Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
publicada por Nódulo Materialista • nodulo.org
El Catoblepas • número 32 • octubre 2004 • página 7
Comunicación presentada, con el título de «Comunidad, utilidad y felicidad en Spinoza», en el 4º Congreso de Estudios Utilitaristas (El Ferrol, 9-11 de septiembre de 2004)
«L'homme libre, toutes choses égales d'ailleurs, veut échanger les plus grand possible de bienfaits avec le plus grand nombre possible de personnes; sur le moment, c'est toujours utile.»
Alexandre Matheron, Individu et communauté chez Spinoza
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Razón suficiente y principio de utilidad
No es en razón de la simpatía, ni de un instinto socializador, ni de un impulso de solicitud hacia los demás, ni de un afán benefactor universal, ni de un amor abstracto a la humanidad, por lo que el individuo racional conviene en buscar la sociedad de los hombres. Lo que mueve esa tendencia, tal y como nos ha mostrado Baruch Spinoza, es una razón necesaria y una razón suficiente. La razón necesaria está contenida en la misma Razón que todo lo mueve y conmueve. Buscamos el trato con los hombres (y no, en cambio, con los animales), porque concordamos con ellos en naturaleza y porque compartimos con ellos en principio unos derechos comunes que nos posibilitan el perseguir conjuntamente los bienes que nos son propios a partir de lo que nos permite nuestra potencia de obrar. La razón suficiente se ve plasmada, por su parte, en el principio de utilidad. El ser humano que actúa según la guía de la razón, y, en consecuencia, procura un modo de vida en comunidad con sus semejantes, no mira, estrictamente hablando, por los demás, sino hacia los demás en razón de la conveniencia, es decir, lo que nos conviene y hace bien. Ocurre que los hombres se presentan como seres de relaciones (más que como sustancias) y es en el marco social donde confluyen sus fines, un espacio donde la naturaleza de las cosas se mide adecuadamente con su esencia. Los individuos anhelan seguridad y felicidad, y son éstos unos objetivos en los que coinciden todos los hombres, aunque de distinta manera.
Ambos fines deben aunarse necesariamente en la perspectiva de la filosofía práctica, aunque no deban mezclarse:
Este es, pues, el fin al que tiendo: adquirir tal naturaleza y procurar que muchos la adquieran conmigo; es decir, que a mi felicidad pertenece contribuir a que otros muchos entiendan lo mismo que yo, a fin de que su entendimiento y su deseo concuerden totalmente con mi entendimiento y con mi deseo. (TRE, I [14]): 80){1}
Abandónense, pues, las fuerzas de origen sobrenatural y trascendente para orientar la vida humana; olvídese el poder seductor de la imaginación y el sentimiento a fin de buscar los vasos comunicantes que permitan equilibrar la existencia de un sujeto al lado del otro; neutralícense el miedo y la esperanza como pretendidos fundamentos de la vida social; reléguense la superstición, la coacción y la violencia a la hora de encontrar un factor que asegure la convivencia de los hombres en un mismo escenario y la obediencia a un derecho común. Y diríjase la atención a la verdadera fuente de la acción humana, la cual no puede apartarse de las leyes y los dictámenes de la razón, y no busca otra cosa que la verdadera utilidad humana (TTP, XVI, [191]: 334).
