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El Catoblepas, número 28, junio 2004
  El Catoblepasnúmero 28 • junio 2004 • página 12
Estética

La música, arte interpretativo

Raúl Angulo Díaz

La música es un «arte interpretativo», a diferencia de la pintura, la escultura. Se analiza, a través de la discusión de otras teorías alternativas, lo que se quiere decir con ello

La música es un arte peculiar respecto a la pintura o la escultura, y en parte se parece a la arquitectura. La pintura y la escultura son artes monofásicos, mientras que la música y la arquitectura son artes bifásicos. El pintor o el escultor terminan su trabajo al producir un objeto acabado en tanto que percibido fenomenológicamente. Las Meninas, tal como la percibimos, es la obra que salió de los pinceles de Velázquez. En cambio la obra del músico está acabada con la partitura, que no es ningún objeto sonoro. Para convertirse en un objeto sonoro necesita de un segundo momento o fase, y esto es obra del intérprete. En el paso del primera fase (notación) a la segunda fase (objeto sonoro), el intérprete tiene la posibilidad de realizar múltiples cambios. El límite de tales cambios sería la preservación de la identidad de la obra, puesto que la tarea del intérprete es ejecutar la obra anotada en la partitura.

La aparición de la figura del intérprete que ejecuta la obra implica otra segunda diferencia entre la pintura y la música. En palabras de Nelson Goodman, la pintura (y la escultura) es un arte «autográfico», es decir, un arte en el que se da una relación entre original y copia, y no una relación entre obra e instancia. Un pintor que reproduzca Las Meninas, por muy bien que lo haba e incluso aunque consiga que su obra no se distinga a simple vista de Las Meninas de El Prado, no habrá hecho una instancia o un ejemplar del cuadro de Velázquez, sino una copia. En cambio, la música es un arte «alográfico», ya que en él la relación original-copia no es significativa, puesto que los duplicados serán instancias o ejemplares de la obra. Una orquesta de provincias que interprete la séptima de Beethoven, por muy mal que lo haga, no estará haciendo una copia de esta sinfonía, sino una instancia de la obra.

La distinción entre monofásico y bifásico no es paralela a la distinción autográfico y alográfico. El arte monofásico no es autográfico ni el bifásico es alográfico. La literatura, por ejemplo, es un arte monofásico, puesto que la tarea del escritor deja acabada la obra para la lectura (aunque esto es discutible en el caso en que la literatura estuviera pensada para una lectura oral, pues entonces un agente intermedio, el recitador o rapsoda, sería necesario, y por tanto podría añadir, quitar y cambiar lo indicado por el escritor) Sin embargo, la literatura no es un arte autográfico. La reproducción de una novela o un poema en diversos libros, por muy diferentes que sean la tipografía, las ilustraciones e incluso la ortografía, serán ejemplares y no copias de la novela o del poema. Tanto las humildes ediciones de bolsillo como las más ricamente ilustradas y críticamente anotadas de El Quijote serán la misma novela escrita por el manco de Lepanto. Por otro lado, tenemos otro arte, como el grabado, que a pesar de ser bifásico es autográfico. El arte del grabado es bifásico porque la placa, que es el producto del trabajo del artista, no está destinada a la percepción. Es necesaria una segunda fase (plasmar la placa sobre papel) para que aparezcan los dibujos dirigidos a la percepción. Estas impresiones sacadas de la placa original son ejemplares de la obra. Pero la reproducción más fiel de estas impresiones (producida, por ejemplo, mediante una fotografía digital), no es un ejemplar de la obra, sino una copia. Se llega así a algo que parece paradójico: una impresión algo defectuosa de la placa hecha por el artista sería un ejemplar de la obra, mientras que una perfecta reproducción digital de la primera impresión hecha por la placa del artista sería tan sólo una copia. Sin embargo, esto tan sólo indicaría que no hay que confundir, como muchas veces se hace, excelencia con originalidad: una copia puede ser mucho mejor, en diversos aspectos, que un original.

