Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
publicada por Nódulo Materialista • nodulo.org
El Catoblepas • número 28 • junio 2004 • página 7
Al calor de ilusiones trascendentales como la concepción universal-colectivista de los derechos humanos y el Estado de bienestar, crepita una interpretación de la felicidad que aspira a marcarla con la señal del deber y a politizarla, cuando su ámbito real remite, por el contrario, a la ética privada y a las determinaciones del individuo
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A menudo la asunción del ideal universalista en la ética lleva aparejada una particular manera de entender el progreso moral en términos de crecimiento medido (aunque, por lo general, también en un desarrollo desmedido) por categorías cuantitativas que comporta una creciente expansión de los límites de las categorías morales y sus participantes. En este punto, nuevamente la cantidad domina sobre el criterio de la ponderación, la medida y la calidad, con resultados penosos. Para esta versión del universalismo, por ejemplo, la noción de responsabilidad crece en poder y efectividad según aumente en el individuo la capacidad de recepción de aplicaciones, de tal suerte que el sujeto moral no sólo se responsabilizaría de aquello que hace (o no hace), sino aun de lo que podría haber hecho y no hizo, o de aquello que aconteció y se produjo sin que mediase voluntad o intención de haberlo provocado, debido a la presencia y obra de circunstancias, unas veces imprevistas y otras indeseables, en el llamado agente. Un sujeto sería así más responsable cuanto más espacio abarca su acción (u omisión). La responsabilidad, de tal suerte, tendría un sesgo universal e intemporal, y no individual y del presente, como parece más razonable.
Otra representación de esta interpretación omniabarcadora sostiene que una doctrina de los derechos humanos está más fundamentada que otra en la medida en que asume un mayor número de derechos, o generaciones de derechos. El efecto resultante de la misma no puede ser, asimismo, más lamentable, como lo prueba que las disputas teóricas sobre el particular suelen convertirse de hecho en una especie de puja, a ver «quién da más» para protegerse mejor.{1}
Comentaré a continuación algunas de las insuficiencias y aporías que contrae semejante metodología aditiva, concentrando nuestra atención en el segundo supuesto. Según esta metodología, la agregación de nuevas y sucesivas «generaciones» de derechos a las existentes en el principio constitutivo de los mismos (Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948, por tomar un referente notorio), representa la manera progresista de incorporar, mediante periódicas y revisionistas «políticas de reconocimiento», a aquellos grupos o comunidades que presumiblemente han sido olvidados o excluidos de las proclamaciones pioneras, o bien de ver reforzada su presencia en aquellos que se ven más expuestos a su vulneración y se sienten menos representados. En el primer caso, se atendería a un requerimiento de orden temporal producto de consideraciones históricas, a saber: en el curso del tiempo, por efecto del desarrollo científico y técnico o por la irrupción de nuevas circunstancias y sobrevenidos fenómenos que hasta el momento no se habían dado o valorado, se impone una revisión del articulado vigente al objeto de hacer sitio a aquellos casos que reclamen un reconocimiento anteriormente ignorado. En el segundo caso, la cuestión sería de índole espacial (es decir, del espacio que ocupan los conjuntos y grupos), pues, determinados segmentos de población necesitarían de mayor desarrollo y pormenor, de más suelo para edificar, debido a la fragilidad o vulnerabilidad derivadas de su miramiento diferenciado, sin el cual, presumiblemente, los dejaría inermes y urgidos de cuidados especiales. Desde este punto de vista, una vez más, lo particularista dominaría sobre lo universalista.
La vindicación de derechos humanos trasladados a la naturaleza o a los animales y la observación de la problemática particular de minorías afectadas por una peripecia sobrevenida, como una súbita enfermedad o una brusca calamidad, no serían sino correlatos de esta sensibilidad puesta al día en el primer supuesto, aunque siempre muy coherente y poco fina a la hora de armar emparejamientos conceptuales. Por otra parte, la diferenciada atención a los niños o ancianos, así como a discapacitados por determinadas dolencias se aplicarían al segundo caso (me resisto estrictamente por respeto, así como por estimaciones de dignidad humana, a incluir en este capítulo a las mujeres en su conjunto, como algunas o algunos demandan con entusiasmada solicitud).
