Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
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El Catoblepas • número 31 • septiembre 2004 • página 3
Sobre la oportunidad en el decir y en el callar
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Tengo por uno de los más sabios consejos aquél que recuerda que un hombre es esclavo de lo que dice y señor de lo que calla. Mas añadamos, también, que esclavo, principalmente, de aquél a quien lo dice, como nos recuerda Gracián («El que comunicó sus secretos a otro –afirma– hízose esclavo dél»). Que lo que digas podrá ser usado en tu contra, es precepto que conviene tener presente, pues su aplicación no se limita al ámbito jurídico o penal, sino que concierne, asimismo, al diario y cotidiano vivir; y a éste aun más que al otro, porque aquí no es únicamente que podrá ser utilizado, sino que lo será algún día, casi con total certeza. Los amigos son amigos hasta que dejan de serlo. Y a tal evidencia, que roza la perogrullada, no se le da, me parece a mí, toda la importancia que tiene; porque es lo cierto que de la amistad no se suele pasar a la indiferencia o a la ignorancia del otrora amigo, sino a la inquina y a la venganza (sea cual sea el grado de justificación que en cada casa pudiéramos atribuir a ésta); y es entonces cuando aquello dicho o confesado en un momento de debilidad o de angustia, de intimidad o de cálida confianza, puede pesarnos toda la vida. Una antigua sentencia (que, según creo recordar, se remonta a Quilón) aconseja vivir con los amigos como si un día hubieran de convertirse en enemigos. La Bruyère, que lo repudia, considera que tal consejo no es acorde ni con las reglas de la amistad ni con las de la moral, y entiende que se trata no de una máxima moral, sino política. Tal vez sea así, pero, moral o no, es máxima que tiene la virtud de evitar muchos sinsabores.
Pero habría que añadir que, por la misma razón, tampoco se gana nada con ser depositario de los secretos de otro. Malo es no saber lo necesario, pero también lo es saber más de la cuenta, porque bien pudiera suceder que aquél que sin pedírselo se hizo nuestro esclavo, desee ahora recuperar la autonomía y la libertad perdidas sin ni siquiera parar mientes en cómo hacerlo; y no digo yo que por fuerza el medio elegido sea dar muerte al confidente (como hizo Seleuco el Victorioso con el campesino que no supo callar haberle reconocido, siendo así que el rey deseaba pasar de incógnito), pero acaso sí destruir su reputación o su prestigio. Así que yo concluyo con Gracián que: «Los secretos, pues, ni oírlos ni decirlos.»
Mas si por fuerza uno desea o se ve obligado a decir algo que mejor haría en callar, yo aconsejo que lo haga de forma enteramente natural y desenfadada, como si se tratase de cosa trivial y aun de dominio público, porque entendiendo nuestro interlocutor que en nada nos preocupa que se conozca lo referido, o entendiendo incluso que es conocido por muchos, no concediéndole la menor importancia, al rato se le irá de la mente y no reparará más en ello. Y, al contrario, cuando deseemos que algo se sepa y se difunda, el modo más fácil de lograrlo es transmitírselo a otro advirtiéndole que se trata de un secreto y rogándole que guarde silencio: «No se lo digas a nadie y calla», he ahí el refrán, según Plutarco, por el que se gobierna y rige toda charlatanería. Y así es: todo amigo íntimo tiene otro amigo íntimo, toda persona de nuestra confianza tiene otra de la suya, y, de este modo, de intimidad en intimidad y de confianza en confianza, lo dicho como secreto pronto será conocido por todo el mundo.
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Decía Simónides que se había arrepentido muchas veces de hablar, pero nunca de callar. Y es que, como de nuevo observa Plutarco: «Ninguna palabra pronunciada ha aprovechado tanto como muchas calladas.» Ciertamente, una de las diferencias esenciales entre un individuo prudente y un tonto es que el primero dice sólo lo imprescindible, en tanto que el segundo no calla ni siquiera lo necesario. Pero convencer de esto al charlatán es tarea imposible. La charlatanería, en efecto, parece vicio incurable; y yo creo que acaso eso sea así, entre otras razones, porque el continuo parloteo es seguramente uno de los procedimientos (tal vez el único, realmente) que el individuo proclive a esta debilidad cree tener a su alcance para despertar el interés de los otros y convertirse en centro de atención. Sospecho que ése y no otro es el objetivo último que verdaderamente persigue el charlatán. Su infatigable hablar es actitud infantil con la que aspira a disfrutar de un protagonismo que le ha sido negado (o él así lo entiende) por otros medios. Se comprenderá, pues, que, por ello, no sólo sus palabras, sino con frecuencia también sus gestos y maneras son exagerados, porque, en realidad, su decir es siempre un actuar. En todo charlatán habita un histriónico. Y aunque a menudo, como es sabido, el único interés que despierta y la única atención que suscita sean los propios del payaso, él, empero, toma su logorrea por grave y sesudo discurso, y su ridiculez por afinado sentido del humor, de modo que se tiene a sí mismo por inteligente y ameno contertulio, no sólo bien recibido, sino incluso anhelado en cualquier cenáculo o salón. Nada ha de extrañar, en consecuencia, que quien le recrimine su conducta sea visto por él como envidioso de su fama y su donaire.
