Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
publicada por Nódulo Materialista • nodulo.org
El Catoblepas • número 33 • noviembre 2004 • página 7
Aproximación a la antepolítica, un concepto teórico-práctico que interviene, interesa y repercute directamente en la ya clásica querella intelectual entre las nociones de individualidad y comunidad, singularidad y pluralidad, ética y política, libertad y libertades
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Armonizar la singularidad y la pluralidad
Compartir. Repartir. Por estas señales, por estas marcas, se conocerá la cicatriz que transfigura la faz primaria de la ética. Tras su estela surca la senda que la conduce a la arena pública, a la socialización y a la política. El hecho de que el hombre ético salga fuera de sí, transite de ego a alter, del sujeto al Otro y al grupo, de que el individuo se inserte en la comunidad, representa una circunstancia inexcusable; constituye, en gran medida, el trayecto impuesto por su destino: esto es, completar el horizonte de la vida humana. Esta circunstancia es, pues, algo inevitable, y aun favorable. Pero la ética corre con ello el grave riesgo de tener que ceder su fuerza y energía a las labores públicas y colectivas, desatendiendo, de este modo, la tarea superior de esforzarse en la autorrealización personal y la perfección moral. He aquí el precio que el grupo y la masa exigen comúnmente al individuo a cambio de acogerlo en su seno. El ser único e irrepetible que es el individuo, pasa a ser así uno más, algo que le pasa hasta al más común de los mortales.
Podrá hacerse literatura edificante, e incluso una épica, de semejante tránsito, mas estamos aquí refiriendo un auténtico trance, un proceso altamente conflictivo. No importa demasiado el momento histórico ni el sistema político concreto imperante en que tenga lugar, el evento adquiere tintes dramáticos por una razón muy simple: el individuo adquiere la plena condición de libertad e igualdad en el ámbito de la sociedad, pero las categorías de sociedad y de individuo, una vez establecidas de consuno, se tornan inconmensurables. Todo ello en detrimento del ser personal. Ocurre que la sociedad, el grupo, juzgan invariablemente con hostilidad y desconfianza el propósito humano del actuar libre, así como sus indispensables corolarios: el acto de destacarse y de distinguirse entre los demás, con la carga que contiene de ruptura de la nativa igualdad general. Dentro de la masa, la conducta personal que se rige regularmente por el criterio propio y el libre discernimiento, es juzgada como un movimiento de arrogancia que pone en peligro los vínculos intersubjetivos, como actitudes locas que presagian dos de sus más profundos temores, íntimamente interconectados: el dejar sueltos a los sujetos y el quedarse solos.
Se ha dicho en alguna ocasión que el individuo busca la sociedad de los hombres porque se aburre y porque teme a la muerte, que es la mayor de las soledades. En la lucha contra el tiempo, el sujeto se juega literalmente la vida. El aburrido es aquel que no se soporta a sí mismo, que cuenta el tiempo y le sale un balance desolador: tiene material de sobra. No sabe qué hacer con el tiempo, tampoco qué hacer consigo mismo: uno y otro, el otro y el uno, vida y tiempo, le pesan demasiado, como si se tratase de una condena. Y bajo esa losa, que se torna lápida, gobierna la muerte, el reino de soledades sin sol. La muerte todo lo iguala, y se erige en el paradigma más tenebroso de la igualdad, adquiriendo la forma de un desquite contra la individualidad y la propiedad: la muerte nos priva materialmente de todo lo que somos y poseemos. La sociedad, por tanto, se construye en un ingenio, un artefacto, con el fin de burlar a la muerte. En sociedad, los hombres solos y aburridos se buscan entre sí, buscan la compañía, esperando así, todos juntos, a la muerte, oficiando su propio y anticipado funeral, ofrendando su yo como acto de inmolación, acompañándose en el sentimiento... «Cuando la muerte me pille, que no esté solo»: esto parece decirse el alma desolada y a la espera.
