Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
publicada por Nódulo Materialista • nodulo.org
El Catoblepas • número 35 • enero 2005 • página 7
El fenómeno masivo de la inmigración, pero, sobre todo, el crecimiento de las sociedades abiertas, contribuyen a la pujanza de la multiculturalidad, pero también de su fatal secuela ideológica: el multiculturalismo. He aquí un producto doctrinal que contraviene los principales postulados éticos; entre otros, el de la reciprocidad
¿Cómo lo llaman? Multiculturalismo... Mire, eso es una absoluta majadería. Mi opinión es que si un hombre lía el petate y se marcha a otro país, tendrá que hacer alguna concesión a ese país.
V. S. Naipaul
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Multiculturalismo y democracia liberal
Millares, millones, de inmigrantes procedentes de los países más lejanos del planeta acuden a Europa en busca de una nueva tierra prometida. Muchos vienen en son de paz, para ganarse la vida con su esfuerzo y trabajo, beneficiándose de –mira por dónde, algo tendrán– las sociedades abiertas todavía vigentes en el viejo continente, de sus oportunidades y ventajas, de las que no carecen aquéllos o están muy mermadas: por ejemplo, el régimen de libertad económica, de movimientos humanos y de capitales y los valores democráticos. Otros, aterrizan al objeto de extender los circuitos de delincuencia a nuevos espacios «vírgenes» donde actuar, en muchos casos surgiendo del frío y de la estepa, y confiando siempre en aprovecharse del clima benigno y del viento del oeste, así como del talante liberal que exhiben nuestras sociedades occidentales, malgré tout. Semejante situación es sentida por una parte de sus habitantes con un vago sentimiento de vergüenza y un punto de culpabilidad, lo que hace que a menudo no sepan valorar lo que tienen y se ha ganado con siglos de trabajo y esfuerzo. Otros, en fin, se acercan a nosotros con vistas a realizar prácticas de terrorismo, sirviéndose asimismo para ello de la debilidad, la tolerancia y la buena disposición que ostentan las políticas de apaciguamiento y el multiculturalismo realmente existentes –junto al sentimiento de culpa, antes aludido– en la mayoría de naciones de la vieja Europa.
Llegan los de más aquí y los de más allá desde culturas asentadas en religiones, costumbres y concepciones del mundo muy diversas y distantes entre sí; con unas pautas de comportamiento tan variadas como, en algún caso, muy poco variables y aplicadas, poco dispuestas a la adaptación y a la aclimatación cultural. Esta circunstancia determina, obviamente, que los efectos de integración de las personas que provienen de muy diferentes lugares, con desiguales propósitos y con dispareja disposición, ofrezcan una gran variedad. Los hay que acuden a los nuevos destinos con espíritu constructivo e inclinados a la integración y a la asimilación social y cultural en el seno de las comunidades de acogida. Hay quienes, yendo de paso, se limitan a batir el territorio, hacer caja y largarse raudos una vez el territorio está «quemado», para a continuación marcharse a la búsqueda de nuevos objetivos. Y definitivamente, quienes, dejando para los pobres el desembarcar en nuestras costas en patera, aterrizan cómoda y directamente en el aeropuerto, allegándose así a unas ciudades modernas –que, en el fondo de su corazón palpitante, detestan– con el heroico y misericordioso encargo de desintegrarlas, y algunos de ellos incluso a desintegrarse literalmente en el empeño. He aquí una peculiar manera de entender la asimilación, la ósmosis con el entorno.
¿Cómo afrontar estos hechos desde las sociedades receptoras? Existen dos grandes modelos de respuesta: la muticulturalista y la democrática-liberal. Para el multiculturalismo, basado en prontuarios igualitaristas y comunitaristas, todas las culturas son equiparables, pero al mismo tiempo y paradójicamente, inconmensurables entre sí; tienen el mismo valor por el hecho de ser, y a fin de que sigan existiendo, promulga unas políticas proteccionistas generalistas, que incluso exigen a las autoridades públicas que las protejan, fomenten y subvencionen, sin otras reservas ni discriminaciones que no sean las denominadas «positivas». Para la perspectiva democrática-liberal, en cambio, inspirada en principios y valores de equidad ponderada, de fomento de la excelencia individual y de la preeminencia incontestable de la libertad individual, por delante de bienes y beneficios de cualquier otra clase, las culturas fácticas no se confunden con el ideal de la civilización, de la misma manera que las libertades no significan lo mismo que la libertad, ni las masas humanas pueden ahogar jamás al individuo humano soberano. En todo caso, las culturas se miden no por su naturaleza o esencia sino por su grado de viabilidad práctica, por los efectos que acarrean en la existencia de las personas; en la medida, vale decir, en que no obstaculizan o impiden el libre y espontáneo ejercicio de los fines de los individuos. Para una concepción liberal de la cultura, no pueden aceptarse culturas «puras» o incivilizadas, ni aquellas ajenas al examen criterial del mérito, la jerarquización y la crítica permanente.
