Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
publicada por Nódulo Materialista • nodulo.org
El Catoblepas • número 29 • julio 2004 • página 3
Divertimento filoerótico
1
Nuestra Academia de la Lengua define la lujuria como el «vicio consistente en el uso ilícito o en el apetito desordenado de los deleites carnales», o si se quiere, la «propensión a los deleites carnales», tal como se refiere a su sinónimo, la lascivia. El problema que yo encuentro es quién determina cuándo el uso de los deleites carnales es ilícito y cuándo no lo es, o dónde se encuentra la frontera entre el apetito ordenado y el desordenado de los mismos. Si dejamos que sea la Iglesia Católica quien establezca los criterios al respecto, nos encontraremos con que será ilícito y desordenado todo deleite carnal que no provenga de la sagrada unión sexual de los cónyuges con fines exclusivamente reproductivos. «La lujuria –leemos en el Catecismo– es un deseo o un goce desordenado del placer venéreo. El placer sexual es moralmente desordenado cuando es buscado por sí mismo, separado de las finalidades de procreación y de unión.»
Cierto es que al señalar la unión como una de esas finalidades de la actividad sexual, podría argüirse, contra la propia Iglesia, que la unión que el sexo propicia entre los miembros de la pareja va más allá de la mera finalidad reproductiva, e incluso podríamos decir que, en algún sentido, discurre al margen de ésta. Pensemos, por ejemplo, en Helen Fisher y en su famosa teoría del contrato sexual. Pero sería en vano: la única unión y el único contrato sexual que la Iglesia admite son los que tienen por motor y meta la reproducción de la especie. A lo sumo, si los esposos con su actividad sexual sólo buscan dar una alegría al cuerpo, la Iglesia está dispuesta a hacer la vista gorda, siempre que no hagan uso de otros métodos anticonceptivos que los derivados de procesos biológicos enteramente naturales, como es el caso del método de Ogino, que, como es sabido, ha contribuido de una forma no mínima al crecimiento demográfico.
Uno se sentiría tentado a afirmar que nunca la selección natural había dispuesto de un aliado tan fiel y tan firme, si no fuese porque resulta completamente engañoso y falso pensar que la eficacia adaptativa pueda medirse por la reproducción en términos absolutos. Tal como podemos observar en múltiples especies animales, dicha eficacia no consiste en tener la mayor cantidad posible de descendientes, sino en tener un número tal que razonablemente cabe esperar que se puedan criar hasta que lleguen a la edad adulta, de tal modo que, a su vez, también ellos se reproduzcan.
El Compendio moral salmanticense (1805), que define la lujuria como «usus vel appetitus inordinatus venereorun», aclara que: «Si el uso de las cosas venéreas se arregla conforme al orden de la naturaleza, es lícito, así como el comer con desarreglo es malo, y no lo es, sino bueno, el comer con arreglo.» Dicho así, podríamos pensar que sólo se considerará lujuria el uso excesivo del comercio carnal (incluyendo el que tiene lugar con uno mismo) o el apetito inmoderado de placeres venéreos, pero no un adecuado término medio en esas actividades, de igual modo que sólo sería gula el anhelo desordenado y abusivo de los placeres de la mesa, mas no su disfrute atemperado y justo. Nos equivocaríamos, sin embargo, porque, según los moralistas de tal compendio, el uso de las cosas venéreas según el orden natural se entiende únicamente referido a la actividad copulatoria entre esposo y esposa orientada exclusivamente a la reproducción. Cualquier otro goce de carácter sexual cae de pleno en el ámbito de la lujuria, aunque justo es reconocer que si el casado se junta con la legítima y propia sólo por deleite, el Compendio considera su culpa como meramente venial. En esto parece que la Iglesia católica ha ido radicalizando su postura, porque según la doctrina actualmente vigente, tal ayuntamiento por mero deleite sería culpa mortal, e incluso la sería la de quien se limita a desear a su mujer (antes era a la del prójimo, pero ahora también a la de uno), a menos que tal deseo vaya seguido de la puesta en marcha de los medios adecuados para hacerla madre ipso facto. Vamos mejorando.
