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El Catoblepas, número 28, junio 2004
  El Catoblepasnúmero 28 • junio 2004 • página 19
Artículos

En el país de la inocencia

Carlos Pérez Jara

La generalizada permisividad que viene caracterizando en los últimos años los actos violentos e incluso criminales de individuos protegidos sólo por la edad biológica representa profundos cambios políticos o morales en la sociedad

Introducción

El mercado ocupa el centro gravitatorio de una sociedad en la que hoy refulgen los estímulos de un consumo de masas. Esto ha supuesto, para un buen sector de gobernantes, una clara justificación que avala la ideología de las costumbres distendidas, ocupando el individuo-consumidor el centro de dicho panorama. Los niños y jóvenes están incorporados hoy a esta nueva visión utópica del mundo occidental, caracterizada por el diálogo sin fin, los valores democráticos, la propia idea de la reinserción social. Lo que analizaremos, en las siguientes líneas, es el proceso y resultado que se ha ido derivando de esa misma visión de conjunto, y que viene a representar a los ciudadanos jóvenes como cápsulas de inocencia, perturbadas ocasionalmente por motivos externos y corruptores. Analizamos, por tanto, la llamada inocencia como algo sustancial al propio individuo y no a la gravedad de los actos que comete, teoría que respaldan tantos sesudos reformadores de la actualidad.

1. Los amigos de la reinserción

La ley orgánica 5/2000, de 12 de enero, reguladora de la responsabilidad penal de los menores, y publicada en el BOE el 13 de enero de ese mismo año, establece, entre sus peticiones, lo siguiente: «En primer lugar, asentando firmemente el principio de que la responsabilidad penal de los menores presenta frente a la de los adultos un carácter primordial de intervención educativa que trasciende a todos los aspectos de su regulación jurídica y que determina considerables diferencias entre el sentido y el procedimiento de las sanciones en uno y otro sector, sin perjuicio de las modulaciones que, respecto del procedimiento ordinario, permiten tener en cuenta la naturaleza y finalidad de aquel tipo de proceso, encaminado a la adopción de unas medidas que, como ya se ha dicho, fundamentalmente no pueden ser represivas, sino preventivo-especiales, orientadas hacia la efectiva reinserción y el superior interés del menor, valorados con criterios que han de buscarse primordialmente en el ámbito de las ciencias no jurídicas».

Con esta larga parrafada puede resumirse eso que tantos politiquillos del último y antiguo orden, así como jueces, abogados y fiscales, vienen a llamar el «espíritu de la ley». Un espíritu en el que, ante todo, nuestros legisladores ponen de manifiesto la importancia de establecer, cuanto antes, una diferencia entre las responsabilidades penales de un «menor» de edad y las de un «mayor» o adulto. Es la condición de ciudadano con derecho a voto, su posición electora, la que parece imponer el criterio de que una persona con edad biológica inferior a los 18 años no solo no posee, por lo común, una madurez suficiente como para intervenir en el proceso de las elecciones democráticas, sino que debe ser cobijada en una especie de ámbito confortable, de donde se le exonera de toda culpa, delegando ésta en lo que los psicólogos de saloncillo llaman «los condicionantes». Un límite legal que impone una segura protección, a modo de manta, al seudo-ciudadano (que aun no puede ejercer su derecho a voto) y que ahora, a efectos pertinentes, será conocido como «menor de edad». Esta categoría marca el asentamiento de un sello protector que arropa a esta «clase» de individuos en los privilegios eternos de la infancia prolongada, de la inocencia imperturbable, y por la que cualquier acto cometido es valorado en virtud de una máxima: el «menor», en cuanto que «menor», no tiene culpa por lo que haga, porque, en todo caso, la culpa recae sobre factores externos que lo delimitan como individuo: factores económicos, sociales, culturales, &c.

El «menor» vive así en la burbuja de la permisividad democrática. Es una víctima de las circunstancias que lo rodean y definen, lo que, dicho sea de paso, no puede aplicarse al llamado adulto: el adulto o «mayor» es, de cualquier forma, responsable de sus propias acciones, provengan de donde provengan, porque lo que importa son la cadena de consecuencias que generen, los hechos, al menos en teoría. Por eso, al «menor», que es inocente en toda regla de cualquier acto (en todo caso, la culpa será, como hemos dicho, de otros, de los «mayores», o del sistema, como aseguran algunos) es tratado como «inocente», y no solo por alguna pretendida candidez, propia de quienes aun no han abandonado la tierra de la infancia y adolescencia, sino porque esa misma inocencia se extiende, al fin, hasta la responsabilidad de cada uno de sus actos. De cualquier otro modo, nuestros legisladores entienden que, de haber alguna responsabilidad, ésta es solo oblicua o sesgada, condicionada, y por tanto disculpable, hallando así, de inmediato, la respuesta segura a la gran pregunta: ¿qué penas imponer, qué castigo dar al inocente de toda culpa? Es obvio que la respuesta se maneja sobre los principios de la reinserción, dirigidos e impulsados por una corte de legisladores bien pensantes, apoyados en las tesis de Rousseau, y jaleados, entre aplausos y alabanzas, por una red densa, muy tupida, de psicólogos y pedagogos. El problema es ahora educativo y, por tanto, su solución es de tal índole, dirán los pedagogos. El problema es mental, impuesto por los condicionantes de una sociedad nueva, posmoderna, piensan los psicólogos.

Hay que arropar al niño, al inocente, que sigue siendo inocente hasta que lo determine la ley y, por lo tanto, hasta que un conjunto de «mayores» lo estime oportuno, sobre todo tomando como consideración el llamado «sentido común», que no sabemos muy bien lo que es, si que es algo en el fondo. «El sentido común», en base a los «condicionantes», establece que el individuo que sobrepasa la mágica barrera de los 18 años es ya el responsable último de todas sus decisiones. Y si segundero del implacable reloj, que avanza para decretar la «mayoría» de un jovencito, no lo hace con suficiente presteza, mucho nos tememos que dicho muchacho podrá ejercer su derecho a la inocencia como le venga en gana, ya sea delinquiendo o simplemente asesinando a alguien. Esto que puede parecer una mala broma, no lo es si vemos lo que ha sucedido en ciertos crímenes, perpetrados por algún menor a quien le faltaban solo unas pocas horas para cumplir la edad maldita.

