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El Catoblepas, número 30, agosto 2004
  El Catoblepasnúmero 30 • agosto 2004 • página 7
La Buhardilla

La noción moral de contento (y 2)

Fernando Rodríguez Genovés

Continuación del texto que sirvió de base para la defensa pública de la tesis doctoral, «La noción moral de contento entre la ética antigua y la moderna: Marco Aurelio, Montaigne y Spinoza», realizada por el firmante de esta sección el 11 de junio de 2004 en la Facultad de Filosofía de la Universidad de Valencia

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GraciánNietzsche

Como se ha apuntado en más de una ocasión, la perspectiva de la experiencia moral basada en la vida buena y el mejoramiento moral, sufre una estricta alteración con el advenimiento de la Modernidad y de la «ética moderna» en la civilización occidental (representada significativamente, aunque no en exclusiva, por la ética kantiana y utilitarista), en particular, como consecuencia de la aparición y extensión hegemónica del cristianismo como concepción del mundo. Si bien no se instauran genuinamente hasta el Renacimiento los conceptos de yo e individuo, éstos ya arriban a ese estadio histórico henchidos de espiritualidad cristiana, para la cual el propósito de la virtud y la felicidad ya no residen en la excelencia y en el acto de pensar preferentemente por uno mismo y en sí mismo, sino en la tendencia a confiar en el Otro (confiándose al Otro) el sentido de la virtud, a fin de obtener la aprobación moral y ganar la salvación, en lugar de perseverar en la tarea de la perfección moral desde el paradigma ético de la autosuficiencia. Justamente es este sentido el que sostenían los filósofos antiguos, en especial, los estoicos, quienes enseñan que es posible salvarse por medio del esfuerzo y el perfeccionamiento personal, sin la ayuda del Otro, aunque se lleve a cabo con otros. Bajo la presión de principios como la providencia, la benevolencia, la simpatía y la caridad, los conceptos de la ética y la acción moral de la modernidad cristiana se ponen al servicio de nuevas instancias abiertas a la otredad, como son, por ejemplo, el deber y el bienestar general. Ser bueno significa, a partir de entonces, encomendarse a otro y servir a otro, sea a alguien o sea a algo distinto de uno mismo. Las categorías de autonomía moral y virtudes públicas se imponen sobre los postulados de la autosuficiencia moral y la excelencia.

Con la Ciencia Moderna se altera el soporte mental e intelectual del pensamiento antiguo en el momento en que inaugura una nueva forma de pensar y de concebir el mundo, lo que comporta importantes consecuencias para la comprensión de la ética. A diferencia de los hombres antiguos, los modernos interpretan el universo como un «espacio neutro» y abierto, sin un arriba y un abajo, sin contornos ni señales, carente de jerarquía de valores y, en general, de valor alguno. La moral, en suma, no puede fundarse ya en la Naturaleza; de ahora en adelante, se fundamentará en Dios y/o en los otros hombres, con quienes la relación moral se inspirará en lo sucesivo en las fórmulas de la promesa y del contrato, en el sometimiento a un pacto que, según atinada apreciación del filósofo francés Clément Rosset, se inspira, en última instancia, en una «estructura de reiteración» (Lo real y su doble), donde lo otro viene a ocupar el lugar de lo real, y el mundo y el sujeto ejercen de hecho el papel de doble. La misma necesidad de buscar en «otro lugar» el sentido último de la existencia y el fundamento del valor nos da la clave y la hora que marcará la dirección de la «ética moderna». Lo que cuenta, a partir de ese momento, es que el sentido, el valor y la salvación no se sitúen en un «aquí», esto es, en el propio sujeto, sino en otro lugar.