A quienes la naturaleza (o vaya usted a saber qué) nos ha dotado de una cierta inclinación y afición, algo más que tibias, hacia tales menesteres, nos consolará, acaso, la posibilidad de hallar una mayor comprensión en el mundo pagano. Y tal idea no es del todo errónea. Al fin y al cabo, la cultura pagana pide la moderación, no la renuncia («Nada en demasía», se hallaba inscrito en el templo de Apolo en Delfos), y no entiende los placeres derivados del cuerpo (incluidos los sexuales) como directamente pecaminosos o censurables, tal como sucede en la tradición cristiana, en la que, a nada que te descuides, te acusan de estar incurriendo en un pecado capital. De todos modos, tampoco conviene hacerse demasiadas ilusiones, al menos en lo que a los hombres se refiere. Quiero decir que si hemos de buscar apoyo en el paganismo, más encontraremos en sus dioses que en sus filósofos. Zeus, por ejemplo, sí que parecía saber de estas cosas y ser comprensivo con tales debilidades (sobre todo con las suyas). Los epicúreos, algo (más Lucrecio que el propio Epicuro); Aristipo y Catulo, mucho; menos los estoicos; casi nada Sócrates y nada en absoluto Platón: el placer excesivo, podemos leer en la República, «saca de quicio al hombre, no menos que el dolor». Y a continuación se nos enseña que no existe placer más fuerte ni más próximo a la locura que el placer sexual. Quién sabe, a lo mejor es así. Ahora bien, yo si me veo obligado a optar, antes quiero que me saque de quicio el placer que el dolor. Y si he de volverme loco, prefiero que sea a causa del placer que del trabajo, del sufrimiento o de tanto exprimirme el magín para buscar la forma pagar hipotecas y facturas.
La cierto es que esto de asociar el sexo con la locura ha sido cosa harto frecuente. Yo recuerdo (y la experiencia no es insólita en gente de mi generación) que, cuando apenas sí contaba con edad suficiente para comprender de qué me estaban hablando (y tanto, como que debió suceder por primera vez cuando tenia unos seis años y asistía a la catequesis preparatoria para realizar la primera comunión), se me prevenía contra los efectos secundarios y perniciosos de la masturbación con amenazas tales como que me quedaría ciego o enano, que desarrollaría repugnantes llagas y bolsas de pus por el cuerpo y la cabeza, y que, en fin, me volvería loco. Aún recuerdo la enorme angustia que experimenté, derivada principalmente del hecho de que ni siquiera tenía la menor idea de qué era lo que no debía hacer para evitar tales atrocidades. Y convencido me acosté alguna noche de despertarme a la mañana siguiente vuelto en un horrible monstruo. Verdaderamente, si hemos de hacer cuenta de todas las historias y patrañas con que nos han llenado los oídos y la mente, se hace obligado concluir que si hemos llegado a adultos medianamente equilibrados ha sido, más que nada, de puro milagro.
