Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
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El Catoblepas • número 26 • abril 2004 • página 12
Se prueba que la interpretación del presunto «estado de excepción» como «golpe de estado», atribuido al gobierno las horas previas al 14 M, es una falsedad cuyas fuentes son la falsa conciencia y la memoria histórica
«Aterrado por el crecimiento de la insurrección carlista, el gobierno solicitó el asenso de las Cortes para tomar luego todas las medidas extraordinarias que exigiese la gravísima dolencia de la Nación. Sólo halló resistencias en el grupo de los intransigentes, que ante la idea de ver suspendidas las garantías constitucionales, pusieron el grito en el cielo, acusando a Pi de atentar contra la democracia y el principio federal.»
«La patria se pierde; se pierde también la República. ¿Sabéis por qué? Porque habéis venido a demostrar que cuando aquí reinaban los Borbones nadie se atrevió a levantar la cabeza, y todos eran siervos humildes, mientras que ahora que se nos ha dado la República, todos se atreven a insurreccionarse. ¡Ya sé yo que si estuviéramos bajo el yugo oprobioso de las dominaciones Borbónicas, no tendríamos tantos héroes de barricada!»
Benito Pérez Galdós, Episodios Nacionales, «La primera República».
§. I
Durante los días posteriores a la victoria electoral del PSOE en las elecciones del 14 de marzo de 2004, una serie de declaraciones intentaron convencernos de que el gobierno saliente, horas antes de producirse las elecciones, intentó declarar el «estado de excepción», con el objeto de dar un «golpe de estado» para evitar, al parecer, que «la voz del pueblo» triunfara en las urnas. El voluble y dudoso cineasta Pedro Almodóvar fue el primero en señalarlo apenas pasados los primeros días tras los resultados –para luego arrepentirse públicamente de «haberse hecho eco de un rumor»– y una serie de personajes ligados a la política partidista, caso del concejal ovetense de la coalición Izquierda Unida, Roberto Sánchez Ramos, así como personalidades del PSOE, han proseguido la difusión del rumor, cuando ya había sido desmentido por la Jefatura del Estado, al parecer en misivas particulares enviadas a varios periodistas que, a título personal, habían solicitado conocer los detalles que la Casa Real pudiera facilitarles.
Sin embargo, dejando al margen que el gobierno saliente intentara realmente aplicar el estado de excepción, del que no aparecen pruebas por ningún sitio, y cuya insistencia en ser aireado por determinados particulares no obedece sino a un intento constante de levantar falso testimonio, lo que interesa es, en primer lugar, conocer con precisión qué es un «estado de excepción» y si es equiparable a la figura, completamente ilegal y por supuesto «antidemocrática», de un golpe de estado. En segundo lugar, conviene aclarar por qué esa insistencia, desde determinados sectores de la política nacional, en levantar constantemente falso testimonio sobre un hecho que ni siquiera llegó a producirse.
§. II
La primera fuente que debemos consultar –por obligada– para conocer lo que es un «estado de excepción» es la Constitución española de 1978, aún vigente, que en su Artículo 116 afirma lo siguiente:
«1. Una ley orgánica regulará los estados de alarma, de excepción y de sitio, y las competencias y limitaciones correspondientes.
2. El estado de alarma será declarado por el Gobierno mediante decreto acordado en Consejo de Ministros por un plazo máximo de quince días, dando cuenta al Congreso de los Diputados, reunido inmediatamente al efecto y sin cuya autorización no podrá ser prorrogado dicho plazo. El decreto determinará el ámbito territorial a que se extienden los efectos de la declaración.
3. El estado de excepción será declarado por el Gobierno mediante decreto acordado en Consejo de Ministros, previa autorización del Congreso de los Diputados. La autorización y proclamación del estado de excepción deberá determinar expresamente los efectos del mismo, el ámbito territorial a que se extiende y su duración, que no podrá exceder de treinta días, prorrogables por otro plazo igual, con los mismos requisitos.
4. El estado de sitio será declarado por la mayoría absoluta del Congreso de los Diputados, a propuesta exclusiva del Gobierno. El Congreso determinará su ámbito territorial, duración y condiciones.
5. No podrá procederse a la disolución del Congreso mientras estén declarados algunos de los estados comprendidos en el presente artículo, quedando automáticamente convocadas las Cámaras si no estuvieren en período de sesiones. Su funcionamiento, así como el de los demás poderes constitucionales del Estado, no podrá interrumpirse durante la vigencia de estos estados.