De entre esta multitud trashumante y migratoria, se encuentran muchos musulmanes insatisfechos y desesperados de la vida que tienen por delante en sus propios países, allí donde el reloj de arena del desierto y el de la Historia se han parado hace siglos. Miran hacia Occidente con el fin de encontrar empleo y seguridad material, un presente y un futuro viables, mientras muchos de sus compatriotas, gobernantes y líderes se vuelven hacia el pasado, casi todos, orientándose hacia Oriente, en dirección a la Meca, a la hora de las plegarias, varias veces al día, al objeto de encontrar así guía espiritual. El considerable volumen de personas que están siendo empujadas en las últimas oleadas migratorias, las evidenciadas dificultades de integración que han mostrado las comunidades islámicas asentadas en ciudades de América y Europa y, muy en particular, el hecho de que los atentados terroristas del 11 de septiembre de 2001 en EEUU y los del 11 de marzo de 2004 en España fueran perpetrados por musulmanes asentados en suelo americano y europeo, después de haberse movido a placer por ambos continentes, preparando y planificando el ataque, son circunstancias que exigen un nuevo planteamiento del fenómeno de la inmigración, especialmente del islámico, así como una revisión de las teorizaciones liberales, y no liberales, sobre el multiculturalismo y el futuro de la democracia. Urge constatar, en primera instancia, la siguiente evidencia: las instituciones musulmanas no son lo que parecen ser demasiado a menudo.
En el breve y conocido ensayo, casi un manifiesto, de Giovanni Sartori (La sociedad multiétnica. Pluralismo, multiculturalismo y extranjeros) publicado en 2001, quedaron ya expuestas con extraordinaria lucidez y concisión las circunstancias que han generado el advenimiento de un fenómeno migratorio brusco e incontrolado en una Europa cada vez más en retirada y huérfana de principios, que fusiona y confunde peligrosamente el mestizaje, el maquillaje y el tatuaje. He aquí una muestra de las peligrosas consecuencias que está suponiendo el llamado «multiculturalismo» en el seno de las sociedades occidentales, democráticas, multiétnicas (en las otras, el multietnicismo simplemente no supone problema en absoluto, porque practican el etnicismo puro sin miramientos, avalado por su tradición cultural), un peligro no sólo centrado en problemas de convivencia y calidad de la democracia sino en la misma supervivencia de la democracia. Tanto es así que en las circunstancias actuales más que de movimientos migratorios cabe hablar de auténticas incursiones. En el caso particular de los musulmanes, la principal problemática que plantean a los países occidentales gira en torno a la opción entre la integración y el integrismo. Un conflicto profundo de lealtades, renuncias y asimilaciones derivado de raíces religiosas, y culturales, que es preciso dilucidar y enderezar.
Siendo, sin lugar a dudas, la civilización occidental superior económica, política y moralmente a las restantes del mundo, y siendo la democracia liberal la estructura política que mejor puede afrontar los retos de la historia en la era del declive de las ideologías reinante, resulta llamativo que ambas categorías –«civilización occidental» y «democracia liberal»– se encuentren desde hace décadas en posición defensiva, es más, acorraladas, intimidadas e infamadas por la ofensiva de doctrinarios dogmáticos y rabiosamente reaccionarios, como los representados, entre otros, por el denominado «multiculturalismo». O sea, por un totum revolutum, un revoltijo de lugares comunes, pensamiento único y corrección política muy burdos, esgrimidos por una especie de colectivo de indocumentados que paradójicamente aspira a representar, sin vergüenza alguna, a los sin tierra y a los sin papeles.
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Viajes de ida y vuelta
Que la civilización mediterránea ha significado, desde antiguo, una entidad culturalmente superior a la barbarie del Norte, es cosa probada merced a la constatación de un hecho inapelable: los bárbaros no conocían más que la cultura de la guerra, la violencia y el botín. Además, vinieron ellos al encuentro –al choque– con los habitantes de las riberas del Mare Nostrum, y no al contrario. En ningún caso, es imaginable que los fenicios, los antiguos griegos y romanos anhelasen conquistar poblados –es un decir– de Laponia o de las Highlands del Norte, e instalarse allí tan campantes y tan frescos: Julio Cesar no llegó tan lejos, pero igualmente lamentó pasarse de la raya, o mejor, de la linde o el paralelo.
Con frecuencia, para no perder el norte, basta con no perder de vista la dirección de los movimientos de masas desplazadas, exiliadas, emigradas o en busca de refugio, para comprender por dónde soplan en cada momento los vientos de la civilización, el bienestar y la libertad. A la Alemania nazi, la España franquista, los regímenes comunistas, las dictaduras, la Cuba castrista, los países diezmados por las guerras tribales, el hambre y la pobreza, no se acude –dirección contraria– en busca de libertad y bienestar. De estos sitios se sale y huye. A semejantes paraísos perdidos por la ideología totalitaria no va uno por las buenas, sino, por lo común, actuando en funciones de escritor «comprometido», audaz corresponsal de prensa, aventurero, misionero o simple voluntario sin fronteras. O como sospechoso huésped habitual.