Por eso digo que no es vicio fácil de erradicar. Así que de nada sirve decirle a un genuino charlatán que lo que calle siempre estará a tiempo de decirlo: las palabras pesan en su boca como piedras; o que lo que diga ya nunca podrá callarlo, que es posible impedir que una palabra salga de la boca, mas no tornarla a ella una vez salida, porque las palabras, como decía Homero, son aladas, y, abandonada la jaula de los dientes, ninguna forma hay de darles alcance o de detener su vuelo: ni siquiera entenderá lo que le estáis diciendo.
Nada se logrará tampoco intentando hacerle ver que con su parloteo compulsivo se hace acreedor de incredulidad y desconfianza, porque quien mucho habla, tarde o temprano da fin al repertorio y se ve obligado a inventar fábulas o chismes si ha de mantener encendido el fuego que concita a los demás y calienta su propia pasión. Pero a la gente se la puede engañar una vez (incluso se puede engañar una vez a todo el mundo), pero sólo a un tonto dos, ya que quien no lo sea del todo, sabe por experiencia que no es mala costumbre no fiar por entero de quien nos ha engañado en una ocasión, porque lo más probable es que lo haga en otra.
Mas el descrédito del charlatán proviene aún de otra fuente. Y es que la charlatanería, como advierte Teofrasto, no es una propensión a la mera locuacidad («incontinencia de palabra», lo que ya es bastante grave, desde luego), sino «una propensión a hablar mucho y fuera de propósito». Es decir, el charlatán acaba siendo, por fuerza, un impertinente y un entrometido, que, por mor de su pasión, habla de lo que no debe, con quien no debe y cuando y donde no debe. Y habla, faltaría más, de lo que no sabe.
De modo que hemos venido a dar en que la charlatanería, vicio deplorable en sí mismo, lo es aún más por su innegable parentesco con la impertinencia y la intromisión, por ser hija (o madre, tanto da) de ellas.
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Impertinente, entrometido e inoportuno son, seguramente, tipos humanos muy similares. Teofrasto, no obstante, sugiere algunas diferencias entre ellos, así, en tanto que considera la inoportunidad como «una intervención extemporánea que perturba a las personas de nuestro entorno», entiende que el entrometimiento es «un exceso de buena disposición tanto de palabra como de obra», y, finalmente, define la impertinencia como «una forma de trato que, sin dañar, causa fastidio». No es cuestión de entregarnos ahora, cual filósofos analíticos, a un pormenorizado análisis de los usos o juegos lingüísticos de dichos conceptos, de las cosas que hacemos con esas palabras (por ejemplo, en nuestra lengua, impertinente se dice también del individuo susceptible o insolente y descarado; y llamamos entrometido a aquél que, como suele decirse, se mete donde nadie le llama, e inoportuno a quien hace lo mismo, pero, encima, como si dijéramos, de manera imprevista, sin avisar, y a ambos convenimos, también, en considerarlos indiscretos). El tal análisis lingüístico sería la historia de nunca acabar. Lo que ahora verdaderamente nos importa es que Teofrasto, por lo que dice, parece entender tales disposiciones sólo como viciosas en un sentido menor; más que malvados, dichos individuos resultarían molestos, y hasta está dispuesto a admitir que, en algunos casos (como el del entrometido), lo que les pierde es su buena disposición, que se torna excesiva, y, por ende, molesta. Ahora bien, yo creo que hay que matizar.