Disuelto el Congreso o expirado su mandato, si se produjere alguna de las situaciones que dan lugar a cualquiera de dichos estados, las competencias del Congreso serán asumidas por su Diputación Permanente.
6. La declaración de los estados de alarma, de excepción y de sitio no modificarán el principio de responsabilidad del Gobierno y de sus agentes reconocidos en la Constitución y en las leyes».
Como podemos apreciar, un estado de excepción, así como de alarma o de sitio, al margen de las limitaciones que pueda recibir por sus respectivas leyes orgánicas, viene incluido en la Constitución aún vigente, que sin duda la inmensa mayoría de la población española –incluyendo a varias de las celebridades que se manifestaron al respecto del presunto «golpe de estado»– ignora por completo. De hecho, nuestra Constitución no es una feliz excepción, sino que los estados de excepción y de alarma vienen reconocidos en la práctica totalidad de las constituciones políticas históricamente dadas, y si no en las leyes subsidiarias a ellas. De hecho, el famoso politólogo Carlos Schmitt, señaló que el estado de excepción es propiamente «el concepto de lo político». Es decir, que mientras que en un estado de normalidad sólo cabe la aplicación de las leyes, el famoso «Estado de Derecho» tan amado por la clase política del actual régimen, un estado de excepción implica tomar decisiones por parte del soberano, al margen de la maraña legal que envuelve la normalidad constitucional.
Ahora bien, el decisionismo del soberano no se realiza al margen de las leyes, para transgredirlas y vulnerarlas, lo que equivaldría a un golpe de estado, sino precisamente para salvaguardar el orden constitucional ante una amenaza, ya sea interna o externa, que lo pone en peligro. Los atentados del 11 M, dada su extrema gravedad, bien hubieran podido ser un motivo suficiente para proclamar el estado de excepción, dado que las elecciones, a celebrar apenas tres días después, podrían sufrir otro ataque de idénticas características, con la consiguiente adulteración de la legalidad. A todo ello habría que sumar las concentraciones convocadas frente a las sedes del partido del gobierno, buscando responsabilizarle falsamente del atentado, y exculpando en consecuencia a los terroristas autores de la masacre. Convocatorias en las que participaron activamente –como reconocieron de forma explícita– varios de los dirigentes de la oposición política, e incluso cargos públicos de distintos gobiernos autónomicos.
En cualquier caso, bien sabemos que la única anomalía que se registró durante la jornada electoral, al margen de los insultos contra los candidatos del partido en el gobierno, fue que el PSOE venció contra todo pronóstico las elecciones. Partido que, a pesar de las declaraciones particulares de varios de sus miembros destacados, decidió el lunes 15 de marzo pactar con el PP una serie de medidas excepcionales, consistentes en utilizar al ejército para mejorar la seguridad tras los atentados del 11 M. Siendo consecuentes con sus afirmaciones, ¿no deberían, aquellos que han señalado que el gobierno saliente intentó un «golpe de estado», adjudicar una autoría real de ese «golpe» a los dos grandes partidos, PP y PSOE, por pactar medidas excepcionales conjuntas en las que se incluye el uso del ejército?
No olvidemos tampoco que, recientemente, unas maniobras militares rutinarias en Vasconia por parte del ejército español alertaron al PNV, quien por boca de su dirigente Javier Arzallus, el 9 de Noviembre de 2003, también insinuó la posibilidad de ver sometida la región a estado de sitio. En ese momento llegó a decir: «Las maniobras llevadas a cabo por el Ejército de Tierra en el País Vasco han sido la coronación de toda la amenaza que tenemos encima. Nos acorralan por todas partes y encima nos mandan los helicópteros.» En cualquier caso, el presunto golpe de estado postelectoral que señalamos habría que atribuirlo, siendo rigurosos con los acontecimientos, al gobierno entrante.
Sin embargo, es muy posible que todas las razones aquí enunciadas, incluyendo la constatación de que el Artículo 116 de la Constitución existe, no servirían para calmar las iras de los falsos delatores que se han ido «haciendo eco de un rumor» en los medios de comunicación durante los días posteriores a las elecciones. Sin duda que sus motivos no son tanto de índole jurídica o filosófica, como referidos a esa memoria tan peculiar que en los últimos años dicen estar rescatando: la memoria histórica.