Las sociedades libres, occidentales y liberales, a tenor de lo que sostiene el-pensamiento-único-realmente-existente, serían depravadas y corrompidas, pero de ellas se parte, principalmente, por motivos de negocios, ocio, turismo o por gusto de viajar, pero, generalmente, para volver a ellas; más que nada porque está legalmente permitido y porque particularmente apetece. Uno no huye de ellas por miseria, persecución o falta de libertad, con la desesperada necesidad de buscar prosperidad, por ejemplo, en Cuba, Corea del Norte o Ruanda. ¿Hace falta insistir sobre este punto?
Ciertamente, el teniente británico T. E. Lawrence sintió fascinación por los árabes y su causa, y vivió muy identificado con el modo de vida del desierto de Arabia, las costumbres de sus moradores, sus vistosas vestimentas... Mas, finalmente, retornó a la verde Inglaterra. Quién sabe las razones últimas que movieron las piernas y la cabeza de este hombre contradictorio de alma angustiada. Acaso, después de todo, sintiera añoranza –sorprendente, sin duda, pero añoranza al cabo– por el clima británico, la cerveza caliente y el pastel de riñones. El caso es que volvió para morir en su tierra. Es cosa sabida, asimismo, que la escritora Isak Dinesen –seudónimo de Karen Blixen– tenía una granja en África, donde, según propia confesión, durante los años que estuvo en el continente negro, fue inmensamente feliz. Mas, aun con ello y con todo, retornó un día a su Dinamarca natal. Durante los años sesenta y setenta, en fin, miles de jóvenes europeos, abandonando familias y estudios, e insatisfechos con la obvia sosería de la vida fácil y burguesa, se liaron la manta a la cabeza, como quien dice, y, mirando hacia atrás con ira y hacia delante con utopía, emprendieron la larga marcha a Katmandú, para acabar volviendo pocos años después, más delgados y pálidos que antes de su partida, a casa, o sea, a las bostezantes ciudades de Birminghan, Hamburgo o Pontevedra, por citar tres casos al azar, cumpliendo así el expediente y escribiendo un capítulo más en el inmemorial ciclo, ritual y sagrado del eterno retorno.
¿Y qué decir de Jean-Jacques Rousseau? Elevó a categoría filosófica el mito del buen salvaje, escribió un potente discurso contra las ciencias y las artes, contra los vicios de los europeos moralmente arruinados por el lujo y la disolución de las costumbres, contra la fama y la notoriedad. Por todo ello adquirió pocas rentas –extremo éste que siempre lamentó de veras–, aunque sí gran celebridad –también se quejó mucho de esta circunstancia, y vive Dios que no la desaprovechó–. Viajó por Europa, sin salir de ella, mientras reprendía y sermoneaba a los ociosos privilegiados en cuyas mansiones era acogido, y su disgusto se tornaba cólera contra ellos en el momento en que lo despedían por haragán, gruñón e ingrato. Siempre le quedaba la campiña francesa para dar paseos y consagrarse a la ensoñación solitaria.
Otro acalorado del mito del buen salvaje, Paul Gauguin, dejó atrás, en París, familia y amigos, la decadente Europa burguesa, para buscar el edén en Tahití, donde, en efecto, encuentra ociosidad y grandes placeres del cuerpo y del alma, pero también enfermedades, hambre, miseria y muchos disgustos. No es un emigrante: no envía dinero a casa, lo pide insistentemente. Occidente es para morirse de asco, pero en los mares del Sur intenta casi todo sin éxito, incluso suicidarse sin compasión con arsénico; finalmente, cuando planeaba volver a Europa, la morfina le asegura el pasaje al largo viaje. También podríamos referir aquí otros casos, otras aventuras, como la del capitán James Cook y el resultado de su convivencia con los nativos de las islas Hawai... Pero dejémoslo aquí.
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Bienvenidos y mal hallados
Efectivamente, la hospitalidad no es siempre bien correspondida. Tampoco la pauta de una conducta definida por la reciprocidad. Y justamente por motivos de hospitalidad, correspondencia y reciprocidad –o de su ausencia– provienen la mayor parte de los problemas ocasionados por la inmigración, la extranjería y la convivencia presentes en las modernas sociedades democráticas multiétnicas. En esta situación, las nociones de tolerancia y respeto han sufrido un serio quebranto, casi diría que han sido bastardeadas, o incluso más, profanadas, hasta el punto de hacerse irreconocibles con respecto a su sentido originario y genuino. Hoy se habla sin empacho de derechos de los emigrantes, de los ciudadanos, en general, de la Ciudadanía, del Civismo, pero poco o nada de deberes. Y la simple referencia a este asunto, suele despacharse a menudo mediante el recurso acusador e incontestable de «racista». Y ahí se acabó la discusión. (Racismo: ¿otra palabra transfigurada en palabra-comodín?, ¿otra palabra-trampa?). He aquí un método expeditivo que en la práctica dificulta que pueda articularse y divulgarse relajadamente el planteamiento básico y esencial del asunto, a saber: no es la inmigración el problema ni un inconveniente en sí mismo, sino que, por el contrario, constituye un fenómeno que enriquece la constitución y crecimiento de las sociedades libres y abiertas. Piénsese si no, cómo se hizo América. El problema social, el conflicto político, el choque cultural, vienen como consecuencia de la irrupción de determinadas políticas antisistema, radicales, suicidas e irresponsables que se adoptan al efecto; la expansión de determinada teología de la inmigración que altera y debilita en la práctica el entramado legal y el modelo de vida cívico en las sociedades abiertas; de la extensión del multiculturalismo como actualización, junto a otras doctrinas corporativas y comunitarias, de los viejos y caducos colectivismos aflorados al calor del odio y el resentimiento contra la civilización occidental.