La vida humana tropieza aquí con la inmensa paradoja de su praxis, con la concurrencia de dos destinos de distinto cariz, a saber: el de la afirmación del yo, de la realización propia, la autorrealización, el cuidado de sí mismo, el vivir solitario; y, por otra parte, el contacto y la relación con los otros objetos del mundo que comparten el atributo de la humanidad, esto es, los sujetos, los otros humanos, los demás, la gente, el ámbito de la civilidad en el que conforma la experiencia solidaria de la comunicación, así como el intercambio intelectual y emocional. Ambas direcciones le vienen marcadas al hombre con un designio y un sentido bien distintos. Confundirlos o mezclarlos supone un grave error, de repercusiones probadas.
Si la ética se concibe como el reino de la libertad, y a la política le corresponde el dominio de las libertades, se puede fácilmente caracterizar el paso de un ámbito al otro como una metamorfosis desde la singularidad (el individuo) a la pluralidad y la colectividad (la sociedad). La concurrencia de ambas significaciones de la libertad, y, en general, la confluencia de una libertad personal con otra libertad personal, siempre resulta conflictiva, porque concurrir o confluir no equivale a coincidir. Cada sujeto –cada autoconciencia, por decirlo con Hegel– enfrenta su libertad y su realidad con la de los otros, quienes pretenden a su vez imponer las suyas, haciéndolas valer ante quien está enfrente. Por esta razón diríase que concurrir y confluir significan enfrentarse, más que coincidir. El interés de cada uno supone vivir la propia vida y conservar la propia libertad, y estos intereses no se solapan entre sí sino que se contrastan, sopesan y miden, como ocurre con las miradas de sus propietarios. El Otro intimida con su sola presencia, es decir, afrenta la intimidad de uno, quien queda con la libertad expuesta.
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Contrato social y letra pequeña
Encontrar al Otro comporta sobrevivir al encuentro, a través de dos caminos: el sometimiento y la dominación por la fuerza o la avenencia por medio del contrato, el acuerdo y el convenio. En el primer caso, la libertad queda malparada, y el yo, anulado. La ética pierde aquí la partida y se ve desplazada. El continente de la ética, el ámbito de la libertad, quedan atrás y se penetra en otros territorios que resultan ajenos porque en ellos el individuo no tiene plena soberanía y competencia. Cuando la persona primera, el individuo primordial, cede los dominios a la segunda y a la tercera persona del singular, nos hallamos ante horizontes como el amor, la religión o lo místico. A diferencia de la amistad, en la que la relación con el otro –el amigo– no conlleva el sacrificio del yo, la experiencia amorosa y la religiosa llevan implícitas el acto de someterse a la voluntad del Otro, sea éste persona, Dios, Naturaleza, Tao o Nirvana.
Ciertamente, estamos abrazando unos temas que exigen muchas concreciones y distinciones, pero para el fin que aquí nos proponemos –las circunstancias del encuentro del individuo con la comunidad– basta con una breve aproximación. Porque un hecho es claro: en el amor y en la religión, el yo se funde con una fuerza mayor que se venera, sea el objeto amado o lo sagrado. En el campo del amor ya no puede hablarse, como en la ética, de cuidado de sí mismo, sino del cuidado del ser amado; ni de nuestra felicidad, sino la del Otro (lo cual suele contrae generalmente la desdicha propia: el mal de amores, tanto si se es correspondido como si no). En la experiencia religiosa, por su parte, no afirmamos nuestra potencia de ser, como en la ética, sino que nos inclinamos ante un ser o potencia que nos sobrepasa, al que se le muestra reverencia y sumisión. En ambos casos, amor y religión, perdemos la libertad y el contento, aceptando a cambio la obediencia y el sufrimiento como formas de la exaltación del ánimo y del goce espiritual.
En el segundo caso, es decir, en el momento del encuentro con el Otro a través de un contrato y convenio –de la entrada en la política, en fin–, la libertad sólo queda preservada merced a la acción de pluralizarla y maximizarla, convirtiéndola así en un espacio de libertades y de poder. Ahora es la primera persona del plural quien toma el relevo y la voz de mando. Para la ética, los individuos significan el objeto de atención, pero uno por uno, porque se aprecian como únicos –y no parece conveniente que dejen de serlo nunca del todo ni pasen a ser de todos y para todos–. Para la política, en cambio, los individuos son únicamente sujetos, seres atados a un destino común: ser gente y estar entre la gente. Comoquiera que se formule esta vieja cuestión, con las nuevas versiones teóricas que se quiera, el único modo cabal de adentrarse en su entraña es no confundiendo esta bipolaridad intrínseca que hace de la ética y la política una realidad con dos caras de naturaleza desigual.
