pág. 41.

{7} Gustavo Bueno, España frente a Europa, Alba Editorial, Barcelona 1999, pág. 38.

{8} Gustavo Bueno, «Todo y Parte», Los Cuadernos del Norte (Oviedo), nº 50 (agosto-septiembre 1988), págs. 123-136.

{9} Ob. Cit., págs. 597-602.

{10} Gustavo Bueno, España frente a Europa, Alba Editorial, Barcelona 1999, págs. 11 y ss.

{11} Pelayo García Sierra, Diccionario filosófico (entrada 304), Pentalfa, Oviedo 2000.

{12} E. H. Kantorowicz, Los dos cuerpos del Rey. Un estudio de teología política medieval, Alianza, Madrid 1985.

{13} «Discurso pronunciado con ocasión del nombramiento de Hijo Adoptivo de Oviedo de D. Gustavo Bueno Martínez» (Oviedo, 21 de diciembre de 1995), Ayuntamiento de Oviedo 1995, págs. 13-22. O también en «Los orígenes desde el Naranco», pregón de las fiestas de Nuestra Señora de Covadonga, Centro Asturiano, Oviedo 1º de septiembre de 1993.

{14} Gustavo Bueno, «Teoría general de la ciudad», Ábaco (Gijón), nº 6, 1989, págs. 37-48.

{15} A. Ballesteros Berettta, El Cántabro Juan de la Cosa y el Descubrimiento de América, ICC, Santander 1987.

{16} Gustavo Bueno, «La teoría de la esfera y el Descubrimiento de América», El Basilisco (Oviedo), 2ª época, nº 1 (septiembre-octubre 1989), págs. 3-32.

{17} John K. Walsh, El libro de los doze sabios o Tractado de la nobleza y lealtad [ca. 1237], Estudio y edición, Real Academia Española de la Lengua (Anejos del Boletín de la Real Academia Española, XXIX), Madrid 1975.

{18} Para ver una valoración más amplia de dicha obra se puede consultar el artículo de Gustavo Bueno Sánchez en el PFE: Libro de los doce sabios.

{19} Sem Tob ibn Saprut, Ebben Boham. Una obra de controversia judeo-cristiana, CSIC, Madrid 1997.

{20} Felipe Justam, Burgos 1591.

{21} Edición facsímil de la edición que Stanislao Polono acabó de imprimir en Sevilla el 24 de abril de 1500. Salvat, 1970.

{22} Catedral de Burgos, Manuscrito 11, folio 1.

{23} España en su historia, Crítica, Barcelona 1983, pág. 30.

{24} España y los judíos en la Segunda Guerra Mundial, Dopesa, 1973.

{25} Diego Carcedo, Un español frente al Holocausto, Temas de Hoy. 2000.

{26} J. Antonio Maravall, Las Comunidades de Castilla, 1963.

{27} Gustavo Bueno, España frente a Europa, Alba Editorial, Barcelona 1999, págs. 338 y ss.

{28} M. Fernández Álvarez, Carlos V, un hombre para Europa, Madrid 1999, págs. 85 a 102, y Carlos V, el césar y el hombre, Madrid 1999, págs. 761-790 y 849-853.

{29} Imperio. La forja de España como potencia mundial, Barcelona 2003, pág. 56,.

{30} Valladolid 1597. Existe edición moderna a cargo del Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, Madrid 1999.

{31} Obras Completas, Madrid 1961, págs. 748-751.

{32} Fayad, Los miembros del Consejo de Castilla, págs. 342 y 428.

{33} La cultura del Barroco, Barcelona 1971, pág. 302.

{34} Julio Caro Baroja, Los vascos y la Historia a través de Garabay, Txertoa, San Sebastián, 1972.

{35} Alonso de Cartagena, Prosistas castellanos del siglo XV, BAE, Madrid 1959, págs. 205-233.

{36} Controversiarum Illustrium Aliarumque Uso Frequentium Libri Tres, Venecia 1564.

{37} Tomo Segundo, Discurso nono. Antipatía de franceses y españoles.

{38} Memorias políticas y económicas sobre los frutos, comercio, fábricas y minas de España, Madrid 1794.

{39} «Los arbitristas y la teoría de las tres capas del poder político», El Catoblepas, nº 35, enero 2005, pág. 9.

{40} Oscar Velayos Zurdo, Vasco de Quiroga: olvido y glorificación, Ávila 1992.

{41} Mateo López Bravo, Un socialista español del siglo XVII, Editorial Nacional, Madrid 1977.

 

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