Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
publicada por Nódulo Materialista • nodulo.org
El Catoblepas • número 37 • marzo 2005 • página 7
Ofrecemos una breve semblanza biográfica y bibliográfica del pensador norteamericano William Graham Sumner, junto a la traducción al español de uno de sus textos más estimables, no suficientemente conocido entre nosotros, el capítulo IX del libro What social classes owe to each other (1911), conocido, como escrito independiente, como The Forgotten Man (El Hombre Olvidado)
Un Gobierno que roba a Peter para darle a Paul,
siempre contará con el apoyo de Paul.
George Bernad Shaw
1
Vida y obra de William Graham Sumner (1840-1910)
William Graham Sumner nace en Paterson, New Jersey (Estados Unidos de América) el 30 de octubre de 1840. Sociólogo y economista reputado, ingresa en Yale en 1859 donde cursa estudios sobre las materias de las que será especialista. Su formación intelectual, sin embargo, no se limita a los campos de la sociología y la economía. Entre los años 1863 y 1866, Sumner estudia teología en Göttingen y Oxford, siendo posteriormente ordenado ministro episcopal. Vuelve posteriormente a Yale donde ejerce como tutor de estudios clásicos durante cerca de tres años. En 1872 entra a formar parte del cuerpo docente de este centro universitario en el que imparte clases de ciencia política y social. En 1874 sale a la luz su primer libro: Una historia de moneda americana. Desde ese momento, emprende una intensa actividad productiva, hasta el punto de publicar, entre 1876 y 1890, siete libros y más de cien artículos. En 1890 Sumner sufre una grave enfermedad nerviosa, acaso en parte como consecuencia del esfuerzo intelectual desarrollado durante los años anteriores. En otoño de 1892 se reincorpora a Yale, pero sus fuerzas y capacidades ya no son lo que eran. Aun así, en los cinco años que siguen a su enfermedad, todavía se siente con suficiente energía como para escribir una considerable serie de artículos científicos y dos libros más. Muere el 10 de abril de 1910.
Aunque no suele ser incluido en la lista de los pensadores más eminentes de las ciencias sociales, la aportación de Sumner en este campo del conocimiento tampoco puede ser despreciado. Independientemente del valor intrínseco que merece el conjunto de su amplia y variada obra, sus solas aportaciones al vocabulario científico, en el que introduce conceptos de gran relevancia, como «etnocentrismo» o «endogrupo» (folkways), ya supondrían un suficiente motivo para su reconocimiento público. Sin embargo, la mención que se hace ordinariamente de su persona y obra no supera la condición de lugares comunes y clichés. El nombre de Sumner aparece incluido por lo común en los capítulos consagrados al denominado «darwinismo social», acaso sin otra razón más consistente que la coincidencia en el tiempo de sus investigaciones con las desarrolladas a finales del siglo XIX por el movimiento de autores formado por Walter Bagehot, Herbert Spencer, T. H. Huxley e incluso el anarquista ruso Piotr Kropotkin, seducidos todos ellos por las posibilidades analógicas de la biología evolucionista y la ciencia social; pero también preocupados por otros asuntos.
Más allá del impacto moral y político que puedan revestir acuñaciones y expresiones del tenor de la «lucha por la vida», la «supervivencia del más apto» y el «laissez-faire», lo cierto es que los argumentos de la mayoría de los denominados «darwinistas sociales» - interpretados, por lo general, con una intención más ideológica que científica- atienden preferentemente a las virtualidades y caracterizaciones de la competencia y a su legitimación. Por ejemplo, la consideración de las políticas «sociales», de asistencia social, de «solicitud al otro» y beneficencia a cargo de fondos públicos, así como de toda clase de empresas de proteccionismo ético y político, e intervencionismo económico, que sirven de base para soportar el denominado «Estado de Bienestar», puesto en marcha triunfal a lo largo del siglo XX.
La obra de W. G. Sumner no ha logrado escapar tampoco a este simplista encasillamiento, ni a su simple descalificación por prejuicios ideológicos característicos del pensamiento único realmente existente. Se olvida, o sencillamente se omite, sin embargo, la práctica de la contextualización histórica y de los análisis comparados, sin los cuales ni los textos de Sumner ni las de sus coetáneos adquieren su justa apreciación. Una perspectiva de investigación ésta desarrollada, entre otros, por el notable historiador de las ideas norteamericano Louis Menand, y de la es una muestra el siguiente fragmento:
Lo que parece darwinismo social en los empresarios de la generación de Pullman{1} era por lo general sólo la creencia protestante en las virtudes de la ética del trabajo combinada con la creencia lockeana del carácter sagrado de la propiedad privada: nada tenía que ver con la evolución.