Existe, ciertamente, una impertinencia, una intromisión y una inoportunidad, lo mismo que una indiscreción y una charlatanería (no perdamos de vista el asunto central que nos ocupa) que constituyen vicios no tanto de carácter moral cuanto de carácter estético; que suponen más una falta de elegancia que de bondad, y más son un atentado al buen gusto y al saber estar (al savoir faire, como dicen los franceses) que al genuino comportamiento moral. Son, digámoslo ya, diversos modos de ser zote (o, sin abreviar: zoquete): «Ser inoportuno –señala La Bruyère– es el papel del tonto: un hombre discreto se da cuenta si es grato o si aburre; sabe desaparecer en el momento inmediatamente anterior que precede a aquél en que estaría de más en algún sitio.» Y lo mismo viene a decir nuestro Baltasar Gracián, cuando apunta que: «Hay algunos tan paradójicamente impertinentes que pretenden que todas las circunstancias del acierto se ajusten a su manía, y no al contrario. Mas el sabio sabe que el norte de la prudencia consiste en portarse a la ocasión.» Tales individuos presentan (como decimos nosotros) una extremada e inagotable falta de tacto, y, en general (tiene razón Teofrasto), más fastidian que dañan, y, por lo mismo, más son objeto de irrisión o desprecio que de odio o temor. O, si así se quiere decir, sin llegar a ser verdaderamente odiados, resultan odiosos, y sin ser realmente temibles, causan pavor y horrorizan con su incansable parloteo, y su asombrosa precisión para estar donde no deben, diciendo lo que no viene al caso y haciendo lo que nadie les ha pedido que hagan. Cuando (y es cierto que hay algunos) actúan de buena fe, son dignos de lástima, máxime si se tiene en cuenta que nunca ganan nada con el despliegue de su intromisión; ningún beneficio obtienen del cultivo de esa manía de meter la nariz donde nadie pregunta por ellos; más bien, suele suceder al contrario, como ha visto nítidamente Gracián: «No sea entremetido –aconseja–: y no será desairado. Estímese si quisiere que le estimen. Sea antes avaro que pródigo de sí; llegue deseado y será bien recebido; nunca venga sino llamado ni vaya sino enviado. El que se empeña por sí, si sale mal, se carga todo el odio sobre sí, y si sale bien, no consigue el agradecimiento. Es el entremetido terreno de desprecios, y por lo mismo que se introduce con desvergüenza es tripulado en confusión.» Ciertamente, la intromisión propia de tales individuos (incluidos charlatanes e impertinentes, miembros todos ellos de esta misma familia), antes busca agradar que hacer mal; incapaces, por ellos mismos, de atraer sobre sí la atención y el interés del prójimo, intentan alcanzarlos mediante el asedio permanente y la continua imposición de su presencia; se convierten –diríamos– en espectáculo incesante para los demás. No parece sino que, haciendo bueno aquello que Berkeley predicaba de la realidad en su conjunto (esse est percipi), se hallasen convencidos de no ser más que si son percibidos, si llaman la atención. Su intromisión nace, pues, de su insuficiencia, y es el mecanismo mediante el que intentan paliarla. El resultado, sin embargo, es siempre desolador. Como señala Plutarco: «queriendo ser amados, son odiados; queriendo hacer favores, importunan; creyendo ser admirados, son objeto de burla; sin ganar nada, gastan, ofenden a los amigos, aprovechan a los enemigos, se arruinan a sí mismos. De tal suerte, este es el primer remedio y medicina de su pasión: la reflexión sobre las vergüenzas y dolores que vienen de ella.» Mas lo cierto es que poco o nada se gana suministrando a tales individuos remedios ni medicinas, porque rara vez aprenden de la experiencia.
Pero también es verdad que existen variedades menos inofensivas de tales tipos humanos; variedades que presentan un rostro más perverso; individuos que no son simplemente pesados, sino auténticamente maliciosos y malignos. Su pasión nace, seguramente, de fuentes similares: su inseguridad, la desconfianza en sus propias capacidades, el temor a no poseer nada digno de ser apreciado por los otros, la dificultad, incluso, de soportarse a sí mismos; pero ahora el mecanismo compensatorio elegido no es la búsqueda frenética del amor de los demás, sino el degradarlos hasta colocarlos en un lugar igual (o inmediatamente inferior) a aquél en el que ellos mismos se encuentran o creen encontrarse. Su parloteo es ahora chismoso y cotilla; su impertinencia, insultante y paranoide; su intromisión e inoportunidad, husmeo que persigue trapos sucios para después ventilarlos; su indiscreción, simple querencia a fisgonear. Los tales, en modo alguno son dignos ni merecedores de lástima, sino de auténtico y genuino desprecio.