Hay colectivos de inmigrantes, muy laboriosos y pragmáticos, que asumen y se aplican resueltamente a las obligaciones ciudadanas y constitucionales de las sociedades de acogida. Muchos de sus miembros participan activamente en su desarrollo y engrandecimiento, sumándose junto al resto de la población a un mismo espíritu de lealtad constitucional; o incluso mayor, en señal de gratitud. De bien venidos, es ser agradecidos. He aquí una muestra notoria de una actitud honesta y estrictamente virtuosa, inspirada en los principios morales de la lealtad, la correspondencia y la reciprocidad. Tal actitud es fácilmente reconocible –con las obvias excepciones de rigor– en la población inmigrante de origen asiático, también en la procedente de países que padecieron regímenes comunistas en la Europa del Este, personas en su mayoría de hábitos discretos y disposiciones abiertas hacia los nuevos vecinos, y, desde luego, poco violentas o reactivas contra el sistema que les acoge: sería como morder la mano que te da de comer y te garantiza una libertad desconocida antes, o matar la gallina de los huevos de oro.
Con los colectivos islámicos la situación se transforma radicalmente. Cierto que es justo y conveniente atender al comportamiento individual de las «personas musulmanas», individualmente consideradas, pero ocurre que la misma dificultad de poder hacer esta distinción entre individuo y grupo en la comunidad islámica ya apunta al núcleo del problema, complicando su dilucidación. Parejo extrañamiento hacia el individualismo lo hallamos en muchas culturas orientales, con la sencilla diferencia de que éstas no aspiran a imponer sus modelos de procedencia en las sociedades occidentales en la que se instan, ni tienden al proselitismo, actitudes que, por el contrario, sí son patentes –y a menudo de manera harto agresiva– entre los islámicos.
Las polémicas y los conflictos surgidos a cuenta del «chador» en las escuelas públicas europeas –en Francia, muy en particular– son un ejemplo palmario de lo que decimos, pero no el único. Mientras las sociedades occidentales modernas progresan en un modelo de escuela laica, en el que la enseñanza de la religión cristiana va siendo reducida al mínimo, restándole vocación o tentación de obligatoriedad y exclusión, gracias, entre otras razones, a la propia autorregulación de la Iglesia, una buena parte de comunidades musulmanas exigen que se impartan enseñanzas de religión islámica en centros públicos con carácter obligatorio para sus creyentes –los «infieles» quedan, por principio, relegados–. Que esta promoción del islamismo, en detrimento del cristianismo, venga solidariamente acompañada por el empuje de los mismos Gobiernos nacionales europeos –señaladamente entusiastas en los casos francés y español, de Jacques Chirac y José Luis Rodríguez, respectivamente– constituye un fenómeno grotesco, «milagroso», de ángel caído, y tan patético que no podemos considerar ahora con la atención que merece.
La fatwa que condenó a muerte al escritor británico Salman Rusdhie fue propugnada por el imán Jomeini desde Irán, pero editada y proclamada por asociaciones y centros islámicos desde la propia Gran Bretaña contra un ciudadano británico. Pues bien: pocos «creyentes», muy pocos, la condenaron públicamente, dentro o fuera de los países occidentales, siempre bajo la vigilancia coactiva y amenazadora de sus comunidades de origen y sangre. El asesinato del cineasta holandés Theo van Gogh, y las amenazas de muerte de dos parlamentarios del mismo país –Geert Wilders y Ayaan Iris Ali– componen en nuestros días la lamentable actualidad de una similar presión fanática extraña que estalla en el interior de nuestras sociedades. Durante la guerra del Golfo Pérsico de principios de los años 90 del siglo XX y los más recientes conflictos bélicos de Afganistán e Irak, y, en general, en la presente guerra contra el terrorismo global, pocas, muy pocas, agrupaciones islámicas, amparadas por las libertades democráticas occidentales, condenan sin paliativos los atentados y las agresiones, mientras aprovechándose de la cobertura que éstas les brindan, gran número de ellas lanzan proclamas y manifiestos contra las bases del mismo sistema y aun en favor de los agresores. He aquí una muestra más de la asimetría y déficit de reciprocidad detectable en nuestras sociedades: en el seno de las comunidades islámicas no caben la disensión ni ningún derecho individual entre sus miembros y el cumplimiento de las leyes vigentes en el país de acogida se suele ver como una imposición ilegítima, cuando tales derechos son reconocidos universalmente, constitucionalmente, por los Estados democráticos.