La proposición 35 de la IV Parte de la Ética, y, en particular, el escolio correspondiente, contienen quizás algunos de los momentos más luminosos de la obra spinoziana en lo que se refiere a comprender la naturaleza y la circunstancia del impulso social del hombre. La proposición afirma lo siguiente: «Sólo en cuanto que los hombres viven bajo la guía de la razón, concuerdan siempre y necesariamente en naturaleza.» (E, IV, prop 35: 205)
En la práctica, vivir bajo la guía de la razón y seguir el dictado de la utilidad son propósitos que coinciden. En rigor, cuanto más promueve cada hombre aquello que le conviene a sí mismo, más útiles acaban siendo los unos para con los otros{2}. He aquí, por decirlo así, una verdad de razón, pero también una verdad de experiencia: «Lo que acabamos de mostrar lo atestigua cada día la misma experiencia» (Escolio). Ahora bien, esta constatación debemos aceptarla con cautela. El racionalismo de Spinoza no es ingenuo ni entusiasta. Sostiene, en efecto, que «el hombre es un Dios para el hombre» («hominem homini Deum esse»), pero aunque esta sentencia no refuta completamente la percepción hobbesiana, según la cual el hombre natural vive en compañía de lobos, sí la matiza: se trata de procurar la convivencia entre ciudadanos bajo la guía de la razón y el orden de las leyes civiles. Y decimos que no la refuta completamente porque los hombres raramente viven de manera razonable, y a menudo incluso aceptan la dominación sin inmutarse y, lo que resulta todavía más insólito, con naturalidad. He aquí, no una circunstancia menuda o tangencial, sino acaso la gran cuestión subyacente a toda filosofía política.
Spinoza no sigue, pues, la senda marcada por Hobbes. Pero todavía menos el legado filosófico de Aristóteles y los escolásticos. Esta es la razón: para los aristotélicos la mayoría de los hombres poseen tendencias asociativas o socializantes porque «les ha agradado mucho aquella definición de que el hombre es un animal social.» (E, IV, prop 35, esc: 206){3}. Si tal cosa sucede, en detrimento de la vida contemplativa y solitaria, ello es debido a que la mayoría de los hombres son incapaces de soportar una existencia superior, una vida racional con todas las consecuencias.
La comunidad no constituye, entonces, una panacea, un fin que materialice la felicidad humana, lo cual no impide reconocer que «de la común sociedad de los hombres surgen muchas más ventajas que perjuicios» (E, IV, prop 35, esc: 206). El filósofo de la alegría se aleja tanto de los espíritus gregarios como de los antisociales resentidos, aquellos que, más allá de una pulcra actitud de tácita aceptación de la comunidad –como sería su propio caso–, se caracterizan porque niegan las cosas humanas, se ríen de ellas –cual es el caso de los satíricos–, las detestan –en este punto cita a los teólogos–, o –a la manera de los melancólicos– alaban en su lugar la «vida inculta y agreste» («vitam incultam, & agrestem»), despreciando a los hombres con la misma pasión que admiran a los bestias. Estas tres actitudes se oponen rigurosamente a la concepción filosófica de Spinoza, sintetizada en el Tratado Político en este proyecto esencial: «no ridiculizar, no lamentar y no detestar las acciones humanas, sino comprenderlas.» (TP, I, § 4: 80).
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Para vivir seguros, tuvieron los hombres que unir sus potencias
Se trata, pues, de comprender las acciones humanas a la luz de la razón, pero también desde la perspectiva del deseo. No hay aquí contradicción sino distintas determinaciones de una misma realidad, según se trate, por ejemplo, de las relativas a la Naturaleza, en su conjunto, o a la naturaleza humana, en particular. Sucede que cada cosa está naturalmente determinada a existir y a obrar de una manera precisa. Como regla general se establece esta norma: «la naturaleza, absolutamente considerada, tiene el máximo derecho a todo lo que puede, es decir, el derecho de la naturaleza se extiende hasta donde llega su poder.» (TTP, XVI [189]: 331 y 332).