4
Mas volviendo al asunto principal que nos ocupa, no es posible dejar de advertir que la discreción en el hablar no supone el callar siempre. Hay silencios que son viles y cobardes; silencios hipócritas y embusteros, y hasta silencios cómplices del mal y la injusticia; silencios que denuncian pequeñez o ruindad de espíritu y pusilanimidad desbordada. Ni hay que hablar a deshora ni callar a todas horas. Cuándo conviene hacer uno u otro es, a no dudarlo, señal de inteligencia y de habilidad social, mas también de bondad y valentía. Es también algo que, a todas luces, resulta muy difícil de enseñar. Si se me permite que recurra otra vez a Plutarco, recordaré que, según él, hay tres tipos de respuestas: la necesaria, la cortés y la excesiva. Ninguna doctrina mejor se me ocurre al respecto. Piense cada cual en que tesitura se encuentra en cada caso, y si la naturaleza no le ha dotado de la perspicacia suficiente para hallar el camino a seguir, ni la experiencia se lo ha enseñado con el paso de los años, entonces me temo que muy poco pueda hacer por él un curso completo de moral o protocolo.
Yo creo que la respuesta cortés es la que debemos a unas normas mínimas de convivencia social y de buena educación. Es respuesta con la que ni nos comprometemos ni nos compromete, porque, en realidad, con ella nada decimos, y, por lo mismo, jamás supone mentira, aunque no diga verdad. Con ella, a veces, se eluden compromisos, y, a veces, se evita decir lo que ninguna necesidad tiene de ser dicho, sin que en ningún caso implique engaño. Se espera del buen entendimiento del interlocutor que la interprete de forma cumplida y acabada, y si no lo hace, tanto peor para él. Ni las normas dictadas por la moral ni las debidas a las buenas maneras nos obligan a ir más lejos.
La respuesta excesiva, por su parte, es el sello distintivo de la charlatanería, y oscila, según los casos, desde la pesadez a la malicia. Hay quien, espoleado por una pregunta meramente cortés, ella misma, te sujeta del brazo y comienza a exponerte, al pormenor, su historial médico, laboral, psicológico o matrimonial, o da inicio, sin más, a su autobiografía, y todo ello con tal lujo de detalles y menudencias, que uno tentado está de rogarle: «Ten compasión, insensible, y cállate de una vez», como decía Marcial. Y hay quien aprovecha la menor oportunidad para la maledicencia o el cotilleo de terceros, o incluso, de modo más o menos velado, para ejercitarse en el arte de la pulla con quien tiene delante. Es respuesta, también (la excesiva), dictada por la soberbia, la vanidad o la irá. Y éste es, en fin, el tipo de discurso con el que nada ganamos y solemos perder mucho, y en el que, tarde o temprano, todo el mundo acaba por lamentar lo dicho (todo el mundo, quiero decir, que no sea un charlatán de vocación genuina y consumada).
Finalmente, la respuesta necesaria es aquélla en la que se hallan fuera de lugar el silencio o la cortesía, porque aquí el silencio equivale a falsedad y la cortesía a mera actitud hipócrita. Hay que decir lo que hay que decir, dónde y cuándo hay que decirlo, y, en ocasiones, incluso sin haber sido preguntado. No hacerlo es mentira igual que el dar respuesta embustera, y si tras el silencio o el engaño no se oculta algún interés (que suele ser lo más frecuente), entonces no son sino prueba de cobardía o debilidad.
Ahora bien, conviene no olvidar que si el silencio es a veces culpable, la charlatanería lo es siempre. Además, la charlatanería nunca calla, y, en cambio, el silencio, en muchos casos, dice. Existen silencios más significativos que un torrente de palabras, y hasta más insultantes que un catálogo de insultos; silencios, también, que reprochan e interrogan con más contundencia que una lista de preguntas. Sin duda, es cierto que, como decía Tasso: «El silencio suele tener también ruegos y preguntas.» Y, además, para qué vamos a engañarnos, verdad es que la mayor parte del tiempo estamos mucho mejor callados.
Sin duda, gran cosa es saber hablar, pero aún lo es más saber callar. Conocer cuando es llegada la ocasión de hacer lo uno o lo otro, es prueba de buen juicio, al tiempo que resulta de innegable utilidad. Lo contrario, sin embargo, es, como señalaba La Bruyère, raíz y origen de toda impertinencia: «Es una gran desdicha –escribe– no tener suficiente talento para hablar bien ni suficiente juicio para callarse. He ahí el origen de toda impertinencia.»
Mas, yo me atrevería a sugerir que si hemos de pecar de algo, que sea antes de lo segundo que de lo primero, porque si tenemos suficiente talento, nada perderemos con callar, y si somos necios, al menos podremos disimularlo.