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El Catoblepas, número 36, febrero 2005
  El Catoblepasnúmero 36 • febrero 2005 • página 7
La Buhardilla

Deliberación, trato y contrato

Fernando Rodríguez Genovés

Réplica al artículo de opinión Democracia deliberativa, en serio,
de Félix Ovejero Lucas (El País, 30 diciembre 2004){1}

El pasado 30 de diciembre de 2004, leo con interés en esta sección{2} el artículo titulado Democracia deliberativa, en serio,{3} del que es autor el profesor de Ética y Economía de la Universidad de Barcelona, Félix Ovejero Lucas. Comoquiera que el mencionado escrito contiene un encendido elogio de la discusión intelectual, la participación política y el debate de ideas, y apelando asimismo al «compromiso deliberativo», así como a su buena disposición –junto a la mía– para con dichos objetivos, me tomo la libertad de proponer aquí unas reflexiones críticas sobre su contenido. Considerando, igualmente, que la idea de la democracia deliberativa allí defendida sólo es posible cuando se garantiza la igualdad de oportunidades de todos los ciudadanos para ejercitar el debate –la antigua isegoría–; partiendo, también, de que sólo es dado superar la «desigual capacidad de influencia política» cuando no existe «trato especial» para ningún colectivo o persona; y aceptando, en fin, que aspiramos no sólo a una democracia deliberativa en serio, sino, además, de facto, no me resisto, en consecuencia, a compartir este espacio público a fin de contrastar nuestros puntos de vista con espíritu abierto y constructivo.

Es cosa notoria la defensa pública, académica e incluso oficial{4} de los postulados del republicanismo, conocido también en estos últimos tiempos como ciudadanismo, una rotulación que, al contrario del profesor Ovejero, a quien esto escribe se le antoja todavía más «indigesta» que la anterior, más que nada por tratarse de un término asaz cacofónico y que se le repite a uno a poco que lo pruebe. De ningún modo es ésta la principal causa de discrepancia o desacuerdo con lo que sostiene en su texto. Aunque sí, vale decir, su pretexto. Ocurre que la circunstancia que acompaña la nueva celebración de la democracia deliberativa viene a cuento de que el actual presidente del Ejecutivo, Rodríguez Zapatero, [presumiblemente] la encarna al habérsela tomado en serio en sus actuaciones públicas, sancionando así una innovadora manera de oficiar la práctica política del trato y el contrato.

No cabe duda de que el profesor Ovejero forma parte del grupo de ciudadanos que no se siente defraudado por el proceder del Presidente ni por el compromiso asumido de atenerse con rigor al contrato que firmó simbólicamente con los electores el 14 de marzo de 2004 y que ha quedado materializado en los procedimientos distintivos de su tratamiento de los conflictos. Si no he entendido mal el desarrollo de la argumentación expuesta, el contrato inherente al «compromiso republicano» –o ciudadanista– de Rodríguez Zapatero puede considerarse cumplido dada su forma de tratar a los poderes fácticos –verbigracia, Iglesia y banqueros–, a las «minorías culturales» y a los nacionalistas. Consideremos estos tres muestrarios.

¿Cómo reconocer un talante deliberativo? Respuesta: «Ningún ciudadano puede verse sometido a la voluntad de ninguna institución cuyo fundamento último –por más remoto que sea– carezca de legitimidad democrática.» Por los ejemplos que acompañan a esta declaración, todo apunta a que la Iglesia católica y el poder económico («el banquero de turno») son tenidos como paradigmas de instituciones afectadas por un destacado déficit democrático, habituadas, por lo visto, a ser tratadas con reverencia y sumisión en el pasado, y a las que hoy habría que poner en su sitio. ¿De qué manera? Pongamos por caso que incordiando a los obispos o dejando a los medios de comunicación vinculados a éstos fuera del séquito periodístico que acompañó al ministro de Asuntos Exteriores en una reciente gira al Oriente Próximo, así como no plegándose a la exigencias de la Banca –léase, la Caixa catalana– para efectuar cambios legislativos espurios. Dejemos de lado la ranciedad de un republicanismo –o ciudadanismo–, autoproclamado como prototipo de lo moderno y del estar a la última, el cual, como si no pasaran los años ni las generaciones, continúa encastillado en un modelo referencial de poder fáctico, tipo viñeta de semanario humorístico del siglo pasado, fijado en la imagen del obispo y el banquero, la sotana y la chequera; el uno, con rosario en la mano, el segundo, con el puro en la boca, ambos orondos. Dejémoslo, y preguntémonos algo, sin duda, más serio: ¿representa una muestra de mayor calidad democrática y de «justicia de sus decisiones» que un Gobierno ataque la «desigual capacidad de influencia política», desairando a la Conferencia Episcopal y escuchando antes la voz de los pobres que la de los banqueros (¡qué idea de la política más antigua!), para pasar a dejarse tutelar por una nueva minoría catalana independentista, con poco más de 60.000 votos en el conjunto del cuerpo electoral nacional, no ya para proponer «cambios legislativos» cualesquiera, sino de rango estatutario y aun constitucional, nada menos, o bien ceda a la presión de los sindicatos, desautorizando incluso al ministro de Economía, a la primera de cambio?