Para el multiculturalismo esta circunstancia no sólo sería aceptable, sino también loable: favorece genéricamente el respeto de las identidades, de las diferencias y la diversidad, aunque individualmente ahogue o frustre las expectativas de aquellos musulmanes que aspiran a insertarse en el orden democrático de libertades; e incluso desalienta a las propias sociedades de origen a derribar las tiranías y establecer estructuras democráticas (verbigracia, las reacciones de todo pelaje contra la intervención de la Coalición en Irak para destituir a Sadam Husein en el año 2004). Por esta razón, entre otras, son muy contrarios a la globalización y beligerantes contra la mundialización. De modo que, en lugar de apoyar el fomento y la extensión de la democracia liberal, pugnan por su paralización y retroceso, a fin de que no llegue a donde no existe y para dinamitarla allí donde florece.
La nómina de países musulmanes regulados por leyes y administraciones nominalmente democráticas es muy reducida (Turquía, Indonesia, Pakistán, Egipto, Marruecos...), y casi siempre inspiradas en un dudoso ideario de aplicación a la raigambre e idiosincrasia de la cultura «propia», lo que da lugar a artefactos como las denominadas «democracia musulmana» o «democracia islámica», lo cual supone apelar a artificios tan poco convincentes como el hablar en Occidente de «democracia orgánica», «democracia popular» o «democracia vasca», pongamos por caso. Algunos países, como Pakistán o Argelia, con el objetivo de sortear, o retrasar, la ascensión islamista impulsada por aquellos que buscan acceder al poder para imponer la ley islámica como esquema de organización social y político, han recurrido a dictaduras militares con el fin de hacerles frente, evitando así un virus, pero produciendo una bacteria.
La gran cuestión para el presente y futuro de Occidente que nos va a ocupar en los próximos años consiste, sin duda, en dilucidar qué naciones representan un serio peligro para la estabilidad mundial, al objeto de corregir la anomalía, en ese empeño democratizador particular y de seguridad mundial, y con qué naciones islámicas podemos contar como aliadas leales para la paz y la estabilidad mundiales, y con cuáles no, al objeto de reestructurar y recomponer las alianzas. Exponemos aquí unas incertidumbres y unos recelos más que justificados y que no se dirigen sólo a los países islámicos. Ocurre que, en estos últimos tiempos, y en especial a raíz de los atentados terroristas del 11-S y la III Guerra de Irak, incluso dentro de la tradicional coalición occidental y de los organismos internacionales (ONU, OTAN), se han destapado comportamientos ferozmente agresivos hacia los países atacados por la vesania terrorista y indecentemente desleales hacia éstos y los insobornables aliados (a la cabeza, claro está, se han lucido con singular fulgor Francia y Alemania).
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¿Qué significa «minoría»?
¿Qué futuro hay para los países islámicos dejados a su propia dinámica, que no evolución o progreso? ¿Islamismo integrista o dictadura militar, tanto en casa como fuera de ella, consumible o exportable? Dramática alternativa, si no queda otra opción, o si es ésta la única que, en efecto, se impone en estos países obstruidos. Y verdaderamente trágica si se pretende exportar, o forzar desde dentro, a las democracias occidentales, como una consecuencia necesaria, ineludible, del multiculturalismo.
El superior problema de la convivencia pacífica y de la estabilidad en las sociedades modernas multiétnicas es, en efecto, el de la reciprocidad, tantas veces incumplida o vulnerada. Esta situación queda patente en el hecho muy frecuente de que los mismos que reclaman la condición y los derechos de ciudadanía se sienten autorizados para imponer sus peculiaridades a la mayoría social, sean o no compatibles con los principios y valores constitucionales vigentes. Una situación ésta a todas luces injusta, puesto que vulnera los principios de la igualdad ante la ley de todos los ciudadanos y distorsiona la recta dirección del Derecho. Al procurar acogerse a una arbitraria exención o excepción singular, animan a las denominadas «minorías» a guarecerse bajo el paraguas de la impunidad, a multiplicarse artificialmente, activando con esa actitud incluso actuaciones agresivas y beligerantes. No de otra estrategia sino de ésta se alimenta y crece, en su origen, la práctica terrorista: se benefician de las generosas cualidades de la ley en los países libres para vulnerarla y dañarla, y, a ser posible, destruirla. Lo que demuestra de nuevo la labor de zapa y distorsión que practican las ideologías intencional y prácticamente destructivas: empiezan por embestir contra el ámbito significativo de las palabras para a continuación apropiarse de la cosa significada.