§. III
Las pruebas de que las razones que orientaban a los que se proclamaban defensores de «la verdad» y «la democracia» se basaban en la memoria histórica y en la falsa conciencia parecen mostrarse diáfanas. De hecho, no sólo pudimos saber que el responsable de Seguridad Pública de Asturias, en La Voz de Asturias de 1/04/2004, señaló que se manifestó ante la sede del PP en Oviedo para evitar «el secuestro de la verdad y de la democracia», o que Roberto Sánchez Ramos, edil de IU en el Ayuntamiento de Oviedo, señaló que el Gobierno «intentaba un golpe de estado», sino que en el periódico Libertad Digital de la misma fecha, el también edil ovetense de IU Celso Miranda (otros periódicos, como La Nueva España, atribuyen a Roberto Sánchez Ramos tales afirmaciones), manifestó que el 13 de Marzo «de repente, este país recuperó la memoria histórica [sic] y vio que eran los hijos y los nietos de los que dieron el golpe de Estado de 1936 los que intentaban dar otro desde el Gobierno», añadiendo que «el 13 de marzo intentaron un golpe de Estado con los muertos de sus guerras del imperialismo y el petróleo».
Evidentemente, una manifestación tan explícita de ese término, la memoria histórica, no requiere constatación, pero sí explicación de su uso. Al margen del carácter metafísico que posee el concepto de memoria histórica, como una suerte de sustrato común que conserven todos los españoles, incluidos aquellos que no vivieron la guerra civil, y que por lo tanto nada pueden recordar de aquella época, habría que investigar si en ese pasado que tan selectivamente se recuerda, hay algún hecho registrado de mentiras compulsivas sobre un presunto golpe de estado que no llegó a producirse. Y podemos responder afirmativamente.
Esta situación previa a las elecciones del 14 M es similar, salvando las situaciones económicas y políticas de entonces, a la planteada en las elecciones de febrero de 1936, ya señalada en nuestro trabajo «La historiografía universitaria y El mito de la izquierda», publicado en el número 18 de El Catoblepas. En dicho trabajo nombramos tal acontecimiento de forma escueta, por lo que aquí lo detallaremos de forma más amplia y con mayor número de fuentes. En aquella ocasión, el gobierno en funciones de Portela Valladares, individuo descrito por Julio Caro Baroja como un «político viejo y extraño», recibió al General Francisco Franco, quien le sugirió proclamar el estado de alarma, recogido en la constitución republicana. Muchos historiadores, como Preston, recogen de forma tendenciosa que lo que iba a realizar Franco era un golpe de estado. Gabriel Jackson, marcando el camino a seguir para Preston y otros muchos, señaló en 1965 que «fuentes cercanas al Gobierno de Portela se han mostrado igualmente enfáticas en afirmar que (a través de emisarios confidenciales) el general Franco ofreció sus servicios a Portela a fin de anular las elecciones, pero que Portela y el presidente Alcalá-Zamora estaban decididos a respetar la voluntad popular, a pesar de su ansiedad respecto al futuro» (La república española y la guerra civil, 1931-1939, ed. española de Grijalbo, Barcelona 1976, pág. 182).
También Pío Moa recoge la situación en una de sus obras, aunque con un criterio mucho más ajustado y certero: «El 16 de febrero, las primeras noticias de votaciones favorecían al Frente Popular. Las izquierdas, enardecidas, invadieron esa misma noche las calles en Madrid y otras ciudades, exigiendo la inmediata liberación de los presos y la reposición de los ediles suspendidos por participar en la revuelta del 34, e iniciando conatos de asalto a centros de la derecha.» Asimismo, el historiador vigués también señala que el líder de la oposición, José María Gil-Robles, acudió a visitar a Portela Valladares para que mantuviese el orden, y ante su negativa, y tras preguntarle el propio Gil-Robles sobre el porvenir, el presidente en funciones señaló: «Realmente soy pesimista. Lo más probable, según muchas veces he anunciado al país, es que nos encontremos en vísperas de una nueva guerra civil». Además, respecto a la actitud de Franco, «El 18 a mediodía Franco incitó a Portela a cortar el paso a la revolución, declarando el estado de guerra. El político habría contestado: "¿Por qué el ejército no toma la responsabilidad de esa decisión?". "Porque carece de la unidad necesaria [dijo Franco], y porque es al Gobierno a quien compete defender la sociedad, secundado por el Ejército". Portela vacilaba. Esa tarde, los generales Fanjul, Goded y Rodríguez Barrio visitaron a Franco para proponerle un golpe militar. Tantearon al efecto a las guarniciones sin éxito. Al atardecer resolvió Portela dimitir». (Pío Moa, El derrumbe de la segunda república y la guerra civil. Encuentro, Madrid 2001, págs. 263-265).