Bajo semejantes prerrogativas, la Ley marca la necesidad de imponer sentencias judiciales, no en virtud de la gravedad de los hechos (así violen, apaleen y asesinen atrozmente a una niña, como en el caso de Sandra Palo) sino de la condición de «minorías» de los sujetos agentes. De nada sirve, o parece servir, que ya prolifere lo que se conoce como «alarma social», y que no es sino la indignación generalizada de un buen sector de la población ante la gravedad que impera. Los legisladores, políticos de izquierdas o de derecha (poco importa, ya que la Ley del menor fue implantada por el PP) hacen caso omiso de ello, convencidos de que el efecto terapéutico de sus medidas va a notarse a largo plazo, algo en lo que, por cierto, tienen razón, aunque desde luego no como ellos mismos esperan. Ahora abundan, por todas partes, los rebaños de ciudadanos que se resisten a cambiar de opinión, que creen firmemente en los sanos principios democráticos en los que se asientan sus vidas: en definitiva, que ante la «inocencia» del culpable, toman la resolución, no de articular o exigir mecanismos que impidan la fractura del orden social, sino de educar y formar a ese culpable en los «valores» de la convivencia, de la tolerancia, del respeto mutuo. Respecto a la tolerancia, Gustavo Bueno dice lo siguiente:

«Cuando la relación entre individuos no es de igualdad institucional, la tolerancia entre sujetos iguales es aparente. Habrá que hablar de pseudo-tolerancia, puesto que nadie tiene poder sobre el otro, en función de una institución definida. Sin embargo, cabría hablar aquí de una tolerancia de segundo grado, de una «tolerancia de mi tolerancia», o «tolerancia reflexiva», cuando el poder de reprimir que la fundamenta no vaya referido a las acciones o conductas de otros individuos, sino a mi propia conducta que, intencionalmente al menos, podría ir dirigida a reprimir la conducta del otro o, por lo menos a estorbarla.» (Panfleto contra la democracia, Editorial La esfera de los libros, Madrid 2004.)

Por tanto, vemos que, bajo esos parámetros, la tolerancia solo es posible cuando existe un poder definido para reprimir la conducta de otros individuos, y que, de otro modo, solo puede hablarse de ser tolerante en la medida en que se es tolerante consigo mismo. Para tolerar, no solo entre ciudadanos, sino en las relaciones del Estado con éstos, se hace necesaria la presencia de una capacidad, de un poder de reprimir los actos, reales o en potencia. Por eso, los que van de tolerantes por el mundo, como los hombres de Izquierda Unida, deberían saber que su tolerancia, cuando se expande a cualquier asunto de la vida cotidiana (como cuando, por ejemplo, aseguran que hay que ser tolerantes con todas las opiniones, por amenazadoras que sean), no representa sino un tipo de tolerancia de segundo grado, un instrumento psicoterapéutico aplicado a ellos mismos. Luego, una vez satisfechos de sus opiniones, que creen más morales que las de aquellos que discrepamos, la cuadrilla de socialistas-comunistas nebulosos usan sus «tolerancias» como pancarta pública que respalda sus propias creencias, de manera que los demás nos convertimos, de inmediato, y para la llamada opinión pública, en «los intolerantes». En realidad, si se detuvieran un poco en esta misma argumentación, tal vez se darían cuenta de que su «tolerancia» es solo un estado de ánimo.

Pero la tolerancia no es el único ejemplo de concepto difuso, usado con intereses concretos. Hoy día, muchas cosas sufren ese mismo proceso de manipulación interesada, que consiste en cambiar una palabra por otra, un concepto por otro que exprese mejor lo que, desde cierta instancias públicas, les apetece argumentar a algunos políticos y sus secuaces. Ahora, los mismos atributos que designan unos determinados hechos, o a las personas que los cometen, son sustituidos por otros que se adaptan a las exigencias pertinentes de la ideología impuesta. En la era de las tendencias relajadas, del euro-optimismo, de la creencia suprema en la regeneración raskolnikoviana de cada hombre y, más aun, en la de un niño, que es, a cualquier efecto, un inocente, se maquillan las designaciones hasta hacerlas irreconocibles. Estamos en la época de ser «políticamente correctos», de que el asesino sea un «individuo con patologías traumáticas», o de que un mismo recluso sea tan solo un «interno», y eso para que la cárcel sea ya «un centro de internos», o institución limpia de una terminología antigua o sórdida.

Para que todo quede así desinfectado de cualquier indicio de suciedad, la pedagogía barata de esta cuadrilla insigne de legisladores, desnaturaliza los términos, los desinfecta, cambiándolos por otros que resulten más propicios a sus intereses: de ese modo, los violadores, los asesinos, la canalla inmunda que intimida en las ciudades (e incluso ya en muchos pueblos) es ahora designada con otros atributos menos pesados, y el resumen de los cuales sería el de «menores con problemas». En la lógica dramática de estos amantes de la bondad del alma de un niño, se crea la conciencia de que la gran causa de todo viene de los problemas personales y sociales, y que son éstos los que hay que resolver, con los medios oportunos; de que no existe, o no debe existir ninguna otra preocupación al respecto. Porque hoy parece que, pese a las protestas, pese a las modificaciones parciales de esa Ley del menor, todavía sigue prevaleciendo la consideración de que «a un niño no podemos hacerle tal cosa», aludiendo a la supuesta severidad de un castigo adulto. Prevalece el espíritu de que calificar a un «menor» como asesino o violador es, de alguna forma, «mancharlo» con designaciones adultas, hechas para «mayores», que saben muy bien lo que hacen y que, por tanto, son responsables de sus actos; que se enfrentan a los castigos del Código Penal, y sobre los que recaen ya, con familiaridad cotidiana, los títulos completos de asesino, violador, &c.

