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El Catoblepas, número 32, octubre 2004
  El Catoblepasnúmero 32 • octubre 2004 • página 5
Voz judía también hay

El enemigo de los palestinos

Gustavo D. Perednik

Debería hurgarse los enemigos del pueblo palestino entre sus propios líderes. Así procede Gustavo Perednik en su libro España descarrilada y en su artículo de este mes para El Catoblepas

Gustavo Daniel Perednik, España descarrilada, terror islamista en Madrid y el despertar de Occidente, Inedita Ediciones, Barcelona 2004, 319 páginas Tal vez el 28 de septiembre pasado será recordado en retrospectiva como el fin de la era Arafat. Los cabecillas de su régimen habían organizado para Ramallah y otras ciudades palestinas, marchas y manifestaciones de celebración del cuarto año de la Intifada. Esperaban que cientos de miles de vociferantes, como es habitual, expresaran en libertad y furia su identificación con el pútrido régimen. Los resultados los dejaron atónitos: las masas convocadas se redujeron a más o menos cien personas.

El pueblo palestino parece tener menos temor de expresar, aunque sea por omisión, que está harto de Arafat y su morralla, quienes durante medio siglo todo lo que le han ofrecido a su pueblo es bombas, muerte y destrucción.

Favorecer al gobierno de un grupo, no significa necesariamente estar a favor del grupo. Mucho menos si ese gobierno no se ha establecido legítimamente o no se basa en el consenso de sus gobernados. Las juntas militares de Latinoamérica solían actuar en contra del país, como una buena parte de los tiranos de naciones en todos los continentes. Fortalecer a Idi Amín no significaba ayudar a los ugandeses.

Vale la aclaración, para impugnar la falsa sinonimia europea entre «apoyar la causa palestina» y financiar al régimen de Arafat, que constituye en realidad un modo europeo de perjudicar al sufrido pueblo palestino.

Estar a favor de los palestinos es desear su bienestar, o mejor aún actuar en aras del mismo. Por ello puede decirse que, paradojalmente, el país que más está a favor de los palestinos es Israel.

La mayoría de los israelíes les auguramos a los palestinos que vivan en democracia y en progreso, dedicándose a la investigación, la agricultura de avanzada, el arte, la medicina. El deseo dimana del hecho de que si hubiera democracia en la sociedad palestina, a los israelíes nos será más fácil vivir en paz con ellos y abocarnos juntos a redimir el desierto. La causa que, por el contrario, promueven los amigos de Arafat, no es la pro-palestina, sino la anti-israelí.

Esa promoción es visible sobre todo en los medios de prensa, que mienten, tanto sobre las metas de la guerra contra Israel, como acerca de sus métodos. En cuanto al objetivo, la mentira resulta de describirlo como una lucha de los palestinos por su Estado. Los palestinos no tienen un Estado porque su liderazgo nunca obró en aras de crear uno. La guerra que libran no es para crear, sino para destruir el Estado judío.

En lo que se refiere a los métodos de la guerra contra Israel, El País y la mayoría de los medios de prensa tiende a relatarla como una de «niños arrojando piedras contra tanques omnipotentes». Uno se pregunta cómo lograron de ese modo asesinar en cuatro años a más de mil israelíes.

El 30 de septiembre cinco israelíes fueron asesinados por un cohete palestino Kassam en la ciudad de Sederot. Dos de ellos fueron niños que jugaban a la sombra de un olivo: Dorit Aniso de dos años y Yuval Abebe de cuatro años. Por favor leed los nombres, porque difícilmente los encontraréis en la prensa española. Esta se limita a protestar ahora por la incursión israelí en Gaza, que tiene como objeto terminar con la amenaza de cohetes. Para el diario El País, la única respuesta admisible de Israel, es dejarse matar.

No hay piedras en la Intifada. Hay palestinos combatiendo, pero sin piedras. Hay niños, y jóvenes, adoctrinados para matar niños judíos, con bombas y explosivos, campos de entrenamiento y adquisición ilegal de armamentos. Hay niños, como Abdala Corán, quien en marzo de 2004 protagonizó una escalada más en el canibalismo que financia la Unión Europea.