Sin embargo, fue en realidad el socialista Juan Simeón Vidarte, en 1976, quien en Todos fuimos culpables viene a sugerir que aquella declaración de Franco era un golpe de estado en toda regla. Vidarte, que fue una personalidad importante en la II República pese a su juventud –Secretario de las Cortes constituyentes, así como encargado de preparar el exilio de los frentepopulistas a Méjico–, cita la conversación que mantuvo con el Presidente del gobierno en funciones, Manuel Portela Valladares, quien refiere así lo sucedido en la versión del socialista: «–Ya supondrá usted lo que ha sido Madrid después del triunfo de ustedes. Cientos de miles de personas en la calle, gritos, cánticos, pedradas, alarma en todas las provincias, donde temían que iban ustedes a apoderarse del poder como en Asturias en octubre del 34. [...] El Presidente de la República me dijo que si creía necesario declarar el estado de guerra. "No, señor Presidente [dijo Portela]. Creo contar con toda clase de elementos para garantizar el orden público". Don Niceto se quedó meditando, un buen rato y me dijo: "De todos modos no estorban las precauciones. Es preferible que tenga usted firmado el decreto que declare el estado de guerra. Si la situación se hace más difícil no tiene usted más que enviarlo a la Gaceta y comunicarlo a los gobernadores para que resignen los mandos". Yo recibí el decreto, que ya tenía preparado y que no debía rechazar». Y el propio Vidarte añade: «Portela abrió el cajón de su mesa de despacho y me mostró el decreto.» (Todos fuimos culpables. Testimonio de un socialista español, Grijalbo, Barcelona 1978, tomo 1, pág. 41.)
Es decir, que a pesar de que luego el propio Portela Valladares, en 1937, dijera que de haber declarado el estado de guerra habría adelantado la fecha del golpe de estado, ello no dice nada sobre el ofrecimiento de Franco, pues éste, como señala claramente Moa, rechazó la posibilidad de un golpe de estado, y simplemente solicitó a la presidencia del gobierno republicano que tomase las medidas para evitar los disturbios, medidas que a su vez el propio jefe de estado, Alcalá Zamora, le había aconsejado utilizar. El juicio de Vidarte supone una retrospectiva interesada, que olvida todos los incidentes producidos a continuación de la victoria electoral del Frente Popular, que culminarían con el asesinato del líder de la oposición Calvo Sotelo, a manos de los cuerpos de seguridad del estado.
Sin duda que los lectores podrán percibir sin problemas la estupidez de quien pretendía efectuar tal golpe: si realmente Franco hubiera querido ejecutar un golpe de estado, habría resultado de una imprudencia infinita comunicárselo al propio gobierno en funciones, quien de inmediato lo rechazaría y encarcelaría al autor de tan desafortunada intervención. No obstante, la tesis de un golpe de estado es enormemente sugestiva para tantas personas que creen a pies juntillas en la maldad intrínseca de la derecha, y de Franco en particular, personaje que según esta versión habría sido conspirador constante contra la República –aunque Juan Negrín, pocos días antes del 18 de Julio, ya señalaba que Franco no había tenido nada que ver ni en la rebelión de Sanjurjo ni en la represión de la revolución de Octubre de 1934–.