La libertad, la moral, la autonomía y la individualidad están expuestas al cruce y a la disolución en razón del despliegue de las responsabilidades sociales en el marco de las libertades políticas. ¿Cuántas veces no se ha visto acorralada o golpeada aquélla bajo la acción de éstas, o en su nombre? La individualidad y la comunidad representan dos proyectos de vida que se miran cara a cara e inevitablemente se retan y miden sus fuerzas, hasta que una de ellas muestra señales de fatiga y finalmente se entrega. La comunidad lleva ventaja sobre el individuo y no le quita ojo. Mientras éste sólo tiene dos, aquélla tiene muchos más; o bien, con sólo uno, abarca un gran espacio: el ojo público. El individuo, por el contrario, no pasa de ser solamente sujeto –uno a secas, sin más– y primordialmente busca ser y conservarse. La comunidad es, por decirlo netamente, lo que queda o resulta de la liquidación de los artículos personales, de las primeras personas. También constituye un ser por ampliación, una suma de miembros que concurren en un espacio donde más que vivir, se convive. El vivir es, lo sabemos, todo lo que nos pasa; el convivir es, lo sospechamos, algo que nos sucede. Este suceso que nos acaece no supone conquista sino entrega, subordinación a una voluntad intervenida, común y, ay, general.
La distinción radical entre la vida moral y la acción política debe entenderse en sus justos términos, pues, en este caso, distinción no significa separación ni imposibilidad de entendimiento, tampoco disociación intemporal. Ocurre que, en la práctica, los caminos de una y otra llegan a encontrarse; diríase que se trata de algo que nos tiene que acontecer. El desarrollo de la individualidad y la mejora de la vida humana –lo que se conoce, en términos morales, como excelencia o perfección moral– no germinan ni afloran en un terreno de aislamiento absoluto. Tampoco hay, ni puede haber, comunidad sin individuos. ¿Cómo resolver la cuestión?
Sin duda, en el principio fue la sociedad. La biografía del hombre se registra, después de todo, en la memoria de la ciudad, que la guarda y transmite a los demás. El género y la especie anteceden en cuanto a causa al individuo. Mas, ¡calma! ¡Tranquilícense las sensibilidades comunitarias y los animales humanos gregarios! ¡Conténganse aquellos que anteponen la pasión de ser sujetos integrantes a la voluntad de ser personas íntegras! ¡Ténganse los que priman la cooperación dentro de un conjunto a la parcialidad de la opera prima que se encuentra tras la obra de un autor! Ciertamente, aceptamos la fuerza de los hechos: la comunidad preexiste al individuo... y lo supera en número. Innegable: «No hay duda de que el ser humano individual es criado por otros que estuvieron antes que él; no hay duda de que él, como parte de un grupo humano, de un todo social –sea éste como sea–, se hace adulto y vive. Pero esto no quiere decir que el ser humano individual sea menos importante que la sociedad, ni tampoco que el individuo sea un 'medio', y la sociedad un 'fin'.» (La sociedad de los individuos). El veredicto de Norbert Elias se nos antoja ponderado. Mas, con todo y con esto, no hemos escuchado todavía aquí la última palabra sobre nuestro asunto.
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Consideraciones sobre la antepolítica
El ser humano comienza a serlo verdaderamente en sociedad, donde se reconoce como tal, con y ante sus semejantes; junto a ellos crece y se perfecciona en mutua interacción con el entorno, que en el mundo humano más que paisaje es paisanaje. El hombre es, qué duda cabe, un ser social. El individuo no se comprende tampoco sino como un producto social, cuya noción teórica emerge históricamente en época tardía, mucho después de que la humanidad tuviera noticias del ciudadano. Desde la perspectiva histórica, pues, el ciudadano antecede al individuo. Pero, desde la perspectiva ética, el ser individuo lo percibimos y comprendemos como una entidad primordial a la de ser ciudadano, y no porque le preceda sino porque le prevalece.