Naturalmente, esta laxitud punitiva es generalizada en casi todos los ámbitos, y de ella se ven beneficiados también los «mayores», delincuentes comunes que acumulan detenciones por toda clase de delitos, sin que por ello haya castigos ejemplares por reincidencia. Cuando el delincuente común es encima «menor» entonces la protección parece ser doble, porque a la suavidad del Código Penal en materia de robos, intimidaciones, &c., hay que añadir ahora la manta cálida y protectora que se coloca sobre los hombros del «menor inocente». En los últimos años se han construido no pocos centros de menores que, a juicio de uno, constituyen verdaderos espacios de recreo de estos «niños descarriados», en donde se les enseña, entre clase de trabajos manuales y de gimnasia, lo que son los valores de una sociedad tolerante, democrática. El centro del menor, laboratorio de los amigos de la reinserción, es así un lugar de paso, de reconversión del seudo-ciudadano que ha tropezado en las redes de condicionantes negativos, y esto para poder acceder a una sociedad, dentro de poco, ya en la plena «mayoría» de edades. Ni que decir tiene el dinero público que se ha esfumado en la construcción de estos centros, donde ya el castigo no existe, reemplazado ahora por el deber de educar al «inocente».

Hace unos años, uno de estos «menores» (de 17 años en aquel entonces) le dio una puñalada en pleno corazón a un muchacho, Alejandro Méndez, que estaba con sus amigos en los Jardines de Murillo, en Sevilla. Durante el juicio celebrado a puerta cerrada, y a donde parece que no tuvo derecho de acudir la propia familia del joven asesinado, el «inocente», el «menor» de edad no expresó en ningún instante el menor signo de arrepentimiento. Al salir de los Juzgados, que están muy cerca de donde había cometido su crimen, lo primero que hizo, entre una nube de periodistas, fue largar un escupitajo en la acera, caminando con pose amenazadora, y sin duda bastante orgulloso de su crimen, ya que a través de éste había acaparado una gran atención, así como el «respeto» de su banda callejera, de sus «colegas». Nada indigna más que ver a un joven asesino campando a sus anchas por las calles, respaldado por los criterios amorfos de una panda de psicólogos baratos. Por cierto, de estos «menores» apenas se publican sus nombres, sobre todo para no dañarles con una publicidad mala o indebida.

Las dos niñas que mataron a Clara García, (una tal Iria, de 16 años, y otra tal Raquel, de 17), acuchillándola de 32 puñaladas en un descampado, alegaron, como justificación, que querían «saber lo que se sentía» al matar a una persona. No solo tampoco estas niñas demostraron arrepentimiento (para tristeza de sus amigos, los pedagogos y politiquillos reformadores) sino que han declarado que, cuando salgan a la calle de una vez por todas, van a escribir sobre esta historia. Por cierto, una de las asesinas ha salido libre hace no mucho, en una especie de ridículo permiso para visitar a su pobre padre, que al parecer está enfermo. La lista es enorme, obscena, y se va ampliando con los años a una velocidad vertiginosa: el niño que mata a sus padres y a su hermanita con una katana, los dos muchachos que asesinan en Sevilla a una anciana solitaria, &c.

Y a los asesinatos hay que sumar, en orden descendente, pero no menos amenazante, los robos, las intimidaciones, el vandalismo, las agresiones que pueblan hoy las ciudades de España, encontrando como responsables a estos descarriados de la inocencia que, sabiendo del pie que cojea la Ley, se aprovechan de ella para sacarle la máxima utilidad. Hoy, en verdaderas bandas organizadas de delincuentes, con adultos como organizadores, el que actúa es, en realidad, el «menor», que sabe que, pase lo que pase, el castigo no supera una cifra concreta de tiempo, cifra por lo común bastante corta: cuatro, cinco añitos de reformatorio, y a la calle. Así, los mayores están captando a los «menores» para que hagan por ellos el trabajo duro de la delincuencia organizada, y en donde se acumulan toda clase de actividades: robo de vehículos, de joyerías, tráfico de drogas, &c.

Por otra parte, los «inocentes» no necesitan tampoco ser captados por redes de «mayores»: ellos mismos acaban siendo autónomos en la medida en que organizan sus propios actos delictivos, lo cual les crea una sensación de poder y libertad supremas. Ahora muchos de ellos coordinan y ejecutan sus propias acciones. Y mientras, los amigos de la reinserción siguen afanados en su propósito de enmendar a las criaturas que, en cierta forma, ellos mismos han contribuido a concebir. Después de todo, estos felices seres apuestan de seguro por un optimismo a prueba de bombas. El espectro grotesco de la reinserción se ha adueñado hoy de todo, lo ocupa hoy todo, y en todas partes tiene cabida. Hoy se exculpa de todo, se justifica todo, porque en la era del dialogo sin tregua, de las grandes Ideas europeas, no hay rincones para los «monstruos reales», que serían los «menores» realmente culpables en cuerpo y alma, como quien dice, a ojos del Estado. Tienen algo de razón los pedagogos y psicólogos acerca de esos llamados condicionantes. Pero lo que ignoran es que el mayor de esos condicionantes no es otro que el que ellos mismos han contribuido a generar. Es la realidad palpable y terrorífica de una certeza, algo que puede poner en peligro el bienestar y equilibrio común: es la realidad de que todo, absolutamente todo está permitido, de que no hay barreras ni impedimentos que anulen al individuo que atente contra el resto del grupo.