No obstante, muchos historiadores, incluido el propio Pío Moa, han señalado que, dado el radicalismo que estaba creciendo en esos momentos, la proclamación de un estado de excepción bien hubiera podido culminar en golpe de estado. Sin embargo, aun admitiendo esa posibilidad, nada implica acerca de la cuestión fundamental, que era saber si Franco, con su ofrecimiento al gobierno, quería realmente realizar tal golpe de estado. Es más, las propias circunstancias en las que se desenvolvió la República en su primer bienio justificaban, a juicio de los gobernantes, el estado de alarma. Y es que, a pesar de que el Artículo 6 de la Constitución Republicana de 1931 señalaba que: «España renuncia a la guerra como instrumento de la política internacional», ello no impidió la aprobación de una Ley de Defensa de la República que permitía la censura de prensa, la suspensión de actividades de partido y los estados de excepción y de alarma, hechos muy numerosos durante el bienio 1931-33, y que llevaron a sangrientas represiones, como las producidas en Llobregat y Casas Viejas, en 1932 y 1933, respectivamente. Por lo tanto, el estado de excepción y de alarma había sido moneda común durante buena parte de la República (el golpe de estado de 1934 también aconsejó que el gobierno de Lerroux lo mantuviera durante un tiempo), y ningún parlamentario o gobernante, salvo que obrase de mala fe, podría llegar a equipararlo a un golpe de estado, sobre todo si él mismo había llegado a utilizarlo en los años previos de gobierno.
Por ello, cuando se interpreta retrospectivamente cualquier actitud de la derecha, equiparándola a cualquier otra de 1936, no se está invocando a la necesidad de «desenterrar el pasado», sino a su uso partidista para demonizar o desprestigiar a determinadas formaciones políticas. Así, que los sucesos de 1936 se invoquen como una prueba del carácter antidemocrático de la derecha, golpista por naturaleza, implican el olvido del golpe de estado de 1934 a manos de tres generaciones de izquierda (socialista, comunista y anarquista) y con el apoyo explícito de la segunda generación, los liberales.
Desde esta memoria histórica que invoca determinadas situaciones y obvia otras no menos graves, sólo se puede desembocar en una suerte de falsa conciencia o cerrojo ideológico, desde el que cualquier formación política opuesta ideológicamente a la de referencia (así, el PP respecto a IU, como en el caso actual), cualquier acción, del signo que sea, será interpretada como un acto de ataque a «la democracia», que por supuesto deberá ser salvada de su eventual «secuestro» por sus apologetas, los reivindicadores de tal memoria histórica parcial. Desde esa posición, se justificaría la sublevación de 1934 como una defensa contra el fascismo que implantaría la CEDA. Y así, cuando la CEDA defienda la legalidad republicana y, a pesar de disponer del camino despejado para implantar el fascismo, no lo implante, desde el cerrojo ideológico se apelará al «realismo» de Gil Robles para postergar un fascismo que, de todos modos, haga lo que haga, la CEDA representaría por simple definición. Así es como interpreta Preston la revolución de octubre de 1934 en su obra La destrucción de la democracia en España.
Vemos entonces que la memoria histórica, lejos de ser una facultad que el desmemoriado pueblo recupera muy de tarde en tarde, es en realidad parte del ideologuema que no sólo reivindican muchos grupos políticos, sino que también la han incorporado a su ideario, sin duda porque tales componentes ideológicos no son simples coartadas para justificar unos acontecimientos delictivos o fraudulentos, sino guía y modelo para que tales acontecimientos puedan producirse o evitarse. Renegamos por lo tanto de lo que afirma Manuel de la Fuente Merás en su artículo de este número, «Isabel de Castilla, reina cinco años después», cuando señala respecto a la norma que caracterizó a España como Imperio que «No cabe hablar de ausencia de principio pero, por desgracia, toda política real se caracteriza por el incumplimiento de dichos principios», pues sin duda tales principios no eran simplemente normas a priori que luego se incumplían, sino que tales principios católicos se abrieron paso a través de todas las contradicciones que durante siglos se plantearon en el Imperio español, como guía de esas mismas acciones, hasta que ellas mismas se mostraron incompatibles con el propio desarrollo imperial. Del mismo modo, el comunismo teórico se abrió paso a través del socialismo realmente existente y sus contradicciones, que lo llevaron hasta su finiquitación. Es evidente que la norma queda, y siempre puede servir para guiar la acción de determinados grupos sociales, sea cual sea su importancia (¿quién rechazaría, pongamos por caso, como insignificantes a los grupos que en España y en América sobre todo, reivindican periódicamente la Hispanidad, dentro de una comunidad de 400 millones de potenciales seguidores?).