Excepto para cualquier persona no minada por la propaganda o el pensamiento único tenido por progresista, es cosa clara que la pobreza no justifica el terrorismo. Pues bien, afirmamos ahora que tampoco la condición de minoría social legitima la violencia. Ser minoría no es equivalente a estar en minoría: lo primero es sustancial, lo segundo, accidental. Para el liberalismo, los verdaderos actores sociales y los únicos sujetos políticos son los individuos, y cada individuo representa la más perfecta minoría que se pueda concebir. ¿Cómo se puede afirmar sin cinismo que el liberalismo atente contra el derecho de las minorías, cuando para dicha doctrina los derechos son primariamente individuales y casi «sagrados»? ¿Quién no ha descubierto aún la estafa que representan muchas reivindicaciones de derechos de una «minoría social» que no buscan otra cosa que oprimir en la práctica los derechos de la «minoría individual»? ¿Es que no saben sumar dos y dos, o es que los gregarios agregados, mancomunados y soldados van siempre de cuatro en cuatro?
A la hora de afrontar conflictos de este tipo, es fácil comprobar cómo colisionan entre sí la concepción pluralista y la multiculturalista, entendiendo la segunda como derivación tergiversada o corrupción de la primera. El pluralismo liberal-democrático postula la diversidad y la diferencia cultural e intelectual como garantías de dinamismo y vitalidad individuales, y condición de existencia de las sociedades abiertas dentro de un orden social, político y jurídico. El multiculturalismo antidemocrático fomenta, en cambio, la fragmentación, en lugar de la integración; la particularidad, en lugar del individualismo; los compartimentos estancos, no los vasos comunicantes; la subcultura de la imposición y la confrontación, frente al pacto y el concierto social; la «discordia concorde», y no la «concordia discorde»; en suma, el choque de culturas y la desestabilización social y política, y, de ninguna manera, una armonía espontánea entre formas de vida e ideologías opuestas, últimamente conocida como «alianza de civilizaciones».
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Paradojas del universalismo
(y otras antinomias)
Bajo estas condiciones, varias esferas teóricas próximas a la onda expansiva del multiculturalismo quedan afectadas por la metralla ideológica. Sin ir más lejos, las tesis sobre el universalismo –proclamadas por una muchedumbre de analistas que entienden la categoría como principio absoluto (virtud absoluta), presupuesto indiscutible de la ética y la filosofía política y garantía de validez– han quedado malparadas, averiadas y en evidencia, tanto por lo que afecta a su facticidad como a su practicidad, especialmente bajo las actuales circunstancias. Pues, cabe preguntarse, ¿cómo puede el principio del universalismo sostenerse en ese lugar privilegiado de la ética y servir a la vez de condición y garantía de corrección moral –éste es, no se olvide, el ideal propugnado–, si una parte importante de naciones y pueblos de la comunidad internacional no se sienten miembros de la comunidad mundial ni dispuestos a ajustarse al principio de reciprocidad, ni, en general, a participar de los presupuestos universalistas –y éste es, algo no menos relevante, el hecho evidenciado–? ¿Qué quedaría, en realidad, del ideal universalista efectivo? La oferta de un consenso basado en presupuestos universalistas, cuando queda reducida a una opción unidireccional y particular, entra en contradicción consigo misma, y su perspectiva de futuro, muy debilitada.
Es empresa difícil promover, e imponer, el ideal universalista contra el sentimiento de la mitad o una gran parte del universo: ése fue, y es, no se olvide, el gran error, el fracaso, del jacobinismo republicano, del imperialismo antidemocrático y del caudillismo de cualquier género. Pero, puede llegar a descender hasta un caso de esquizofrenia política, con tendencias suicidas, el practicar un universalismo a escala local y el sufrir al mismo tiempo los efectos del localismo a escala universal. Es ésta una de las muchas paradojas, acechanzas y desventuras que transpiran, o se presienten, tras las consignas antiglobalización, las exhortaciones relativistas y los programas de actuación comunitaristas y nacionalistas. Hoy, en universidades, medios de comunicación y Gobiernos en activo, descuellan ideologías y creencias que se sirven de las nociones de universalismo y globalización maliciosamente, de manera particularmente ajustada a su propio provecho. He aquí un problema muy serio de reciprocidad. En principio, tan desasosegante, o más, como enviar una carta a quien tiene como norma no contestar jamás a las misivas; ser tolerante con los intolerantes; pacifista con los belicistas; paciente con los agentes; liberal con los antiliberales; dialogante con el autista político; demócrata con el antidemócrata; cortés con el grosero. Y, en fin, resulta una acción tan arriesgada y estúpida como introducir alimento a un estómago que te lo expulsa encima sin la menor consideración ni recato.