El 15 de ese mes, soldados israelíes detuvieron a Abdala en un puesto de control, un jovenzuelo de una familia indigente, que declaró tener diez años de edad (después se supo que en realidad tenía doce) y al que se le descubrió en la mochila una carga explosiva de diez kilos. La bomba iba a ser detonada por un teléfono celular en cuanto Abdala se aproximara a un grupo de israelíes. Ello nunca ocurrió, gracias a que en su inconsciencia el mancebo no ocultó el paquete, que creía un encargo que debía ser entregado a una señora. Oriundo del campamento de refugiados Balata, trabajaba como ayudante en el puesto de control de Huwara, en donde cargaba las pertenencias de los palestinos.

Ya no se trataba de un joven aleccionado en el odio, sino del uso y abuso, llano y directo, del cuerpo de un casto niño como si fuera combustible para matar. ¿Cuál es la «ideología» que se encubre detrás de esta alevosía? ¿Cuán enorme es la ceguera occidental que la perdona?

La perfidia tuvo poca repercusión en los medios de prensa internacionales. Los diarios españoles se limitaron a criticar que el ejército israelí controlara el paso de niños palestinos. La banda terrorista infanticida es la Tanzim de Naplusa, que responde al Fataj de Arafat. Pero no hubo reprensiones de ningún tipo. Abdala Corán fue dejado en libertad, y sigue trabajando en Balata. Ningún medio europeo fue a entrevistarlo; la «causa palestina» podía ser perjudicada si el mundo conociera pormenores de su vivencia, y en la cuestión de Oriente Medio, más que en cualquier otra, las cadenas de noticias y los periodistas sienten que por encima de informar, deben servir a la causa.

Sí, pelean niños. Envenenados por el odio en muchos casos, o engañados como Abdala Corán, o entrevistados para que en televisión proclamen su deseo de autoinmolarse, o parapetados entre las balas y los israelíes, o bien como Asan Abdo, un adolescente con retraso mental a quien para que se hiciera explotar le pagaron unos pocos euros y la promesa de su primera experiencia sexual en el paraíso (soldados israelíes lo salvaron, el 24 de marzo de 2004). Pelean niños palestinos, que son sacrificados por Arafat en el altar de «la causa». No hay piedras; hay salvajismo condonado por Europa.

(Quien se hubiera hecho ilusiones de que el volcán de la judeofobia europea estaba en vísperas de apagarse, no necesita revisar a Javier Nart ni a la ultraderecha española, basta con ojear las páginas de El Catoblepas de este mes. Los párrafos finales de la nota de Bernaldo de Quirós Arias, son el remedo de la nauseabunda propaganda nazi. Los judíos dominamos todo, corrompemos todo. Somos el dos por mil de la humanidad y la controlamos secretamente. Que nos hayan asesinado a una tercera parte durante la Shoá, es un detalle baladí, que no nos libera del ubicuo rol de agresores. No hubo dos milenios de hogueras y pogromos judeofóbicos sino pura provocación judía.)

Dos causas del fanatismo

La mentira de los medios les permite a los cabecillas palestinos entregar a su pueblo a dos vicios. El primero, consiste en jamás cuestionar las bajezas propias y siempre encontrar en Israel la fuente de todas sus dificultades.

El segundo, es considerar esas dificultades como si fueran el nadir del padecimiento humano. Parecería que no hay más sufrimiento en el planeta que el de los palestinos, por lo que a ellos se les perdonan los medios más extremos y virulentos.

Sus líderes se quejan por su situación sin asumir responsabilidad alguna por haberla generado. Saltean el terrorismo como si no existiera y proceden a protestar por la represión de los atentados. No hay Kassams desde Gaza, sólo incursión israelí. Cacarean por el castigo sin admitir el crimen, aún cuando el castigo tenga como objeto impedir otro crimen. Funesta necedad la de una sociedad programada para hurgar siempre las culpas en el otro, y para jamás revisar la propia responsabilidad en los males que la aquejan.

La memoria palestina vino deteriorada desde su nacimiento como pueblo, hace menos de un siglo. Basada en una novela de de ciencia-ficción de Philip Dick, la película Blade Runner narra cómo un grupo de robots aterrizan en 2019 en Los Angeles. Me inspiró hace unos años para publicar un artículo titulado Un pueblo de replicantes. En el filme, los «replicantes» habían sido construidos tres años antes con forma humana, e iban a dejar de funcionar en unos pocos meses más. Pero se les había implantado una memoria artificial, que les hacía suponerse más viejos, y humanos.