En el caso de la memoria histórica, al margen de que los grupos que la reivindiquen puedan verla como mero oportunismo para derrocar a eso que denominan como «la derecha», ¿acaso no la han incorporado a sus propios proyectos? No cabe duda que quien afirma que «el pueblo recuperó la memoria histórica» no se está refiriendo a los ciudadanos de España sin más, sino a aquellos que han hecho suya, de las más diversas formas, la norma y el proyecto que propone IU, por muy escaso que sea su número. Y no cabe duda que, además, los ortogramas que incorporan la memoria histórica, dado su carácter sesgado, no podrán nunca reivindicarse como planes y proyectos coherentes, pues ellos mismos caerán en múltiples contradicciones.
Así, si se señala como franquistas a los miembros del PP, y como réplica se afirma que también José Luis Pérez Carod era hijo de un guardia civil franquista, o que Marcelino Camacho pertenecía al Sindicato Vertical, simplemente se tenderá a desviar hacia otros detalles la cuestión, señalando que, en el franquismo, «todo el mundo acudía a la Plaza de Oriente a escuchar al Caudillo», pero por obligación y coacción, pues «el pueblo», dirán ellos, como si fueran los protagonistas de la teleserie Cuéntame, era todo él antifranquista, y sólo «los ricos» eran franquistas de forma abierta. Tal situación, a la larga, conduce a la imposibilidad de rectificar los ortogramas, y cualquier detalle que no glorifique a la idealizada II República o que implique desenterrar a otros españoles «no antifranquistas», como puede ser el caso de los fallecidos en combate de la División Azul frente a la URSS, será un motivo inmediato para denigrar a su inspirador como «fascista».
El auténtico paradigma de esta nebulosa ideológica lo podemos encontrar en José María Pedreño, Presidente del Foro por la Memoria, quien criticó en Rebelión el 23 de enero de 2004 a la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica por preocuparse exclusivamente de la «memoria privada, sin sentido ideológico», mientras que el Foro por la Memoria que él preside, se preocuparía de la «memoria colectiva»: «Foro por la Memoria lo hace con un claro sentido ideológico. Para nosotros todo es importante: las familias (llevamos incluso psicólogos para atenderlas, les contamos la verdad y les damos asesoramiento jurídico), los muertos (su forma de pensar, su militancia, su vida), cómo se desarrollaba la vida social y política de la época, las enseñanzas que podemos recoger, el análisis de los procesos históricos que podemos realizar a la luz de lo que vayamos descubriendo, la construcción de sociedad civil alrededor de esta actividad, la comprensión de cómo se ha construido el presente (¿por qué esas familias están despolitizadas? ¿Por qué la debilidad de la izquierda? ¿Por qué fuimos derrotados?), el fortalecimiento ideológico, la lucha contra la impunidad, la derrota del franquismo ideológico, etc.».
Como podemos apreciar, este conflicto entre dos asociaciones en principio dedicadas a los mismos fines (recuperación de restos humanos con vistas a la recuperación de la memoria histórica) demuestra que la memoria histórica nunca será unívoca sino meramente parcial, y sobre todo –y esta característica no es desde luego neutra respecto al presente– tenderá a realizarse desde una plataforma con pretensiones antidemocráticas, pues esta misma memoria que resalta a determinados fallecidos durante el régimen franquista, tendría a nublarse cuando los fallecidos fueran miembros de la División Azul.
Del mismo modo, cuando Roberto Sánchez Ramos, edil de IU, señala que el gobierno quería aprovecharse de «nuestros muertos», víctimas al parecer de la que fue «su guerra» (la del gobierno), se está apelando a una perspectiva que no tiene que ver con la actual democracia de mercado. Pues en una democracia en la que los ciudadanos, independientemente de su condición social o política –sólo atendiendo a su característica de ciudadanos consumidores– eligen en las urnas a los miembros del parlamento, no cabe disociar al gobierno que toma decisiones de la confianza que en él han depositado sus electores. Si realmente el gobierno ha cometido errores flagrantes, ha de pagarlo en las elecciones –algo de lo que parece no se quisieron enterar, pues bastaba con que su descontento lo fueran a expresar al día siguiente–.
Asimismo, identificarse con los asesinados el 11 M, calificándolos de «nuestros muertos», resulta totalmente falaz, pues los ciudadanos españoles allí fallecidos no pueden identificarse con la tendencia política que se oponía a la guerra, y ello suponiendo falazmente que el atentado del 11 M fuera causa de una guerra que era continuación de la Guerra del Golfo de 1991, en la que España sí participó directamente con sus tropas, y no causa directa de la promesa socialista de retirar las tropas de Iraq, como ha señalado Pedro Insua en su artículo del número anterior de El Catoblepas. No menos delirante cabría suponer que el gobierno intentó «un golpe de Estado con los muertos de sus guerras del imperialismo y el petróleo», sabiendo además que gracias a ese petróleo puede Sánchez Ramos desplazarse y disponer de recursos energéticos para realizar sus actividades diarias, entre las que se encuentran sus ruedas de prensa apologéticas.