«Ponerse en el lugar del otro» se erige en modelo de conducta moral que compendia el nuevo sentir dominante de la ética resultante. Según dicta el postulado alternante se trata de salir de uno mismo y de abandonarse en el Otro para pretender una acción moral virtuosa y valiosa. La moral adquiere así una tonalidad severamente altruista en la forma, orientada hacia el interés de los demás y al cuidado de los otros en detrimento del interés personal y el cuidado de sí mismo. Este movimiento transforma notoriamente la perspectiva de la intencionalidad ética, venciéndose desde el primado del sí mismo hasta el fomento del sí mismo como otro o en cuanto a otro (Paul Ricoeur). Las convicciones que conquistan el mundo moderno son, principalmente, la civilidad, la paz, los derechos humanos, la solidaridad, la benevolencia, la simpatía, la democracia, la justicia, & c, unos valores éstos que al no fundarse en la Naturaleza, deben de conquistarse con esfuerzo y con un trabajo de renovación de sí mismo, mediante una rígida ascesis, a través de unos renovados «ejercicios espirituales» que superando el ensimismamiento, se consagran a la alteración. Las fórmulas morales de la obligación, del deber y del imperativo, valores en buena medida «antinaturales», avanzan con rapidez, adueñándose de la conciencia del sujeto y estableciendo sus inevitables corolarios: la culpa, el arrepentimiento, la pena y la coacción.

En la Segunda Parte de la presente tesis doctoral atendemos a estos asuntos bajo el encabezamiento de «Problemas éticos en el reconocimiento del Otro». La indagación sobre las virtudes y virtualidades del reconocimiento nos conduce a dos planos: el reconocimiento en el otro y el reconocimiento con el otro. La primera atiende, principalmente, a las perspectivas psicológicas y de filosofía moral del asunto, cuyas principales líneas de argumentación ya fueron adelantadas en el XI Congreso de la Asociación española de Ética y Filosofía Política, «Retos pendientes en ética y política» (Málaga, 14-16 diciembre de 2000) con la comunicación allí leída, titulada «¿Universalizar la responsabilidad moral? Ponerse en el lugar del otro y sus límites».{1}

El segundo enfoque del reconocimiento (reconocimiento con el otro) se aborda desde la perspectiva de la filosofía política, desarrollada a lo largo de dos secciones: la «dimensión social: excelencia moral y democracia» y la «dimensión política: voluntad, coacción y política». Las ideas centrales de esta cuestión conoció asimismo un primer tratamiento y avance en la comunicación hecha pública en el XII Congreso de la Asociación española de Ética y Filosofía Política celebrado en Castellón, de los días 3 al 5 de abril de 2003 y que lleva por título: «La ética, a las puertas de la ciudad».

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La Tercera Parte de nuestro trabajo se ha ocupado del examen particular de tres autores selectos: Marco Aurelio, Michel de Montaigne y Baruch de Spinoza, convocados aquí por méritos propios, pero también por una especial complicidad intelectual con el asunto en marcha. En todos ellos, los rasgos éticos de lo que denominamos «contento» son particularmente perceptibles, y muy notoria la tensión que en ellos concurre entre las delicias de la «vida interior» y las servidumbres de la vida exterior o «vida en común». Los tres, además, comparten una concepción del mundo y un ideal de la vida humana muy próximos al estoicismo, una doctrina filosófica ésta a la que dedicamos especial atención. Marco Aurelio, pensador «clásico», presagia con su meditación sobre el daimôn la constitución de la subjetividad y el ideal de perfección en el contento moral, temática que será posteriormente nuclear en el pensamiento de Montaigne y de Spinoza, quienes de esta forma renovarán tales ideales en el Renacimiento y la era moderna. Montaigne representa un caso ejemplar de pensador que hace de puente intelectual para la continuidad y la integración de ambas tradiciones. Por lo que respecta a Spinoza, de él se ha dicho que fue el más antiguo de los filósofos modernos, lo cual debe entenderse en nuestro discurso como todo un halago.

En los tres sabios, en fin, el conflicto entre las obligaciones para con la vida pública y las devociones para con la propia existencia sobresalen como tema capital tanto en sus reflexiones intelectuales como en su experiencia personal. Su cuidado por preservarse de las circunstancias del espacio y el tiempo en que vivieron, desde el interior de sus respectivos ámbitos de realización personal, y su preocupación por perfeccionarse, dentro de lo posible, fueron anhelos exquisitos y permanentes de los que dan fe, en primera instancia, sus escritos. Mas, si las paredes y los apartamientos hablasen, también las tiendas de campaña imperiales en el limes del imperio romano, la torre de un castillo en el Perigod francés y la buhardilla de un discreto pulidor de lentes en Holanda, nos tendrían mucho que decir al respecto. Y creo que de hecho lo hacen.