Las dificultades que aquí se columbran son considerables{2}. Y bastaría un somero repaso a algunas muestras para advertir la inconsistencia de esta problemática, tal vez más artificial que real, acaso más inconfesablemente interesada que serenamente motivada. Ocurre, para situarnos en la cuestión, que resulta muy difícil justificar racionalmente la necesidad de ampliar particularmente una declaración universal de derechos humanos, apelando al derecho de un hablante a expresarse forzosamente en una determinada lengua, puesto que así se encontraría más protegido en sus derechos como hablante, de lo que lo estaría si se le reconoce simplemente el derecho de expresarse en cualquier lengua. No hace falta decir que la lengua seleccionada como objeto de protección deberá ser especialmente protegida, aun pasando por encima de otros amparos y derechos individuales, como son los de la libre elección de los individuos a optar por una lengua de expresión. Éste sería, sin ir más lejos, uno de los efectos necesariamente perturbadores que trae consigo el reconocimiento oficial de lenguas (o religiones) por parte de los Estados y las políticas lingüísticas que se pondrían en marcha para dirigir los caminos humanos del habla y la comunicación.
En general, he aquí situado el perfil característico de los conflictos entre los denominados «derechos colectivos» y los derechos individuales. Pero, es mi intención aquí y ahora centrar la atención sobre un asunto concreto, si bien contagiado por los efectos deletéreos, y aun delirantes y estupefacientes, que destila la práctica política colectivista/universalista de los derechos humanos. Me refiero a la presunción según la cual el derecho a la vida (humana) no será auténtico mientras no se reconozca el derecho (y el deber) a la vida feliz, al bienestar, igual para todos, sin restricciones ni diferencias. Pretendo mostrar que el propósito moral de la felicidad –es decir, de la vida buena– pierde sentido y valor en el momento en que se aspira a cuantificarse, imponerse y despersonalizarse.
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Ciertamente, la noción de felicidad (en rigor, la «búsqueda de la felicidad») se ha vinculado a la conformación de ordenamientos jurídicos, fundamentalmente durante el entusiasmo constitucionalista de los siglos XVIII y XIX, en América y Europa, como componente necesariamente asociado al impulso soberanista característico de la emergencia de las naciones modernas. En la Declaración de la Independencia de los Estados Unidos de América, solemnemente aprobada el 4 de julio de 1776, se hace constar que los hombres han sido creados con unos derechos inalienables, y «entre ellos se encuentran la Vida, la Libertad y la búsqueda de la Felicidad.»{3} Los Padres Fundadores de la Nación americana dieron así un paso muy revolucionario, atrevido e imprudente, al incorporar el concepto moral de Felicidad al vocabulario político, colocándolo al mismo nivel normativo que el de la seguridad, la libertad o la igualdad de las personas ante la ley. De esta manera, se requería a los gobernantes para que empeñaran todos sus esfuerzos, y activaran todos los mecanismos de coacción inherentes al poder, con vistas a la realización de tales fines, mientras a los ciudadanos se les conminaba para que los asumieran en términos de derecho, y aun de deber. El deber de ser feliz...{4} Esta ilusión ha tenido mucho porvenir, llegando hasta nuestros días bajo el palio, a la sombra del cielo protector, de aquello que se conoce como «Estado de bienestar».{5}
John Locke inspiró la mano de Thomas Jefferson, principal redactor del célebre documento, y tal vez fue el aliento liberal del inglés el que atemperó el republicanismo pionero del americano al anteponer a la palabra Felicidad –a diferencia de la Vida y la Libertad– el término «búsqueda», no fuera a creerse del todo que los poderes públicos se comprometían a involucrarse en un propósito que depende en sus resultados del mérito, la voluntad y, por qué no, de la fortuna de los hombres, y no tanto de la intervención política de los gobiernos. Aun así, la Declaración de la Independencia se proclama una vez iniciada la guerra contra la corona de Inglaterra, y parece como si bajo esta influencia el olor a tinta se hubiese mezclado con el de la pólvora. En efecto, George Washington, comandante en jefe de las tropas sublevadas, empuña la espada como una extensión de la pluma de Jefferson, y se convierte en el verdadero protagonista de la revolución americana, y en primer presidente de los Estados Unidos. Hasta aquí no hay sorpresa, pues ya sabíamos desde Maquiavelo y Hobbes que las declaraciones y los pactos sin espada no son nada. De mayor trascendencia es, sin embargo, la constatación de la tremenda hermandad teórica y práctica que desde entonces conectará entre sí los conceptos de Nación, Soberanía y Guerra; Virtud y Violencia; Revolución, Salud Pública y Terror. Sobre todo, cuando de la revolución americana, se pasó a la francesa, y de ella más tarde a la rusa y a la nacionalsocialista, las cuales inspiraron las posteriores construcciones de ingeniería comunista durante el siglo XX.