«Otro ámbito en donde el temple deliberativo se calibra es el trato con las reivindicaciones de lo que sin mucha precisión se da en llamar "minorías culturales"». Veamos. Para el profesor Ovejero todas las reivindicaciones de no importa qué colectivo deben ser en principio consideradas, para hacerlas pasar a continuación por la prueba de la deliberación –que vendría a ser algo así como la prueba del algodón– y lanzadas al ruedo de la discusión pública. Buen talante. Mas lo que no se tiene aquí en cuenta son las «patologías de la deliberación» (Susan C. Stokes){5}, a saber: que muchas políticas de gobierno son mediatizadas por la intervención de predilectas elites o por «comités de expertos» sobreactuantes y sobredimensionados, los cuales difícilmente pueden recoger el «interés general», aunque acaso sí la voluntad general rousseauniana. Lo mismo podría decirse sobre la irrupción en la escena pública de grupos de presión y fuerza, que merced a ruidosas habilidades convierten en pocos días o meses una reclamación particular en una cuestión de Estado, propensa a dispensar forzosamente «concesiones especiales».

Afirmar que en una democracia deliberativa todas las voces valen lo mismo supone olvidar el factor del volumen de la emisión y la ayuda poderosa que otros poderes fácticos privilegiados les prestan. Además, ¿no comportarán sus postulados un cierto flirteo en la práctica con la democracia directa o el mandato imperativo? Hace pocas semanas hemos escuchado encomios sin fin a raíz de la comparecencia en la Comisión de Investigación del 11-M de determinadas asociaciones ciudadanas, una de cuyas portavoces amonestó y aun recriminó públicamente su proceder a los miembros del Parlamento, o a algunos de ellos. ¿Supone esto un reconocimiento del pionero espíritu republicano y federalista norteamericano que proponía hace siglos otorgar a los ciudadanos el derecho a dar instrucciones a los representantes, y, que por cierto, fue rechazada en la primera sesión del Congreso estadounidense? Remontémonos todavía más atrás: «Los griegos –apunta Giovanni Sartori en ¿Qué es la democracia?–llegaron rápidamente a una concepción legislativa del derecho que permitía al demos hacer y deshacer las leyes a su gusto y, en tal modo, el gobierno de las leyes refluía, desvaneciéndose, en el gobierno de los hombres.»{6} Pues bien, atentos ahora a la reflexión de republicanos eminentes, como J.-J. Rousseau. En la «Dedicatoria» del Discurso sobre la desigualdad entre los hombres, el ciudadano de Ginebra recuerda cómo se arruina una democracia por «los proyectos interesados y mal concebidos y las innovaciones peligrosas que finalmente perdieron los atenienses, [...] [dado su] poder de proponer leyes nuevas según su fantasía.»{7}

He aquí, finalmente, el último argumento del profesor Ovejero: «Un tercer ámbito de ejercicio de la deliberación es la relación con los nacionalistas». Es, en verdad, cosa extraordinaria comprobar cómo gran parte de la izquierda española reniega del nacionalismo nominal para acabar comulgando sin rebozo con el [nacionalismo] fáctico, sea independentista o socialista, o precisamente por serlo y no algo distinto. ¿En qué quedamos, pues? Nueva respuesta: «La democracia deliberativa, algo menos solemne que la famosa tríada revolucionaria, también sirve como fuente de inspiración de diversas propuestas. Modestamente, invita a no ceder ante los poderosos porque lo sean, ni ante aquellos que reclaman tratos privilegiados»{8}. Pues bien, el actual Gobierno de España se mantiene e el poder con los apoyos parlamentarios de nacionalistas, comunistas, independentistas y regionalistas, mientras desprecia el trato y el contrato con el primer partido de la oposición. ¿Se ha deliberado suficientemente a la hora de tomar semejantes decisiones? Mientras esto escribo (2 de enero de 2005), tengo a la vista el titular de portada de este diario: «Zapatero no negociará con Ibarretxe pero acepta el debate en el Congreso.»{9} Según escribe el profesor Ovejero en el artículo que comentamos, la legitimidad democrática de una institución se reconoce porque «ha de estar dispuesta a que sus tesis se sometan al escrutinio público». Sea. Pero, ¿no supone tal cosa converger de hecho con la genérica máxima nacionalista según la cual todo pueblo tiene derecho a elegir su futuro? Aún hay más: antepone la «bondad» de la deliberación a la interesada negociación. Sea también. Pero, ¿y si una de las partes no quiere deliberar ni negociar? ¿Significa esto que el presidente Zapatero, fiel seguidor del doctrinario deliberativo, aceptará en su próxima cita con el lehendakari Ibarretxe un referéndum para la autodeterminación del País Vasco, a pesar de todo, y luego otro más para Cataluña, no se vayan a romper los principios deliberativos de la igualdad y la imparcialidad, aunque sean a la manera asimétrica?{10}

Notas

{1} Como era de esperar, enviada a dicho diario para su publicación, la réplica fue rechazada. Ahora, bajo el techo protector de esta sección abuhardillada, puede ver la luz pública.

