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El Catoblepas, número 34, diciembre 2004
  El Catoblepasnúmero 34 • diciembre 2004 • página 3
Guía de Perplejos

De los honores

Alfonso Fernández Tresguerres

Ni se han de rehuir los honores ni vivir para ellos.
Lo primero es sacrificio vano; lo segundo, locura y necedad

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Creo que no será difícil convenir en que una cosa es el honor y otra los honores, y tampoco en equiparar éstos –hasta cierto punto, al menos– a la gloria y a la fama. Menos sencillo resulta, en cambio, determinar en qué consista el honor. Después de todo, hasta entre los propios mafiosos, cuando alguien entra a formar parte de la familia, se le califica como «hombre de honor», es decir, que ser un hombre de honor dentro del grupo al que se pertenece no está reñido (así lo ven ellos) con la extorsión, el chantaje o el crimen ejercidos contra otros grupos, otras familias o incluso contra otros ciudadanos en general. El honor parece ser entendido aquí como la fidelidad a una serie de individuos y a una serie de normas, así como el estricto cumplimiento de los deberes que éstas dictan. En cambio, en nuestro teatro clásico, en el que el honor es asunto de la máxima importancia, diríase que es visto como sinónimo de respetabilidad. Del marido cornudo o del padre de doncella desvirgada sin haber recibido la correspondiente bendición episcopal, se dirá, así, que ha perdido su honor (mancha ésta que, como es sabido, sólo la sangre podía lavar). Y, ciertamente, el honor es todo eso (respetabilidad, cumplimiento del deber, fidelidad a la palabra dada...) y seguramente algunas cosas más. Algo, de todos modos (ésa es la impresión que yo tengo), bastante confuso. Y lo digo porque, en ocasiones, lo que alguien entiende por su honor no es más que pura gazmoñería, y porque, en otras, ser hombre de honor implica, precisamente, traicionar el deber que se nos impone, siempre que éste sea perverso o malvado en sí mismo (un conflicto éste muy similar, sin duda, al que plantea la dicotomía moralidad / legalidad).

Mas, en cualquier caso, permítaseme que me exima de la tarea de proseguir con estas complejas indagaciones, porque no es del honor de lo que ahora deseo hablar, sino de los honores.

Y lo primero que de ellos hay que decir es que no han de ser considerados, en sí mismos ni por principio, como directamente malos o no deseables. Aristóteles, aun cuando se niega a identificarlos con el bien supremo (porque, «sin duda, este bien [los honores] es más superficial que lo que buscamos, ya que parece que radica más en los que conceden los honores que en el honrado, y adivinamos que el bien es algo más propio y difícil de arrebatar»), los considera, sin embargo, buenos, «puesto que son placenteros y asimismo causas productoras de muchos bienes». Y similar es la posición de Espinosa, quien afirmará que: «La gloria no repugna a la razón, sino que puede surgir de ella.»

Yo nada tengo que objetar a esas opiniones, y, si acaso, añadiría que rehuir tales dadivas, así como la fama que suelen llevar aparejada, es sacrificio innecesario que en nada acrecienta nuestra estatura moral; aunque con más frecuencia aún es actitud hipócrita, esgrimida, unas veces, por alguien a quien lo único que podría hacerle célebre es su estupidez (no falta, de hecho, quien ha alcanzado fama a causa de ella), y esgrimida, otras, por quienes más hambrientos están de notoriedad: «los más ansiosos de gloria –recuerda Espinosa– son aquéllos que más claman sobre su abuso y la vanidad del mundo». Sucede como con la modestia que exhiben algunos, y que, en el fondo, no es sino una forma de pedir el aplauso: Le refus des louanges est un désir d'étre loué deux fois [«El rehusar los elogios es un deseo de ser elogiado dos veces»], decía La Rochefoucauld. Sí, yo también lo creo: con frecuencia, «no quiero honores» suele significar: «¡a qué estáis esperando!»

Ahora bien, si absurdo resulta rehuir la fama, ridículo y vano es perseguirla a cualquier precio. Y también de esto encontramos sobrados ejemplos con sólo mirar a nuestro alrededor. Algunos hay que para alcanzar sus cinco minutos de gloria (a menudo identificados, hoy día, con cinco minutos en la pantalla del televisor), no paran mientes en el tributo que a cambio han de pagar: desde exhibir en público los detalles y pormenores de su vida íntima, hasta inventarse curiosas y peregrinas historias, entre las que se incluyen casos de copulación con extraterrestres (una especie de experimento genético de carácter intergaláctico), visiones de un bisabuelo difunto, cuya cabeza, rompiendo cualquier expectativa que uno tenga acerca de lo que puede hacer una cabeza humana, realiza espectaculares giros de 360º, o visitas de un Jesucristo ocioso que no tiene otra cosa mejor que hacer que darse una vuelta por una peluquería de señoras de Valencia. Y esto para no seguir, porque la lista de sandeces que podríamos elaborar (sin la menor invención por nuestra parte) resultaría interminable. Mas cuando a ello añadimos que, cualquiera que sea la historia referida, siempre encuentra quien la crea, uno empieza a pensar muy seriamente que es verdad aquello que alguien sospechaba, a saber: que los seres humanos no se clasifican en grupos, sino en manadas.