Una criterio que cabe ensayar para justificar la distinción entre artes autográficas y artes alográficas es el de la fidelidad literal. La razón de que la pintura o la escultura sean artes autográficas es que, en principio, todas las propiedades fenomenológicas de la obra son importantes. Para que una reproducción pueda ser llamada ejemplar o instancia de una obra pictórica, debería ser idéntica en todas sus propiedades, y esto parece imposible. En cambio la música y la literatura serían artes autográficas porque muchas de sus propiedades, en cuanto objetos sonoros y objetos de lectura, no son importantes, y por ello no sería necesaria una reproducción literal para que algo sea un ejemplar de una sinfonía o una novela. Así, El Quijote que tengo en mis manos no coincide con el original ni en el tamaño del manuscrito, ni en el color de tinta, ni en la clase de papel, ni en el número y disposición de páginas, ni en el tamaño y tipo de letra, ni en la ortografía. Sigue siendo, sin embargo, un ejemplar de El Quijote. Lo mismo se diga de la música: puede que escuche la séptima de Beethoven con un tiempo distinto al marcado por el metrónomo de la partitura, con un fraseo distinto e incluso con otra orquestación... Con todo, sigue siendo la séptima de Beethoven. Porque todos estas propiedades no determinan lo que sea la obra, sino que sea una mejor o peor interpretación.

El criterio de la fidelidad literal es un criterio muy popular. Según este criterio, las artes autográficas exigen literalidad en sus propiedades y las artes alógrafas no la exigen. Este criterio va acompañado de la asunción de que la copia fielmente literal es imposible, pues de lo contrario las reproducciones que fueran copias fieles de cuadros serían ejemplares de esos cuadros, y la pintura dejaría de ser así un arte autográfico. Muchas razones se han dado a favor de la imposibilidad de la copia literal, aunque con la aparición de nuevas tecnologías se hace más difícil su justificación. Cuando era otro pintor el que copiaba un cuadro de otro pintor, la copia podría ser detectada por un crítico entrenado; cuando aparecieron las copias fotográficas, se tuvo que apelar a la diferente tesitura y tacto de la superficie del cuadro. Con todo, incluso estas propiedades de tesitura y tacto pueden conseguirse con una impresora digital. En la era digital, que traduce todas las propiedades con una fidelidad que va más allá de nuestra capacidad fenomenológica, no cabe apelar al criterio de la fidelidad literal como distinción de las artes autográficas y alográficas. Quizás los únicos recursos para distinguir una copia del original sean ciertos test científicos, como los rayos X, análisis químicos, carbono 14, &c. Pero este tipo de análisis va más allá de las propiedades fenomenológicas que exhiben los cuadros. Que un cuadro difiera de otro por su composición química, no hace a uno el original y a otro la copia, cuando lo único relevante, desde el punto de vista estético, son sus propiedades fenomenológicas. Porque una cosa es la relación estética original/copia, que es de la que estamos hablando, y otra cosa es la relación original/copia digamos ontológica. Establecer una diferencia ontológica entre el original y la copia tendrá otro tipo de consecuencias importantes, como por ejemplo su valor en el ámbito del mercado artístico.

Sin embargo en este tipo de explicaciones se apelaba a una distinción que bien puede recogerse. Lo único que hemos rechazado ha sido la asunción de la imposibilidad de la reproducción literal. Pero podemos estar de acuerdo con que las artes autográficas exigen la reproducción literal para que se trate de la misma, y las artes alográficas tan sólo exigen la reproducción de algunas propiedades. Las artes autográficas, como la pintura, no disponen de ningún criterio que establezca qué propiedades son esenciales o constitutivas, de modo que se exige la reproducción fiel de todas las propiedades. Comparada la copia con el original, uno no sabe qué propiedades del original deben darse en la copia y qué propiedades no importa no estén en la copia. Sin embargo, en las artes alográficas, como en la música, sí que disponemos de un criterio para distinguir las propiedades constitutivas de las accesorias. Podemos decir de una interpretación cualquiera si es la séptima de Beethoven o el segundo concierto de Brandenburgo de Bach, si éstas interpretaciones respetan las propiedades constitutivas de la obra de música, marcadas fundamentalmente a través de la notación. Hay muchas propiedades que el intérprete podría añadir, quitar o cambiar, tales como el fraseo, las dinámicas, la orquestación, &c. Sin embargo, los límites de la variación permitida en los cambios quedarían fijados por las propiedades constitutivas de la obra, las que hacen de una determinada interpretación un ejemplar de cierta obra.

