Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
publicada por Nódulo Materialista • nodulo.org
El Catoblepas • número 37 • marzo 2005 • página 24
Comentario al hilo de la publicación del libro de Álvaro Delgado-Gal, Buscando el cero: la revolución moderna en la literatura y el arte, Taurus, Madrid 2005
El libro que nos convoca aborda la transformación de las coordenadas estéticas acontecida a finales del siglo XIX y principios del XX en el campo artístico, fundamentalmente en los terreros de la literatura y de la pintura. Delgado-Gal propone una teoría para explicar la aparición del arte moderno organizada en torno a la coimplicación que se produce entre las formas y los contenidos de una obra a lo largo del proceso creativo o, vale decir, de la interactuación dada entre los diversos elementos que componen el producto artístico, ya sean de índole técnica, ya de cariz semántico, sin conceder primacía a ninguno de ellos. En rigor, su teoría se enfrenta al reduccionismo formalista que según nuestro autor se abre paso con la venida de la modernidad artística. El grueso de su tesis mantiene que la novedad a la que se han visto sujetas las formas expresivas consiste en haber desplazado los contextos usuales a través de los cuales se desplegaban los signos, esto es, en un distanciamiento entre signo y contexto o descontextualización que ha derivado en ciertos ademanes de reelaboración contextual en donde los mismos signos, liberándose cuando menos de sus servidumbres tradicionales, adquirían distintos sentidos, aunque nunca de una forma tan conclusa o cerrada como en el arte clásico. El análisis de ciertas figuras retóricas y, ante todo, de la transmutaciones que han sufrido sus usos –la metáfora, los tópicos, el monólogo–, le servirá para ilustrar sus argumentos, complementándolo con un apartado dedicado a los mecanismos de la percepción visual enfocado desde una perspectiva neurobiológica. Lo crucial con todo, será la aplicación de su exposición al período que recorre el último tercio del XIX y penetra en el primer tramo del siglo XX. De manera que, al tiempo que formula sus hipótesis, estas le sirven de hilo conductor para repasar los trazos y causas de las vanguardias, sus motivos e innovaciones, así como los patinazos que en el orden teórico han traído consigo. Sin embargo, como nos advierte, no se trata de establecer un listado de pautas mediante las que etiquetar o no de moderna la obra de que se trate; más interés le merece el hallar ciertos aspectos, determinados rasgos, mediante los cuales localizar las distintas inflexiones clave que en su conjunto, aún gradualmente, van marcando un giro en la manera de hacer del arte, y al cabo en su historia.
El libro se estructura a través de seis capítulos, descontado una introducción en la que de entrada se nos revelan los ejes de su estudio. Así, además de adelantarnos los ejes en los que se encuadra el libro, el autor establece el tono crítico del que se arma frente a lo moderno, tono crítico que no desdeña sus resultados, pero sí los presupuestos de los que en gran medida parte, véase la exaltación antiretoricista o experimentalista, no en tanto técnica, cuanto en su supuesta ascendencia primitiva, aborigen, digamos pre-consciente. Apoyado en la impronta de un pasado visiblemente heredado por la modernidad –informado asimismo en una concepción de la libertad, también artística, vinculada al orden–, Delgado-Gal explica la conmoción vanguardista a partir de aquella simplificación (como descontextualización) de las formas expresivas, para dar paso enseguida a argumentos basados en manifestaciones artísticas concretas.
Efectivamente en el primer capítulo, amparado bajo la excusa de los valores atribuidos a la metáfora, nuestro autor se aproxima a las premisas de la corriente simbolista, en aras de detectar sus desmanes. Que la poesía presuponga conocimientos y que la metáfora actúe como recurso funcional –estableciendo una complicidad intertextual con el lector– se da por sentado; lo que se pone aquí en cuestión es su inversa: que la poesía engendre valor cognoscitivo de por sí, mediante el uso precisamente de tales figuras analógicas. Tal era el anhelo simbolista, reflejo de una creencia en la poesía como expresión de una realidad última y profunda, al alcance de pocos. Esta convicción nos será expuesta bajo la fórmula de una teoría denominada ostensiva de la expresión poética, acompañada de sus correspondientes corolarios: las teorías enunciativa, ontológica y rigorista, cuyas requisotorias, provistas de un estilismo preciso, se articulan a la postre según una idea de fondo: que «el pensamiento poético preexiste a su materialización verbal». Ante esta clase de enunciados es frente a los que se sitúa Delgado-Gal. Una de sus réplicas abundará en el carácter más estilístico que descriptivo de la metáforas, cuya redondez se debe a la incorporación de una coherencia de dimensiones no sólo semánticas, también sonoras. En todo caso la refutación fundamental la encontrará en la deuda recíproca que según sus planteamientos mantienen la poesía y el lenguaje común.