¿Por qué comenzar nuestra selección con Marco Aurelio? Cierta tradición de especialistas en la Antigüedad ha retratado a Marco Aurelio como un filósofo-emperador melancólico y pesaroso, que arrastra su humana condición por la vida con abatido pesimismo; como un filósofo, en fin, consternado y un emperador que asume su tarea con cierto malestar, y aun con enojo. Mas, desde nuestro punto de vista, Marco Aurelio ofrece, en efecto, la traza de un hombre preocupado y meditabundo, no la de un descontento. Fiel a la enseñanza estoica recibida, aprende a desprenderse de todo sentimiento negativo, triste y destructor, echando fuera de sí todo sentimiento de autocomplacencia y de fatuo engreimiento, así como de autocompasión o rebajamiento moral. Nada más decadente para esta cuidada sensibilidad moral que un alma rencorosa, amargada y quejillosa. Además, en el sabio estoico no es fácil que crezcan estas flaquezas, pues para salvarse de ellas fortalece su autoestima merced a un ejercicio constante que fructifica en un concepto elevado de sí mismo, el cual le lleva a situarse más cerca de la excelsitud de los dioses que de la cotidianidad común de los mortales. Precisamente porque se considera un ser privilegiado -por el hecho de participar de mayor razón que el resto de hombres ordinarios, aproximándose así al ideal de la Naturaleza- se percibe a sí mismo, y a los que comparten su condición, como un individuo moralmente superior, esto es, un ser que se supera en todo momento y aspira a sacar lo mejor de sí mismo, que proyecta su vida como un camino hacia la excelencia (areté). El sabio estoico es, entonces, y en el mejor sentido de la expresión, una persona cabalmente autosuficiente y feliz. Marco Aurelio no representa una excepción a esta regla.

Para Marco Aurelio, lo vital e imprescindible en filosofía es exhortarse a sí mismo para «calmarse», no dejarse arrastrar por la corriente general y mantenerse firme en dos principios fundamentales de la sabiduría estoica: 1) nada puede ocurrirme contra la Naturaleza, y 2) nada debo hacer que intente contrariarla. Estas magistrales lecciones de ética, no las dirige a alumnos, ni a un cónclave, ni a una asamblea, ni a un querido amigo, ni a los dioses, ni a un lector desconocido: se las dirige a sí mismo, escribe acerca de sí mismo y para sí mismo: eis heautón.

¿Será necesario insistir en la intima relación existente entre la filosofía de Michel de Montaigne y la ética del contento? Según confiesa Montaigne en el ensayo «De l'oisiveté» (De la ociosidad), el proyecto general de su libro nace, como la sabiduría de los antiguos, del ocio y del reposo al que se aplica en su retiro voluntario, después de haber conocido los disgustos que comporta la actividad mundana en empleos y negocios relacionados con los asuntos públicos, a los cuales se aplicó por heredado deber de alcurnia y por personal sentido del vínculo familiar y de la lealtad, desde luego sin esperanza de sacar beneficio alguno, y siempre entendiendo tales ocupaciones en un orden secundario dentro de las prioridades de la vida.

Persona reacia a la pesadumbre, Montaigne se muestra, sin embargo, muy preocupado por la suerte y el destino de la humanidad. A pesar de su condición de gentilhombre y seigneur, Montaigne siente una profunda piedad por esas «pobres gentes» que soportan en mayor grado que otros los desastres de la inacabable guerra civil que ensangrienta y fanatiza la Francia de la época. Pero aunque se preocupa por ellas, sus Essais no se ocupan de ellas ni de la causa de sus desdichas. Montaigne no planea su libro para procurar remedio a las situaciones imperiosas. No es un tratado político ni un manual de «autoayuda», y nada más extraño a su aspiración que erigirse en guía para mentes desorientadas o corazones consternados. No siente el impulso de reprochar nada a los hombres, como hace Blaise Pascal en sus Pensées, ni amonestarse a sí mismo, como Jean-Jacques Rousseau en sus Confessions. Montaigne se mueve por otros estímulos.