{2} Me refiero, claro está, a la sección Opinión del diario El País. Salvo con alguna pequeña corrección o cambio de estilo, que en nada alteran su sentido y contenido, el artículo lo reproducimos aquí tal y como fue remitido en su día a la Redacción del periódico madrileño. Así pues, las notas aquí adjuntadas han sido incorporadas al texto expresamente para la presente edición.

{3} Para el caso de que haya algún improbable lector de esta Buhardilla que sea a la vez suscriptor digital del diario en el que apareció originalmente el artículo objeto de esta réplica, recordarle que puede leerlo en su fuente de origen...

{4} Quiere decirse: gubernamental.

{5} Véase Susan C. Stokes, «Patologías de la deliberación», en Jon Elster (compilador), Democracia deliberativa, Gedisa, Barcelona 2000, págs. 161-181.

{6} Giovanni Sartori, ¿Qué es la democracia?, Taurus, Madrid 2003, pág. 222.

{7} «A la República de Ginebra», en «Sobre el origen y fundamentos de la desigualdad entre los hombres», en Discurso sobre el origen y fundamentos de la desigualdad entre los hombres y otros escritos, Tecnos, Madrid 1987, pág. 99

{8} En congruencia con esta declaración, amablemente invito al profesor Ovejero a que «modestamente» suspenda de inmediato sus colaboraciones con el Grupo Prisa, para así dejar de asociarse con los «poderosos», aunque –o precisamente porque– sean de los suyos. Por mi parte, el acto de enviar la réplica a la Redacción del «Diario Independiente de la Mañana» no expresa el irrefrenable deseo de alcanzar un «trato privilegiado» (¿qué clase de distinción sería ésa?), sino, más bien, el propósito de poner una vez más a prueba la facticidad y validez, la presumida y presuntuosa bondad práctica, de la denominada «democracia deliberativa», esgrimida alegremente por algunos, y que, finalmente, se queda en lo que es y siempre fue: una sospechosa y fútil doctrina de raíz escolar y curricular que, inflándose como una pomposa burbuja de aire e inflamándose de virtuosismo multifuncional, llega a contaminar, y aun envenenar, la atmósfera pública. Esa circunstancia nefasta es posible percibirla, por ejemplo, en algunas figuras políticas de diseño posmoderno, pero con responsabilidades de gobierno, que asimilan las lecciones de filosofía política impartidas en sesiones vespertinas por académicos e intelectuales orgánicos de salón y de cátedra funcionarial no tanto con el objetivo de facilitarles una gobernación efectiva y prudentemente, sino para tomar la sociedad abierta como campo de maniobras sobre la que ejecutar operaciones constructivistas –y, a la postre, deconstruccionistas–, desde la arrogancia y fortaleza artificial que les procura a unos y a otros el actuar desde las esferas del Gran Poder, presuntamente a favor de los tenidos por débiles o –expresión de moda– afectados en abstracto, quienesquiera que sean éstos. Es importante señalar, por último, que esta clase de comportamiento no siempre es tan frívolo y baladí como parece. Algunos de los intelectuales impulsados por dicho doctrinario, autocalificados, para mayor sorna, de progresistas –será como consecuencia de haberse apropiado previamente, «modestamente» y en exclusiva, de la virtù, o sea, de esa prodigiosa virtud política que permite virtualmente inmunizar al «agente» de todo error o abuso, aunque siga la traza de Robespierre–, empiezan y acaban siendo, en efecto y después de todo, nada más que profesores muy imprudentes metidos en situaciones muy comprometidas, pero a menudo también sucede que muchos de ellos terminan nada menos que engrosando la larga lista de «pensadores temerarios» (Mark Lilla).

{9} El País, 2 de enero de 2005.

{10} La secuencia de los hechos que siguen al presente artículo son conocidos por el lector suficientemente informado de la situación política en España. Pero vienen a ser, en síntesis, los siguientes: el presidente del Ejecutivo, José Luis Rodríguez, recibió, en efecto, al señor Ibarreche en La Moncloa, rechazó rotundamente cualquier tipo de negociación sobre el plan del lendakari con el tripartito vasco, aunque no se cerró a la posibilidad de negociar otros planes rupturistas con los suyos (a saber, socialistas vascos y catalanes; o sea, Plan Guevara-López y Plan Maragall) y, a la sazón, con nuevos y viejos aliados: previsiblemente, Batasuna (y, por tanto, ETA) y el tripartito catalán (de hecho, el líder independentista catalán Carod-Rovira ya allanó el camino merced a la célebre entrevista de Perpiñán con dirigentes de la banda terrorista). Acaso sea ésta una materialización de las bondades de la «democracia deliberativa», pero créase que tiene críticos. Para algunos de éstos, semejante comportamiento gubernamental denota simple incoherencia y/o debilidad. Para otros, tamaño movimiento de acción partidista –aparentemente ambiguo y atribulado, aunque manifiestamente «interesado»–, responde, en realidad, a una estrategia perfectamente deliberada, ciertamente, muy contractualista, y aplicable según se trate.

 

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