El sueño de convertir la felicidad en una virtud pública investida por las leyes y el poder político acabó, por consiguiente, en pesadilla totalitaria. De ahí que el liberalismo haya tenido que cuidarse mucho de las influencias republicanas, evitando la siempre amenazadora politización de la felicidad y permitiendo que retornase a su hogar nativo, o sea, a la ética (privada). John Stuart Mill, por citar un caso conocido, favoreció esa tarea de recuperación al concebir a la felicidad no como ensueño ni artículo de fe o de legislación, sino como afán humano tan inexcusable como huidizo e indefinido, pues cuanto más se pretende más nos alejamos de él.{6}
¿Qué es la felicidad? Responde ahora Hans Blumenberg: «Podemos sentirnos felices de no saber lo que es la felicidad.»{7} Como no sabemos qué es la felicidad no es posible categorizarla ni invocarla como bien común. Mejor, pues, que quede a merced de Fortuna y del buen entendimiento de cada uno, y que la primera nos visite y la segunda nos dé luces para saberla reconocer y no dejarla escapar. Mucho mejor resulta, sin duda, esta perspectiva que la alternativa de la ordenanza y la norma, es decir, «tratar el problema de la forma más dura: prohibiendo la felicidad o decretándola».{8}
La felicidad se adapta mejor a las formas sutiles de un «subproducto esencial»{9} individual que a las recias de una virtud social, de una realidad devenida, y no específicamente pretendida ni proclamada como derecho. Por tanto, porque «la felicidad es algo profundamente subjetivo»{10}, es por lo que se halla en una situación distinta de la libertad, la cual al establecerse como principio grande e irrefutable de la moral –derecho absoluto del hombre, por su preferencia y primacía– sí precisa ser objetivada y amparada por la Ley.
Viene también de la mano de Jefferson, y a cuento de lo que aquí tratamos sobre la extensión de los derechos, y sus contrariedades, la alusión a los muertos que dejó escrito en carta a Samuel Kercheval de 12 de julio de 1810. Dejando al margen ahora, el espinoso tema del estatuto identitario de los inanimados que fueron un día humanos, así como de la controvertible ampliación de la responsabilidad hacia el tenebroso ámbito de los espíritus y del respeto a los muertos, sí diremos en este punto que Jefferson afirmó que, a cuarenta años desde la promulgación de la Constitución de Virginia, fiel reflejo y efecto de la Declaración de Independencia, la mayor parte de los seres humanos que la contemplaron ya no viven sino que están muertos: «Pero los muertos no tienen derechos. No son nada, y la nada no puede poseer cosa alguna.»{11} Difícil será encontrar enunciación en favor de una responsabilidad del presente menos medrosa y más fervientemente materialista, próxima, no obstante, a la postura que aquí se sostiene. Para Jefferson los bienes de este mundo y las leyes que los amparan pertenecen a los «actuales habitantes corpóreos», de ellos provienen la acción que rinde y fructifica y la decisión que la fundamenta, a ellos conviene interpelar sobre fueros y derechos, no a las ánimas inactuales ni a las esferas deshabitadas.