Los Essais contienen en su interior un inapreciable tesoro, acaso el mayor de todos los que cobija: una moral de altura, universalizadora, vigorosa, jubilosa y más ejemplar que modélica. Su alcance se compendia en una ambición que es también máxima moral, moral de máximos: el hombre, en cualquier situación o lugar, como fin primario se debe al cuidado de sí mismo, lo que representa no sólo el modo más sabio de reconocer la vida buena, sino la mejor y más eficaz manera de auxiliar a la causa general de la humanidad: «Chaque homme porte la forme entière de l'humaine condition.» (Essais, III, II).

En consecuencia, ¿ocuparse de sí mismo, practicar el egoísmo racional humanista, es tarea deshonrosa y vergonzosa? Para Montaigne no hay tal contradicción. Los deberes con respecto a la sociedad y los deberes hacia sí mismo se concilian en el momento en que se comprende sin reservas que para mejor servir a los otros, conviene saber vivir uno mismo, en sí mismo y para sí mismo, y aprender a mejorarse en cada instante. Desde el momento en que se pone a escribir los primeros compases de sus Essais, Montaigne es consciente de estar comenzando un singular ejercicio de introspección y reconocimiento, jamás concebido hasta entonces, pero también sabe que su tarea se comprende como un entrenamiento concebido para superar las contingencias de la existencia. Desde estos pasos iniciales ve crecer en su alma una moral de superación y un esfuerzo de colosal envergadura. Sumergirse todavía hoy en sus páginas sigue siendo una fuente de saber y de alegría.

Finalmente, ¿puede haber mejor manera de poner un digno colofón a una disertación sobre las éticas del contento y la vida buena que desembocar en la filosofía spinoziana? La ética de Spinoza suele caracterizarse, en efecto, como una ética de la alegría, y no será aquí donde se niegue la corrección de este aserto. Pero tal vez podamos, por decirlo spinozianamente, perfeccionar esta descripción del sistema filosófico del sabio de Ámsterdam, afirmando que la ética de Spinoza es, sobre todo, una genuina ética de la beatitud y del contento.

Sostenemos esta idea por la acción de tres razones principales:

a) El sistema filosófico de Spinoza nace y crece por la fuerza del deseo, del conatus del ser que se esfuerza por perseverar en sí mismo y perfeccionarse por sí mismo. Este impulso sigue un orden natural y racional que le otorga un singular aire de claridad y vivacidad, de vitalidad y luminosidad, que no puede por menos que calificarse como de alegría. La fuerza creciente de la alegría permite, en efecto, vencer las resistencias, superar las debilidades y liberarse de las servidumbres que permiten hablar de una vida buena y lograda, excelente y enérgica, a diferencia de una existencia servil y derrotada, medrosa y débil. En este progreso vital, el alma humana va ascendiendo en grados de conocimiento hasta acceder al nivel superior (el tercer grado de conocimiento o amor intelectual de Dios), transmutando las pasiones en afectos, lo que posibilita no dejarse dominar por las afecciones debilitadoras sino perfeccionarse merced a las ideas adecuadas. Este crecimiento moral representa la transitio por la que el alma humana pasa de una perfección menor a una mayor. A la fuerza que inspira este crecimiento moral le llama Spinoza laetitia (alegría). Mas si el afecto de la alegría apunta hacia una mayor perfección, ¿qué mayor grado de perfección puede aspirar Dios si ya Él representa la entidad real más perfecta?

b) La beatitud informa de la posesión de la perfección, de su consumación. Pero, el acceso al último nivel de conocimiento (de tercer género o intuitivo) no supone la paralización de la actividad, pues toda potencia es potencia de actuar, y llegados a la cumbre no se pierde potencia, sino todo lo contrario. Este extremo queda explícitamente aseverado en la proposición 40 de la Quinta Parte de la Ética: «Cuanta mayor perfección tiene cada cosa, más actúa y menos padece; y, al revés, cuánto más actúa, más perfecta es.» Sucede que conservando allí la actividad, el entendimiento ejerce la perfecta transitividad, pero ahora ya sin ningún género de exterioridad.