Espinosa, de quien sospecho que no fue demasiado proclive a esto de las alegrías carnales, también considera la lujuria una especie de delirio, y la define (de una forma tan eufemística que desemboca en la pura confusión) como «el deseo y el amor de mezclar los cuerpos»; y digo que la definición es confusa porque existen formas de mezclar los cuerpos que no tienen nada de lujuriosas, desde la pelea o el altercado callejero hasta la aglomeración característica de determinados espectáculos públicos. De todos modos, es preciso reconocer que en otras ocasiones se deja de eufemismos y la define simplemente como el deseo inmoderado de cópula; definición que tampoco resulta del todo satisfactoria, puesto que existen actividades y deseos de carácter lujurioso que no tienen que ver directamente con la cópula, ni siquiera como preliminar o preparación de la misma, como es el caso de la masturbación (sin excluir la compulsiva, característica de ciertos cuadros neuróticos) o de algunas parafilias. Pero, en fin, al menos la segunda de esas definiciones tiene el acierto de llamar a las cosas por su nombre. Ahora bien, lo que resulta preocupante es que Espinosa afirmara que: «Tanto si el deseo de copular es moderado como si no lo es, suele llamarse lujuria». Esto ya es sacar las cosas de quicio. Sólo alguien que haya muerto virgen (o, como dicen en Asturias nuestras abuelas, entero) puede decir algo así. Aquí ya hemos perdido toda esperanza de alcanzar la virtud manteniéndonos en un justo término medio o, lo que es lo mismo, alejarnos del vicio practicando la moderación. Ahora resulta que a menos que nuestro deseo de cópula sea nulo, no nos queda otra alternativa que reconocernos como lujuriosos y asumirnos como tales. Más aún: no tenemos más remedio que aceptar que somos hijos y fruto de la lujuria. Y esto vale también para el propio Espinosa, porque yo supongo que él, como todos los demás, inició su andadura después de que un hombre y una mujer, ciegos de lujuria, se entregasen a trajines copulatorios. Es cierto que hoy disponemos de biotecnologías que hacen posible la reproducción sin necesidad de recurrir a tales ejercicios, pero por el método de siempre (el de la abuela, que es el divertido, porque esto de la fecundación in vitro debe ser un completo aburrimiento), por el método tradicional, digo, resultaba indispensable copular si uno quería tener descendencia, así que a menos que lo hiciera sin ninguna gana, o más bien sacrificándose, como quien cumple con un engorroso y nada apetecible deber, habría de ser considerado lujurioso.
Es sorprendente. ¿Acaso no advirtió Espinosa que estaba calificando a la propia supervivencia de la especie de actividad lujuriosa? Y por lo mismo, ¿habría que decir también que el deseo de comer tanto si es moderado como si no lo es, suele llamarse gula? La alternativa es terrible: o nos vamos al Cielo muertos de hambre (dicho sea en sentido estricto) o penamos eternamente en el infierno nuestro maridaje con ese pecado capital.
Yo no sé si Giovanni María Mastai-Ferretti, más conocido como Pío IX, había leído a o no a Espinosa cuando en diciembre de 1854 decidió proclamar el dogma de la Inmaculada Concepción, pero pudiera pensarse que uno de los posibles motivos que le empujaron a ello pertenece claramente a la misma familia que las opiniones del filósofo de Ámsterdam, a saber: si toda cópula nace de la lujuria, entonces María, que es la madre del Hijo de Dios (que no es sino Dios encarnado), si bien que nacida de cópula, por lo menos que se distinga del resto de los humanos en haber sido preservada de toda mancha de pecado original desde el momento mismo de su concepción. Y, por supuesto, más claro resulta aún el por qué de la afirmación de su virginidad (se comprenderá que hubiese resultado demasiado engorroso haber afirmado también la virginidad de su propia madre): no es posible pensar que el Hijo de Dios sea fruto de una actividad copulatoria, que es siempre acto lujurioso, soez y pecaminoso; en consecuencia, sólo queda una alternativa: María concibió sin conocer varón, esto es, por obra y gracia del Espíritu Santo (que también es Dios). Y aquí andamos nosotros, de cabeza con el dogma de la Santísima Trinidad, el de la Inmaculada Concepción y la historia aquélla de la paloma. «Lo concebido en ella viene del Espíritu Santo», nos dice Mateo que le comunicó el ángel a José. Dicen algunas malas lenguas que el progenitor de Jesús fue un soldado romano, lo que –de haberse enterado– ya hubiese sido suficientemente duro para el –en ese caso– padre putativo de El Salvador, pero que encima le viniesen con lo de la paloma, es como para que no se hubiera recuperado del susto, o para que se hubiese convertido en un conocido cazador de palomas o en uno de los más afamados cultivadores de eso que se ha dado en llamar violencia de género.