2. El señor de las moscas

La novela del escritor inglés William Golding (1911-1993) nos parece paradigmática en cuanto que describe, con total exactitud, lo que está pasando hoy en cualquier parte de Europa, y no solo en EEUU. Argumento de la obra: un avión se estrella en una isla desierta, resultando como supervivientes un grupo de niños, pero, lo que en principio parecía un paraíso, un nuevo Edén para los «inocentes», se convierte al fin en un infierno de matanzas y persecuciones a la manera «adulta». La obra, en sí misma, supone una respuesta contundente a las tesis de Rousseau sobre el buen salvaje, sobre las opiniones del ginebrino acerca de la condición de pureza de la infancia. El idealismo pueril del autor del Contrato Social queda desbaratado por Golding al exponer, con crudeza absoluta, una naturaleza humana desligada de conjuntos de reglas que sirvan para mantenerla en su eutaxia. En una sociedad sin ley (o con una Ley como la del menor, lo que en su caso es casi lo mismo) los individuos luchan entre sí en un feroz ejercicio de supervivencia darwinista. Pero no solo eso: la crueldad, el despotismo se liberan de las ataduras de cualquier código punitivo o represor. El buen salvaje acaba mordiendo la mano que le acerca el pedagogo insufrible. La inocencia idealizada es uno de los caracteres más propios de nuestra sociedad, en parte porque obedece a un complejo de culpa al que parecen estar afectados los «mayores» actualmente. Pero para hacer un análisis adecuado, oportuno, habría que comenzar por el principio, por el modelo social y económico en el que está insertada esta misma sociedad.

El desarrollo y la expansión del capitalismo, tras la II Guerra Mundial, generaron la conformación de sociedades de consumo insertadas en un mercado cada vez más amplio. El mercado suponía entonces, como ahora, la oportunidad de acceder, no solo a una variada cantidad de artículos, sino a un nivel de vida satisfactorio, asentado en la ideología del Bienestar. En la mayor parte de las economías europeas se implantaron sistemas de protección sociales, y el trabajo se impuso como el medio oportuno de acceder a unos recursos, de comprar los «objetos» del mercado. De esa forma, se erigieron los pilares de un consumo de bienes y servicios que excedía, ampliamente, al llamado mercado de 1º necesidad. El mercado de bienes de lujo descendió a la tierra de las oportunidades. Esta misma igualdad de las oportunidades, que supone el acceso a las redes mercantiles de la oferta y la demanda, no pudo encontrar una mejor canalización que la de los sistemas democráticos.

Las democracias se asentaron así sobre el sueño de las oportunidades de acceso al mercado libre. El consumo fue el motor de la producción. Y en las últimas décadas, la aceleración vertiginosa de la tecnología, unida a ese proceso inevitable de «globalización» que supone una interdependencia de los distintos Estados en la red de un mercado global, elevó al individuo al estadio de sujeto «independiente». En muchos ciudadanos del mundo desarrollado se genera hoy la conciencia (emic) de que cada uno tiene su propia autonomía, y de que su personalidad es realmente única, aunque sea, (etic) una personalidad que aspira a modelos predefinidos que marcan la aceptación del grupo, como es el caso de las chicas que aspiran a tener las medidas de un cuerpo perfecto. Por su parte, en Europa se crea y se consolida la Unión Europea, asociación de economías en una burbuja que preside, teóricamente, intereses comunes. Para el europeo medio, el gran proyecto del futuro es la expansión de la economía de su propio país, bajo la sinergia de sus otros socios. Se ha producido un difuminado de las clases sociales, ya que ahora el mercado, como espacio de oportunidades, establece una homogeneización rigurosa. El individuo necesita reafirmarse en el conjunto en el que existe por medio de la posesión de bienes y servicios que lo encasillan en un cierto estatus.

Los ideólogos plantean, ondeando la bandera de esta Unión europea, el mismo espíritu de paz perpetua kantiano, porque de lo que se trata es de mantener la eutaxia del conjunto bajo los parámetros del consumo acelerado y la satisfacción mutuas. Por eso mismo triunfa el pensamiento de Habermas, porque entronca con la perspectiva «ilustrada» de los ideólogos del mercado único. Una guerra entre potencias europeas es inconcebible, dicen estos ideólogos, porque ahora, sobre todo, predomina un interés común: lo que no dicen tanto estos individuos es que ese supuesto interés común no nace del amor fraternal, ni de un espíritu de pueblos destinados a unirse, sino por criterios fundamentalmente económicos. Bajo esta situación, se destila por las sociedades modernas (o posmodernas, como dicen algunos) la esencia de una ideología que bebe tanto de Rousseau como de Kant, y que tiene por soporte un optimismo cósmico para todos los pueblos del planeta, una confianza ciega de que las guerras son evitables, de que el ser humano es bueno por naturaleza o, de que, en cualquier caso, cualquier problema, discusión o lucha de intereses puede desaparecer por medio del diálogo. Un optimismo que, ya abanderado por las psicologías y pedagogías modernas, considera que el mejor modo de instruir a un individuo es escapar siempre a cualquier mecanismo punitivo, ya que eso sería caer en las prácticas de otras épocas, cuando no se confiaba tanto en el hombre.