Una cosa es examinar al hombre desde la perspectiva del orden de la naturaleza y otra bien distinta, hacerlo desde la perspectiva del orden social, no importa que ambas estén interconectadas y provengan de una misma fuerza reguladora. En la base del problema político aquí barruntado despunta una idea principal: la guía de la razón está al alcance del hombre, pero para que se manifieste adecuada y provechosamente hace falta tiempo, decisión y hábito. Y, por encima de todo, esfuerzo y entendimiento por parte de los individuos. Ocurre, sin embargo, que en la base de la sociedad, del derecho y la ley natural, no se encuentra exactamente la razón –según creyó Hugo Grocio, siguiendo una larga tradición que se retrotrae a Francisco Suárez, Tomás de Aquino y Agustín de Hipona, y aun a Cicerón, los estoicos griegos y el mismo Aristóteles–, sino el deseo y el poder, la efectividad de las potencias, extremo éste que sí advirtió Hobbes. Como el filósofo inglés, Spinoza cree que todos los hombres desean vivir con seguridad y sin miedo, lo que lleva a que unan «necesariamente sus esfuerzos.» (TTP, XVI, [191]: 335). La seguridad, no la felicidad, es el estímulo fundamental a partir del cual se instituye el contrato o pacto social.
Los hombres «colectivamente» deciden fundar la comunidad para que el derecho se distribuya convenientemente (racionalmente), y no según la fuerza o el apetito, y para que el derecho natural no colisione bruscamente con el derecho civil y político hasta el punto de hacerlo impracticable e inútil. Se trata de un pacto fundamentado en una motivación eminentemente jurídica y no moral, que de serlo, sólo se establecería en un segundo orden, ajeno a cualquier sesgo contractual. Spinoza no sólo distingue el ámbito de la ética de la religión y del derecho, sino también del de la política. La virtud del Estado remite, en primera instancia, a la seguridad, pero ésta no debe confundirse con la libertad de espíritu ni con la fortaleza de ánimo (TP, I, § 6 [275]: 82). Si la democracia constituye, en efecto, una forma de gobierno preferible a otras, ello se debe a una razón práctica de utilidad. Es la forma más natural (es decir, más naturalmente humana) no porque se ajuste estrictamente a la Naturaleza sino porque es la que mejor se aproxima a la libertad que la Naturaleza concede al hombre (TTP, XVI, [195]: 341). Es la forma más aconsejable, en fin, porque permite mejorar a los hombres, siempre en la medida de lo posible y de manera indirecta, no por efecto inmediato ni milagroso.
Dos serían, por tanto, los motivos de la conveniencia de la democracia frente a otros modelos políticos: 1) favorece la individualidad y por ende que los hombres puedan perfeccionarse por sí mismos; y 2) si bien no hace a los hombres más felices por su misma institución, sí ayuda a que disminuya en ellos la tristeza y las pasiones destructivas, al concederles un mayor margen de libertad de actuación y al fomentar encuentros menos violentos, todo lo cual contribuye a componer un cuerpo social formado por sujetos menos brutos. Por lo demás, cuando se procede por composición de relaciones se aumenta la potencia individual y general.
Y no puede suceder que el hombre no sea una parte de la naturaleza y que no siga su orden común. Pero, si se mueve entre aquellos individuos que concuerdan con su naturaleza, la potencia del hombre sería por ello mismo ayudada y fomentada. Por el contrario, si está entre aquellos que no concuerdan lo más mínimo con su naturaleza, apenas podría acomodarse a ellos sin un gran cambio suyo. (E, IV, cap. 7: 234).
Esta circunstancia favorece a todos, pero más que a nadie a los hombres sabios y prudentes, a los más razonables, a los filósofos{4}, quienes hallan en tal escenario mejores condiciones de existencia de las que proporciona, por ejemplo, una tiranía, en la cual, la esclavitud y el embrutecimiento constituyen el patrón dominante de conducta.
Atendamos ahora a esta reflexión de Gilles Deleuze, gran estudioso de Spinoza:
Sin duda, es en los círculos democráticos y liberales en los que se encuentra las mejores condiciones para vivir, o más bien para sobrevivir. Pero estos círculos significan para él [el filósofo] solamente la garantía de que los malintencionados no podrán envenenar ni mutilar la vida, separarla de la potencia de pensar que va un poco más lejos que los fines de un Estado, de una sociedad y de todo medio social en general.{5}
Como afirma Deleuze, la función del pensamiento queda fuera de los fines del Estado. Por la misma razón, diremos nosotros que también lo está el propósito de la felicidad, como veremos enseguida.