La ética de Spinoza no se basa en sacrificios ni en sometimientos a una fe o deber. En la última proposición de la Ética, Spinoza afirma con claridad que la felicidad (beatitudo) no es el premio de la virtud, sino la virtud misma.

c) La alegría, en consecuencia, está sujeta a oscilaciones, grados, fluctuaciones y crecimientos; también a excesos: verbigracia, la risa (risus), que como la broma, «es mera alegría y, por tanto, con tal que no tenga exceso, es por sí misma buena» (E, IV, 45, esc. [2] [a]. Lo cual significa que puede tener exceso. Asimismo, es buena la jovialidad (hilaritas), en cuanto alegría que se refiere al cuerpo (E, IV, prop, 42, dem.)

Por el contrario, la beatitud contempla la máxima realización y el contento de sí, y se complace en la tranquilidad de ánimo. Pero, este estado de plenitud no se adquiere de pronto y sin esfuerzo, sino que se concibe como el resultado (no como la recompensa) de un ejercicio moral e intelectual al mismo tiempo: «de la recta norma de vida se sigue la suma tranquilidad del ánimo.» (E, V, 10, esc. [b]). Toda esta preparación interior, de dominio, control y transformación positiva de las pasiones externas, se dispone en orden al establecimiento de un carácter, de un ánimo templado y firme, de un estado positivo y de contento, que permite su estabilidad y su tranquilidad. Llegados a este punto, la alegría ya no se experimenta como una estado de gozo (gaudium), de placer o cosquilleo (titillatio); ahora se ha transformado en alegría perfecta, en felicidad, en salvación, en beatitud, en tranquilidad de ánimo: acquiescentia in se ipso, acquiescentia animi o contento de sí mismo.

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Ética del contento. Marco Aurelio, Montaigne y Spinoza. Como suele decirse en ocasiones semejantes a ésta, son todos los que están, aunque no están todos los que son. Estamos convencidos de que, además de los tres protagonistas elegidos que han concitado particularmente nuestro interés, otros insignes personajes de la historia del pensamiento podrían igualmente enriquecer el listado de figuras que con su legado biográfico y bibliográfico ejemplificarían lo que aquí entendemos como filosofar en una perspectiva de contento moral, siempre dentro de los límites de la tradición occidental de la sabiduría en que nos movemos en nuestra investigación presente. En esa admisible y admirable relación, no estarían de más, por ejemplo, Lucrecio, Epicteto, Séneca, Baltasar Gracián, Nietzsche, Ortega y Gasset, Alain y, por mencionar a un autor contemporáneo, vivo y vivaz, Clément Rosset. Pero, en beneficio de la concreción, y porque la selección resultante, en cualquier caso, pretende ser representativa de una estirpe de sabios y de un particular temple moral, en el que la calidad y la excelencia priman sobre la cantidad y el número, hemos optado finalmente por fijar aquí el número áureo del tres, el guarismo que ha compuesto finalmente nuestro trío de ases. Con todo, debemos decir que a los anteriormente citados, y a muchos otros más, no los hemos ignorado a lo largo de nuestro recorrido, sino que los hemos tenido presentes en su calidad de buenas y cordiales compañías, como no podía ser de otro modo tratándose de nuestro asunto.

Muchas gracias por su atención.

Nota

{1} Una versión ampliada de esta comunicación fue publicada bajo el título de «Afecto y afectación en la simpatía. ¿Lleva el movimiento simpatizador a ponerse en el lugar del otro?», en Télos. Revista Iberoamericana de Estudios Utilitaristas, Santiago de Compostela, Volumen IX, nº 2, diciembre 2000, pp. 43-55.

 

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