En los palestinos también se ha injertado una memoria artificial. Creen que su nación existió por miles de años, aún cuando apenas medio siglo atrás los únicos palestinos eran los judíos de Sión. Les parece que esta tierra fue siempre suya, a pesar de que un Estado propio nunca existió fuera de su imaginación. Oyen diariamente que deben «recuperar» Jerusalén, aún cuando la ciudad nunca estuvo en sus manos.

Esta falsa memoria les ha sido impuesta por las dictaduras árabes, que necesitan de su «lucha liberadora» para desviar la atención de sus pueblos oprimidos, y también por la mayoría de los medios de difusión, hostiles al renacer del pueblo judío.

Para corregir la falsa memoria palestina se requiere una activa campaña de información, que les permita aprender eventualmente que Jesús no fue palestino sino un hebreo en su tierra, del mismo modo que los macabeos, los escribas, los profetas, los reyes de Judea y los herederos de esta tierra por milenios, y los únicos que la reclamaron como propia durante siglos.

El proceso de aprendizaje será doloroso, porque a los palestinos les costará reconocer cómo nacieron como pueblo, cuando sus abuelos inmigraron a nuestra tierra gracias a la obra vivificadora del sionismo, que les proporcionó trabajo y posibilidades de progreso. Aunque sea desagradable, esa educación es indispensable para empezar a disipar el odio que abrigan contra nosotros.

Pero más importante aún es la segunda causa de su violencia, que tampoco debe buscarse en la naturaleza de su gente. Los seres humanos somos bastante similares, y los males sociales no deben atribuirse a la idiosincrasia de las personas, sino a la de los regímenes que rigen sus vidas. Se trata del debatido tema de sociedad totalitaria, en la que sólo los que mandan tienen derecho a criticar, y por ende la autocrítica social desaparece para no tener que transformarse en un tobogán por el que se deslice la censura al gobernante. Como allí nadie osa meditar en los errores de sus dirigentes, eventualmente necesitan desviar toda crítica interna hacia el exterior, y al final nos les queda más salida que incriminar sólo a aquél a quien esté permitido hacerlo. Más aún porque el acusado, como ocurre en esas sociedades, no puede hacer oír libremente su defensa.

En marzo de 2002 me tocó dar una conferencia en la Universidad de Santiago de Chile, a la que asistieron muchos estudiantes palestinos. Aproveché para felicitarles porque con su asistencia quebraban un tabú. Mientras los israelíes escuchamos a diario a los voceros árabes en nuestros medios de difusión y universidades, es impensable que en medios árabes pueda expresarse libremente la voz de Israel. Aún Egipto, que desde 1979 mantiene con Israel un tratado de paz, jamás ha invitado a un solo académico israelí a alguna de sus universidades. Los palestinos en Chile eran, los encomié, de los pocos árabes que pueden escuchar la voz del adversario para entenderla. Las dictaduras no corren el riesgo de ventilar la otra campana, y la única aceptada es la de los saddams de distintas tonalidades que se han apoderado de los veinte países árabes. (Por motivos previsibles, mis congratulaciones cayeron en saco roto y la respuesta de los estudiantes palestinos no fue de autocrítica sino de negación: no escuchar, no dialogar. Dialogar implica riesgos; el camino fácil del totalitario es descalificar.)

Que los países árabes se hayan negado al mero reconocimiento del Estado de Israel durante medio siglo es el resultado natural de esta actitud intolerante. No pueden admitir que el otro existe, porque esta admisión podría demandar escucharlo y socavar así la maniquea visión de que toda la verdad está en sus manos. Y cuando esa visión se desmorona, tarde o temprano, se desploma con ella el sustento de los tiranos.

La única novela de Henry Hazlitt, La gran idea (1951), describe con maestría cómo la verdad termina por desvanecerse. Su utopía está ubicada en el año 2100, cuando Pedro Uldanov descubre la libertad humana al tener que gobernar una dictadura.

La esperanza post-intifada

La dolencia palestina consiste en un régimen en el que la disensión se paga con la muerte. Si alguna vez consiguieran construir una sociedad democrática y abierta, viviríamos con ellos en paz creadora.

La derrota de Arafat y de su reino de terror será beneficiosa para el pueblo palestino. Para lograrla, no solamente los palestinos habrán de cambiar su vocabulario, sino también las agencias noticiosas.