¿Puede calificarse de utilitarista la perspectiva política de Spinoza? Ciertamente, es posible descubrir en Spinoza un utilitarismo singular. Su doctrina del derecho natural y de la filosofía política contiene una referencia, aunque no explícita, a la idea de maximización de tendencias particulares en beneficio de un propósito común. Tal maximización no remite al placer o a la felicidad, según postula el utilitarismo clásico de Bentham y Mill, o a las preferencias, según la aportación a la doctrina llevada a cabo por R. M. Hare y J. C. Harsanyi. La maximización que contempla Spinoza se refiere a la potencialidad. Ocurre que lo político en Spinoza se instituye por la fuerza de la ley fundada e inspirada en la naturaleza humana, la cual se reduce a la potencia natural o al deseo que persigue en primera instancia la autoconservación y el crecimiento de la propia potencialidad. En función de una convención –si bien determinada por la naturaleza de las cosas– los hombres deciden unir sus potencias al objeto de procurarse una seguridad común y de aspirar a no debilitarse individualmente más de lo necesario y conveniente. El problema político consiste, entonces, en cómo garantizar la participación en el poder y la distribución de la potencia colectiva en la sociedad{6}.
A diferencia de Hobbes, pero asimismo de la doctrina del derecho natural clásica, de Cicerón a Aquino, no estamos ante una perspectiva que promueva la transferencia del poder a una instancia soberana superior. Spinoza propone, en su lugar, un escenario en el que sea posible la distribución racional de las potencias. Si afirma que la democracia es la más «natural» de las formas de gobierno es porque se compadece mejor que ninguna otra con la acción de preservar al máximo el nivel de la potencia que ampara la supervivencia. La peculiaridad y virtuosidad de la democracia deviene, pues, en razón de la utilidad de su proporcionalidad. Si la comunidad malgasta potencia o la condensa en Uno, se debilita a sí misma, encaminándose peligrosamente hacia el estado de naturaleza. En democracia, la soberanía no se enajena sino que se comparte entre la totalidad de los miembros del cuerpo político (cuanto más amplio, más poderoso{7}, y esto no es un dato baladí), teniendo para ello que cuidar de que la participación de las potencias no conlleve su fragmentación ni su debilitamiento. La comunidad política propende a la maximización de las potencias particulares, las cuales se ponen en común con el fin de instaurar una soberanía colectiva sólida. La democracia no establece, pues, la maximización de la felicidad o de las preferencias, las cuales quedan reservadas a la libre consideración y actuación de los individuos. Basta con que no entorpezca su efectivo desarrollo. El pacto social no comporta la renuncia a la libertad y a la búsqueda de la excelencia, de la misma forma que el contrato social no implica renunciar al derecho natural{8}.