En este mismo sentido desarrolla el segundo capítulo –«El surrealismo y la teodicea negativa del lenguaje»–, al parecerle susodicha vanguardia, en tanto desea «engendrar de nuevo el mundo» –ya a través de una gramática onírica emancipadora, ya mediante un automatismo psíquico de índole preliterario– un coletazo del espíritu simbolista. La teodicea negativa del lenguaje se encaminaba a emancipar el vocabulario poético de toda ritualización propia de los discursos del lenguaje, aproximándolo en su límite al silencio. La respuesta insistirá en el trasfondo tradicional del lenguaje surrealista. Los ejemplos, tomados de textos canónicos de la corriente –«Los campos magnéticos» de Seupaul, y un párrafo de Breton sobre Magritte–, inciden en demostrar la ubicación de las ensoñaciones en un espacio categorial ordinario. Será entonces cuando se nos exponga la tesis del signo exento, axial a lo largo del libro, y ya explícitamente desplegada en el capítulo tres: propio de la modernidad es extraer todo objeto o concepto artístico de su habitat natural; el efecto se acusa sobre todo al no re-contextualizar el signo, quedando entonces este exento. La descontextualización opera también en los usos del lenguaje científico, la diferencia es que en dicho lenguaje procede siempre una reelaboración contextual que fija al signo en un sentido determinado –así la teoría económica de la elección racional nos proporciona un sistema conceptual reaplicable a otros campos, al político por ejemplo. La indeterminación de las producciones artísticas es lo que las dotará de una carga expresiva más sugestiva –exploradora de sentidos–. No obstante, pese a ello, ningún signo es simple ni nuevo; esto es lo que imposibilita cualquier rigorismo formalista. No resulta pertinente aspirar a reinventar el lenguaje ni a repensar la realidad; no por ello se niegan los movimientos artísticos ni la multiplicidad de sus resultados; tan sólo se delimita su alcance.
Sin duda el capítulo más ilustrativo es el cuarto. Ahora serán los tópicos literarios los encargados de demostrar su persistencia en las técnicas narrativas. ¿Cuál ha sido su evolución? Desde luego, se nos dice, los valores semánticos inscritos en todo tópico han representado un papel nuclear en la historia de la novela. El que juegue con un número reducido de elementos no implica que, debido a sus combinaciones, la literatura se agote. Desde Cervantes hasta Proust los relatos son «ejemplares»: elaboran un motivo en esencia concluso –despliegan un tópico–. El advenimiento de la modernidad reubica la función del tópico. No es posible dejar de partir de él; ahora sin embargo no anticipa la historia, sino que la provoca, congregado una serie de lugares comunes pero de forma indisciplinada. Así, en Proust la novedad no se encuentra en la preguntas que se plantean, sino en las respuestas, nunca rotundas ni por supuesto convencionales, en última instancia ni siquiera respuestas –el cruce de linealidades (temporales, morales, a través de los personajes) desordena todo sentido–. La secuencia de citas que van de Pardo Bazán a Hemingway pasando por Joyce y Giovanni Verga matizan las gradaciones del quicio que separa el XIX del XX, mostrando las modulaciones del moderno despojamiento expresivo al que se refiere siempre Delgado-Gal.
El capítulo quinto desplaza la misma cuestión al ámbito de la pintura. Se tratará de comprender la relación entre el contenido y la forma insistiendo en su mutua imbricación: técnica narrativa y técnica plástica van indisociablemente unidas. El cuadro escogido es El sueño de Lot, de Gentileschi; su análisis, como luego el de la obra de Sorolla pretende demostrar tal conexión. El argumento no obstante será de carácter científico, neurobiológico para ser más exactos. Descansa en la afirmación –apoyada en observaciones científicas– que decreta la condición mediada de toda percepción visual: toda experiencia visual –no ya del objeto resultante de las formas y colores, sino de las propias formas y colores en sí– es una elaboración; vemos pues lo que la experiencia acumulada nos indica que tenemos que ver. Conclusión: el acto de ver es contextual. De esta digresión se servirá nuestro autor para aplicar sus tesis a la pintura y, de paso, para entender el impresionismo –primer movimiento hacia la abstracción– según su teoría de la descontextualización: de hecho el formalismo moderno se afanará por destacar el valor de la forma frente al eclipse del contenido, adquiriendo la expresión plástica, la técnica en sí, autonomía propia. Por supuesto esto no querrá decir que sea posible abandonar toda narración.
Por último, el capítulo sexto, volviendo a la esfera de la literatura, explora la técnica del monologo como penúltima variación sobre el mismo tema. Frente al ideario de su fundador, Edouard Dujardin –«el monologo es un discurso anterior a toda organización lógica; es un discurso sin oyente y no pronunciado»– Delgado-Gal denunciará lo fútil del intento (de nuevo quiere crearse un idioma inédito; reflejo inmediato de nuestro cerebro; anterior a toda convención) de mano esta vez de un argumento insoslayable: el carácter público, social, convencional al cabo, del lenguaje, comunicativo además de descriptivo; y ni siquiera –afirmará– de los recursos propios de la técnica monologal –aliento corto, caída en contradicciones– se obtiene una aprehensión psicológica mayor del ser humano.