Y es que el ortograma consistente en asumir la memoria histórica de forma tan tenaz, al final será totalmente inviable en una democracia de mercado. En una democracia como la actual, donde lo que cuenta es el conjunto de ciudadanos con derecho a voto, en tanto que isomorfo con el conjunto de los ciudadanos consumidores del mercado pletórico, no puede tolerar que ciertos ciudadanos, simplemente por haber sido hijos o nietos de comunistas, socialistas, &c., represaliados por Franco, reciban un trato de favor por esa condición, mientras a otros se les denigra por ser «hijos de franquistas». No obstante, este ortograma podría disponer de posibilidades de supervivencia, en caso de ser canalizados sus efectos a través de algunos de los medios que la democracia de mercado nos ofrece hoy día, como podría ser el de la televisión formal, en directo. Y eso fue lo que sucedió, pues las televisiones CNN+ y Localia, propiedad del Grupo Prisa, afecto al PSOE, supieron utilizar a la perfección el concepto de televisión formal para mostrar a los que se reunían, al mismo tiempo y en una sola voz, con un solo lema, clamando por «la verdad» y la «recuperación de la democracia secuestrada».
Así, la memoria histórica que al parecer recuperó el pueblo español de forma tan brusca e inesperada el 13 M, no sirvió para que los principales detentadores de tal memoria salieran beneficiados en el marco de la democracia de mercado. Más bien se puede concluir que, lejos de recuperar memoria alguna, «el pueblo» se volvió amnésico y se creyó voluntariamente, por pura cobardía, las imposturas que el principal partido de la oposición hizo aparecer en forma de telebasura fabricada, por IU principalmente, con el fin de ser usada por el PSOE. Sin embargo, el cerrojo ideológico había surtido tal efecto en las filas de IU que hasta su líder, Gaspar Llamazares, a pesar de haber visto como su formación rozaba por centésimas porcentuales la desaparición parlamentaria, se sentía enormemente satisfecho, porque –decía él– «había sido derrotada la derecha». Y es que una vez que la falsa conciencia lo inunda todo, ni siquiera el fracaso electoral en una democracia de mercado sirve como motivo para meditar acerca de los graves errores cometidos durante una legislatura. La falsa conciencia se redime, desde la óptica del partido, con la satisfacción de ver derrotados a «los hijos del franquismo», sin percatarse que los que vencieron en las elecciones son tanto o más «hijos del franquismo» que los derrotados por la unívoca izquierda.
§. IV
Convengamos, por lo tanto, en que el presunto golpe de estado no fue tal, sino en todo caso presunto estado de excepción –al margen de si el gobierno se preparó para ejecutarlo o no– dentro de lo que señala la Constitución española de 1978, que habría de estar justificado por la propia gravedad de la situación, en la que se incluiría el atentado terrorista del 11 M y la propia actitud irresponsable y demagógica de la oposición, buscando sacar partido de un desastre que perjudicaba no sólo al gobierno, sino a toda España.
En cualquier caso, parece interesante cotejar ambas situaciones, elecciones de 1936 y de 2004, y ver si se acaban cumpliendo los mismos designios en ambas. Que la ineptitud del gobierno frentepopulista de entonces llevó a la guerra civil es algo bien sabido, y parece imposible que se reedite hoy día. Pero no olvidemos que aquel gobierno duró desde febrero hasta julio, desde el triunfo electoral de febrero (propiciado por una actividad propagandística sobre la ficticia represión de la revolución de 1934) hasta el momento en que el gobierno republicano entrega las armas a los sindicatos y jubila a la fracción del ejército que le fue fiel durante el 18 de Julio, todo un suicidio político que hundió definitivamente a la II República. Quién sabe si un gobierno obtenido en circunstancias similares acabe convirtiéndose en el gobierno más inestable del actual régimen de partidos de 1978. De tiempo dispondremos para comprobar, a partir de su investidura, la estabilidad del mismo.