Uno puede aducir un contraejemplo evidente contra esta distinción entre las artes autográficas y alográficas. La fotografía y el cine serían artes alográficas, puesto que la distinción entre copia y original no sería significativa. Todas las proyecciones de Ciudadano Kane serían ejemplares de la misma película. Sin embargo tanto en el cine como en la fotografía no hay distinción entre propiedades esenciales y propiedades constitutivas, lo que equivale a decir que todas las propiedades son esenciales y que se exige la reproducción literal de todas ellas para que algo sea un ejemplar o una instancia de la obra. A pesar de las apariencias, este supuesto contraejemplo realmente lo que hace es apoyar nuestro punto de vista. El caso de la fotografía y el cine es similar al del grabado, pues ambas son artes bifásicas y alográficas. La primera fase del cine serían las cintas cinematógrafas, que no son objetos destinados a la percepción, y la segunda fase la proyección de la película. Como en el caso de la placa del grabado, las cintas cinematógrafas no son propiamente una notación que distinga las propiedades constitutivas y accesorias de la obra, sino más bien un sistema de reproducción que asegura que todas las proyecciones sean fielmente iguales entre sí. En esto consiste precisamente un arte de masas, como lo son paradigmáticamente el cine y la fotografía: en la distribución masificada de los ejemplares de una obra (algo que no podía hacerse, en principio, con la pintura y la escultura, lo que llevó a Walter Benjamín a adjudicarles un «aura»).

Lo que muestra el ejemplo del cine y la fotografía es que la distinción realmente pertinente es la de las artes que establecen un criterio para decidir cuáles son las propiedades constitutivas y artes que no establecen tal criterio, y no la distinción de Nelson Goodman entre artes autográficas y artes alográficas, posiblemente porque no tuvo en cuenta las nuevas tecnologías de la reproducción fiel. La reproducción de un cuadro que conserve todas las propiedades fenomenológicas de otro cuadro será un ejemplar de éste, del mismo modo que la proyección de una película (o el revelado de una fotografía) será ejemplar de esa película (o fotografía) si conserva todas las propiedades fenomenológicas. Goodman, al distinguir las artes alográficas de las autográficas, en realidad ha dado dos pasos: en primer lugar, ha notado que en la pintura y en la escultura no hay un criterio para distinguir entre propiedades constitutivas y propiedades accesorias (por lo que todas las propiedades valen lo mismo), y en segundo lugar, ha asumido que la reproducción fiel es imposible. Nosotros aceptamos lo primero y rechazamos lo segundo. La tecnología es lo suficiente potente como para hacer reproducciones totalmente fieles, que no sólo son indistinguibles «a simple vista» (lo que podía suceder también con la copia hecha por un pintor hábil), sino que no podrán distinguirse jamás a simple vista, ni siquiera por el crítico de arte más experto. Así se asegura la identidad «estética» (que no ontológica) de dos cuadros. El cine es un buen ejemplo de cómo es posible un arte en el que no se distinguen propiedades constitutivas y, sin embargo hablar de instancias o ejemplares es significativo. También puede hallarse la relación original-copia en el cine, aunque no sea tan común como en la pintura. Éste sería el caso si un director decidiese rodar otra vez una película (como ha sucedido, de hecho, con Psicosis), con el mismo guión, con los mismos planos, &c. Una película realizada así sería una copia de la película original, pues no sabríamos qué propiedades de la película original son constitutivas de la obra y tienen, por tanto, que repetirse en la copia para poder ser una instancia de la misma película. Al no poder marcarse los límites de desviación respecto al original (¿son constitutivos los actores, el color de la película, tal o cual plano, tal o cual diálogo, la banda sonora, &c.?), todo cambio realizado por el nuevo director hará que su película sea distinta de la original. Esta nueva película no será una «interpretación» de la película en el mismo sentido en que se llaman «interpretaciones» a las ejecuciones musicales, puesto que se tratará de otra obra distinta, como tampoco pueden llamarse «intepretaciones» a las proyecciones de una película, puesto que se trata de la misma obra fielmente reproducida. La música es un arte bifásico (como el cine, la fotografía o el grabado) en el que se inserta entre las dos fases un agente que tiene la posibilidad de añadir, quitar o alterar algunas de las propiedades de la obra musical y, con todo, el producto de su acción será un ejemplar de la obra. Respecto a las copias, las interpretaciones musicales serán instancias de la misma obra, y respecto a las reproducciones fieles, dos interpretaciones no se parecerán entre sí.