Y aunque Sumner era profesor en Yale, las ciencias sociales americanas en esencia se constituyeron en disciplina como una reacción contra las ideas de laissez-faire asociadas con Sumner y su profesor de filosofía, Herbert Spencer. Después de todo, ¿qué suposición ofrece una base más promisoria para un campo de investigación, la suposición de que las sociedades se desarrollan según leyes subyacentes cuya eficiencia no puede ser mejorada por políticas públicas, o la suposición de que las sociedades son organismos multivariables cuyo progreso puede ser guiado por una inteligencia científica? Las profesiones cobran existencia porque hay una demanda de pericia. La pericia requerida para repetir, en cada situación "Que el mercado decida» (o, como le agradaba decir a Sumner, «Trabajar muy duro o fracasar») no es grande.{2}
2
Principales trabajos de William Graham Sumner{3}
Informaciones y enlaces sobre W. G. Sumner
3
El hombre olvidado
por William Graham Sumner{4}
El patrón de conducta que inspira la mayoría de los modelos filantrópicos y del humanitarismo es el siguiente: los sujetos A y B unen sus esfuerzos para decidir lo que el sujeto C debería hacer por el sujeto D. Desde un punto de vista sociológico, el vicio radical de todos estos planteamientos es que la opinión de C no cuenta en este asunto, de manera que tanto su disposición, carácter e intereses, como la repercusión de estos en la sociedad, acaban siendo completamente desatendidos. Llamo a C el Hombre Olvidado.
Fijémonos en él, y, para variar, atendámosle. Comprobaremos entonces que el rasgo específico de los sociólogos{5} consiste en centrar la atención en aquellos casos, individuales o colectivos, que apelen al imaginario de la solidaridad en algún aspecto particular sobre el cual incidir con algún remedio específico. No entienden que todos los segmentos de la sociedad están interrelacionados, en equilibrio dinámico, mediante el constante re-ajuste de intereses y derechos. Obvian, así, el fundamento que cimenta sus análisis, lo que lleva a que las consecuencias de sus estudios no tengan aplicación en los miembros de la sociedad, a excepción de los que ellos previamente han escogido. Están, por lo demás, sometidos en todo momento al fetichismo de lo gubernamental. Olvidando que un Gobierno, por sí mismo, no produce nada en absoluto, desatienden un hecho clave a tener presente en toda discusión social, a saber: que el Estado no entrega un centavo a persona alguna sin reclamársela a otra que, previamente, lo haya tenido que ganar y ahorrar. Esta última persona no es sino el Hombre Olvidado.
Los amigos de la humanidad siempre toman como punto de partida los sentimientos benevolentes hacia los «pobres», los «débiles» y los «trabajadores», a quienes acogen bajo su manto protector, como si de un perrillo faldero se tratara. Paralelamente, los despojan de todo rasgo personal y los elevan al rango de clases sociales protegidas, y, dirigiéndose a los otros grupos sociales, les reclaman solidaridad y generosidad, y toda clase de sentimientos nobles asentados en el corazón humano. El propósito expreso que mueve semejante plan de actuación consiste en hacer que los mejor situados económicamente en la sociedad mantengan a los peor situados. Ocurre, sin embargo, según hemos visto, que constituyendo la riqueza la fuerza por la cual la civilización se sostiene y progresa, una misma cantidad de riqueza no sirve para dos fines diferentes. De hecho, cada pequeña porción de recursos que se entrega a un ocioso e improductivo miembro de la sociedad, y no es, por tanto, restituida, queda desviada de su finalidad, que es netamente reproductiva. Si, por el contrario, es orientada a un fin provechoso, revierte en forma de un sueldo que disfruta el empleado competente y productivo. Por lo tanto, quien en realidad sufre como consecuencia de este tipo de benevolencia consistente en utilizar los recursos para proteger a los inútiles, es el trabajador diligente y aplicado. Este último, sin embargo, nunca es tenido en cuenta a la hora de las especulaciones sociológicas, presuponiendo que él ya está favorecido y no merece mayor atención.