Pero no es menos risible la otra cara del asunto. Me refiero al hecho de que la gente suele considerar interesantísimas las opiniones del famoso, aunque no le asista otro argumento que el serlo, pues su fama le inviste, al parecer, de una absoluta competencia para abordar y pronunciarse sobre cualquier cuestión (no importa cuál) que en cada caso se dirima. De este modo, eso que se ha dado en llamar el gran público considera extremadamente urgente conocer lo que acerca de la vida en Marte, las prácticas mágicas de los pueblos primitivos o la situación económica mundial opina alguien que ha ganado una prueba ciclista, ha rodado una película o se ha casado con un torero. Y dejémoslo aquí, porque si seguimos por este camino, no sé yo si no tendremos que acabar concluyendo que aquella clasificación en manadas del espécimen humano resulta en exceso caritativa y generosa.

De todos modos, lo que esto viene a poner de relieve (creo yo) es que la fama es una forma de poder, y ésa es seguramente la razón principal por la que es tan ansiosamente perseguida y codiciada. En algunos, tal deseo llega a convertirse, incluso, en un genuino rasgo de personalidad, y aun de personalidad trastornada: ése es el caso de histriónicos y narcisistas, y, en general, de todos aquéllos que Schneider denominaba «psicópatas necesitados de estimación», en quienes el afán de notoriedad constituye, sin duda, la pasión y la motivación dominantes. Pero no es preciso que nos vayamos al ámbito de la psicopatología. Quien más y quien menos está tan sediento de honores y de gloria que no es de extrañar que alguno haya que, como señalaba Oscar Wilde: «Apuñalaría a su mejor amigo para poder escribir un epigrama en la lápida sepulcral». Y si se me permite volver otra vez al terreno de lo anómalo, añadiría que la afirmación de Wilde no es necesariamente en extremo abusiva o exagerada: probablemente uno de los grandes resortes (el otro suele ser el sexo) que mueven al asesino en serie (según la famosa denominación de Ressler) es el deseo de alcanzar fama y gloria imperecederas (aunque sean la fama y la gloria de la monstruosidad y la depravación).

A tales individuos, esto es, a todos aquéllos que han hecho de la fama y los honores el norte de su vida (sean psíquicamente normales o no), resulta oportuno advertirles que los vítores y aplausos a los que un se hace acreedor en vida jamás son equiparables a aquéllos que se reciben una vez muerto (siquiera mientras duran las exequias). Si pudiéramos convencerlos, tal vez lográsemos que unos dejarán de matar y otros de dar la tabarra. Así que, por si sirve de algo, yo me permito recordarles aquello que, a guisa de epitafio, hizo Jardiel Poncela grabar en su tumba: «Si queréis los mayores elogios, moríos.»

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No menos miserable y ridículo es el afán de aquéllos que ansían los honores porque en ellos encuentran el único medio por el que poder llegar a creer y confiar en su propia valía, dado que su autoestima no tiene otra forma de reafirmarse más que mediante la estima del prójimo. Estos no se estiman más que si son objeto de estimación; y el gran peligro al que se hallan expuestos es que, deseando hasta tal punto el reconocimiento de los otros, y dependiendo de él, como único faro con el que iluminarse en el trasiego del diario vivir, y como único centro de gravedad en torno al que hacer girar su vida, pueden llegar a un grado de docilidad y de maleabilidad tales que serían capaces de rebuznar, siempre que tras el rebuzno llegue el aplauso, quiero decir que más que actuar por sí, actuarán por los otros, y más que vivir para sí, vivirán para los demás, y, en último término, la bondad o la maldad de sus actos se hallará en función de la bondad o maldad de sus guías. Son como perros adiestrados, a quienes sólo la caricia o la palmada afectuosa de su dueño les informan de la correcta ejecución del ejercicio realizado, al tiempo que les sirve de estímulo para el siguiente. «La gloria que se llama vana –decía Espinosa–, es la autoestima que sólo es fomentada por la opinión del vulgo, y, al cesar ésta, cesa también el contento de sí [...]. Esta gloria o contento de sí es, pues, realmente vana, porque no es nada».

Hay también algunos que persiguen idéntico fin, aunque por razones diametralmente opuestas a la de éstos. Me refiero a aquéllos que, como dice Hume: «Buscan el aplauso de los otros para asentar y confirmar su favorable opinión sobre sí mismos». Estos ya no persiguen el reconocimiento del prójimo como un alivio a su pequeñez, sino como una confirmación de la grandeza y excelencia de las que se creen depositarios. Encantados, como suele decirse, de haberse conocido, necesitan que los demás manifiesten, a todas horas, una alegría similar por conocerles. Los honores no son para ellos analgésico con el que hacer frente a su menesterosidad, sino alimento para una vanidad tan fatua como crecida. Más que pena, dan risa, y constituye espectáculo gozoso contemplar sus idas y venidas por el escenario de la plaza pública, siempre atentos a impresionar y a dejarse querer. Hay que reconocerles, empero, un cierto conocimiento de la naturaleza humana: saben que uno de los caminos para alcanzar la gloria es comenzar por declararse digno de ella, ya que a buen seguro, quien así lo haga, acabará por encontrarse con quien esté de acuerdo con él.