El individuo no se agota en la categoría histórico-política de ciudadano, al menos desde un punto de vista moral, porque antes de evaluar la acción del hombre como «individuo en relación», debemos considerarlo como «individuo en apropiación», o lo que es lo mismo: un individuo consciente de sí, que se sabe tendente a la sociedad, pero que, al apropiarse de su ser, sabe estar en su lugar, sin desdibujarse en el conjunto de la relación. Si podemos decirlo así, el conocimiento histórico del hombre ofrece un ser social, un ciudadano, un zoon politikon en comunidad, mas, el reconocimiento ético del hombre lo hace ver como individuo autónomo, sujeto propio y personal. De manera que si Norbert Elias no andaba errado en la anterior declaración, tampoco se queda atrás Ortega y Gasset: «No se vive en compañía. Cada cual tiene que vivir por sí su vida, apurarla con sus únicos labios, como una copa llena de lo dulce y lo agrio. A uno le pasa hallarse acompañado; pero el pasarle a uno no admite copartícipes.» (Socialización del hombre). A esa esfera práctica primordial, antepuesta a la inmersión social, la denomino antepolítica.
Quiere esto decir que el vivir común, la sociedad, el convivir, no es algo que nos pasa, sino más bien que algo que en rigor nos sobrepasa, nos supera en fuerza y presión, en número. Somos seres sociales, se asevera desde la filosofía política y la sociología; acaso demasiado sociales, puntualizaría la ética. He aquí fijada la esencial cuestión que nos ocupa; pero, ¿cuáles son las raíces del problema? En rigor, que no hay un problema sino dos: el de la ética y el de la política.
El problema del encuentro de una esfera de acción con la otra queda condensada en un solo punto, pero crucial, a saber: es atributo de la vivencia personal y condición de moralidad que el individuo pueda elegir el grado de imbricación e interacción que está dispuesto a asumir en la vida en común. Cuando el continente personal de la ética pierde propiedad y se transforma en zona de tránsito, en parque público, en domicilio social de libre acceso, en «comunidad»; cuando, en fin, la máxima de comunicación intersubjetiva prevalece sobre cualquier reflexión interior, entonces la ética gana en sociabilidad, pero al precio de perderse en socialización. El problema de la política –el problema político de la ética, diríamos con mayor rigor–reside en la fuerza que está dispuesta a ejercer para asegurar la integridad del conjunto social. Es decir, por ejemplo, si en el concierto del marco comunitario, en la masa coral que denominamos opinión pública, se reconoce el derecho a la voz propia, al criterio personal, aun siendo éste discordante, único, raro o insólito.
Para una perspectiva sociologista del corte de Emile Durkheim, por ejemplo, el margen de maniobra del hombre para definir su esfera personal de actuación es mínimo, pues son factores primordialmente sociales y fuerzas anónimas e impersonales los que imponen el desarrollo y el tránsito humano de un contexto histórico a otro. Para la sociología histórica de Norbert Elias, asimismo, los hechos sociales no constituyen sino que «configuraciones», unidades de agregados de individuos y colectivos interaccionados entre sí, «composiciones» cuyas interdependencias les impiden una actuación libre. ¿Son necesarias ahora más lecciones de sociología? Creo que no. Es suficiente. Lo relevante no es insistir hasta el hartazgo que la vida humana se halla ligada a la sociedad, cosa que ya sabemos. Lo realmente trascendente es reparar en los impuestos y tasas que la sociedad exige al individuo para que ambas puedan concurrir y en el límite de crédito que éste está dispuesto a concederle a aquélla.
Tenemos que vérnoslas, en definitiva, con un problema de fuerza y de resistencia. O, por mejor decirlo, del nivel de fuerza que le es lícito a la sociedad aplicar a los individuos para la persecución de sus fines y del margen de resistencia, es decir, de libertad y autonomía que se le reconoce al sujeto para asegurar los suyos. Sobre el carácter de ese problema, su definición y sus propuestas de actuación, se ha dividido la filosofía moral y política desde hace siglos; desde los orígenes de la filosofía, si hacemos caso a Bertrand Russell: «En el transcurso de este largo desarrollo, desde el siglo VI a. de C. hasta el mundo actual, los filósofos se dividen entre quienes quieren estrechar los lazos sociales y los que quieren aflojarlos.» (Historia de la filosofía occidental).