El término más gastado, el de la jaculatoria que lo justifica todo, es el de la ocupación. Los israelíes nos sentimos desconcertados frente a esa voz. Para ganar tiempo, solemos aceptarla y pasamos expeditamente a sugerir que terminemos juntos con la ocupación para llegar a un entendimiento pacífico.

Pero el concepto mismo debe ser revisado. No solamente porque de los millones de kilómetros cuadrados ocupados que hay en el mundo, sólo interesan los seis mil kilómetros ocupados por Israel, sino porque en rigor, no hay tal ocupación.

La verdad es que los territorios que los palestinos reclaman son territorios «disputados». No «ocupados». Como miles de otros territorios disputados que no despiertan la menor emoción. Para que hubiera ocupación, debería haber habido allí una soberanía nacional que Israel suplantó. No la hubo. Los territorios habían sido anexionados por Jordania, pero sólo dos países habían reconocido esa anexión. No había ahí Estado palestino alguno. Nunca hubo un Estado árabe palestino. Gran Bretaña gobernaba esos territorios desde que los capturara del imperio otomano en 1917, y esa captura fue refrendada por la Liga de las Naciones en 1921.

Desde entonces, las dos declaraciones primordiales de las Naciones Unidas son la 242 (de 1967) y la 338 (de 1973) que establecen los criterios para llegar a la paz. Uno de los redactores de las mismas, Eugene Rostow, señala que las resoluciones permiten que Israel administre esos territorios hasta que «se logre una paz justa y duradera en Oriente Medio».

Ahora bien, aunque Israel arguye tener derechos históricos sobre esos territorios (que puede blandir en una mesa de negociaciones) está dispuesto a renunciar a esos derechos en aras de la paz. Sin embargo, hasta que esa paz no se concrete, Israel no tiene por qué renunciar a nada.

Aunque los poblados israelíes en esos territorios son legales, somos concientes de que crean un obstáculo psicológico. Por ello Israel los ha congelado, y aún se dispone a evacuar muchos unilateralmente. Este gesto de la población israelí, que implica un riesgo que ningún otro país estaría dispuesto a tomar, es, como siempre, utilizado por sus detractores para reprobarnos nuevamente. Pero el hecho irrefutable es que Israel está dispuesto a ceder los territorios disputados, como ha demostrado en cada ocasión que se le dio, si de una vez por todas se le permite existir en paz.

Reiteremos: esos territorios nunca fueron independientes (salvo bajo soberanía judía hace dos mil años) y pertenecieron a los diferentes imperios que de ellos se apoderaron. Llamarlos «tierras palestinas» no sólo desafía la verdad histórica sino que agrega sólo confusión y leña al fuego del conflicto. Nadie podría responder cuándo surgió la nación palestina, cuándo creó su Estado, cuáles eran los límites del mismo, su capital, sus ciudades principales, en qué basaba su economía, cuál era su forma de gobierno, quiénes fueron sus jefes de Estado antes de Arafat, cuál era su idioma específico, la principal religión, el valor de cambio de su moneda en cualquier en cualquier período histórico, o cuándo desapareció ese Estado y por qué causas.

En el momento de evaluar las causas del fracaso de las celebraciones, por supuesto no faltó quien como es habitual le echara la culpa a Israel. Así lo sostuvo Sajer Habash, del Comité Central de Fataj. Pero algunas plumas filtraron un dejo de autocrítica, que en general brilla por su ausencia en las sociedades árabes. Y esa autocrítica puede señalar una luz de esperanza, y el desplazamiento del gran enemigo de los palestinos, Arafat.

El columnista palestino Adli Sadek admitía que los palestinos «hemos cometido más de cien errores en la Intifada, el principal de ellos que nos lanzamos a la confrontación sin un programa político». Ha dado en el blanco: lo que motivó al movimiento nacional palestino ha sido el impulso de destruir Israel, y ningún ímpetu de construir nada propio. Sus líderes arrastraron a los palestinos a estériles baños de sangre y a la intoxicación de sus niños en el odio intransigente, sin proponerles nada más que la destrucción del otro.

Pareciera que en estas semanas, gracias a la derrota de la Intifada, una nueva conciencia emerge entre los palestinos. El inminente fin de Arafat abrirá las compuertas a una nueva expectación de bienestar para el sufrido pueblo palestino.

 

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