Semejante creencia pone de manifiesto sin más qué poco difundidos están los verdaderos principios de la economía política. Cobra así rango de principio incuestionable el prejuicio según el cual el hombre que da un dólar a un mendigo es persona generosa y de buen corazón, mientras que quien, dando la espalda al mendigo, invierte dicho dólar en un producto financiero es un avaro y un ser miserable. El primero destina su capital a un fin que, según es cosa probada, acabará desperdiciándose, puesto que de los dólares no sembrados no cabe esperar rendimiento alguno. Todo este despilfarro se dirá que viene justificado porque así se evita el quebranto en la solidaridad, muy probable de rechazarse lo anterior. Cuanto más capaz es ese dólar de generar riqueza y de contribuir a que un trabajador, mientras lo obtiene, asegure su crecimiento, más se alimenta la impresión de que al hacer esto se roba al pobre. Pero, lo cierto es que cuando un millonario da un dólar a un mendigo, la maximización de la utilidad para el mendigo es enorme, mientras que el perjuicio en utilidad para el millonario resulta insignificante. Esto, por lo general, es algo que ni siquiera se discute. Ahora bien, si el millonario aspira a generar riqueza con ese dólar y desea que revierta en un fin productivo, debe necesariamente colocarlo en el mercado de trabajo. He aquí el lugar de la parte interesada: la de la persona que ofrece servicios productivos.
En este escenario siempre hay dos papeles. El reducido a un segundo plano es invariablemente el Hombre Olvidado, cuando sin su concurso nada puede entenderse en todo este asunto. El Hombre Olvidado aparece en todo momento como el individuo meritorio, afanoso, independiente y autosuficiente. No es, estrictamente hablando, un «pobre» ni un «débil», sino simplemente aquel que se ocupa de sus propios asuntos, y no se queja. En consecuencia, los filántropos nunca piensan en él; es más, le desprecian.
Escuchamos por doquier toda clase de tópicos que hablan de «mejorar la condición del trabajador». Pues bien, en los Estados Unidos, cuanto más se desciende en cualificación laboral, más ventajas encontramos para el trabajador en relación a los niveles superiores. Bajo estos supuestos, no resulta extraño comprobar que un peón de albañil o un excavador, en comparación con un carpintero, topógrafo, librero o médico, pueden disponer de un mayor sueldo del que disfrutaría en las mismas condiciones un trabajador no cualificado en Europa. Aunque en menor grado, observamos lo mismo si comparamos al carpintero con el librero, el topógrafo o el médico. Esta es la razón por la que Estados Unidos se ha convertido en el país ideal para los trabajadores no cualificados. Las condiciones económicas, como norma, les favorecen. América ofrece un continente enorme por conquistar, y dispone asimismo de un fértil suelo propicio para la labor, sin tener que realizar costosas inversiones. De este modo, los hombres con buenos músculos tienen ahí todo lo necesario para poder prosperar, sin que un mayor nivel de instrucción de ninguna manera le pueda reportar otro beneficio que no sea el que proporciona una mayor estimación social.
Siendo éste el caso, los trabajadores no tienen otro motivo de preocupación en lo que concierne a la mejora de su estatus que el de librarse de los parásitos que intentan vivir a su costa. En este contexto, todo ensalzamiento de las «clases trabajadoras» suena a condescendencia. Resulta incluso impertinente y está fuera de lugar en una sociedad libre como la nuestra. De hecho, no existe un estado de cosas ni ninguna clase de urgencias que justifiquen iniciativas de este género. Más bien, tales proyectos acaban desmoralizando a todos por igual, fomentando la vanidad de unos y minando el autorrespeto de los otros.
Para nuestro propósito, lo realmente importante es percatarse del papel que cumple el fulcrum –o punto de apoyo de la palanca– en la prosperidad de los individuos. En el marco de la sociedad esto supone que ascender a un hombre lleva implícito hacer descender de nivel a otro. La planificación de la mejora de las condiciones laborales de las clases trabajadoras acaba obstaculizando la libre competencia de los trabajadores entre sí. Los beneficiados por este favoritismo se publicitan ellos mismos ante los amigos de la humanidad, de palabra y de hecho, como personas carentes de independencia y de energía. Como resultado, los verdaderamente perjudicados por el intervencionismo son los individuos independientes que confían en su propio esfuerzo, y por esta razón conforman de nuevo el pelotón de los olvidados y los relegados. Mientras tanto, los amigos de la humanidad, una vez más, en su obstinación por ayudar a alguien, no parecen sino interferir constantemente la acción de aquellos que tratan de valerse por sí mismos.