La verdad es que hasta el hecho mismo de nacer, desde el momento en que tienen en ello los órganos genitales papel predominante, parece haber sido visto en ocasiones como acto sucio y bajo. Eso es, al menos, lo que podría deducirse de aquellas palabras de uno de los Padres de la Iglesia, según el cual:
Inter urinas y faeces nascimus,
y cuya traducción se hace innecesaria (y por cierto, ¿alguien se siente capacitado para decirlo de una forma más grosera y soez?). Un hecho, por lo demás, del que (sea quien sea el padre), a lo que yo entiendo, no se ha librado ni Dios.
Ahora bien, digan lo que digan Espinosa y Su Santidad Pío IX, el impulso sexual, junto con el hambre y la sed, el sueño o el sentirse protegido y seguro, conforman un conjunto de necesidades primarias, biológicas, elementales, y cuya satisfacción resulta imprescindible para la supervivencia del individuo o de la especie. Y aunque es cierto que todas ellas tienen sus excesos viciosos (sea la lujuria, la gula, la pereza o la cobardía), considerarlas viciosas en sí mismas y proponer la renuncia como alternativa al exceso, es pretensión ridícula y suicida. En lo que atañe al sexo, verdad es que nadie ha demostrado todavía que una completa castidad sea causa directa de muerte, pero, al margen de que tal castidad, si la elevásemos al rango de imperativo categórico, supondría la extinción de la especie, sí se ha demostrado que una justa gratificación sexual es necesaria para un adecuado equilibrio psíquico e incluso físico, dijeran lo que dijeran nuestras virtuosas catequistas, algunas de las cuales eran madres de familia numerosa, con lo que, al cabo, no se hallaban del todo exentas de una cierta inclinación hacia ese ejercicio tan poco espiritual de mezclar los cuerpos in copula.
La que está claro es que somos un bicho curioso. Estamos aquí un brevísimo tiempo, repartido, en su mayor parte, entre el trabajo y el sufrimiento, y para unas pocas actividades auténticamente divertidas y placenteras que tenemos, nos hemos empeñado en chafárnoslas con distintos vetos, y así, a las primeras de cambio, te advierten que estás arruinando tu salud (y a veces también la de los demás) o te cuelgan el cartel de vago, de inmoderado, de lujurioso, y qué sé yo de cuántas cosas más. En lo que atañe al sexo, tiene razón Mark Twain cuando afirma que: «De todos los placeres de este mundo, el que más obsesiona al hombre es el sexo. Hará cualquier cosa para satisfacer ese deseo, arriesgará su fortuna, comprometerá su reputación, su propia vida. ¿Y qué creéis que ha hecho? No lo adivinaríais ni en un millar de años. ¡Lo ha excluido de su cielo! Lo sustituye la plegaria». Y también la tiene Omar Khayyám, quien, en el siglo XI, dejó escritos estos hermosísimos e inolvidables versos:
Escucho decir que los
amantes del vino serán
condenados. No existen
verdades comprobadas,
pero hay mentiras evidentes.
Si quienes aman
el vino y el amor van
al Infierno, vacío debe estar
el Paraíso.