El niño, pieza base de esta construcción ideológica occidental, es tratado como una célula preciada a la que, sin embargo, paradójicamente apenas se trata, ya que se le concede toda clase de privilegios, sin frenos ni sombras de ningún castigo razonable. El niño aprende, de esta manera, a que, desde pequeño, nadie ni nada puede o debe negarle lo que éste desee en cualquier momento. Por eso, de una sociedad de padres permisivos surgen sucesivas generaciones de hijos mimados, que acumulan todo aquello que deseen por capricho. Este proceso resulta irrebatible al comprender la transformación de la institución privada que conforma la familia. Con la llamada liberación de la mujer, hoy en las parejas trabajan ambos, de manera que el hijo (porque suele ser hijo único) es cuidado por otros familiares (los tíos, la abuela) cuando no por verdaderos extraños, las «canguros» previsiblemente. Los padres, que en el ámbito de oportunidades y «libertad» que les reporta el satisfactorio acceso al mercado, pueden divorciarse con mucha mayor rapidez que en otras épocas, desean darles a sus hijos lo que ellos mismos no pudieron tener en sus propias infancias. Pero esta razón psicológica no consume todas las explicaciones: parece como si sintiesen complejo de culpabilidad porque, en el fondo, se dieran cuenta de que sus hijos no son cuidados por ellos, de que pasan más tiempo entre «extraños». Y es por eso por lo que, arropando al «menor» como apoyo futuro del mercado, les proporcionan todo cuanto les pidan. No importa que el niño o la niña suspenda en el instituto, o que ni siquiera vaya a clase: en una sociedad relajada, el papá o la mamá, como premio por los 9 suspensos del niño para el verano, le regala una moto.

Y así vemos las calles de nuestras ciudades actuales, surcadas por «inocentes» motorizados, desplazando la energía vacua de sus indiferencias de un sitio para otro. Son los nuevos productos de un nuevo modelo de sociedad que ha ido cambiando la propia estructura de los espacios urbanos, cada vez más impersonalizados, más neutros: los pequeños centros de negocios, las tiendas tradicionales son eclipsadas por la sombra monumental de las grandes superficies comerciales, auténticas Mecas del consumo, y en donde se acumulan una extraordinaria variedad de exigencias. Las joyerías, las tiendas de moda, los supermercados, las multisalas de cine, todo se ha hecho más compacto, y el acceso a estas zonas se ha convertido en un tránsito continuo y necesario para cientos de miles de personas. El individuo se ha ido construyendo sobre los pilares de estos enormes bloques de consumo, dejando casi despoblados otros lugares de la ciudad, como los propios barrios de donde proceden los consumidores. Hoy los puntos de consumo y de ocio se funden en una misma cosa. A estas mismas áreas compactas acuden las «víctimas» de la nueva época (como disfrutan en decir los psicólogos), vagando en un perfecto aburrimiento, divirtiéndose a través de la burla o la intimidación, cuando no por medio de delitos como el robo o las agresiones.

La desintegración de la estructura familiar tradicional tiene un nuevo compañero para estos niños aburridos de todo: se trata de la inexistencia de disciplina que, desde pequeño, y bajo la batuta de sistemas de educación desastrosos (por sus resultados los podemos juzgar) han colaborado en la perfecta adaptación de un cada vez mayor núcleo de adolescentes consentidos, a los que no solo no se les inculca la importancia de la responsabilidad en todo cuanto hagan, sino que se les tolera, se les permite todo cuanto los «chicos» deseen, todo cuanto se les ocurra, como si todos ellos se hubiesen convertido en pequeños emperadores a los que hay que servir por disparatados que sean sus caprichos. Estos niños aprenden a sentirse ellos mismos cuando forman grupos: son células en apariencia independientes, y sin cuya formación no podrían reconocerse, reafirmarse. La sociedad, adaptada a cierta indeferencia, parece haberse hecho también permisiva; como si al preguntarle a ese cuerpo social (heterogéneo en su superficie) «¿y qué hacemos con estos muchachos?», la misma sociedad se encogiera de hombros, respondiendo: «déjelos por ahí, que dios los cría y ellos se juntan». Claro que cada vez hay un movimiento mayor de reacción ante esta inercia de la conducta, y que viene representada por manifestaciones y hojas plagadas de firmas de ciudadanos que han acabado dándose cuenta de la importancia del asunto.

Lo que es evidente es que, en el centro del problema se encuentra el factor de un nuevo modelo de sociedad, cuyos tentáculos se extienden desde los espacios domésticos de la familia, pasando por las instituciones públicas de educación y formación, hasta llegar a la propia legislación, modificada en base a los planteamientos de un grupo de políticos que son, a su vez, un reflejo del mismo modelo globalizado.

Por otra parte, de nada sirve echarle la culpa a posibles diferencias económicas o sociales de ciertos grupos, a la formación residual de compuestos marginados: eso solo sirve para representar una tendencia generalizada pero también constante. Hoy las diferencias sociales, en el grueso de la población, parecen diluirse en cuanto al acceso inmediato al mercado. Y encontramos a personas que, pese a disponer de rentas modestas, poseen en sus casas toda suerte de aparatos electrónicos, de novedades de ese mercado que les incita a la compra, y para el que no reparan en usar el crédito bancario. La fiebre por ascender socialmente por medio de un puesto de trabajo, ha sido sustituida por la posibilidad de poder seguir consumiendo objetos (bienes y servicios) de ese mercado, que es regulador del estatus de cada individuo o grupo social. Muchos de los jóvenes delincuentes de hoy, sin ser de familias muy acomodadas, pertenecen, en cambio, a grupos modestos que viven con dignidad. No son marginados sin recursos, ni tiene hambre, ni carecen de ropa: son, al contrario, niños que han construido su sistema de valores en virtud de las estrategias del consumo de masas, quedando, al final de cada operación de consumo, con la misma sensación efímera de sus mayores.

3. La escalera ascendente

El Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española, en su edición vigésimo primera, establece que la inocencia es, ante todo, un «estado del alma limpia de culpa». Sin detenernos en la nebulosa filosófica de esta definición («estado del alma»), lo cierto es que también puede entenderse la inocencia como sencillez, candidez en la forma de ser de una persona. Entendemos que la ideología imperante de esta sociedad globalizada es la de fundir ambas acepciones por medio de una pirueta, aún más imprecisa que la que hacen los propios miembros de la Academia. Inocente es, bajo ese enfoque posmoderno, cualquier objeto o sujeto del mundo que se halle libre de culpa y, por tanto, de castigo, y cuya naturaleza hay que preservar en la medida en que supone un «tesoro» en la sociedad violenta y cambiante en la que se vive. Una flor es inocente, pero también un perro faldero, una mesa camilla y, por supuesto, uno de esos muchachos descarriados que vagan sin rumbo fijo por las calles. De la misma forma que se puede escoger a un culpable sin serlo, a la mejor manera kafkiana, también es posible hoy la concepción de modelos de pureza que tiendan a «relajar» a la propia sociedad de sus complejos y traumas.