Podría pensarse que las propiedades constitutivas exigidas en la ejecución de, por ejemplo, la séptima de Beethoven están prescritas por la partitura. Las interpretaciones que respeten las indicaciones de la partitura serían interpretaciones de la misma obra, aunque difieran en aspectos no marcados por la partitura, como pudieran ser la velocidad (si no hay indicación de metrónomo), las articulaciones (si no están especificadas), el timbre (si tampoco está especificado), la expresividad, &c. Sin embargo, esto no es tan sencillo. La partitura raramente ofrece todas y sólo las propiedades constitutivas de la obra. Por un lado, en la partitura no se encuentran todas las propiedades constitutivas de la obra musical: existen muchas propiedades constitutivas que pertenecen a la práctica musical. Éste es el caso, por ejemplo, de los múltiples adornos que se ejecutan de manera diferente según la época en que fue compuesta la partitura, o el caso de la tesitura de algunos instrumentos que deben transportarse (así, si nos encontramos con unas trompas en do escritas en clave de sol lo más probable es que tengamos que bajarlas una octava). Por otro lado, en las partituras se especifican más propiedades que las constitutivas. Para Nelson Goodman, por ejemplo, la orquestación indicada por la partitura no es una propiedad constitutiva, puesto que puede interpretarse la obra con otros instrumentos y seguir siendo la misma obra. Lo mismo se diga de las indicaciones verbales de tiempo (amoroso, tranquilo, espirituoso, pastoral, &c.) y de expresividad, muy típicas del segundo período romántico. No creo que pueda encontrarse, en principio, algún criterio que decida si lo que está indicado por la partitura forma parte constitutiva de la obra musical o no, exceptuando quizá la ambigüedad inherente de ciertas indicaciones verbales. Así, por ejemplo, la orquestación, que claramente no es constitutiva en períodos anteriores, sí que parece serlo en las obras impresionistas –y también en muchas contemporáneas– cuyo principal efecto es el tímbrico. Qué sean las propiedades constitutivas de una obra musical es asunto de la historia. Por ejemplo, en el s. XII no parecía constitutivo de la obra las propiedades interválicas y rítmicas: tan sólo se indicaba si el cantor debía subir o bajar en una tal o cual sílaba. En nuestra tradición occidental parece que lo único considerado constitutivo ha sido esa estructura sonora, interválica y rítmica, considerando todo lo demás accesorio. Hasta épocas más recientes los elementos tímbricos y expresivos no han llegado a convertirse en esenciales. También histórica, y no debida a principio alguno, es la distinción entre las propiedades prescritas por la partitura y las aportadas por la práctica musical. Los adornos, por ejemplo, se han ido especificando en las mismas partituras, al principio a modo de apéndices, y luego ya plenamente realizados en las notas. Lo mismo se diga, por ejemplo, del bajo continuo: muchas ediciones modernas lo llevan ya realizado. En general, como puede verse, en el transcurso de la historia las partituras se han convertido en la especificación de las propiedades constitutivas de la obra.