Mientras los sindicatos maquinan a fin de incrementar los salarios, las personas que se consagran a la filantropía estimulan y alientan estas estratagemas. Los sindicatos concentran, por ejemplo, toda su atención en las personas que ya tienen empleo y están en activo, al tiempo que se desentienden de aquellas que ansían encontrarlo. Se supone así que el conflicto se sitúa entre los trabajadores y los empresarios, dando por hecho que, en esta contienda, uno se pone sin discusión del lado de los trabajadores sin ver más allá. A la vista de esta situación, es cosa notoria que el empresario se ha resignado a asumir los costes sindicales y el peligro de huelga, incluyéndolos en la cuenta de gastos y riesgos de su negocio. Es fácil comprender el porqué de esta pusilanimidad cuando advertimos que las presumibles pérdidas producidas se cargan con gran naturalidad sobre el conjunto de la población. Todo lo cual redunda en que el bienestar general quede mermado, y en que el consiguiente peligro de una guerra comercial, o incluso de una revolución, amenacen con reducirlo todavía más. Hasta ahora hemos atendido sólo a las causas que amenazan con bajar los sueldos, pero no a las causas susceptibles de subirlos. Los empresarios se inquietan, y tal situación no favorece precisamente la subida de los salarios. Por su parte, la sociedad paga los desperfectos, y con la generalización de la pérdida los riesgos quedan cubiertos. Ni una circunstancia ni la otra favorecen la subida salarial.
Algunos sindicatos proponen que los salarios crezcan (al margen de las medidas legítimas y económicas mencionadas en el capítulo VI{6}) merced a la restricción del número de aprendices que se incorporan al mundo del trabajo. Esta medida afecta automáticamente en la demanda de trabajadores y repercute en los salarios. Sin embargo, al poner obstáculos al acceso al trabajo, muchos de los que buscan su primer empleo que buscan su primer empleo, se quedan fuera. Los ya colocados conforman de esta manera una especie de monopolio, y al constituirse en clase privilegiada, adoptan un patrón similar al que seguía la antigua nobleza aristocrática. Sea como sea, este arreglo siempre beneficia a los que tienen empleo y perjudica a los que carecen de él. Por lo tanto, no son los empresarios ni la población en su conjunto las verdaderas víctimas de la presión ejercida por los sindicatos a fin de lograr un incremento de los salarios; la presión acaba repercutiendo sobre los desempleados, quienes, viendo frustradas sus legítimas aspiraciones, acaban eternizando el colectivo de trabajadores sin experiencia laboral. Estas personas quedan así fuera del orden del día de los debates sindicales. Son los Hombres Olvidados. Pero, puesto que quieren trabajar y ganarse la vida, su capacitación real y su éxito no pueden ponerse en duda, produciendo un resultado provechoso para ellos mismos así como para la propia sociedad. En otras palabras, de todas las personas interesadas e involucradas en este asunto, ellos son los que merecen más que ningún otro nuestra simpatía y nuestra preocupación.
La situación que acabamos de mencionar no está regida por la ley. La sociedad mantiene policía, alguaciles y un abanico de instituciones cuyo objeto es proteger a la gente contra ellos mismos, esto es, contra sus propios vicios. Casi todo el esfuerzo legislativo dispuesto a prevenir el vicio, en realidad lo protege, puesto que la legislación al prohibirlo evita que llegue a sufrirlo de veras. Los recursos de la Naturaleza contra el vicio son terribles. Sanciona a sus víctimas sin piedad. Así, de acuerdo con el orden natural de las cosas, el borracho no merece estar más que en el fango. La Naturaleza instituye que esta clase de sujetos se encamine hacia un proceso de decadencia y disolución que permita sobrevivir sólo los que produce alguna utilidad. La holgazanería y otros vicios innombrables provocan su propia expiación.