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Con todas sus buenas intenciones, y al hilo de la problemática en la cual hemos intentado situarlo, el que promueve una pródiga y creciente extensión de los derechos humanos, debe hacer frente a una innegable certeza: la mano que aspira a asir cada vez más objetos, por necesidad tiene que aflojar la potencia sobre los que ya sostiene y tiene asegurados, con riesgo de ir perdiendo en las sucesivas capturas las piezas que ya poseía, o de que éstas se vean presionadas o aplastadas por la afluencia de lo que adviene y se agrega. Tal vez una minuciosa fragmentación de derechos garantice un fomento de la diversidad, pero es altamente probable que se realice en detrimento de su unidad nuclear y fundamental. Como, de ninguna manera, pueden confundirse tampoco aspiraciones políticas con garantías jurídicas.
Sucede, en fin, que no es prudente confundir derechos humanos con derechos fundamentales, ni la idoneidad moral y generalista de derechos (¡cuántos más mejor!) con «expresar un mínimo jurídico basado en consideraciones elementales de humanidad», como proclama la Corte Internacional de Justicia, con el fin de exigir a los Estados su cumplimiento explícito y sin reservas. Y, en fin, para evitar dispersiones o reiteraciones que distraigan de lo verdaderamente crucial, acaso resulte más efectivo, en lugar de enunciar derechos específicos o especiales para los grupos especialmente necesitados o más vulnerables, el dedicarles una especial atención, siempre en el marco incuestionable e indivisible de los derechos humanos fundamentales. En esta línea de argumentación no podemos sino que asentir al siguiente razonamiento expuesto por Carrillo Salcedo y que le sirve de ajustada coda:
Desde mi punto de vista, la universalidad es un signo distintivo y constitutivo de los derechos humanos. Obviamente, no se trata de desconocer las diferencias, sino de descubrir el genuino sentido de la universalidad, y en este orden de cosas creo que los defensores del relativismo cultural confunden los derechos humanos, en general, con los derechos fundamentales. En otras palabras, el problema no consiste tanto en preguntarse en abstracto acerca de la universalidad de los derechos humanos, sino, por el contrario, en responder a la siguiente cuestión: ¿qué derechos son fundamentales y por ello universales?{12}
Notas
{1} Si no he perdido la cuenta, a los derechos individuales consagrados en la Declaración Universal de los Derechos Humanos aprobada por la ONU en 1948 (o de primera generación) se la habrían sumado los denominados «derechos cívico-políticos y sociales» (o de segunda generación) y posteriormente vendrían los «derechos de los pueblos y de las minorías», también conocidos como «derechos de solidaridad» (o de tercera generación). Se anuncian más. Por ejemplo, el presidente francés Jacques Chirac acaba de anunciar la Carta del Medio Ambiente, la cual reconocería a todo ciudadano francés «el derecho a vivir en un medio ambiente equilibrado y respetuoso de la salud pública» (la cursiva es mía). El proyecto se anuncia como un «"proyecto revolucionario", semejante a los derechos humanos de la Revolución de 1789 o los derechos económicos y sociales instaurados en 1946, tras la segunda Guerra mundial» (ABC, 26/5/2004). Su promoción viene, en general, de la mano tanto de los Gobiernos y las secciones multiculturalistas más acomplejadas de Occidente, como de los movimientos literalmente «tercermundistas», todos ellos, por lo común, más próximos al relativismo cultural que al universalismo bien entendido. De hecho, una de las primeras formulaciones de los derechos de «tercera generación» fue auspiciada en 1981 por Organización de la Unidad Africana (OUA) a través de la Carta Africana de los Derechos del Hombre y de los Pueblos, la cual entró en vigor en 1986 y se conoce también como «Carta de Banjul». En esa tradición hermenéutica de los derechos, unos años más tarde (noviembre de 1992), en la Declaración de Túnez, los Estados africanos allí reunidos realizaron la siguiente exposición: «no puede prescribirse un modelo determinado a nivel universal ya que no pueden desatenderse las realidades históricas y culturales de cada nación y las tradiciones, normas y valores de cada pueblo.» Pues bien, más recientemente aún, la Declaración de Túnez de mayo de 2004, que condensa las deliberaciones de la Liga Árabe de hoy día, introduce por primera vez una condena explícita de los ataques terroristas palestinos contra civiles israelíes, pero, eso sí, puestos al mismo nivel que la «ocupación» hebrea de los territorios palestinos y la estadounidense en Irak. Por lo demás, siguen echándose en falta las referencias al papel de la mujer en la sociedad y la necesidad de reformas democráticas en los países árabes, lo cual sí supondría un avance efectivo (y no retórico) en la política de los derechos humanos. Pero, me pregunto, cómo van a hacerlo si desde importantes sectores del antioccidentalismo de Occidente se les anima precisamente a lo contrario.