Dentro del fenómeno antes comentado de la globalización y cambio de las estructuras sociales, hay que circunscribir dicho fenómeno para el caso concreto de España. Tras el final de la llamada transición democrática española, hubo en todo el país un estado de euforia generalizada. Se había pasado, tal y como se dijo, de una situación de represiones evidentes, a una posición de control del conjunto por medio de la participación de cada adulto en un proceso periódico de elecciones democráticas. Así se generó, en la conciencia colectiva, la certeza de que cada individuo era dueño de su propio destino, así como del destino (en su parte proporcional) del país entero. No mucho después España entró en la CEE, lo que supuso disponer de las condiciones de un mercado selecto, formado por las mayores y mejores (económicamente) democracias europeas. Fue la democracia (como resalta Gustavo Bueno en su ensayo «Panfleto contra la democracia») la que sirvió de apoyo prioritario al acceso al mercado. Un mercado que impuso unas nuevas condiciones de vida a los ciudadanos españoles, ya contagiados del mismo espíritu de sus socios europeos. Y así se repitió en España el mismo proceso que, unos años antes, ya se manifestaba en otros lugares del «club»: Francia, Alemania, &c.

Hoy la única verdadera ideología imperante es la de la consolidación y ampliación de las oportunidades de acceso a ese mercado, y sobre este principio giran los requisitos de una población consumidora. Asentados los regímenes de protección social, la Seguridad Social, pese a todos sus fallos burocráticos (listas de espera) supone un extraordinario logro en esta democracia avalada por la Constitución del 78. Esto hace que gran parte de las necesidades se vuelquen sobre ese mismo mercado que se amplía a pasos de gigante. Se produce entonces la transformación ya señalada en el modo de vida, en las pautas de comportamiento, algo que afecta a todos los niveles, tanto en las relaciones sociales como en el lenguaje o la misma dieta. El uso frecuente del móvil, del ordenador, de Internet ha cambiado la imagen de las antiguas relaciones personales. La profusión continua del mundo de las imágenes contenidas en la televisión y el cine ha generado influencias notables, ha cambiado viejos hábitos por otros nuevos.

En la era de las comunicaciones, hoy se asienta la voluntad de una ideología centrada en un desaforado optimismo político, junto a la desidia suave de sus ciudadanos. Se ha ido produciendo una separación, paulatina, entre la esfera política y la ciudadana: exceptuando ciertos momentos puntuales y emocionales, como el del 14 de marzo de 2004, los índices de abstención han crecido con los años, y los que votan lo hacen en base a criterios entorno a la figura, la persona del candidato de unas elecciones, pocas veces o nunca por la consistencia de su programa político. El ciudadano, en tanto que ciudadano, desea que únicamente, al margen de supuestas diferencias reales entre izquierdas y derecha (a veces estas diferencias son mucho más virtuales que reales) se solucionen los problemas que, por lo común, ponen en un orden de prioridades: el trabajo, la sanidad, el terrorismo, &c. Las prioridades del ciudadano son, de esta forma, asimilables al deseo de seguir viviendo en el estado de bienestar, sin mayores preocupaciones que las que le susciten la elección que plantea el mercado pletórico: las alternativas de consumo se diversifican hasta extremos nunca antes conocidos, y en su voluntad abnegada por no perder ni un ápice de reconocimiento social y propio, el individuo ha de plantearse las mejores elecciones, que vienen, inexorablemente, marcadas por los dictámenes de la moda y, en consecuencia, de lo pasajero.

Cada persona se ha convertido, así, en un mero objeto de consumo que consume objetos del mercado, y que halla, a través de este ejercicio continuo, su reconocimiento en el propio entramado social. El acceso a las oportunidades planteadas por dicho mercado provoca, la mayor parte de las veces, la sensación generalizada de que cualquier meta es posible, de que existe todo cuanto uno desee, y de que tan solo es necesario trabajar para alcanzarlo. Esto ha sido fuente de inspiración para una nueva Idea moderna del progreso. Los ideólogos de la UE dicen que la Europa de los Quince, (ya la de los Veinticinco) solo ha sido posible por medio del progreso. Convertido el mercado en el bastión y finalidad última de las estructuras económicas y sociales de Occidente, la Idea de progreso planea como la confirmación, a ojos de muchos, de que Europa ha alcanzado su cenit de civilización sin derramar ni una gota de sangre. Por eso mismo se cree en el dialogo sin tregua para cualquier conflicto, por grave o irreconciliable que sea, porque el diálogo permite acceder, para estos ideólogos, a un recurso a las buenas maneras, lo que entienden como la Civilización con mayúsculas.

Perdidas la mayor parte de las izquierdas en una nebulosa flotante de indefiniciones, carentes de identidades sólidas, la ideología globalizadora del libre mercado marca el rumbo de la política nacional, y eso sin perder de vista las exigencias de unos votantes que demandan mejores condiciones de vida para acceder a ese mercado de forma idónea. Para mantener la idea de que estamos en una burbuja civilizada e ilustrada, bajo el aura del progreso y la igualdad de oportunidades, se crean también mecanismos pedagógicos y psicológicos para la población joven y adulta. Entonces llega el momento de cambiar los planes educativos, cambiando sistemas aun jóvenes por otros más novedosos, más adaptados a los requisitos globales. La reforma de la enseñanza, (la LOGSE socialista, o la reciente LOCE del PP) con su absoluta falta de lógica en cuanto a las necesidades reales para formar adecuadamente a un grueso de la población, es un ejemplo importante de lo que apuntamos. Los niños estudiantes de hoy son estudiados por una plétora de psicólogos y pedagogos que maquinan formas y medios para que el «niño se auto-realice». Lo importante será, en este caso, que el individuo, que todavía no dispone de edad biológica suficiente como para intervenir en las «urnas», consiga su madurez con la asimilación de ideas, unas veces metafísicas, otras simplemente fantásticas, acerca del progreso individual y la importancia de los consensos sociales.