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Yo mejor quisiera que se me tuviese por individuo altamente insociable y un punto raro (o aunque fueran dos), que el que se me confundiese con cualquiera de esos especimenes humanos. Ni perros falderos ni pavos reales: con ser hombres tenemos más que suficiente (y aun me parece que en ocasiones habremos de descubrir que es tarea que nos queda en exceso grande). «Toda la gloria que pretendo de mi vida es haberla vivido tranquilo», aseguraba Montaigne. Y yo añadiré que no considero que tal objetivo sea menor ni baladí, y cuenta con la ventaja de que alcanzarlo sólo depende, siquiera hasta cierto punto, de nosotros mismos. Buscar otro tipo de gloria es aspiración desmesurada y necia, y constituye, además, a todas luces, una completa pérdida de tiempo, porque la fama es tan volátil como caprichosa, y con frecuencia rehuye a quien la ronda y se entrega a quien la desdeña (como sucede con frecuencia, por lo demás, en el juego del amor). Sea cual sea el grado de bondad alcanzado por las obras de un individuo, que su nombre sea recordado depende menos de él que de un conjunto de circunstancias externas que le son por completo ajenas y desconocidas. Más notoriedad se alcanza, seguramente, con el ejercicio del mal. Si tu nombre aparece en titulares de prensa, como ejecutor de algún hecho o alguna obra notables, pocos lo verán, pocos dirán que lo han visto y pocos recordaron que lo vieron: nadie olvidará, sin embargo, una breve nota perdida en cualquier esquina en la que se te considere sospechoso de cualquier tropelía. Así estamos hechos.

Necesitamos, es cierto, que haya quien nos aprecie y conceda algún valor a lo que hacemos, y necesitamos, principalmente, apreciarnos a nosotros mismos; pero más allá de eso, perseguir fama u honores, es necedad completa. Creo que acierta Chamfort cuando afirma que: «Vale más la estima que la celebridad, la consideración que el renombre, el honor que la fama».Vivamos, pues, en nosotros y no fuera, hagamos lo que nos hemos propuesto o lo que tenemos que hacer de la mejor manera que sepamos, y procuremos que, llegados al final de trayecto, podamos, sin avergonzarnos, volver los ojos a nuestra vida, justo en el momento en que nos disponemos a despedirnos de ella. Y del resto, que sea lo que fuere.

Por lo demás, si la gloria, como pensaba Séneca, «se apoya en el juicio de muchos», entonces probablemente no vale gran cosa, y sea preferible el reconocimiento de unos pocos, pero buenos, y ante éstos, como señala Cicerón: «El verdadero problema es llegar a ser realmente lo que queremos que se piense que somos». Resumen estas palabras (creo yo) todo un tratado de Ética y de Moral, pero pecan, a mi juicio, de poner un acento excesivo en la opinión del prójimo (y es que, después de todo, pocos han ansiado la gloria y han vivido para ella como este filósofo romano). Yo (no me importa decirlo) me encuentro en este aspecto más cerca de Montaigne, y con él: «No me preocupo tanto de cómo soy para los demás como de cómo soy para mí.» Y no se crea que se trata de ideario autista: si soy digno a mis ojos, lo seré también a los de los otros, o al menos debería serlo; y si no es así, podré vivir sin que me importe su opinión más de lo que, cuando haya de morir, me importará la gloria.

Nos componemos, a partes iguales, de vanidad y de apariencia, y nos preocupamos menos de lo que realmente somos que de lo que aparentamos. Y más nos importa que nos conozcan que conocernos. ¡Cuántos hay que, deseando ser conocidos por todos, permanecen ignorados para sí mismos! Estamos tan ciegos que perseguimos una gloria inasible y que no está en nuestras manos, sin advertir que la realmente importa depende casi siempre de nosotros, pues no es otra que vivir razonablemente satisfecho con uno mismo; y si, además, podemos sentirnos pasablemente apreciados y queridos por algunos, habremos alcanzado la gloria y la dicha más altas a las que a un individuo le es dado aspirar. Cualquier otro objetivo no es, seguramente, más que pura quimera. Y, en especial, la vida para la fama es vida para la nada. Si es efímera, tanto daría no haberla disfrutado, y si es duradera, no la disfrutaremos. Vivir para la posteridad es una suerte de práctica religiosa. Tenemos tal apego a la vida que no nos avenimos bien con la idea de desaparecer del todo; y así, quien vive pensando en su fama póstuma, parece creer que algo de él permanecerá consciente para poder disfrutarla. Más, una vez muertos, ¿en qué diferirá para nosotros que nuestro nombre sea recordado o desconocido? Hace ya muchos años que nos lo enseño Marco Aurelio: «Dentro de poco, ceniza o esqueleto, y o bien un nombre o ni siquiera un nombre; y el nombre, un ruido y un eco».

 

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