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El Catoblepas, número 29, julio 2004
  El Catoblepasnúmero 29 • julio 2004 • página 24
Libros

La realización humana
es posible en un marco republicano

Julián Arroyo Pomeda

Sobre la compilación de Félix Ovejero, José Luis Martí y Roberto Gargarella, Nuevas ideas republicanas. Autogobierno y libertad,
Paidós, Barcelona 2004, 285 páginas

Nuevas ideas republicanas. Autogobierno y libertad Una extensa introducción de 73 páginas, a cargo de los compiladores, sirve de marco contextual y explicativo para presentar los ocho artículos que componen este libro. Es una selección, que, como tal, deja fuera otros aspectos del enfoque de la tradición republicana, pero los responsables de la misma consideran que éstos «forman parte del acervo del mejor republicanismo contemporáneo» (página 61). Su elección, por tanto, no es nada gratuita, aunque sí sea completamente personal. Se trata, pues, de una especie de abanico con ocho elementos que plantean otros tantos asuntos modulares para el área de Filosofía política actual. Este es su enfoque general, que se irá expresando continuamente en ideas relacionadas con «economías de virtud», según las fórmulas recientes de Brennan y Hamlin, de la Universidad de Cambridge, y otros muchos cultivadores, sin que deban confundirse con la «ética de la virtud».

Matizando un poco más, cuando estos autores hablan de virtud se limitan a entenderla como disposición (sólo en esta característica coincidirá con el contenido de los clásicos) a participar en actividades públicas, es decir, políticas. Para ello se necesitan capacidades o «virtudes cívicas» (cívic virtue), que hemos de cultivar en cuanto aceptemos nuestras funciones como ciudadanos. Una ciudad sin libertad no puede tener ni un solo rasgo de grandeza, del mismo modo que no hay ciudadanos sin libertad individual, que es la base de la grandeza de las comunidades humanas.

Esto conduce directamente a la consideración de las formas de gobierno y su legitimación desde el horizonte de la democracia, como el menos malo de los sistemas. En efecto, la democracia es exactamente el «gobierno del pueblo», según su etimología griega, o, en otras palabras, el autogobierno que los ciudadanos libres ejercen por ellos mismos y para ellos mismos de manera colectiva. Nadie puede pensar en la situación de un ciudadano dependiente o esclavo, que tenga posibilidad de tomar decisiones públicas. Más bien es una contradicción o un sarcasmo. Así que sólo una tradición que requiera en sus bases libertad y autogobierno puede reclamarse de legítima.

Si pasamos con tales perspectivas de análisis a nuestras sociedades «democráticas», encontraremos, probablemente, que las columnas de la libertad y el autogobierno no sólo son manifiestamente mejorables, sino que, muchas veces, se han asentado sobre deficiencias tan crónicas que muy difícilmente llegarían a cumplir con los criterios etimológicos básicos, incluso entre los propios representantes legisladores, no digamos ya en el pueblo llano y plebeyo. Por eso, de no existir procedimientos y recursos que hagan posible la renovación de sus raíces más profundas, los niveles de participación de los ciudadanos en los asuntos públicos languidecerán hasta extinguirse, posiblemente.

No sucede lo anterior mientras se percibe en la atmósfera colectiva el peligro de una situación dictatorial, por supuesto, pero en las sociedades en las que está consolidada la democracia formal la preocupación teórica por estas ideas no es simplemente un puro ejercicio intelectual, fruto de juegos ficticios de gente ociosa, de la que nunca hay que fiarse, como solía decir aquel que gobernó con mano de hierro durante bastantes años de nuestro siglo XX. No es eso, porque se trata de una necesidad inevitable para nuestra buena salud política.

Las encuestas nos avisan una y otra vez de la escasa participación de los ciudadanos en las cosas públicas, para decirlo con cierta piedad. La realidad es la apatía generalizada, que sólo es capaz de reaccionar si intuye que un peligro grave puede llegar a hacerse presente. Afortunadamente, olfato cívico todavía queda, por lo que se muestra de vez en cuando, mediante reacciones, sin duda, modélicas de la ciudadanía.

En un nivel teórico general, parece que se está produciendo lo que los compiladores denominan «el giro republicano». Sin hacer excesivo ruido, están surgiendo «nuevas ideas republicanas» para plantear debates sobre la concepción de la libertad y las virtudes cívicas necesarias para el autogobierno en las comunidades democráticas, que conviertan a la democracia en una tradición política fuerte, exigiendo compromisos ciudadanos en favor del bien común a las instituciones concretas de gobierno, que se expresa en discusiones públicas y abiertas. Esto implica una profunda crítica a las tradiciones políticas liberales y sucede justamente ahora que han desaparecido muchas de las tradiciones marxistas de rechazo incondicional al capitalismo esclavizador y excluyente de un sistema económico, que impide la realización humana, al no reconocer de hecho los derechos sociales de los ciudadanos con capacidades iguales.