La disciplina, bajo todo este armazón ideológico y político, es relegada a la condición de rémora del pasado. Porque la disciplina obliga a intervenir sobre el niño, a veces de forma coercitiva, imponiendo el castigo, por lo que los pedagogos, siempre preocupados por la salud mental del «menor», desechan esta medida, al considerarla caduca, represora. Parece que los modelos educativos actuales están impregnados del mismo complejo de los progenitores respecto a sus propios vástagos: tras una larga etapa de franquismo, de privación de libertades y de represión, ahora lo suyo es mantener a los hombres en la felicidad asimilada por el mercado. Los resultados de este disparate o despropósito son obvios: el nivel de absentismo en los institutos ha aumentado de manera muy considerable pero, sobre todo, y ante todo, la preparación, la formación obtenida en los centros públicos ha reducido su calidad hasta grados alarmantes. Los niños de hoy llegan hasta los 12, 15, 19 años sin saber leer (no comprenden lo que leen), y sus conocimientos en materias básicas, como las matemáticas, son, en niveles parecidos a un 3º de BUP, similares a los mismos que, unas décadas antes, ya conocían los estudiantes de 7 u 8º de EGB. Todo ello supone un clarísimo retroceso en la calidad de la enseñanza, pero no solo en la calidad: como apenas hay disciplina, como el «menor» está resguardado por las entidades públicas y privadas en una especie de inmunidad constante, muchos niños, los mismos a quienes sus padres regalan móviles o motos por sus desastrosas calificaciones académicas, pierden del todo el respeto a las figuras del tutor o el docente.

Y por eso, amparados en la ley que los protege del mundo adulto, los niños «menores» del país de la inocencia protagonizan los más diversos actos de agresiones e insultos a sus maestros del colegio e instituto, como viene siendo el caso desde hace ya varios años. La violencia creciente de estos adolescentes (hastiados hasta de sí mismos) no es, como dicen tantos analistas cerebrales, el resultado del influjo de la televisión, ni de ninguna cultura violenta patrocinada desde el extranjero, ni de los efectos de las videoconsolas. La verdadera violencia de estos «menores» es el resultado definitivo de una completa impunidad a sus propios actos. No existe ya ninguna Idea límite ni cerco que les imponga una responsabilidad cívica. Y es ahí cuando comienzan a ascender por la escalera de la permisividad democrática: primero suben un escalón, olvidando los parámetros familiares de conducta (entre otras cosas, porque en algunas familias ni siquiera existen); a continuación suben otro, y les faltan el respeto al profesor o profesora que los instruye; y, poco a poco, se van dando cuenta de que, a cada nuevo escalón, no hay nada ni nadie que los reprima como merecen, que les diga que NO cuando es necesario. La burbuja protectora se amplía cada vez más, y el niño, en vez de recibir un castigo proporcional a la gravedad de las infracciones que comete, es premiado con objetos del mercado: móviles, videoconsolas, motos, coches.

Por supuesto, nuestros «angelitos inocentes» llegan un buen día a hartarse de esto, porque se dan cuenta de que en este mundo creado para ellos nada requiere ningún esfuerzo auténtico, que todo está al alcance de la mano, y que poco importa que ese «todo» lo proporcionen los padres, el tío o la abuela, o que incluso no lo proporcione nadie. Y recurren así a los primeros hurtos, de poca cuantía, casi irrelevantes, pero que les sirven para saber que ya no importa que vengan otros a darles lo que pidan: y entonces es cuando se percatan de que la fuerza es el medio idóneo para auto-realizarse, para ejercer esas «libertades concedidas» por los adultos. Lo que en un principio pudo ser la euforia de sentirse libres de cualquier elemento represor, más tarde se convierte en una blanda desidia, en una indiferencia en cuanto al mundo y sus reglas. Lo único que les importa ya es mantener su estatus dentro del grupo (la pandilla) a la que pertenecen, y en donde todos sus miembros se reconocen mutuamente por la misma causa.

Y llegan los robos, y no hay castigo, y las agresiones, y tampoco lo hay, y el «inocente» sube y sube la escalera hasta que llega al último nivel, y se percata de que aquí tampoco hay ninguna contención significativa que frene sus deseos, a lo sumo 5 o 6 añitos en ese campamento de niños malos que son los centros de «menores»: y se suceden los asesinatos, en una libre cascada de inmunidad permitida. Tampoco son, por supuesto, asesinatos pasionales, ni originados por ningún odio radical o visible: son el efecto de la misma desidia que opera en estos individuos, y para los cuales destruir una vida resulta de lo más irrelevante. Sucede que en esta nueva sociedad se otorga un predominio a los valores éticos por encima de los morales, que son la base de las decisiones políticas, lo que puede deberse a la importancia que cobra el sujeto aislado por encima del conjunto. Así, ocurre que muchas personas tienden a confundir los criterios emocionales de la ética con la moralidad impuesta por un Estado. Porque vivimos en un ámbito donde el ciudadano-consumidor ya no es una simple célula: es un principio activo del mercado. Vivimos, en consecuencia, bajo los efectos de una sociedad «individualista» que impone preponderancia a los supuestos derechos de un individuo respecto a los de la sociedad de la que forma parte.

4. ¿Y ahora qué?