A diferencia de la doctrina del derecho de Kant, que propugna la generalización recíproca de la coacción entre los individuos como expresión efectiva de la ley, Spinoza cree que la propensión a la coacción es característica del estado natural, pero no del estado civil o político; justamente reducir esa mutua presión entre individuos es uno de los principales fines que pretende la comunidad política. Ciertamente, en la naturaleza humana se asienta el deseo de los sujetos a gobernar y a no ser gobernados, la cual deriva de su tendencia natural a incrementar la potencia. De lo que se trata al fijar una teoría política, es de contemplar un escenario que permita el ser gobernado lo menos posible y el ser dominado por los menos posibles. En el estado natural, los individuos están a merced de la pasión de dominarse unos a otros. Al instituirse el poder común, queda rebajada la fuerza natural del sujeto, mas no anulada, tan sólo regulada y ordenada por las leyes civiles. Es por esta razón que la institución del poder común conserva y protege el movimiento de la libertad: evita, o mejor, disminuye, la posibilidad y capacidad de los hombres para dañarse y dominarse, coaccionarse e intimidarse. En la comunidad política instituida democráticamente, la unión de fuerzas particulares tiende a la retroalimentación de las potencias, dando como consecuencia que la cantidad de energía de la ciudad no se pierde, sino que se multiplica en una «potencia común o colectiva», es decir, en «potencia de la multitud» (TP, II, § 17: 93). Por decirlo al modo de Alexandre Matheron, nuestro interés bien entendido exige que tanto nosotros como nuestros semejantes actuemos como unos buenos utilitaristas.{9}
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Liberalismo y felicidad en política
¿Qué resulta de tal actitud? Nada menos que una teoría política que favorece la composición social y su fortaleza, y una idea del Estado que reduce al mínimo la restricción de la libertad humana: «Esta doctrina contribuye a la vida social, en cuanto que enseña a no odiar a nadie, ni despreciar, ni burlarse, ni irritarse, ni envidiar a nadie.» (E, II, prop. 49, esc [l, 3º]: 120). Este beneficio, según asentada tradición liberal, se sigue no de la acción directa, altruista o corporacionista, y mucho menos de la coacción, sino de manera indirecta, al modo de un subproducto, esto es, desde la promoción del propio interés y de la propia felicidad. En el caso de Spinoza, la perspectiva es nítida y conocida: la virtud moral, como el derecho, nace de la potencia y del esfuerzo de todo individuo por conservarse y perfeccionarse. La potencia, cuanto más se dirige al interior, más libre y virtuosa es. Y, por el contrario, cuanto más desatiende su propio ser y conservación, menos útil resulta para sí mismo y para los otros: «Cuando más busca cada uno de los hombres lo que a él le es útil, tanto más útiles son los unos para los otros; pues, cuanto más busca cada uno lo que le es útil y se esfuerza en conservarse, más dotado está de virtud. (E, IV, prop. 35, corolario 2: 205)».
Por este motivo, la búsqueda de la propia felicidad y la tendencia a la sociabilidad no son dos propósitos incompatibles sino que buscan concordarse. Entre otras razones, por una muy principal y casi diría que inapelable: dicha concordia constituye la condición necesaria para la existencia libre de los individuos. La utilidad y el bien común no representan, por tanto, un «valor añadido» (no debe estipularse como un impuesto que se carga sobre los individuos a la fuerza). Suponen, por el contrario, una consecuencia «natural» del interés propio que cada uno persigue. Pues bien, esta consideración comporta un correlato muy valioso; es éste: mientras el sujeto que actúa por la presión del miedo, la esperanza y la compasión, o sea, movido por la tristeza, es esclavo de sus pasiones y ningún bien puede hacer a los demás, el hombre razonable, esto es, quien persigue su bienestar e interés, cuida de sí mismo y se perfecciona, vivirá contento, no producirá mal innecesario y gratuito al prójimo, y con su alegría estimulará y promoverá el bien de la comunidad: «El odio aumenta con el odio recíproco y puede, en cambio, ser destruido con el amor.» (E, III, prop 43: 155). La fuerza primaria del hombre y el impulso de la sociedad devienen, por tanto, del amor propio.