Acaso nos hubiera ido mejor de haber triunfado la posición que defendía San Jerónimo en su disputa con Joviano:
«Si los órganos de la generación de los hombres, las partes genitales de la mujer y la diferencia de los dos sexos, creados uno para otro, manifiestan con evidencia que fueron destinados para crear hijos –argumenta el Padre latino–, he aquí lo que yo os voy a contestar. Si eso fuera así, sacaríamos la consecuencia de que no deberíamos parar de hacer el amor, por miedo de llevar inútilmente los miembros que para él fueron destinados. ¿Por qué el marido se abstendría entonces de cohabitar con su mujer, por qué la viuda perseveraría en la viudedad?, ¿nacimos destinados a ese acto como los demás animales?, ¿en qué me perjudicaría el hombre que se acostara con mi mujer? Indudablemente, si tenemos dientes para comer, y para que vaya a parar al estómago lo que ellos desmenuzan; si no obra mal el hombre que da pan a mi mujer, tampoco debe obrar mal, si siendo más vigoroso que yo, apacigua su hambre de otra manera y me descansa de mis fatigas, ya que los órganos genitorios se nos han dado para gozar y deben cumplir con su destino.»
Supongo que lo que quiere decir San Jerónimo es que, dado que la consecuencia es absurda (le faltó añadir que por la misma razón habría que concluir que la castidad es pecado), el principio en el que se sustenta es falso (y conste que eso de que la consecuencia es absurda lo dice él, no lo digo yo, porque, de todo lo que afirma, absurdo y ridículo sólo veo eso de aceptar de buen grado que algún varón cargado de altruismo y sobrado de energías sacrifique su tiempo y sus fuerzas en apaciguar el hambre de la mujer de uno). Pero si el principio es falso, entonces no es evidente que las partes genitales fueron creadas para engendrar hijos. Entonces, ¿para qué? Como quiera que no nos reproducimos por generación espontánea, yo imagino que el santo no estará insinuando que la única misión de tales partes es dar cumplimiento a la segunda función fisiológica a la que están asociadas, y, en consecuencia, esto daría pie para sostener que la lectura correcta de su argumentación sería que es evidente que las partes genitales no fueron creadas sólo para engendrar hijos, lo que permitiría una interpretación algo más lúdica de los ejercicios venéreos, con lo que algo habríamos ganado.
Pero, en cualquier caso, la postura que se acabó imponiendo fue la de otro de los grandes Padres latinos: «En aquellos años –escribe San Agustín en las Confesiones, refiriéndose a su época como profesor de Retórica en Cartago– tenía yo una mujer unida a mí no por lo que llaman el matrimonio legítimo, sino hallada por el errante ardor de una mocedad, siempre horro de prudencia; pero una mujer sola, a quien guardaba la fidelidad del lecho. Y a fe que en ella medía por mi propia experiencia toda la distancia que separa el tenor de la convivencia conyugal pactada por fin de generación y el convenio de amor libidinoso, en el que la prole nace sin el deseo de los padres, y cuando ya es nacida, dulcemente les obliga a amarla». O dicho de otro modo: que todo amor que no sea el conyugal con fines reproductivos, es libidinoso.
Así pues, si alguien, conociendo la vida de San Agustín, esperaba hallar en él (siquiera perdida en un párrafo menor de un tratado perdido y menor) alguna comprensión por las debilidades de la carne, sepa que ha pecado de ingenuo; y es que, sabido es que, por lo general, no existe dogmático más férreo ni fundamentalista más firme que el arrepentido o el recién converso (el arrepentido de algo es siempre recién converso a otra cosa). Principio que se cumple en todo: incluidos el sexo y el tabaco.
Más adelante, hubo otro momento de esperanza, en el ámbito de la tradición cristiana, cuando Pedro Abelardo confesó gustar algo más de lo común de los placeres del fornicio. Pero se desvaneció también cuando, lejos de lamentarlo, agradecido al tío de Eloísa (e indirectamente también a Dios), manifestó su satisfacción por haber sido liberado de aquel peso (nunca mejor dicho) que lastraba su existencia, empujándola en dirección a la tierra e impidiéndole elevarse a las alturas celestiales.
Seguramente habría que empezar todo esto desde el principio, pero a nosotros nos ha pillado in media res, como quien dice. Y aquí estamos: boqueando y braceando para no ahogarnos y para exigir que nos dejen al menos un pequeño espacio y un breve tiempo al día en los que no haya más reina que nuestra santa voluntad. Que haya que dar explicaciones de quién está en la cama de quién y haciendo qué, es ya el colmo.