A esa pregunta podemos acudir ante la perspectiva de que la situación, lejos de mejorar de alguna forma, empeora considerablemente. Es cierto que las protestas se han ampliado mucho, sobre todo ante la emocionante actitud de tantos padres que acuden a programas de televisión para movilizar a las masas, eso que tanto se conoce como «remover las conciencias». El comportamiento de estas personas, lleno de dignidad y de dolor, ha hecho que gran parte de los ciudadanos se sientan ya crispados por las medidas que adoptan los políticos. Ante la sensación completa de indefensión de las víctimas, que claman a los cuatro vientos que se haga alguna clase de justicia, las leyes apenas cambian y, si lo hacen, solo es de forma parcial, por meros retoques que siguen conservando el mismo «espíritu» normativo. Pero las movilizaciones sociales son el resultado ocasional del crimen de turno, y no adquieren nunca un carácter de presión continua.

Además, sucede que, tristemente, esa clase de justicia que tantos padres reclaman es, cuando menos, de naturaleza imprecisa: así, lo que para unos es justo, para otros es insuficiente, o exagerado, &c. Bien es cierto que muchos piden que los «menores» sean tratados como adultos o «mayores», a efectos judiciales. Esa justicia, que es otra idea bastante manipulada, y que puede significar cualquier cosa (entre ellas, que la propia ley del menor sea justa en la medida en que ha sido implantada en un proceso democrático, entre políticos que fueron elegidos por los ciudadanos para preservar el bien común), es adaptable a múltiples interpretaciones. No es suficiente quejarse y exigir solo una justicia difusa. De todas formas, comprendemos a esos padres desesperados que claman por alguna clase de justicia, la que sea, ya que lo que han experimentado no se ajusta a sus nociones. Les comprendemos como personas que solo demandan sentencias ajustadas a la gravedad de los hechos, ya que lo demás, lo que supone la formación de normas o leyes sociales que preserven al conjunto, es competencia exclusiva de los legisladores.

La reinserción de quien comete un acto horrendo es un atentado contra la propia sociedad. Medidas como la pena de muerte, tan mal vistas en esta época de optimismo (sobre todo ahora, al sufrir el azote de los terroristas islámicos) no parece probable que vayan a implantarse, ni con este gobierno socialista, ni con ningún otro. Y sin embargo, pese a todo, la pena capital es, en opinión de uno, la medida correcta a estas amenazas, vengan de adultos o «menores». En realidad, no es de castigo de lo que se habla, ni de arma disuasoria, como apunta Bueno, sino de un mecanismo estatal de eliminación del sujeto que atenta contra la sociedad de modo deleznable, ya sea pegando un tiro en la nuca, acuchillando a una niña, o poniendo una bomba en un tren de cercanías. Los actos son los que importan, y no la edad de los criminales, sobre todo si esos actos han sido ejecutados de un modo absolutamente consciente. Y todo eso si es que no deseamos ver en peligro a esta propia sociedad relajada, consumidora, autosatisfecha.

Una sociedad civilizada no puede consentir que dos niñas asesinas digan que cometieron su crimen porque deseaban saber lo que se sentía al matar a una persona. La ley protege a estos seres considerando que son «menores», como si eso significase que no tuvieran uso de razón, o de que no lo hubieran usado para sus crímenes. Pero es, precisamente, ese mismo uso de razón el que utilizaron para matar a la niña Clara, por ejemplo: querían obtener una experiencia de la destrucción física de un sujeto, a ser posible alguien indefenso, alguien a quien se pueda destruir con facilidad, como los «inocentes» de raza gitana que mataron a la niña Sandra Palo, quien, al parecer, estaba afectada por una minusvalía psíquica.

Es decir, todos ellos, el niño de la katana (a quien, por cierto, hace poco se le permitió hacer una excursión con sus compañeros de centro, picnic en el que la criatura traviesa aprovechó para huir, aunque finalmente fue atrapado), el muchachito que dio la puñalada a Alejandro Méndez en los Jardines de Murillo, todos habían reflexionado sobre ello, llegando a la sencilla conclusión de que, en el rango de sus trofeos o hazañas, el asesinato era la mayor de sus peripecias, una nueva sensación, refrescante diríamos, algo inédito. Y es por eso por lo que, tanto en unos casos como en otros, llevaban navajas o cuchillos: ¿las llevaban por si se producía algún incidente, en defensa propia? Llevaban armas, casi todos ellos, como aún las llevan tantos «angelitos» rebeldes, porque en sus cabezas late, cuando no la planificación maquinada de un crimen (como los dos niños que asesinaron a una anciana hace unos años, o las asesinas de Clara), al menos la voluntad de que, en cualquier instante, pueden, e incluso deben hacer uso de sus armas, y que, cuando esto ocurra, han de hacerlo con la mejor destreza posible: no en vano, muchos asesinatos han sido de certeras puñaladas en el corazón. Y eso cuando no se ha producido un verdadero ensañamiento, como en el crimen de la Villa Olímpica, en Barcelona, o en tantos otros.

En resumen, nuestro «menores» cometieron sus infamias con perfecta conciencia de matar sin ningún problema, casi como algo que se tiene en mente; una violencia criminal que tuvieron aletargada pero que estaba en potencia antes del mismo crimen. La desidia de este mundo juvenil es el centro de una actitud nihilista que, en el fondo, conecta de lleno con las ideas de quienes, bajo la corteza del optimismo universal, los defienden a capa y espada, tomando como principios la desestabilización interna del individuo-célula en medio de un sistema sin Dios ni referente moral alguno. Bueno sería tener en cuenta, bajo ese aspecto, que todo aquél que se sintiese tentado de destruir una vida, supiera de inmediato, con la navaja o la pistola en la mano, que su acto le va a conducir, irremisiblemente, a la destrucción de sí mismo: que junto a la experiencia de saber qué se siente al matar a una persona, el «menor» va a vivir otra experiencia aun más extraña, y que supone, sin lugar a dudas, la última de todas sus emociones aburridas.

 

El Catoblepas
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