Sin embargo, el paisaje dibujado por los distintos compiladores desconfía del mercado como el marco que haga posible los ideales democráticos, por una parte. Lo propio del mercado capitalista es «la arbitrariedad y el despotismo» (página 50), lo que tiene muy poco que ver con el autogobierno. De otra parte, tampoco tienen «seguridad de que las propuestas que se alejan más radicalmente del mercado estén en condiciones de proporcionar alternativas duraderas» (página 58). Pues lo vamos teniendo bastante crudo, como puede apreciarse, aunque esto no nos eximirá de plantear y debatir todas estas cuestiones de tan gran interés teórico y práctico.

Ciertamente, no se encuentra aquí reunida la totalidad de textos sobre el tema, pero sí puede deducirse que los que hay constituyen todos una alta referencia. Por eso son una buena aportación, que a nadie dejará indiferente. Sin duda, ésta es una de las razones para ocuparse de este trabajo.

El artículo más antiguo –aunque no el de menor importancia– es el de Sandel, de título bien significativo: «La república procedimental y el yo desvinculado.» De este modo describe la teoría política de los Estados Unidos, que puede deducirse del funcionamiento de sus instituciones. Los ciudadanos procuran alcanzar sus valores y fines propios con la única limitación de que esto sea compatible con la libertad de los otros. Consiguen así que el yo se convierta en un soberano desvinculado de la naturaleza y de la sociedad.

Ni siquiera la libertad política, o de no dominación, ejercida en la polis puede evitar la paradoja de que sea posible controlar activamente los procesos políticos en nuestras sociedades avanzadas. Para ello se hace necesario que la totalidad de los ciudadanos anteponga los deberes a los derechos.

De otra parte, Ph. Pettit mantiene la tesis del conflicto necesario entre la concepción liberal y la republicana, que no pueden hacer compatible ni su idea de la libertad ni las actuaciones de los ciudadanos en las sociedades democráticas. Una cosa es la «libertad negativa», por la que basta con la no interferencia de los otros, y otra, muy distinta, la «libertad positiva», que requiere participar activamente en la vida pública. La razón es que la libertad negativa no imposibilita la dominación, que, si las leyes quisieran corregir, no evitarían invadir la libertad individual. Justo lo contrario sostiene el republicanismo: son precisamente las leyes las que tienen que acabar con la dominación, porque sólo ellas crean la libertad, haciendo que la ciudadanía exista legalmente.

Tampoco es suficiente el sistema de votación, que decide preferencias ante propuestas. Es necesario establecer juicios entre las actuaciones políticas, deliberando y debatiendo hasta alcanzar lo que sea el bien público. Este ejercicio concierne a todos, no sólo a los individuos que sean competentes. La democracia no puede ser una simple competencia de tipo mercantil, sino que requiere de consideraciones normativas.

Sin embargo, para otros autores esta inclinación al republicanismo no es ningún talismán. Sunstein sostienen que ni las capacidades para la deliberación de cara a pactos, ni la igualdad política, ni el universalismo de los acuerdos, ni tampoco la ciudadanía son garantía de participación política. De aquí que proponga «avanzar mucho más allá del resurgimiento republicano» (página 190).

Metidos en esta línea, Alan Patten proclama que no son tantos los desacuerdos entre ambas tradiciones y que el republicanismo no es superior al liberalismo, ni constituye, en todo caso, una alternativa. También pregunta si son amigos o enemigos. Él ante posibles divergencias se inclina por la concepción liberal, como más razonable.

Concretando más específicamente el debate, Habermas plantea que no existe alternativa entre derechos humanos y soberanía popular, porque se presuponen y dan legitimidad a la gobernación mediante el derecho positivo.

Para concluir el cuadro, Anne Phillips, aun haciéndose eco de posibles desconfianzas con el republicanismo, también reconoce que puede proteger más los derechos de los grupos desfavorecidos de la sociedad. Por eso propone para el feminismo que «una apropiación lo suficientemente prudente puede constituir una alternativa factible» (página 285).

Contemplados con atención los distintos paisajes pintados por el contenido de estos ocho trabajos, se puede llegar a la conclusión de que no existe ni una única perspectiva que oriente la solución más adecuada en la construcción de una teoría política, lo que hace que el debate continúe siendo necesario para iluminar costados todavía difíciles de entender y cuyas soluciones se mantienen en una línea no satisfactoria.

Dicho lo anterior, también es igualmente cierto que unas tradiciones satisfacen más que otras los requisitos legitimadores de lo que se considera bueno y justo en una línea práctica. En este sentido, me parece que es preferible el concepto de libertad positiva al de libertad negativa y que para su mantenimiento y rehabilitación son necesarias ciertas condiciones políticas e igualmente económicas. Del mismo modo es preferible pensar mucho más en el futuro que en el pasado, aunque las tradiciones de nuestras comunidades sean siempre respetables. Tampoco creo que sea bueno separar lo público de lo privado con objeto de defender los intereses individuales, incluso por encima de los intereses comunitarios. Creo, además, que el debate público es necesario y para ello hay que impulsar las condiciones reales y particulares de los distintos participantes, con el fin de hacerlo posible. Todo esto se puede sintetizar en que el ciudadano tiene derecho a controlar las instituciones –también las económicas, quién se atreve todavía a proclamar semejantes ideas?–, poniéndolas al servicio de la realización del individuo.

 

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