{2} Algunos de estas contrariedades las que he puesto de relieve y cuestionado en mi trabajo «Oídos sordos, culturas y diferencia: de la exclusión al orgullo», Daímon. Revista de Filosofía, Universidad de Murcia, número 28, enero-abril, 2003, págs. 87-94
{3} El breve texto de La Declaración de la Independencia de Estados Unidos de América lo he obtenido de la edición bilingüe publicada por el Taller de Estudios Norteamericanos de la Universidad de León, León 1993, pág. 57. La cursiva es mía.
{4} Para un buen sentido de esta expresión, véase Pascal Bruckner, La euforia perpetua. Sobre el deber de ser feliz, traducción de Encarna Castejón, Tusquets, Barcelona 2001. En relación con los asuntos de nuestra discusión, allí leemos además lo siguiente: «hay políticas del bienestar, pero no de la felicidad. Si bien la miseria nos hace desgraciados, la prosperidad no nos garantiza en absoluto la euforia y el placer. Éste es el peligro de incluir el derecho a la felicidad en la Constitución: o bien se diluiría en una miríada de derechos subjetivos que hacen caso omiso del interés común, o bien dejaríamos que una oligarquía o el Estado decidiera sobre lo que es mejor, a riesgo de caer en el autoritarismo.» (pág. 140).
{5} A menudo escrito en minúsculas: «estado», también «estados». Ello puede deberse a la contumacia de escribir «Estado» (o «Estados», términos que remiten a instituciones y entidades de rango político) igual que «estado» (para referirse a una situación psicológica, física o civil). Esta confusión o solapamiento es, dejando aparte consideraciones de orden ortográfico y semántico, muy ilustrativa de cómo muchos asimilan en su conciencia el significado del Estado en términos de garantía de protección y confortabilidad. Así el Estado de bienestar significa aquello que permite a los sujetos «estar bien», cuidados y asegurados de por vida por las instituciones y los gobernantes. No digamos cuando además se escribe «estado del bienestar», lo cual concede a la condición humana una dimensión arcádica, casi sobrenatural, demasiado humana, al ser bendecida por una categoría abstracta maximizada, personalizada y singularizada por la acción de un artículo realmente determinante.
{6} J. S. Mill, Autobiografía, traducción de Carlos Mellizo, Alianza, Madrid, 1986: «Preguntaos si sois felices, y cesareis de serlo. La única opción es considerar, no la felicidad, sino algún otro fin externo a ella, como propósito de nuestra vida.» (pág. 149).
{7} H. Blumenberg, La inquietud que atraviesa el río, Península, Barcelona 1992, pág. 180.
{8} Ibíd., pág. 181
{9} J. Elster, Uvas amargas. Sobre la subversión de la racionalidad, Península, Barcelona 1988.
{10} S. Freud, El malestar en la cultura, Alianza, Madrid 1970, pág. 33.
{11} La irreverente afirmación de Thomas Jefferson sobre los muertos pertenece a su Autobiografía y otros escritos, Tecnos, Madrid 1987, pág. 724.
{12} J. A. Carrillo Salcedo, Dignidad frente a barbarie. La Declaración Universal de Derechos Humanos, cincuenta años después, Trotta, Madrid 1999, pág. 120 (los subrayados son del autor).