Ahora bien, nunca podremos evitar completamente la culpa. Podemos, eso sí, sacarla de la mente del hombre que ha incurrido en ella y trasplantarla a la de aquel que no ha incurrido en falta. Una parte considerable de la llamada "reforma social" consiste precisamente en esta maniobra de transferencia. La consecuencia de ello es que quienes viven brutamente y son protegidos de la implacable ley de la Naturaleza van a peor, constituyendo de esta forma una carga cada vez más pesada para los otros. Pero, ¿quiénes son esos «otros»? Cuando vemos a un borracho en el fango, sentimos lástima por él. Si un policía lo arresta, decimos que la sociedad ha intervenido para rehabilitarlo. «Sociedad» es una bonita palabra, tanto que nos evita el trabajo de pensar. Mas el trabajador industrioso y sobrio, que es despojado de un parte del salario para pagar a ese policía, es quien sufre el castigo. Es el Hombre Olvidado. Pasa ante nuestras narices y nadie se percata de su existencia. ¿Por qué? Porque se porta bien, cumple sus contratos y nunca mendiga.
La falacia de toda legislación coercitiva, pomposa y moralista es siempre la misma. A y B deciden ser abstemios, lo cual supone a menudo una sabia determinación, y a veces incluso necesaria. Si A y B actúan a partir de un criterio que les parece correcto, no hay nada que objetar. Pero, consideremos ahora que A y B unen sus esfuerzos con el fin de lograr la aprobación de una ley que obligue a C a ser abstemio a fin de beneficiar a D, quien a la sazón tiende a darle demasiado a la botella. No habría aquí coacción sobre A y B. Ellos siguen su propio juicio, y parecen muy complacidos. Tampoco se diría que existe coacción sobre D. Como la cosa no va con él, se sustrae del asunto. La coacción se ejerce en su totalidad sobre C. Y la pregunta es obvia: ¿quién es C? Es el hombre que consume bebidas alcohólicas con moderación, que hace uso responsable de su libertad, que no ocasiona querellas públicas y a nadie molesta. Nuevamente, encontramos aquí al Hombre Olvidado. Y tan pronto como reparamos en él caemos en la cuenta de que representa justamente el tipo de individuo que debería servirnos de ejemplo.
Notas
{1} George Mortimer Pullman (1831-1897), célebre empresario norteamericano del sector de la ingeniería, fue fundador de la Pullman Palace Car Company e inventor de los coches-cama que reciben su nombre, además de patentar vagones-salón de lujo y vagón-restaurante. Junto al arquitecto Solon Belam construyó una ciudad entera –Pullman City, hoy parte de Chicago, Illinois– con cerca de 1.500 viviendas para los empleados de la compañía, en la residían unas 8.000 personas, y contaba con centros comerciales, una biblioteca, parques, un teatro, un hotel, un banco y una iglesia. En Pullman, todo era propiedad de la Pullman Company. Una serie de conflictos laborales, que desembocaron en la huelga de 1894, terminó con el sueño de Pullman y su vagón-ciudad.
{2} Louis Menand, El club de los metafísicos. Historia de las ideas en América, Destino, Barcelona, 2002, p 309. Cf. la recensión de este libro: Fernando Rodríguez Genovés, «Una historia intelectual de Estados Unidos» en "Blanco y Negro Cultural", Suplemento cultural del diario ABC, Madrid, nº 562, 2 de noviembre de 2002.
{3} Cf. la siguiente fuente: http://cepa.newschool.edu/het/profiles/sumner.htm
{4} La fuente original de este texto, titulada «On the case of a certain man who is never thought of», comprende el capítulo IX del libro de G. W. Sumner: What social classes owe to each other (1911). El contenido completo del volumen está disponible en la Online Library of Liberty, meritorio sitio de la Red creado y mantenido por la Liberty Fund. Inc, que pone a disposición del lector un fondo editorial muy valioso, principalmente en relación a autores y temas próximos al pensamiento liberal. Como responsable –y culpable– de la traducción, deseo expresar aquí mi agradecimiento a Vicente Miró y Fuensanta Molina-Niñirola por su generosa ayuda en su realización. Cualquier error o incorrección, sin embargo, que pueda advertirse en la presente versión deberá siempre achacarse a quien la firma.
{5} «social doctors» en el original.
{6} Véase. «VI. That he who would be well taken care of must take care of himself.»