Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
publicada por Nódulo Materialista • nodulo.org
El Catoblepas • número 37 • marzo 2005 • página 2
Texto publicado por la revista La Clave,
en su suplemento Especial 200 claves (febrero 2005)
De poco sirven los análisis o las críticas. El término cultura sigue creciendo en prestigio dentro de la jerarquía de los valores democráticos. No en vano el artículo 44.1 de la Constitución de 1978 encomendaba ya a los poderes públicos promover y tutelar el acceso a la cultura, a la que todos los ciudadanos tienen derecho. Es cierto que los Padres de la Patria no se dignaron indicarnos de qué cultura se trataba. ¿Acaso se refirieron premonitoriamente a la cultura maya, al menos para los ciudadanos procedentes de la inmigración hondureña o guatemalteca? ¿Acaso se refirieron a la cultura islámica, al menos para los ciudadanos o aspirantes procedentes de la inmigración marroquí o turca? ¿Acaso se preveía el acceso a la cultura vasca o a la catalana, al menos para los ciudadanos de las comunidades autónomas respectivas?
El prestigio de la cultura dimana ante todo, al parecer, de fuentes étnicas o nacionales (de naciones étnicas). En ellas sopla el Espíritu del pueblo, la versión moderna del antiguo Espíritu Santo, que regalaba sus dones a los hombres elevándolos por encima de su condición meramente natural. Pero lo que el Espíritu del pueblo inspiraba a las naciones era su cultura. Y sólo cuando una cultura nacional (una nacionalidad étnica) hubiera sido revelada –dijo Juan Teófilo Fichte– podría constituirse un Estado legítimo, el «Estado de cultura» (no ya el «Estado de derecho», o el «Estado de bienestar»). La lección de Fichte la han aprendido bien algunos gobiernos de comunidades autónomas que saben ha de comenzarse por fundar una cultura nacional propia (catalana, vasca, galaica... acaso berciana o vadiniense) para reclamar a continuación un Estado soberano (el Estado catalán, el Estado vasco... o el Estado vadiniense).
La gran ventaja del prestigio creciente de las culturas nacionales (o de las nacionalidades culturales étnicas) es que ellas permiten reconocer el máximo respeto a las más «vidriosas» costumbres o normas religiosas o morales (desde el vudú hasta la poligamia, desde la inmolación hasta el infanticidio, desde el sador hasta el burka) por su condición de contenidos de una cultura. Una práctica religiosa quedará legitimada automáticamente, en una sociedad pluricultural (sin necesidad de entrar en engorrosos debates teológicos) simplemente porque es «cultura». De otro modo: una práctica religiosa «se pone en valor» cuando se subsume en una cultura, a la manera como las acciones de una empresa media «se ponen en valor» cuando logran cotizarse como valores de la bolsa (¿quién hubiera pensado Müller-Freienfels, que fue el que inventó, hace ya muchos años, la Wertsetzung, traducida por la expresión bárbara «poner en valor», hoy también en alza?).
La otra fuente del prestigio de la cultura no mana exclusivamente de fuentes étnico-nacionales, sino más bien de fuentes «espirituales». Los ministerios de cultura –pero también las consejerías de cultura o las concejalías de cultura– se ocuparán de conservar y promover esta «cultura espiritual», cuyos valores más altos pueden tener nombres como los de Cervantes, Mozart o Velázquez. Pero la razón por la cual Mozart (que Mao devaluó como «música burguesa») será «puesto en valor» no será otra sino la condición cultural de sus sinfonías o de sus conciertos. Como si el valor de la sinfonía 25, pongamos por caso, derivase de su condición cultural, cuando es la «cultura» la que recibe su valor por albergar en su reino a la sinfonía 25. ¿Acaso la silla eléctrica no es también cultura, y alta cultura civilizada, por cuanto supone el control de la energía eléctrica?
El prestigio de esta cultura espiritual, que es internacional sin dejar de ser nacional, es el que inspiró, hace todavía pocos años aquel sorprendente binomio de las «fuerzas del trabajo y fuerzas de la cultura» («Fuerzas de la cultura asaltan el Rectorado de Barcelona», era un titular de un Mundo Obrero de los años 50). La expresión «fuerzas de la cultura» está en desuso, como lo está la expresión, habitual hace años, «la culta señorita». Pero simplemente porque es suficiente decir «cultura», sin necesidad de apelar a las fuerzas ni a las señoritas. Cuando la prensa de nuestros días informa sobre una boda principesca, o sobre una recepción palaciega, dirá obligadamente (después de señalar que asistieron ministros, parlamentarios, presidentes de autonomía, empresarios, banqueros...): «también estuvo representada la cultura.»