Con todo, existe otra razón para no adscribir a la partitura el papel de señalar cuáles son las propiedades constitutivas, y es que se puede componer y aprender a ejecutar una obra musical sin escribirla, tan sólo tocando «de oído». Por tanto, la notación en música no coincide con la partitura, puesto que la notación, al menos temporalmente, puede residir en la memoria. Sin embargo, consideraré que la primacía genética e histórica le corresponde a la partitura. La misma existencia y la potencia de la notación en la memoria depende de la notación en partitura. El compositor sólo puede componer de memoria porque ha sido entrenado en una notación determinada históricamente. Lo mismo se diga cuando ejecuta «de oído» una pieza escuchada anteriormente. La notación musical está lejos de ser una especie de lenguaje privado. Son las notaciones en las que ha sido entrenado, particularmente la notación en partitura, las que capacitan al músico para analizar las obras musicales en sus unidades significativas, y emplear estas unidades en la composición y ejecución. La partitura no surge como una expresión de la notación de la mente de un individuo. Si éste fuera el caso, habría que explicar la maravillosa coincidencia de que los músicos de tradición occidental empleasen la misma notación. Y es que la aparición de la partitura hizo que aparecieran nuevas entidades. Antes de la creación de las líneas del pentagrama, esa entidad que llamamos nota no era una unidad significativa de la música, y por tanto el músico que componía o tocaba «de oído» no podía emplearlas en su notación. Lo mismo se diga del bajo continuo. Un músico del barroco que escuchara o compusiera una obra musical, no podría atender significativamente a la realización de ese bajo, cosa que sí haría un músico del romanticismo. Así, a fines prácticos de este estudio, podemos olvidarnos de esa notación mental y centrarnos en las propiedades constitutivas que proceden de la partitura y de la práctica musical

En suma, la música, al contrario de la pintura, es un «arte interpretativo». Esto significa, como hemos visto, que es un arte bifásico que necesita un agente intermedio (el intérprete) para pasar de la primera fase (la notación) a la segunda fase (el objeto sonoro). La acción de este agente estaría limitada por el respeto a las propiedades constitutivas, que varían notablemente a lo largo de la historia, si es que ha de producir una interpretación de la misma obra. Algunos autores, como Pedro Kivy, sostienen que al ser la música un arte interpretativo, en ella hay una distinción esencial entre la interpretación y aquello de lo que es objeto de interpretación, esto es, la obra, entendida ésta como una entidad autónoma, identificable, que «sobrevive» a través de las interpretaciones. La relación entre obra e interpretación sería una relación metafísica entre universal y ejemplar. Si bien este modo de entender las cosas me parece implausible, me contento con decir que es innecesario. Lo que Kivy llama «obra» no es más que las condiciones constitutivas plasmadas en la primera fase de la música, mientras que lo que llama «interpretación» no es más que la producción de la segunda fase por parte del intérprete. La «obra», pues, no es un ente extraño que esté más allá de las interpretaciones y que se realiza en éstas, sino un conjunto de propiedades normativas que establecen el límite de variación permitida al intérprete a fin de que se pueda repetir lo mismo.