Consideremos otras paradojas del universalismo. Los universalistas tratan como fines los postulados multiculturalistas, pero éstos tratan como medios los universalistas. Los universalistas, de la corte de Habermas y Dworkin, creen que el discurso y el diálogo ofrecen las óptimas garantías para el entendimiento común de los individuos, a la vez que, superando las formas de vida singulares, apuntan hacia una «comunidad ideal de comunicación». Los muticulturalistas, al estilo de Taylor o Kymlika, defienden que todas las culturas, comunidades o naciones se entienden y se sostienen por sí mismas, remarcando así los rasgos de su singularidad, y en cuanto al postulado del llamado «patriotismo constitucional», se sienten patriotas pero muchas veces actúan contra los dictados de la constitución, o bien se benefician de las utilidades constitucionales para sustentar su patriotismo nacional (hacia dentro) y anticonstitucional (hacia fuera). Aquéllos, los universalistas, proponen un plan procedimental acordado y consentido –o consensuado–, libre de reservas y de particularidades prejuzgadas, con el que abordar los conflictos y llegar a acuerdos justos. Mientras éstos, los multiculturalistas, prefieren vivir en la reserva, para lo cual institucionalizan y prolongan los conflictos como forma de mantener encendida la particularidad, sustentando una idea de la justicia de talante autárquico y raigambre platónica de ciudad-Estado, según la cual la justicia no se materializa en el principio proporcional de «a cada uno lo suyo», sino en el más encogido y sectorial de «cada uno a lo suyo».
Los universalistas, en suma, celebran el carácter universal de los derechos individuales en los que sentirse representadas todas y cada una de las personas, desde una perspectiva moral, política y jurídica de los mismos ajustados a los principios de igualdad y legalidad. Entretanto, los multiculturalistas defienden el derecho a la diferencia frente a otras entidades o comunidades, pero practican la uniformidad dentro de la suya, al tiempo que privilegian los llamados derechos «colectivos» y/o de «minoría social» –no universales– sobre los individuales –universales–, porque los derechos, así lo entienden, se estipulan y crecen en el seno de grupos y familias predeterminadas e inmutables, también inconmensurables con respecto a otros y otras.
¿Más paradojas? El relativismo cultural justifica sin rebozo el carácter generalizador de sus principios; el multiculturalismo y el comunitarismo están persuadidos de que la razón les acompaña al sostener que el mundo entero tiene el deber absoluto de respetar las singularidades, aunque para ello la mayoría de los individuos deba plegarse a las exigencias de una corporación o agrupación minoritaria; el nacionalismo no duda en propiciar un marco mundial en el que todas las supuestas y queridas naciones adquieran el estatuto de Estados de hecho, con soberanía nacional inviolable, no importa que esto suponga la implantación en el planeta de miles de Estados con derecho a voto y veto en una virtual Organización de Naciones Unidas, más descontrolada, corrupta e ingobernable de lo que es ahora. Los ideólogos antiglobalizadores, en fin, tampoco se mueren de vergüenza (no la conocen), sino que se sienten muy seguros de sí mismos y orgullosos al emplazar a una movilización global contra la globalización..., entre otras ingeniosidades y portentos.
Las contrariedades del multiculturalismo también afectan a las religiones monoteístas, en su versión ecuménica, aunque con distinto impacto. El cristianismo practicó en el pasado una vocación expansionista agresiva, sobre todo, hasta que el advenimiento de la Modernidad, la Ilustración y su convivencia dentro de las sociedades liberales –además de, según hemos apuntado antes, su propia autorregulación– momento en el que moderó el ímpetu abarcador de su abrazo apostólico; hoy el universalismo activo que practica se ve traducido (al menos desde el Concilio Vaticano II) en la misión misionera, sin duda evangelizadora, pero desplegada de modo pacífico y ajustada a las maneras democráticas. El judaísmo, tras el Holocausto, soportando después el asfixiante marcaje y acoso de sus vecinos árabes que le tienen en estado continuo de alerta y emergencia, y el antisemitismo de todo género y lugar que no cesa, aspira más que nada a que se deje en paz a sus creyentes y a su etnia, procurando conservar íntegro y seguro el Estado de Israel. Por el contrario, y en contraste con las anteriores semblanzas, el islamismo vive agitado por las proclamas de los sectores, organizaciones y tribus nativas que patrocinan el inmovilismo y la parálisis en sus propios dominios, mientras en el exterior, in partibus infidelium, abogan, como parte de un sueño expansionista y violento, por la hostilidad, la confrontación con Occidente y la yihad.
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La crisis de Occidente
En el momento presente, todo está justificado por parte de las fuerzas expansionistas y violentas, por parte del terrorismo, a fin de arruinar (a) las sociedades occidentales y la doctrina del liberalismo que las inspira. Y «todo» significa precisamente eso mismo: todo. Desde el 11 de septiembre de 2001 la amenaza ya es una cruda y sangrante realidad. No se limita al acoso ideológico, a forzar conflictos institucionales, al «todos contra uno», a las batallas callejeras contra el sistema capitalista, a las consecuencias de recesión económica: aspira a la crisis mundial y a la expansión global del totalitarismo. Está en marcha la alianza anti-civilización occidental sellada fácticamente y con fuego por los nostálgicos del socialismo realmente existente (la vieja/nueva izquierda) y el integrismo islamista (la vieja/nueva cruzada integrista), en la que ese «todo» acechador que pende sobre nuestras cabezas o alrededor de nuestros cuellos se traduce, desde el momento en que lanzó el ultimátum a la Tierra, en el siguiente dilema: o se cede ante el desafío del totalitarismo, el terror y la barbarie o se responde con los instrumentos y los recursos de la democracia y la civilización. Como se ve, no es el Todo o la Nada, sino que el Todo, de triunfar el reto global de la Alianza de la Muerte, se traduciría en una totalitaria Nada. Las consecuencias del nihilismo.