2
Yo no quisiera que por lo que vengo diciendo alguien llegara a la conclusión de que me he propuesto convertirme en profeta y abogado de la lujuria. Nada de eso. No existe placer que gozado en exceso no acabe por hastiar, porque todo placer, para serlo plenamente y no convertirse en actividad puramente monótona y aburrida, precisa de su víspera y del acompañamiento de su anticipación, es decir, de momentos en los que el disfrute se obtiene no con su ejercicio, sino con su recuerdo y previsión. Por lo demás, existen otra serie de ocupaciones igualmente placenteras (no entro yo ahora en aquello de si superiores o inferiores) a las que sería vano y ridículo renunciar por una fidelidad excesiva a los placeres de la carne. Esas me parecen razones suficientes para la moderación y la huida de la lujuria (entendida ésta siempre como exceso). O, si así se desea, podemos presentar la misma tesis de otro modo: debemos renegar de la lujuria porque ella, al tiempo que nos impide gozar de otros placeres, ni siquiera nos permite un goce pleno de aquéllos a los que viene referida. Mas soy ciego (lo confieso) a argumentaciones de carácter moral en este asunto. Y, siempre que se observe una prudencia mínima al respecto, también a aquéllas de filiación médica, puesto que si bien es verdad que la castidad no mata, tampoco lo hace la coyunda. Se me dirá, tal vez, que, si no mata, al menos debilita, cultivada en exceso; y yo responderé que no debemos preocuparnos de eso: dejemos que la propia naturaleza se ocupe de marcarnos los límites, que ya se encarga de hacerlo, y aun más de lo que quisiéramos, al menos en el caso de los varones, en quienes diversos obstáculos (desde el periodo refractario a la misma edad) impiden un triunfo ilimitado sobre la gravitación newtoniana (exceptuando a los atletas sexuales de bar, que hay muchos, porque es de dominio público que en la tertulia de café los españoles somos magníficos políticos, insondables filósofos y excelentes amantes).
Pero insisto en que yo en modo alguno estoy aquí predicando el exceso, porque el exceso, en casi cualquier cosa, es malo, y no sólo en el sexo, sino incluso en la propia bondad, que, si desmedida, suele trocarse en tontería. En cambio, con moderación, como recuerda Marx Twain, ni siquiera el agua puede hacer daño a nadie. No necesitamos, pues, llegar al extremo de que alguien, haciendo uso de las palabras de Juvenal, diga de nosotros que:
Praeterea sanctum nihil est uel ab inguine tutum,
non matrona laris, non filia uirgo, neque ipse
sponsus leuis adhuc, non filius ante pudicus;
horum si nihil est, auiam repusinat amici.
[Por lo demás, nada hay sagrado ni a salvo de su picha,
ni la señora del hogar, ni la hija virgen, ni el mismísimo
prometido, todavía imberbe, ni el hijo, hasta entonces púdico.
Si no hay nada de esto, se tira a la abuela del amigo].