¿Cuál es la lección ética y política que se deriva de lo expuesto hasta aquí? Diría que ésta: no hay nada en el mundo que sea más útil para un hombre común que un hombre razonable. Cuanto más razonables son los hombres, más útiles se vuelven, y, como consecuencia, más virtuosa llega a ser la ciudad. Llegados a este punto, la tentación de tildar de egoísta la postura de Spinoza se nos antoja un asunto baladí e improductivo, en particular si es animada por un propósito descalificador. Sucede que el hombre busca su conservación y su mejoramiento, y esta circunstancia no le hace especial ni menos humano, sino perfectamente humano. No desea sino lo que todos desean: su bien, lo que le conviene y le hace bien, o sea, su conveniencia.{10}
En política, el poder común, la potencia de la multitud, se constituye por medio de la multiplicación de las potencias, pero no al precio de anularlas ni debilitarlas. Las potencias individuales, vale decir, se potencian mutuamente merced a su asociación cuando no revierten sólo en Uno o en unos pocos que se apropian de ellas para dominar, sino cuando afectan al conjunto de los ciudadanos. Es decir, cuando favorece la composición y no la descomposición de la comunidad. He aquí la expresión de la ley de la naturaleza y el hecho de la utilidad.
Notas
{1} La versión de los textos de Spinoza que aquí citamos corresponden a la traducción española de Atilano Domínguez: Ética demostrada según el orden geométrico (E), Trotta, Madrid 2000; Tratado breve (TB), Alianza, Madrid 1990; Tratado de la reforma del entendimiento. Principios de la filosofía de Descartes (TRE), Alianza, Madrid 1998; Correspondencia (C), Alianza, Madrid 1988; Tratado político (TP), Alianza, Madrid 1986; Tratado teológico-político (TTP), Altaya, Barcelona 1994. Para consultar la versión original hemos acudido a la edición electrónica en CDRom Opera Omnia, al cuidado de Roberto Bombacigno y Monica Natali, Folio, Philosophica nº 2, Biblia, Tecnología per l'informaziones, Milano, 1998, basada, a su vez, en la canónica Opera, Im Auftrag der Heildelberger Akademie der Wissenschaften, a cargo de C. Gebhardt, 4 vols. Heilderberg.
{2} El significado y alcance de esta cogitación se reproduce más o menos con las mismas palabras en TTP, XVI, [191]: 334): «Nadie puede dudar, sin embargo, cuánto más útil les sea a los hombres vivir según las leyes y los seguros dictámenes de nuestra razón, los cuales como hemos dicho, no buscan otra cosa que la verdadera utilidad humana.» Cf., también TTP, V, [73]: 157.
{3} La alusión remite, aunque no se haya especificado, al célebre texto de Aristóteles de la Política 1253a1-1253a 3. Cf. también, TP, II, §15: «Y, si justamente por eso, porque en el estado natural los hombres apenas pueden ser autónomos, los escolásticos quieren decir que el hombre es un animal social, no tengo nada que objetarles.»
{4} Es decir, a aquellos que desean el bien para sí bajo los presupuestos de la virtud, es decir, que desean entender (E, IV, 37, dem.: 207)
{5} Gilles Deleuze, Spinoza: filosofía práctica, traducción de Antonio Escotado, Tusquets, Barcelona 2001, pág. 12. Cf. asimismo: «El tirano necesita para triunfar la tristeza de espíritu, de igual modo que los ánimos tristes necesitan a un tirano para propagarse y satisfacerse.» (Ibíd.: 36).
{6} Cf. Marilena Chaui, «Spinoza: poder y libertad», La filosofía política moderna, Clacso, Buenos Aires 2000.
{7} «Si dos se ponen mutuamente de acuerdo y unen sus fuerzas, tienen más poder juntos y, por tanto, también más derecho sobre la naturaleza que cada uno por sí solo. Y cuantos más sean los que estrechan así sus vínculos, más derecho tendrán todos unidos.» (TP, II, §92).
{8} A diferencia de Hobbes. Véase Carta 50, en C: 308 passim.
{9} Alexandre Matheron, Individu et communauté chez Spinoza, Les Editions de Minuit, Paris 1988, pág. 270.
{10} «De donde se sigue que los hombres, que se rigen por la razón, esto es, los hombres que buscan su utilidad según la guía de la razón, no apetecen nada para sí mismos, que no lo deseen también para los demás, y que, por tanto, son justos, fieles y honestos.» (E, IV, prop, 17, esc: 197).