Hemos dicho que la música es un arte interpretativo. Pero caben establecer tres estadios en el desarrollo de la música. En un primer estadio no habría distinción entre obra e interpretación (entre primera fase y segunda fase) puesto que todavía no ha aparecido la notación. Sin un tipo de notación, por tanto, no podrían diferenciarse las propiedades constitutivas de las accesorias, por lo que las obras no serían repetibles en distintas circunstancias por músicos diferentes. Tampoco tendría sentido, como es obvio, diferenciar entre compositor e intérprete. En un segundo estadio, la música pasaría a ser un arte interpretativo, esto es, un arte en dos fases mediadas por la labor de un intérprete. El paso del primer al segundo estadio podría estar generado por la necesidad de coordinar varios músicos a la vez (para que tocaran la misma obra) y también por el deseo de dar duración a ciertos rasgos musicales (por exigencia litúrgica, por ejemplo, o por la fama de algún músico) El mercado de la música y los músicos no parece ajeno a la génesis de este segundo estadio. Con él aparece la distinción entre compositor e intérprete. También aparece el arte de improvisar, como oposición al arte de interpretar. Interpretar conlleva la realización de unas propiedades constitutivas previas, mientras que la improvisación no deriva de ninguna notación. Uno podría estar tentado de describir el primer estadio como el estadio en que toda música era improvisación, pero esto sería olvidar que el concepto y el arte de la improvisación surgen dialécticamente oponiéndose a la interpretación. De hecho, las improvisaciones más admiradas son las improvisaciones de fugas u otras formas contrapuntísticas estrictas, pues son las formas que requieren menos espontaneidad y mayor trabajo de premeditación y revisión. El arte de la improvisación llega a su perfección al improvisar como si se estuviera interpretando. El primer estadio de la música habría que describirlo más bien como aquel en que las distinciones entre compositor e intérprete, así como de improvisación e interpretación, no tienen sentido, puesto que no ha aparecido todavía la distinción primera entre obra (primera fase) e interpretación (segunda fase). En el tercer estadio de la música el intérprete se mecaniza. En el desarrollo del segundo estadio, los compositores han intentado limitar cada vez más la labor del intérprete añadiendo a la obra más propiedades constitutivas por medio de la partitura. Al final el compositor ha prescindido de la figura del intérprete y la ha sustituido por un mecanismo de reproducción fiel. Éste es el caso de la música electroacústica y electrónica en general. La obra acabada del compositor no es ahora una partitura, sino una cinta, o un disco, o unos datos digitales que deben ser realizados por un instrumento electrónico. No se trata de volver al primer estadio de la música. El primer y segundo estadios tienen una diferencia semejante a la que separa un cuadro de una película (no en vano, los medios del compositor del tercer estadio son los procesos tecnológicos del arte de masas) El primer estadio es monofásico, mientras que el segundo es bifásico: esto es, hay una diferencia entre la primera fase (cinta, disco, datos digitales), que no está destinada a la percepción, y una segunda fase (el objeto sonoro), destinada a la percepción. Y, a diferencia del segundo estadio, no hay distinción entre propiedades constitutivas y propiedades accesorias: todas son igualmente importantes y deben, por tanto, ser reproducidas fielmente por el mecanismo electrónico correspondiente. Ha desaparecido el papel del intérprete que añade, quita y cambia propiedades de la obra, a excepción de las constitutivas.

Con la aparición de las técnicas de reproducción literal (en concreto, las digitales), se dan casos híbridos como las grabaciones de conciertos en disco y en DVD. Así un DVD de Las bodas de Figaro será una interpretación de la ópera, a diferencia de un DVD de Ciudadano Kane que no será una interpretación de la película, sino la película misma. Pero si aceptamos que la misma interpretación es una obra de arte, un DVD de Las bodas de Fígaro no será una interpretación de la interpretación de la ópera, sino la misma interpretación de la ópera, que es reproducida fielmente en cantidad ilimitada. No sólo las obras habrían perdido su «aura», sino también las interpretaciones.

La exposición y desarrollo siguiente se centrará, en todo caso, en el segundo estadio de la música, donde tiene sentido la distinción entre obra (primera fase) e interpretación (segunda fase), y con ella la de compositor e intérprete, pues es en este estadio donde los intérpretes deben atenerse a los límites de la identidad de la obra y donde la obra establece los límites de la variación.

 

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