Pero, en todo caso, si hemos de buscar escuela de prudencia y moderación en estas cuestiones, acudamos (como hay que hacer en todo) a quienes saben de ello; y sospecho que no serán ni los moralistas que reclaman de nosotros la renuncia, ni menos aún quienes hacen gala de hallarse a salvo de las urgencias de la carne (¿qué pueden decirnos de algo que ignoran?), sino aquéllos que conocen los entresijos de la coyunda y han escrito sobre ella. A lo largo de la Edad Media, tales obras abundan mucho más en el mundo oriental que en el Occidente cristiano (circunstancia ésta que no precisa de mayores aclaraciones). De hecho, en la tradición occidental no existe más tratado sobre el asunto que De coitu, obra del médico valenciano Arnau de Vilanova (1238-1311), pero de finales del siglo XIV o principios del XV ha llegado hasta nosotros un curioso escrito médico-erótico, traducido al catalán, del árabe o del hebreo, con el título de Speculum al foder, conservado en la Biblioteca Nacional de Madrid (ms. n.º 3.356), y que Teresa Vicens ha vertido al español, el año 1994, para la Editorial Hesperus de Palma de Mallorca, bajo el obvio título de Speculum al joder. Entre las muchas cosas de sustancia que pueden hallarse en sus pocas páginas, me limitaré a señalar dos: en primer lugar, los peligros, de carácter médico, que, según el autor, acechan a quien se excede en el trato con los placeres venéreos, y, en segundo lugar, los peligros, siempre médicos y no menos temibles, a que se expone quien practica la castidad. La tradición cristiana se quedó sólo con los peligros relativos al ayuntamiento carnal, y no ya cuando éste se frecuenta en exceso, sino incluso aunque tal ayuntamiento se produzca tan de tarde en tarde que el desafortunado individuo pudiera con razón decir que copular no es pecado, sino milagro. Y, por supuesto, esa misma tradición, olvidó por completo las advertencias del sabio sobre los peligros de la abstinencia.
Respecto a los primeros, dice el autor del Speculum:
«Digo que usar mucho del joder mata el color natural, enciende el color accidental y enflaquece todos los miembros y obras naturales. Se suceden los accidentes no naturales, falla por ello la fuerza, se entristece la persona, se hacen pesados sus movimientos, se enflaquece el estómago y el hígado, no se digiere bien, se corrompe la sangre, se suda, se dilatan los miembros principales y el cuerpo envejece antes de tiempo. Adelgaza y empequeñece la cara, disminuye la sangre y la vista de los ojos, el calor y la belleza; hace caer el cabello hasta que uno se queda calvo, seca el tuétano, lisia los nervios y los miembro, engendra temblores, enflaquece todos los movimientos voluntarios, lisia el pecho y los pulmones, seca los riñones, y a aquél que tenga ventosidad se le aumentará.»
Como peligros no son pocos ni desdeñables. Pero no son menores ni menos espantosos los segundos:
«Algunos dijeron que en ningún tiempo era bueno joder. Los que tal dijeron –asevera el autor–, dijeron gran mentira, si no, que vean lo que dijeron los sabios Hipócrates y Galeno: Galeno dijo en la sexta práctica de su libro de los miembros compuestos, que los hombres jóvenes que tienen mucha esperma, si tardan mucho en joder les pesa la cabeza, se calientan y pierden el hambre, y, por consiguiente, mueren. Yo mismo he visto hombres que, teniendo mucha esperma, por santidad se privaban de joder, y se les enfrió el cuerpo, perdieron los movimientos y, tristemente, también la razón, volviéronse locos y perdieron el hambre. También vi a un hombre que dejó de joder: antes, cuando lo hacía, comía bien y estaba sano; pero después que lo dejó no podía comer y si comía era muy poco, no podía digerir, sentía náuseas, y tenía indicios de locura; luego volvió a joder y se curó, le desaparecieron todos los males. Dijo Galeno que el que está habituado a joder y lo deja, que se le forma apostema en el miembro, con gran dolor que le puede provocar espasmo. En otro libro dijo que joder cuando se está fuerte es beneficioso para los humores, pues expulsa la humedad demasiado caliente, que se engendra en el cuerpo por fiebre y otros males. Por otra parte vemos que cuando la esperma es muy abundante en el cuerpo y no se expulsa, se espesa y se calienta y por ello se produce ardor de corazón, estrechez de pecho, malos pensamientos, tristeza y vacío mental. También ocurre que tapan los conductos de la mujer con mucha esperma, cuando les tarda mucho el orgasmo, las cuales caen muertas, sin entendimiento. Para esta enfermedad no hay otro remedio que joder.»
Pues eso.