Sin duda, en Occidente tenemos un problema. Debemos reconocer, sin tapujos, velos o chadores, que una gran crisis amenaza y atenaza a Occidente con la gravedad de una metástasis que crece desde dentro: una crisis, en primera instancia, de autoestima y de autoridad. Se le ataca de muerte y vacila, titubea, duda si tiene derecho a defenderse. La civilización occidental hunde sus raíces en el edificante aprendizaje de la duda, y ello le ha permitido crecer enriquecida por los valores de la tolerancia, el vitalismo y la libertad, pero también, y a menudo, ha ido muy lenta de reflejos en la lucha contra los dogmáticos y los fanáticos. Formados en una cultura del humanismo y la paz, los occidentales, personas prudentes y discretas, huyen de la algarada y la turba; evitan contestar a los provocadores; se dedican a sus asuntos y a sus negocios; por supuesto, son egoístas e individualistas; probablemente no se obsesionan por hacer el bien a los demás, pero por la misma razón tampoco porfían por hacerles mal; temen por su vida y por la seguridad de sus bienes; les gusta divertirse, hacer proyectos y planes para el futuro, trabajar y ahorrar, ir a las discotecas y bares; y, por encima de todo, odian la guerra, más que nada, porque les fastidia la cena con imágenes desagradables vertidas por televisión y complica las vacaciones programadas a Egipto o Túnez...
Por todo esto y más, la sociedad occidental, exhibiendo ante el mundo entero estos hábitos y valores, se revela como muy decadente a los ojos oscuros del creyente ofuscado por el ideal de la Sumisión, pero también a sectores agitados de sus ciudades y pueblos. La mayor parte de los ciudadanos europeos no comprenden del todo cómo pueden ser odiados de la manera en que se les odia, hasta la muerte. Esa es su fatal inocencia. No saben qué hacer con aquellos que les miran mal a fin de contentarles. Y es que, en verdad, nada puede contentar a los esencialmente descontentos. Se saben afortunados por disfrutar del mejor modo de vida en los mejores sitios del planeta, porque así los han querido y construido, no porque sean lugares sagrados. Así son de interesados e individualistas los occidentales. Pero, ¿por qué se sienten culpables? Otros sujetos europeos, por el contrario, comparten, al mismo tiempo, el sentimiento sumiso al Islam y el resentimiento a Occidente, y explotan de indignación anticapitalista. Mas ¿por qué éstos no se sienten culpables?
¿Será porque unos y otros sienten ser o representar la autoridad en el mundo, y deploran esta circunstancia? La autoridad (auctoritas): palabra bajo sospecha. Se ha extendido la especie de que la libertad pertenece a la familia lingüística de la debilidad, la fragilidad, la flojedad, la pusilanimidad, el aguante –no la palabra-trampa resistencia–, la contención, la paciencia, la blandura y la flacidez: una parentela en la que la autoridad sería pieza extraña y cosa inconveniente. Que esta especie la han extendido los que buscan su perdición, no hay duda de ello. ¿Cómo se ha podido ser tan ciego para no comprender que ambos términos –libertad y autoridad– se necesitan mutuamente, aunque no se atraigan?
Ningún pueblo –decía Stefan Zweig–, ninguna época, ningún hombre de pensamiento se libra de tener que delimitar una y otra vez libertad y autoridad, pues la primera no es posible sin la segunda, ya que, en tal caso, se convierte en caos, ni la segunda sin la primera, pues entonces se convierte en tiranía. (Castellio contra Calvino.)
Los hombres y las mujeres occidentales no pueden desentenderse de esta apremiante llamada, si quieren seguir siendo libres.
Occidente ha logrado vencer a la tiranía y a los totalitarismos en el pasado en varias ocasiones, en lucha permanente contra los totalitarismos, sea el nacionalismo, el nazismo o el comunismo. Por lo general, respondiendo con firmeza, con la fuerza de las armas, cuando aquéllos le declaraban la guerra y no quedaba otro remedio, como ultima ratio. Vencer ahora la amenaza de la nueva alianza antioccidental –contra el capitalismo y la economía de mercado, contra la sociedad abierta y el sistema de libertades, contra la democracia representativa y liberal–, surgida tras la nueva declaración de guerra escenificada el 11 de septiembre de 2001, representa la tarea y la responsabilidad de nuestro presente. El dramático tema de nuestro tiempo de vesania.